Cuando a eso de las cinco llegamos a su casa, titubeó a la hora de salir del coche y se detuvo, como había hecho antes, con la mano en la portezuela y mirándome.
– ¿Sabes qué me gusta de ti? -dijo.
– ¿Qué?
– Cuando estoy contigo, no estoy pendiente de mí, ni pienso que soy un tullido o que estoy hecho un espantajo. No sé cómo te las apañas, pero me gusta.
Le miré durante unos instantes y me sentí extrañamente apocada.
– Es que cuando te veo me acuerdo de un regalo de cumpleaños que me enviaron por correo. Se había desgarrado el envoltorio y la caja estaba aplastada, pero el contenido era magnífico. Me gusta tu compañía.
Esbozó y borró una semisonrisa. Miró hacia la casa y volvió a posar los ojos en mí. Tenía algo más en la cabeza, pero al parecer le daba vergüenza confesarlo.
– Qué -dije para darle ánimos.
Ladeó la cabeza y comprendí el brillo de su mirada.
– Si estuviera bien… si no me faltase nada, ¿te habría pasado por la cabeza la idea de enrollarte conmigo? Ya sabes, en plan tío-tía.
– ¿Quieres que te diga la verdad?
– Sólo si es agradable.
Me eché a reír.
– La verdad es que si te hubiera conocido antes del accidente, me habrías intimidado. Eres demasiado apuesto, demasiado rico y demasiado joven. Por lo tanto tengo que decirte que no. Si no "te faltase nada", como tú mismo has dicho, probablemente no te habría conocido. No eres mi tipo, eso es todo.
– ¿Cuál es tu tipo?
– Aún no lo sé.
Me miró durante un minuto con expresión risueña.
– ¿Te importaría decirme qué estás pensando? -dije.
– ¿Cómo puedes darle la vuelta a las cosas y hacer que me sienta contento de ser un mutilado?
– Pero ¿qué dices? Tú no eres ningún mutilado, hostia. Hasta luego.
Sonrió, cerró de un portazo y retrocedió para que yo pudiera dar la vuelta y poner rumbo al camino de entrada.
Volví a casa. No eran más que las cinco y cuarto. Aún tenía tiempo de correr un rato, aunque me pregunté si sería prudente. La primera mitad de la tarde me la había pasado con Bobby, bebiendo cerveza, bourbon y vino malo, y comiscando pinchos morunos con un pan más duro que una piedra. En realidad me apetecía más echar una siesta que correr, pero pensé que me convenía un poco de disciplina.
Me puse el chándal y recorrí cinco kilómetros mientras hacía gimnasia mental ordenando los datos del caso. Estaba lleno de puntos oscuros y no sabía por dónde empezar. Pensé que lo mejor sería hablar primero con el doctor Fraker, del Departamento de Patología del St. Terry; puede que al mismo tiempo le hiciera una visita rápida a Kitty; luego me dirigiría a los archivos del periódico y me enfrascaría en la aburrida tarea de consultar las noticias locales anteriores al accidente para saber qué se cocía en la ciudad por entonces. Puede que se hubiera producido algún acontecimiento que tuviera que ver con el atentado criminal que Bobby afirmaba haber sufrido.
A eso de las siete fui a Rosie's a tomar un vino. Me sentía intranquila y me pregunté si no habría puesto Bobby algo en movimiento. Era bonito tener un chico con quien charlar, bonito pasar una tarde en buena compañía, bonito pensar con alegría que vas a ver a alguien. No sabía cómo calificar nuestra relación. Lo que sentía por él no era un afecto maternal, de ninguna manera. Puede que fuese fraternal. Pensaba en él como en un buen amigo y le admiraba con toda la admiración que suele sentirse por un buen amigo. Era divertido y estar con él me serenaba. Había estado sola tanto tiempo que cualquier relación me resultaba seductora.
Me sirvieron el vaso de vino en la barra, me dirigí al reservado del fondo y me puse a inspeccionar el local. Para ser martes por la noche había bastante animación; vamos, dos tipos discutiendo en la barra con voz nasal y una pareja de ancianos del barrio compartiendo una fuente de pasteles de jamón. Rosie estaba en la barra fumando un cigarrillo que le envolvía la cabeza con una aureola de nicotina y laca. Tiene sesenta y tantos años, es húngara y marimandona, se pone sayas tropicales estampadas, se tiñe las guedejas de color caoba, se las peina con raya al medio e inmoviliza las dos mitades con pulverizadores de laca que vienen muriéndose de risa en las perfumerías desde que a mediados de los sesenta pasó de moda el pelo cardado. Tiene la nariz larga, el labio superior corto y unos ojos que convierte con el lápiz en sendas rendijas de aire suspicaz. Es bajita, tetuda y de ideas fijas. Hace pucheros, además, frunciendo los labios, lo que a su edad es ridículo pero efectivo. El cincuenta por ciento de las veces no la aguanto, pero nunca deja de fascinarme.
