19

Aparqué enfrente de la casa que tenía Sufi en el centro mismo de Santa Teresa, al otro lado de la calzada de Haughland Road. Las viviendas de los alrededores eran casi todas de piedra y madera y alzaban sus dos plantas en parcelas grandes donde abundaban el enebro y el roble. En muchos jardines vi esos rótulos que tanto parecen gustar en California y que advierten sobre la presencia de patrullas armadas que vigilan el barrio en silencio.

El jardín de Sufi estaba cubierto por las ramas entrelazadas de los árboles que crecían a ambos lados del camino, al fondo del cual se erguía la vivienda, rodeada de una maraña de arbustos y de una valla blanca de estacas gruesas. El edificio se había construido en base a tablas traslapadas en sentido horizontal, de color verde, mate o marrón, aunque era difícil asegurarlo a aquella hora de la noche. El porche lateral era angosto y muy hundido, y no vi ninguna luz en la puerta. Un Mercedes verde oscuro estaba aparcado a la izquierda del camino.

Era un barrio tranquilo. No había tráfico ni se veía a nadie en las aceras. Salí del coche y me dirigí a la parte delantera de la casa. Advertí de cerca que el edificio era enorme, de esos que ahora está de moda transformar en albergues con desayuno incluido y bautizar con nombres raros: "La gaviota y el macuto", "La golondrina de mar", "El timo de la estampita". Pueden verse por toda la ciudad: m ansiones victorianas reconstruidas y de un pintoresco insufrible, donde, por noventa dólares la noche, se disfruta e una cama de latón y a la mañana siguiente se pelea con un croissant recién hecho que pone los muslos perdidos de unas escamas de hojaldre que más bien parecen caspa.

A juzgar por su aspecto, la casa de Sufi todavía era una vivienda unifamiliar, aunque estaba ya algo estropeadilla. Puede que, al igual que muchas solteronas de su edad, Sufi hubiera alcanzado ese punto en que la falta de hombre se traduce en grifos y cañerías que necesitan repararse. Las solteras de mi edad echarían mano de la llave inglesa o treparían por la cañería con ese júbilo extraño que produce la autonomía. Sufi había dejado que la casa cayera en un estado de abandono y me pregunté qué haría con lo que ganaba. Tenía entendido que las enfermeras especializadas en cirugía cobraban una pasta.

En la parte trasera había un porche con muchas ventanas y en los vidrios se reflejaba el destello grisáceo y azulenco de un televisor encendido. Subí por unos peldaños de cemento agrietado y llamé a la puerta. Momentos más tarde se encendía la luz del porche y aparecía la cara de Sufi al otro lado de las cortinas.

– Hola, soy yo -dije-. ¿Puedo hablar con usted?

Pegó la cara al vidrio y miró en torno, tal vez para comprobar si me acompañaba alguna banda de malhechores. Abrió en bata y zapatillas, con un brazo pegado a la cintura y con la mano del otro apretándose las solapas de la bata alrededor del cuello.

– Me ha dado usted un susto de muerte -dijo-. ¿Qué hace por aquí a estas horas? ¿Ha ocurrido algo?

– Nada en absoluto, no se preocupe. Siento haberla alarmado. Pasaba por aquí y tuve ganas de hablar con usted. ¿Puedo pasar?

– Estaba a punto de acostarme.

– Entonces podemos hablar aquí fuera.

Me miró con cara de pocos amigos y se apartó a regañadientes para dejarme entrar. Era media cabeza más baja que yo y le raleaba tanto la rubia pelambre que podía verle el cuero cabelludo. Pero no me parecía la típica señora mayor que se quedaba en casa con aquella bata de raso melocotón y las babuchas de pelo. Se notaba que le iba la marcha. A punto estuve de decirle "Tira, pendón", pero tuve miedo de que se ofendiera.

Una vez dentro, fotografié mentalmente la casa y archivé una copia en la memoria, en espera de futuras valoraciones. La estancia estaba sin ordenar y probablemente también sin limpiar ni fregar, habida cuenta de los platos sucios que la decoraban por doquier, las flores marchitas que había en un jarrón y la basura que crecía alrededor de una papelera llena hasta el borde. El agua que había en el fondo del jarrón había criado tantas bacterias que se había vuelto espesa y probablemente olería igual que un enfermo de cáncer de vejiga a punto de morir. En el brazo del sillón había una cajita de bombones estrujada. En el escabel, abierto y boca abajo, había uno de esos libros condensados que publica Reader's Digest. La estancia olía a pizza de mortadela, un fragmento de la cual entreví en la caja que había encima del televisor. El calor que emanaba el aparato la mantenía caliente, y el aroma del orégano y la mozzarella se mezclaban con el olor del cartón. Me acordé de que hacía un siglo que no probaba bocado.

