1

Conocí a Bobby Callahan un lunes; el jueves ya había muerto. Estaba convencido de que iban a matarle y resultó que era verdad, pero ninguno de nosotros lo supo con tiempo suficiente para salvarle. Nunca he trabajado para un muerto y espero que no se repita. El presente informe, valga lo que valga, es para él.

Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con licencia para trabajar en Santa Teresa (California), a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Tengo treinta y dos años y dos divorcios. Me gusta vivir sola y presiento que la independencia me sienta mejor de lo que debiera. Bobby hizo que me lo cuestionase. No sé exactamente cómo ni por qué. Sólo tenía veintitrés años. No sentí por él nada relacionado con el amor, pero hizo que me preocupara y su muerte me sirvió para recordar, al igual que un pastel de nata en la cara, que la vida es a veces un bromazo salvaje. No un "ja, ja, ja" divertido sino cruel, como esos chistes que los estudiantes de sexto vienen contándose desde que el mundo es mundo.

Corría el mes de agosto y me dedicaba a hacer ejercicios en Santa Teresa en Forma para subsanar las secuelas de la rotura del brazo izquierdo. Los días eran muy calurosos, el sol pegaba fuerte y no había ni una sola nube en el cielo. Las torsiones de muñeca, las supinaciones y pronaciones del brazo y los ejercicios para las manos habían terminado por aburrirme y por despertarme el mal humor. Acababa de trabajar en dos casos seguidos y había sufrido otras lesiones aparte de la fractura de húmero.

Estaba destrozada por dentro y necesitaba descansar. Por suerte tenía dinero en el banco y podía permitirme un par de meses de vacaciones. Pero la inactividad me ponía nerviosa y aquel régimen de ejercicios sistemáticos comenzaba a sacarme de quicio.

Santa Teresa en Forma es un lugar muy serio, autorizado únicamente para mayores. Ni jacuzzi, ni saunas, ni música ambiental. Sólo paredes con espejos, aparatos gimnásticos y una moqueta de fibra sintética del color del asfalto. Los doscientos sesenta metros cuadrados que tiene el recinto huelen a braguero.

Tres veces por semana me presentaba a las ocho de la mañana, hacía precalentamiento durante quince minutos y a continuación practicaba una serie de ejercicios destinados a fortalecer y tonificar el deltoides, el pectoral mayor, el bíceps, el tríceps y demás músculos lesionados por haber puesto el brazo, en un momento de lo más tonto, en la trayectoria de un proyectil del 22. El ortopeda me había ordenado seis semanas de rehabilitación y ya llevaba tres. No me quedaba, pues, más remedio que armarme de paciencia e ir de un aparato a otro. Yo era prácticamente la única mujer que había en el centro a aquella hora y para olvidarme del dolor, el sudor y las náuseas me entretenía observando la anatomía masculina mientras los hombres se dedicaban a observar la mía.

Bobby Callahan acudía a la misma hora que yo. No sabía qué le había pasado, pero, fuera lo que fuese, le había tenido que doler. Creo que medía alrededor del metro ochenta y tenía un físico de jugador de rugby: cabeza grande, cuello de toro, hombros poderosos y piernas fuertes. Iba con la cabeza rubia inclinada lateralmente, y la parte izquierda de la cara le colgaba como si esbozase una continua mueca de disgusto. La boca le rezumaba saliva como si le hubieran puesto una inyección de novocaína y tuviese los labios insensibles.

Solía ir con el brazo doblado y pegado a la cintura, y se limpiaba la barbilla con el pañuelo blanco que llevaba en la mano. Lucía un horrible cardenal rojo oscuro en el puente de la nariz y otro en mitad del pecho, y las cicatrices le cuadriculaban las rodillas como si un espadachín se hubiera ensañado con él. Andaba a saltitos espasmódicos, como si tuviera el tendón de Aquiles más corto de lo normal y se viese obligado a doblar hacia arriba el talón. Los ejercicios tenían que dejarle totalmente exhausto, pero no faltaba ninguna mañana. Admiraba su tenacidad y le observaba con interés, avergonzada de los tiquismiquis de los que me quejaba por dentro. Saltaba a la vista que yo iba a recuperarme y él no. Pero no me inspiraba lástima, sino curiosidad.