Su establecimiento es tan basto y original como ella. La barra discurre a lo largo de la pared izquierda, y en lo alto de ésta hay un gran pez espada disecado que, sospecho, no ha estado vivo jamás. En el extremo de la barra hay un televisor en color al que se le ha quitado el sonido y cuyas imágenes bailotean como mensajes de otro planeta donde se viviese a lo loco. El local siempre huele a cerveza, tabaco y un aceite para cocinar que habría tenido que tirarse la semana anterior. En el centro hay seis o siete mesas rodeadas de sillas de cromo y plástico que parecen sacadas de la cocina de un albañil de los años cuarenta. Los ocho reservados de la pared derecha se han construido a base de chapa decorada con manchas de color nuez e insinuaciones groseras garabateadas por sinvergüenzas que por lo visto quisieron probar suerte en el lavabo de señoras. Puede que Rosie no conoce lo suficiente nuestro idioma para adivinar el significado verdadero de estos gritos de guerra tan primitivos. También cabe la posibilidad de que expresen sus sentimientos al pie de la letra. Tratándose de ella es difícil saberlo.
Me volví para mirarla y advertí que se había puesto muy tiesa y que con los párpados entornados miraba hacia la puerta de reojo. Seguí la dirección de su mirada. Henry acababa de entrar en compañía de su última amiga, Lila Sams. Las antenas de Rosie, por lo visto, se habían enderezado automáticamente; Spock vestido de mujer. Henry dio con una mesa soportablemente limpia y apartó una silla. Lila tomó asiento en ella y se puso en el regazo el enorme bolso de plástico como si fuera un perrito faldero. Llevaba un vestido de algodón con un estampado fabuloso, amapolas roas sobre fondo azul, y una permanente a base de bucles que parecían hechos aquella misma tarde. Henry tomó asiento y se volvió hacia los reservados, donde sabe que suelo encontrarme. Le saludé con el dedo y me devolvió el saludo. La cabeza de Lila se volvió en mi dirección y la sonrisa que esbozaba adquirió un rictus de falsa alegría.
Rosie, mientras tanto, había dejado el periódico vespertino, había abandonado el taburete y se deslizaba pegada a la barra igual que un tiburón. No tuve más remedio que deducir que ella y Lila ya se habían visto en una ocasión anterior. Contemplé la escena con interés. Podía ser casi tan divertida como King Kong contra Bambi en el cine de mi barrio. Aunque se trataba más bien de una película muda, dado el lugar en que me encontraba.
Rosie había sacado el cuaderno de los pedidos. Se quedó mirando a Henry como si éste estuviera solo, cosa que también hace conmigo siempre que me presento con un hombre. Rosie no habla con desconocidos. Y no mira a los ojos a nadie que no haya estado ya varias veces en el local, sobre todo si se trata de mujeres. Lila se deshacía en parpadeos, trémolos, manoteos. Henry cambió impresiones con ella y pidió por los dos. Siguió una discusión larga. Supuse que Lila había pedido algo que no encajaba en los presupuestos teóricos de Rosie sobre la alta cocina húngara. A lo mejor no quería pimientos o le apetecía algo asado en vez de frito. Lila parecía la típica mujer atormentada por mil tabúes alimentarios. Rosie sólo tenía uno. O te comías lo que te ponía delante, o te ibas a otra casa de comidas. Lila, por lo visto, no podía creer que no se le pudiera servir lo que quería. Confusión, conmoción, movimientos y ruidos beligerantes, todo ello protagonizado por Lila. Rosie no decía m palabra. El local era suyo. Podía hacer lo que le diese la gana. Los dos individuos de la barra que habían estado discutiendo de política se volvieron para contemplar el espectáculo. La pareja que comía sonkás palacsinta quedó inmóvil, tenedores en alto.