– ¿Vive usted sola? -le pregunté.

Me miró como si mi intención fuera desvalijarle la casa.

– ¿Y qué si es así?

– Pensé que era usted soltera. Pero no es más que una suposición, porque nadie me ha dicho nada en este sentido.

– Es muy tarde para hacer encuestas -dijo con aspereza-. ¿Qué quiere?

Me siento liberada cuando la gente se me pone rústica. Es como si se me abriesen las compuertas de la tolerancia, la indolencia y la ordinariez. Le sonreí.

– He encontrado el cuaderno de Bobby.

– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?

– Tengo curiosidad por saber qué relación tenía usted con él.

– Yo no tenía ninguna relación con él.

– Eso no es lo que he oído decir.

– Pues ha oído mal. Conocerle, le conocía, desde luego. Era el único hijo de Glen, y Glen y yo somos amigas íntimas desde hace años. Al margen de esto, Bobby y yo no teníamos nada que decirnos.

– Entonces ¿por qué se reunía con él en la playa?

– Yo nunca me "reunía" con él en la playa -dijo con sequedad.

– Cierta persona la vio con él en más de una ocasión.

Titubeó un segundo.

– Puede que me lo encontrase por casualidad un par de veces. ¿Qué hay de malo en ello? También le veía cuando trabajaba en el hospital.

– Lo que quisiera saber es de qué hablaban, nada más.

– Supongo que de muchas cosas -dijo. Advertí que ajustaba los engranajes cerebrales, probablemente para cambiar de táctica. Se despojó de unos cuantos kilos de dignidad ofendida, para sustituirla por lo visto por un poco de simpatía-. No sé qué me pasa. Siento haber sido tan grosera. Pero ya que está aquí, siéntese, por favor. Si quiere un vaso de vino, tengo una botella en el frigorífico.

– Pues sí. Muchas gracias.

Salió de la habitación, agradecida sin duda porque así tendría tiempo para inventarse explicaciones. Yo, por mi parte, me sentí encantada, porque me permitió husmear un poco. Me acerqué al sillón e inspeccioné la mesa que había junto a él. La superficie estaba alfombrada de objetos que no quise tocar. Abrí el cajón. Parecía el taller de un lampista. Pilas, velas, un alargador eléctrico, facturas, gomas elásticas, cajas de cerillas, dos botones, una caja de costura, lápices, correo comercial, un tenedor, una grapadora, todo ello rodeado y cubierto de polvo. Metí un dedo en el borde del asiento del sillón, recorrí el perímetro del mismo y encontré una moneda, que dejé donde estaba. Oí en la cocina el chirrido que produce una botella cuando se descorcha y el tintineo de los vasos cuando se cogen de la alacena. Cuando Sufi emprendió el camino de vuelta, el tintineo aumentó de volumen. Abandoné el registro y me instalé con indiferencia en el brazo del sofá.

Quería decirle algo bonito sobre la casa, pero me preocupaba más la posibilidad de que hubiera vencido la validez de mi última vacuna contra el tétanos. Si hubiera tenido que ir al lavabo, en vez de sentarme en la taza me habría puesto en cuclillas.

– Toda una casa -observé.

Hizo una mueca.

– La señora de la limpieza vendrá mañana -dijo-. No es que haga mucho, pero mis padres la tuvieron durante muchos años y yo no tengo valor para despedirla.

– ¿Viven con usted?

Negó con la cabeza.

– Murieron. De cáncer.

– ¿Los dos?

– Suele ocurrir -dijo con un encogimiento de hombros.

Cuánto amor por la familia.

Llenó un vaso y me lo tendió. Por la etiqueta de la botella vi que se trataba del mismo tarquín de reserva especial que solía beber yo antes de hacerme adicta a los envases de cartón con una viña dibujada en primer término. Estaba claro que ni ella ni yo teníamos ni paladar ni presupuesto para nada que valiese la pena.

Se instaló en el sillón con el vaso en la mano. Saltaba a la vista que había cambiado de actitud. Algo bueno había tenido que maquinar en la cocina. Tomó un sorbo de vino y me miró por encima del borde del vaso.