Aquel lunes estuvimos solos en el gimnasio por vez primera. Estaba boca abajo, en un banco contiguo al mío, haciendo flexiones de piernas y sumido en sus pensamientos. Yo acababa de instalarme en el aparato para los músculos de las piernas, sólo para variar. Peso cincuenta y algo y tengo un tórax proporcionalmente rehabilitable. Como no había hecho footing desde que me dispararan, pensé que me sería útil mover un poco las piernas. Sólo conseguí levantar sesenta kilos, pero aun así me costó lo mío. Para distraerme, me puse a jugar a ver qué aparatos me caían más gordos. El aparato para flexionar las piernas que estaba utilizando Bobby era uno de los candidatos más idóneos. Vi que hacía una serie de doce flexiones y vuelta a empezar.

– Me han dicho que eres investigadora privada -dijo sin perder el ritmo-. ¿Es verdad? -Hablaba jadeando un poco, aunque lo disimulaba bien.

– Pues sí. ¿Acaso necesitas un detective?

– Hasta cierto punto. Quisieron matarme.

– Pues por poco lo consiguen. ¿Cuándo fue?

– Hace nueve meses.

– ¿Y por qué?

– Lo ignoro.

Se le había hinchado la cara posterior de los muslos y tenía los tendones tensos como las cuerdas de una polea.

La cara le chorreaba de sudor. Sin darme cuenta, me puse a contar yo también las flexiones que hacía. Seis, siete, ocho.

– Me cae gordo ese aparato -dije.

Esbozó una sonrisa.

– Hace un daño de la hostia, ¿verdad?

– ¿Cómo ocurrió?

– Era de noche y subía la montaña con un colega. Se nos puso detrás un coche y empezó a darnos empujones. Al llegar al puente que está en lo alto del puerto, perdí el control y nos fuimos abajo. Rick resultó muerto. Salió despedido y el coche le pasó por encima. También yo pude haber muerto. Los diez segundos más largos de mi vida, como suele decirse.

– Entiendo. -El puente desde el que había caído salvaba un desfiladero de paredes rocosas cubiertas de maleza, y de más de cien metros de profundidad; era un sitio ideal para practicar el suicidio. Que yo sepa, nadie ha sobrevivido después de caerse por allí-. Te esfuerzas como un enano -dije-. Ya verás cómo te recuperas.

– ¿Y qué quieres que haga? Después de la caída me dijeron que ya no volvería a andar. Que ya no podría hacer nada de nada.

– ¿Quién te lo dijo?

– El médico de cabecera. Un viejales que no sirve para nada. Mi madre lo mandó a freír espárragos y llamó a un ortopeda. Me he recuperado gracias a él. Estuve ocho meses en rehabilitación en el hospital y ahora aquí. ¿Y a ti qué te pasó?

– Un cabrón me disparó en el brazo.

Se echó a reír. El sonido jadeante que emitía me pareció una delicia. Acabó la última tanda de movimientos y se incorporó apoyándose en los codos.

– Aún tengo que pasar por cuatro aparatos más; luego, a paseo. Por cierto, me llamo Bobby Callahan.

– Kinsey Millhone.

Nos dimos la mano como para cerrar un trato sin palabras. Supe en aquel momento que tarde o temprano acabaría trabajando para él.

Fuimos a un pequeño restaurante donde servían comida sana, uno de esos lugares especializados en imitar los productos cárnicos, pero que no engañan a nadie. Yo no lo entiendo, la verdad. Si fuera vegetariana, me daría asco comer algo que me presentan con el aspecto inequívoco de unos pies de cerdo, pongamos por caso. Bobby pidió un rollo de judías y queso del tamaño de una toalla de baño enrollada, sazonado con salsa de aguacate y crema agria. Yo me incliné por unas verduras salteadas con arroz integral y un vaso de vino blanco de origen desconocido.