Lila echó atrás la silla con violencia. Durante un segundo creí que iba a darle un bolsazo a Rosie. Pero se limitó a hacerle lo que se me antojó una observación ofensiva y desfiló hacia la puerta, seguida por Henry. Rosie seguía imperturbable, sonriéndose como hacen los gatos cuando sueñan con ratones. Los cinco clientes que llenábamos el local nos quedamos como estatuas, ocupados sabiamente en nuestros propios asuntos, no fuera que Rosie la tomara con nosotros sin más ni más y se negara a servirnos de por vida.
Tardó veinte minutos en encontrar un pretexto para acercarse a mi mesa. Mi vaso ya estaba vacío y vino hacia mí con una copa llena de un caldo peleón no identificado. Dejó la copa en la mesa y juntó las manos a la altura del vientre sin dejar de removerse con inquietud. Lo hace cuando quiere llamar la atención o cuando piensa que no se le ha elogiado lo suficiente algún detalle culinario.
– Parece que le has dado su merecido -comenté.
– Es una ordinaria. Una criatura insoportable. Ya estuvo aquí una vez y no me gustó ni un pelo. Henry tiene que haberse vuelto loco para presentarse en esta casa con una pindonga como ésa. ¿Quién es?
Me encogí de hombros.
– Sólo sé que se llama Lila Sams. Le ha alquilado una habitación a la señora Lowenstein y él está que se derrite por ella.
– Yo sí que la voy a derretir de una hostia como vuelva por aquí. Habrías tenido que ver las gilipolladas que hacía con los ojos. -Hizo una mueca para imitar a la amiga de Henry y solté la carcajada. Rosie no suele tener sentido del humor, y yo ignoraba que tuviese tales dotes de observación, por no hablar de su habilidad para la mímica. Aunque la verdad es que lo había hecho muy en serio-. Además, ¿qué quiere de él?
– ¿Por qué crees que quiere algo? Puede que sólo quieran hacerse un poco de compañía. Por si te interesa saberlo, Henry me parece muy atractivo.
– ¡Nadie te ha preguntado! Es muy atractivo. Y muy legal también. ¿Por qué busca entonces compañía con esa víbora?
– Como suele decirse, Rosie, sobre gustos no hay nada escrito. Puede que tenga cualidades compensadoras que no se ven a simple vista.
– ¿Esa? Venga ya. Esa no busca nada bueno. Voy a hablar con la señora Lowenstein. ¿Qué bicho le habrá picado para alquilarle una habitación a una mujer así?
Me puse a pensar justamente en aquello mientras recorría la media manzana, que había hasta mi casa. La señora Lowenstein es una viuda que posee un montón de inmuebles en el barrio. No me cabía en la cabeza que necesitase dinero y tenia curiosidad de saber cómo había llegado Lila Sams a su puerta.
Vi encendida la luz de la cocina de Henry y oí la voz chillona y desconsolada de Lila. El encuentro con Rosie le había hecho perder los papeles y al parecer eran inútiles todos los murmullos consoladores de Henry. Abrí la puerta de mi casa, entré y me olvidé del altercado.
Estuve una hora leyendo -seis emocionantes capítulos de un libro sobre los desvalijadores de pisos- y me fui temprano a la cama, donde me envolví en el edredón. Apagué la luz y estuve un rato a oscuras. Habría jurado que seguía oyendo los gemidos de Lila, que subían y bajaban de volumen igual que el zumbido de un mosquito cuando se encapricha con una oreja. No distinguía las palabras, pero el tono me resultaba inconfundible: despectivo y malhumorado. Puede que Henry acabara por darse cuenta de que no era tan mundana y desenvuelta como decía. O no. Nunca dejan de sorprenderme las tonterías que hacen los hombres y las mujeres cuando les pica el sexo.
Me desperté a las siete, me tomé un café mientras leía el periódico y luego me dirigí a Santa Teresa en Forma para hacer los ejercicios del miércoles. Me sentía ya más fuerte y los dos días de footing me habían dejado en las piernas una saludable sensación de cansancio. La mañana era luminosa, aún no hacía calor y el cielo estaba tan despejado como un lienzo a punto de pintarse. El parking del gimnasio estaba casi lleno y empotré el Cucaracha en el único hueco vacío que quedaba. Vi el coche de Bobby dos plazas más allá y sonreí al pensar que lo iba a ver.
A pesar de ser miércoles, el gimnasio estaba sorprendentemente poblado, cinco o seis individuos que pesarían ciento treinta kilos por cabeza hacían levantamiento de peso, dos mujeres con body practicaban la bicicleta y un monitor vigilaba los ejercicios de una actriz joven cuyo trasero se despachurraba y ensanchaba como si fuese de cera caliente. Vi a Bobby haciendo flexiones junto a la pared del fondo.