– ¿Ha hablado con Derek hace poco? -preguntó.

– Se presentó en mi oficina esta tarde.

– Ha tenido que mudarse. Cuando Glen volvió de San Francisco, ordenó a la doncella que empaquetara sus cosas y se las dejara en la puerta. Luego cambió las cerraduras.

– Qué cosas tiene la vida -dije-. ¿Sabe por qué?

– En vez de preocuparse por mí, le resultaría más productivo hablar con él.

– ¿Por qué dice eso?

– Porque él tenía un motivo para matar a Bobby. Yo no; en caso de que sea eso lo que anda usted buscando.

– ¿A qué motivo se refiere?

– Glen se ha enterado de que hace dieciocho meses suscribió a nombre de Bobby una póliza de seguros muy cuantiosa.

– ¿Qué? -El vaso se me volcó y el vino me chorreó por la mano. No podía ocultar que estaba sorprendida, pero no me gustó la cara de listilla que puso para darme en la boca.

– Lo que oye. La compañía de seguros la localizó para solicitarle una copia del acta de defunción. Es probable que el agente leyese lo de Bobby en la prensa y se acordara del nombre. Así se enteró Glen.

– Creí que no se podía suscribir una póliza a nombre de otra persona sin contar con la firma de ésta.

– Técnicamente eso es verdad; pero se puede hacer.

Me limpié el vino derramado con un pañuelo de papel. Mientras lo hacía se me encendió una de esas bombillas que aparecen en la cabeza de los personajes de las películas de dibujos animados y caí en la cuenta de que aquella mujer detestaba profundamente a Derek.

– Explíquemelo -dije.

– Pues nada, que lo han cogido con los pantalones en los tobillos. El dice que suscribió la póliza hace un siglo, después de que Bobby destrozara el coche un par de veces. Pensó que acabaría autodestruyéndose. Ya se sabe cómo son estos jóvenes, un accidente tras otro y al final al cementerio. Acaba por ser una forma de suicidio socialmente aceptada. Personalmente, no creo que Derek fuera tan previsor. Bobby bebía como una esponja y estoy convencida de que tomaba drogas. Tanto él como Kitty eran un desastre. Ricos, malcriados, caprichosos…

– Tenga cuidado con lo que dice, Sufi. A mí me caía muy bien Bobby Callaban. Creo que tenía voluntad y decisión.

– Sí, todos lo sabemos -dijo. Me hablaba ahora con un tono de superioridad que me sacaba de quicio, pero en aquel momento no me podía permitir el lujo de replicarle. Cruzó las piernas y balanceó un pie. El pelo de la babucha se agitó al chocar contra el aire-. Le guste o no, es la verdad. Y eso no es todo. Parece que Derek suscribió también una póliza a nombre de Kitty.

– ¿Por cuánto?

– Medio millón de dólares por cabeza.

– Vamos, Sufi, eso es absurdo. Derek no mataría a su propia hija.

– Que yo sepa, Kitty no ha muerto, ¿verdad?

– ¿Pero por qué iba a matar a Bobby? Tendría que estar loco. Lo primero que hará la policía será cogerlo por banda e investigarlo por los cuatro costados.

– Kinsey -dijo con tranquilidad absoluta-. Nadie ha dicho jamás que Derek tenga dos dedos de frente. Es tonto de remate. Un bobo.

– No hasta ese extremo -dije-. De lo contrario no habría podido planear nada, ni siquiera cómo salir bien librado.

– Es que no hay ninguna prueba de que haya hecho nada. Del primer accidente no se sacó nada en claro, y Jim Fraker, por lo visto, piensa que el segundo se produjo porque Bobby sufrió un ataque. ¿Cómo se va a achacar a Derek una cosa así?

– Pero ¿por qué iba a hacerlo? Tiene mucho dinero.

– Glen es quien lo tiene. Derek no tiene ni un céntimo. Y haría cualquier cosa que le independizara de su mujer. ¿Se percata?

Lo único que pude hacer fue mirarla con fijeza mientras procesaba en mi ordenador mental la información recibida. Tomó otro sorbo de vino y me sonrió, satisfecha del efecto que me había producido.

– No lo creo -dije al cabo de un rato.

– Puede usted creer lo que guste. Lo único que yo le digo es que haría bien en comprobarlo.