Comer era para Bobby tan difícil y complicado como los ejercicios, pero gracias a que concentraba todas sus energías en el proceso le pude observar detenidamente. Tenía el pelo estropajoso y claro, sin duda por tomar mucho el sol, y unos ojos castaños adornados con unas pestañas que para sí las quisieran muchísimas mujeres. Tenía paralizada la mitad izquierda de la cara y una mandíbula prominente y acentuada por una cicatriz en forma de cuarto creciente. Supuse que se habría perforado el labio inferior con los dientes al caer por el precipicio. Cómo había vivido para contarlo era algo que probablemente se preguntaban todos.

Alzó los ojos. Se dio cuenta de que le había estado mirando, pero no hizo comentario alguno.

– Tienes suerte de estar vivo -dije.

– Pues aún no sabes lo peor. Ya se me han ido los chichones de la cabeza; parecían ciruelas. -Volvía a hablar con un ligero jadeo, como si lo que decíamos le afectase a la voz-. Estuve dos semanas en coma y cuando desperté no sabía qué hostias pasaba. Y sigo sin saberlo. Recuerdo, en cambio, cómo era antes, y eso es lo que me duele. Yo era un tío listo, Kinsey. Sabía un montón. Me concentraba y se me ocurrían cosas. Tenía un cerebro capaz de dar saltitos mágicos. ¿Sabes a qué me refiero?

Asentí. Sabía algo de los cerebros que dan saltitos mágicos.

– Ahora no tengo más que boquetes y espacios en blanco -prosiguió-. Agujeros. Hay períodos del pasado de los que no recuerdo nada en absoluto. Ya no existen. -Hizo una pausa para secarse la barbilla con impaciencia y echó una mirada de resentimiento al pañuelo-. Joder, encima se me cae la baba como a un tonto. Si siempre hubiera sido así, no me daría cuenta de la diferencia y no me fastidiaría tanto. Pensaría que los demás tienen un cerebro tan estropeado como el mío. Pero antes sabía pensar con rapidez. De eso sí me acuerdo. Quería ser médico y sacaba muy buenas notas. Ahora me dedico a hacer ejercicios de rehabilitación. Todo para conseguir la coordinación suficiente para ir sin ayuda al puñetero lavabo. Cuando no estoy en el gimnasio, voy a ver a un comecocos que se llama Kleinert para reconciliarme con lo que queda de mí.

Se le humedecieron los ojos de repente e hizo una pausa para recuperarse. Respiró hondo y cabeceó con brusquedad. Al reanudar la conversación advertí en su voz una gran carga de autodesprecio.

– En fin. Así he pasado las vacaciones este verano. ¿Y tú?

– ¿Estás convencido de que fue un intento de asesinato? ¿No pudo haber sido un gamberro o un borracho?

Meditó unos momentos.

– Conocía el coche. Bueno, eso creo. Ahora ya no, desde luego, pero entonces me dio la sensación de que reconocía el vehículo.

– ¿Y al conductor?

– Ahora no sabría decirte -dijo cabeceando-. Puede que sí y puede que no.

– ¿Hombre? ¿Mujer? -pregunté.

– No, no. También he olvidado eso.

– ¿Y cómo sabes que no era a Rick a quien buscaban?

Apartó el plato y pidió café por señas. Comprendí que se estaba esforzando por recordar.

– Es que pasó algo y por eso lo supe. Hasta aquí lo recuerdo. Recuerdo incluso que estaba en un aprieto. Asustado. Pero no recuerdo por qué.

– ¿Qué hay de Rick? ¿Tenía algo que ver en el asunto?

– Creo que no. No podría jurarlo, pero estoy casi seguro.

– ¿Y adónde ibais aquella noche? Tal vez haya alguna relación.

Alzó los ojos. La camarera estaba junto a él, cafetera en mano. Esperó a que nos sirviera el café. La camarera se alejó y Bobby esbozó una sonrisa de inquietud.