Debía llevar un rato en el gimnasio porque tenía la camiseta bordeada de sudor y el pelo rubio repartido en mechas húmedas. No quise interrumpirle, así que dejé en el suelo la bolsa de deportes y me dediqué a lo mío.
Comencé haciendo flexiones de brazos con unas pesas muy ligeras y me fui concentrando a medida que entraba en calor. Como ya me sabía de memoria los ejercicios, tenía que esforzarme para que no me venciera la impaciencia. No soy persona metódica. Me gustan los finales, las conclusiones, la llegada en vez de la carrera que le precede. Las repeticiones me crispan. No sé ni cómo me las arreglo para hacer footing todos los días. Me puse a hacer torsiones de muñeca mientras con la imaginación me saltaba los ejercicios y fantaseaba con que ya había terminado. Puede que Bobby quisiera comer conmigo si no tenía nada que hacer.
Oí un estrépito, luego un ruido sordo y alcé los ojos a tiempo de ver que Bobby perdía el equilibrio y caía sobre un montón de discos de varios kilos. Saltaba a la vista que no se había hecho daño, pero fue entonces cuando al parecer me vio por vez primera y le dio una vergüenza enorme. Se sonrojó mientras manoteaba para ponerse en pie. Un sujeto que estaba en un aparato contiguo le alargó la mano con indiferencia y le ayudó a levantarse. Bobby se incorporó totalmente cohibido y gesticuló para alejar al que le había ayudado. Se dirigió al aparato de fortalecer las pantorrillas con actitud retraída y malhumorada. Seguí haciendo ejercicios como si no hubiera visto nada, pero continué observándole a hurtadillas. A pesar de que estaba lejos de él, advertía su hosquedad y su crispación facial. Dos hombres se volvieron para mirarle con lástima disfrazada de interés. Bobby se limpió la barbilla, concentrado en sí mismo. Sufrió en la pierna izquierda una especie de calambre convulsivo y se cogió la rodilla con rabia. La pierna se le había independizado y sufría espasmos intermitentes que se resistían a todo control. Lanzó un gemido y se golpeó la pierna con furia, como si quisiera reducirla a puñetazos. Me entraron ganas de correr a su lado, pero sabía que sólo conseguiría empeorar las cosas. Había hecho un gran esfuerzo y todo el cuerpo le temblaba a causa del cansancio. El calambre pareció desaparecerle con la misma brusquedad con que había comenzado. Se pasó los dedos por los ojos sin levantar la cabeza. Cuando por fin pudo levantarse, cogió una toalla de un manotazo y se dirigió hacia las taquillas, renunciando a los ejercicios que le faltaban.
Hice los que me faltaban a mí a toda velocidad y me duché lo más aprisa que pude. Temía que se hubiese ido ya, pero al dirigirme al parking vi que su coche seguía donde lo había visto al entrar. Estaba abrazado al volante, con la cabeza apoyada en las manos y con los hombros sacudidos por una sucesión de sollozos bruscos. Titubeé unos segundos y me acerqué al vehículo por el lado del copiloto. Entré, cerré y le hice compañía hasta que se le pasó. No podía consolarle. No podía hacer nada por él. Ignoraba cómo afrontar su dolor o su desesperación y mi única esperanza radicaba en que, en virtud de mi presencia, supiese que contaba con mi simpatía y que estaba preocupada.
Se le pasó poco a poco y, cuando estuvo recuperado, se secó los ojos con una toalla y se sonó la nariz con la cara gacha.
– ¿Te apetece un café?
Negó con la cabeza.
– Déjame en paz, ¿quieres? -dijo.
– No tengo nada que hacer.
– Bueno, pues ya te llamaré si tengo ganas.
– Como quieras. Haré un par de cosas y nos llamaremos esta tarde. ¿Necesitas algo mientras?
– No. -Hablaba con apatía ahora, como si nada le importase.
– Bobby…
– ¡Que no! Vete a la mierda, déjame en paz.
Abrí la portezuela.
– Te daré un toque -dije-. Cuídate.
Se lanzó sobre la manija de la puerta y cerró de golpe. Arrancó con un rugido y me hice a un lado mientras él reculaba con un chirrido de neumáticos y abandonaba el parking como una exhalación, sin mirar atrás en ningún momento.
Fue la última vez que lo vi con vida.