– Usted no traga a Derek, ¿verdad que no?

– La verdad es que no. Es el cretino más grande que ha habido en la historia. No sé qué vería Glen en él. Es pobre. Idiota. Vanidoso. Y le menciono sólo sus buenas cualidades -dijo con vehemencia-. Por lo demás, es un sujeto cruel e inhumano.

– A mí no me parece cruel e inhumano -dije.

– Usted no lo conoce tanto como yo. Haría cualquier cosa por dinero, y sospecho que ya ha hecho muchas de las que preferiría no hablar. ¿De verdad no le parece a usted un hombre con pasado turbio?

– ¿En qué sentido?

– No estoy segura. Pero apostaría lo que fuera a que su estupidez es una especie de coartada.

– ¿Insinúa que dio el pego a Glen? Pensaba que era una mujer más inteligente.

– Es inteligente en todo, salvo en lo que se refiere a los hombres. Derek es su tercer marido. Lo sabía, ¿no? El padre de Bobby era un inútil. Al marido número dos no lo conocí. Glen vivía en Europa cuando se casó con él y sólo sé que no duró mucho.

– Volvamos a usted, si no es molestia. El día del entierro de Bobby me dio la sensación de que usted no quería que yo siguiera investigando. Y ahora me da pistas. ¿A qué se debe el cambio?

Estuvo unos instantes toqueteándose el cordón de la bata, aunque no por ello dejó de hablar.

– Pensé que lo único que hacía usted era aumentar el dolor y los quebraderos de cabeza que ya tenía Glen -dijo, alzando los ojos para mirarme en aquel punto-. Ahora está claro que por más que le diga no va a cambiar de idea, así que prefiero contarle lo que sé.

– ¿Por qué se veía con Bobby en la playa? ¿Pasaba algo malo?

– ¿Qué va a pasar? Nada en absoluto -dijo-. Me lo encontré por casualidad un par de veces y le dio por meterse con Derek. Bobby tampoco lo aguantaba y sabía que yo le daría la razón. Eso es todo.

– ¿Y por qué no lo dijo cuando se lo pregunté?

– Porque no tengo por qué darle a usted cuenta de mis actos. Se presenta en mi casa sin que nadie la llame y me bombardea a preguntas. No es asunto suyo, de modo que no tengo por qué responderle. Me da la sensación de que no sabe usted comportarse a veces.

Se me subieron los colores, aunque me lo tenía merecido. Apuré lo que quedaba en el vaso. No acababa de creerme su versión sobre los encuentros con Bobby, pero estaba claro que ya no iba a sonsacarle más cosas y aunque no me hizo ni pizca de gracia, decidí dejarlo estar por el momento. Si se había limitado a escuchar las quejas de Bobby, ¿por qué no lo había dicho a las primeras de cambio?

Un vistazo al reloj me reveló que sólo eran las once pasadas y se me ocurrió la idea de probar fortuna con Glen. Improvisé una disculpa y me fui. Estoy segura de que no lamentó mi partida.

Hay ocasiones en que las cosas empiezan a aclararse por la más pura casualidad. Lo digo porque no quiero atribuirme el mérito de lo que sucedió a continuación. Cuando llegué al Cucaracha me di cuenta de que hacía frío. Subí al vehículo, cerré la puerta, eché el seguro, según tengo por costumbre, me giré y me puse a revolver el atestado asiento trasero, en busca de una camiseta que había dejado allí. Acababa de ponerle las manos encima e iba a sacarla de debajo de un montón de libros cuando oí arrancar un coche. Miré a mi derecha. El Mercedes de Sufi reculaba por el sendero del garaje. Me agaché inmediatamente para que no me viera. No sabía si Sufi conocía mi coche o no, pero tuvo que pensar que ya me había ido porque accedió a la calzada sin más preámbulos. Nada más hacerlo, me instalé ante el volante y busqué las llaves. Encendí el motor, arranqué, hice una rápida maniobra en forma de herradura y aún tuve tiempo de ver sus luces traseras en el momento en que giraba a la derecha, rumbo a State Street.

Era imposible que, en el escaso tiempo transcurrido, se hubiera cambiado de ropa. Como mucho se habría puesto un abrigo o una chaqueta encima de la bata de raso. ¿A quién conocería lo bastante para visitarle por sorpresa a aquella hora y con aquel atuendo a lo Jean Harlow? Ardía en deseos de saberlo.

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