– ¿No sé quiénes son mis enemigos, entiendes? Tampoco sé si los que me rodean están al tanto de lo que he olvidado. Y no me gustaría que nadie me oyera, por si las moscas. Sé que me comporto como un paranoico, pero no tengo más remedio…

Siguió con los ojos a la camarera mientras ésta volvía a la cocina. Dejó la cafetera en su sitio, cogió un pedido que había en el poyo del ventanuco y miró a Bobby desde donde estaba. Era joven y pareció darse cuenta de que hablábamos de ella. Bobby volvió a limpiarse la barbilla como si acabara de ocurrírsele algo.

– Íbamos a un pub que se llama La Diligencia y que está en la montaña. Suele tocar allí un grupo de bluegrass y Rick y yo queríamos oírles. -Se encogió los hombros-. Es posible que hubiera más cosas, pero creo que no.

– ¿A qué te dedicabas entonces? ¿Qué solías hacer?

– Acababa de terminar el primer ciclo en la universidad de aquí y trabajaba por horas en el St. Terry en espera de que me aceptasen en la facultad de medicina.

La gente llama St. Terry al Hospital de Santa Teresa desde que tengo memoria.

– ¿No era ya un poco tarde para eso? Tengo entendido que la solicitud de matrícula se presenta en invierno y que las admisiones se comunican en primavera.

– Bueno, yo ya la había presentado, no me habían admitido y quería probar otra vez.

– ¿Qué hacías en el St. Terry?

– En realidad hacía de empleado para todo. Estuve en un montón de dependencias. Trabajé una temporada en Admisiones, rellenando formularios y papeles relacionados con los enfermos que solicitaban plaza. Pedía sus datos, preguntaba por la cobertura del seguro, cosas por el estilo. Luego estuve otra temporada en Archivos clasificando gráficos hasta que me aburrí. El último puesto que tuve fue de mecanógrafo, en Patología. Con el doctor Fraker. Un tío cojonudo. A veces me dejaba hacer experimentos en el laboratorio. En fin, ya ves, cosas normales.

– Sí, no parece que fuera peligroso -dije-. ¿Qué me dices de la universidad? ¿Podía estar relacionado con ella el lío en que estabas? ¿Con los estudiantes? ¿Los profesores? ¿Los estudios? ¿Con alguna actividad extraestudiantil en que estuvieras metido?

Por lo visto no recordaba nada y cabeceaba sin parar.

– No sé cómo. Terminé en junio y el accidente fue en noviembre.

– Pero piensas que eras el único que sabía… lo que fuese.

Recorrió el restaurante con la mirada y volvió a posarla en mí.

– Eso creo. Yo y el que quiso matarme para que tuviera la boca cerrada.

Estuve un rato mirándole, tratando de poner un poco de orden en todo aquello. Manché el café con una nube de lo que sin duda era leche sin pasteurizar. A los naturistas les encanta el sabor de los microbios y bichos afines.

– ¿Sabes durante cuánto tiempo estuviste en poder de esa información, fuera cual fuese? Porque me pregunto que… si tan peligrosa era en potencia… bueno, por qué no lo contaste todo en seguida.

Me miraba con suma atención.

– ¿A quién? ¿A la policía o algo así?

– Claro. Imagínate que viste a un ladrón con las manos en la masa, o que descubriste que fulano o mengano eran espías rusos… -Le fui enunciando las posibilidades a medida que las barajaba en la cabeza-. O que te enteraste de que había un complot para matar al presidente…

– ¿Quieres decir que por qué no fui al primer teléfono que vi para pedir ayuda?

– Exactamente.

Hablaba con calma ahora.

– Tal vez lo hiciese. Tal vez… hostia, Kinsey, no lo sé. No tienes ni idea de hasta qué punto me cabrea esto. Al principio, durante los dos o tres primeros meses que pasé en el hospital, sólo podía pensar en el dolor. Invertía todas las energías que me quedaban en seguir vivo. No pensaba para nada en el accidente. Pero poco a poco, a medida que me fui recuperando, me puse a retroceder, a recordar lo sucedido. Sobre todo cuando me dijeron que Rick había muerto. Estuve semanas sin saberlo. No querrían que me preocupara, porque si me echaba la culpa a mí mismo, la recuperación sería más lenta. Quedé hecho una mierda en cuanto me lo dijeron. ¿Y si iba borracho y me había salido de la carretera? Tenía que averiguar lo sucedido o sabía que me volvería loco. En fin, así fui recomponiendo un poco la cosa.

– Puede que recuerdes lo demás si ya has recordado lo que me has dicho.

– Ahí está -dijo-. ¿Qué pasará si lo recuerdo todo? A veces pienso que lo único que me mantiene vivo en la actualidad es el hecho de no acordarme de más cosas.

Había alzado la voz e hizo una pausa, al tiempo que miraba por el rabillo del ojo. Su ansiedad era contagiosa y también yo me puse a mirar a mi alrededor de reojo y bajé la voz para que nadie pudiera oír lo que decíamos.

– ¿Has recibido alguna amenaza concreta desde el accidente? -pregunté.

– No… no.

– ¿Ningún anónimo? ¿Ninguna llamada rara?

Cabeceó.

– Pero estoy en peligro. Sé que estoy en peligro. Hace semanas que lo presiento. Necesito ayuda.

– ¿Has ido a la policía?

– Desde luego. Para ellos se trató de un accidente. No tienen la menor constancia de que fuera un hecho delictivo. Que hubo un choque y el otro se dio a la fuga, sí. Saben que alguien se me puso detrás y me obligó a salirme del puente, pero ¿homicidio con premeditación? Vamos, anda. Y aun en el caso de que me creyeran, no tienen personal suficiente. No soy más que un ciudadano normal. No tengo derecho a contar con protección policial las veinticuatro horas del día.

– Podrías contratar a un guardaespaldas…

– Déjate de bobadas. Me gustaría contratarte a ti.

– No es que no quiera ayudarte. Claro que quiero. Me limito a repasar las posibilidades que tienes. Y creo que necesitas más ayuda de la que yo pueda darte.

Se echó hacia delante con vehemencia.

– Sólo quiero que averigües lo que hay en el fondo de todo esto. Que me digas lo que ocurre. Quiero saber por qué se me acosa y pararle los pies al responsable. Entonces ya no necesitaré ni policías ni guardaespaldas ni nada de nada. -Cerró la boca con fuerza y apretó los dientes. Se echó hacia atrás-. Es la leche -añadió. Se removió con inquietud y se puso en pie. Sacó de la cartera un billete de veinte dólares y lo dejó sobre la mesa. Echó a andar hacia la puerta con sus saltitos rítmicos, aunque cojeando más que de costumbre. Cogí el bolso y lo alcancé.

– No tan aprisa, caramba. Vamos a mi despacho y formalizaremos el contrato.

Me abrió la puerta para que saliese yo primero.

– Espero que tengas dinero para pagarme -le dije por encima del hombro.

– No te preocupes -dijo con una sonrisa. Giramos a la izquierda, en dirección al parking-. Siento haberme exaltado -murmuró.

– Tranquilo. No pasa nada.

– Creo que no te lo has tomado muy en serio -dijo.

– ¿Por qué no me lo habría de tomar en serio?

– Mi familia piensa que me falta un tornillo.

– Claro, por eso recurres a mí y no a tu familia.

– Gracias -dijo en voz muy baja. Me enlazó el brazo con el suyo y me lo quedé mirando. La cara se le había vuelto de color rosa y tenía lágrimas en los ojos. Se las enjugó de cualquier manera, sin mirarme. Me di cuenta por primera vez de lo joven que era. Un niño, un niño destrozado, confuso y muerto de miedo.

Nos dirigimos sin prisas hacia mi coche y advertí que algunos curiosos nos miraban y volvían la cara con lástima y aprensión.

Me entraron ganas de pegarle a alguien.

Загрузка...