El lunes a las ocho estaba otra vez en el gimnasio para seguir con los ejercicios. Me sentía como si hubiese ido a la luna y hubiera vuelto. Sin darme cuenta de lo que hacía, busqué a Bobby con la mirada, aunque una milésima de segundo después recordé que era imposible que volviera por allí nunca más. No me hizo ninguna gracia. Perder a una persona produce una impresión indefinida y desagradable, como una ansiedad que quemara por dentro. No es tan concreta como la aflicción, pero es igual de omnipresente y no hay forma de librarse de ella. Seguí moviéndome, esforzándome al máximo, como si el dolor físico pudiese borrar el dolor emocional. Llené de actividad cada minuto y creo que funcionó. Hasta cierto punto es como echarse colonia en una espalda dolorida. Quieres creer que sirve para algo, pero no sabes por qué. Aunque no cura, siempre es mejor que nada.
Me duché, me vestí y me dirigí al despacho. No lo pisaba desde el miércoles por la tarde. El correo se había acumulado y lo dejé encima de la mesa. Parpadeaba el piloto del contestador automático, pero antes tenía que hacer otras cosas. Abrí el balcón, dejé que entrase un poco de aire fresco y preparé una cafetera de filtro. Abrí la nevera y comprobé el estado de la leche semidesnatada pegando la nariz a la abertura practicada en el envase de cartón. Casi casi. Tendría que comprar más en seguida. Cuando el café estuvo listo, busqué una taza limpia y la llené. La leche formó una mancha siniestra en la superficie, pero sabía bien. Unos días me tomo el café solo y otros con leche; porque me da la gana.
Me senté en la silla giratoria, apoyé los pies en I a mesa y apreté el botón de rebobinar la cinta del contestador automático.
Oí la voz de Bobby. Fue como si me hubieran puesto una mano helada en la nuca.
– Hola, Kinsey, soy Bobby. Siento haberme comportado como un capullo hace un rato. Sé que sólo querías animarme. Me he acordado de algo. Creo que no tiene mucho sentido, pero ahí va de todos modos. Me parece que el apellido Blackman tiene que ver con el asunto. No-sé-qué Blackman. Ignoro si es la persona a quien di el cuadernito rojo o quien va tras de mí. Tal como me funciona el cerebro, a lo mejor no quiere decir nada. En cualquier caso, podemos vernos más tarde por si juntos llegamos a alguna conclusión. Ahora tengo que hacer un par de cosas y luego iré a ver a Kleinert. Procuraré llamarte. Podríamos tomar una copa esta noche. Hasta luego, criatura. Y cuidado con ese culo.
Detuve la cinta y me quedé mirando el aparato.
Abrí el cajón superior del escritorio y cogí la guía telefónica. Sólo figuraba una persona apellidada Blackman, S. Blackman. Sin dirección. Sin duda una mujer que no quería recibir llamadas obscenas. Estoy convencida de que primero hay que probar fortuna con lo más evidente. ¿Y por qué no? Puede que Sarah, o Susan, o -Sandra Blackman conociera a Bobby y tuviese el cuaderno rojo, o a lo mejor le había contado con pelos y señales lo que pasaba y yo podía solucionar todo el enredo con un telefonazo. El número estaba desconectado. Probé otra vez, por si me había equivocado al marcar. Volví a oír el mensaje de antes. Tomé nota del número. Podía pertenecer aún al mismo abonado. Puede que S. Blackman se hubiera marchado de la ciudad o hubiera muerto en circunstancias desconocidas.
Volví a rebobinar la cinta para oír otra vez la voz de Bobby. Me sentía inquieta, no sabía cómo llegar a la clave de aquel misterio. Repasé el expediente de Bobby.
No había hablado aún con su antigua novia, Carric St. Cloud, que se me antojó una posibilidad aceptable. Glen me había dicho que a raíz del accidente la muchacha había tomado las de Villadiego, pero tal vez recordara algo de aquella época. Llamé al número que me había dado Glen y estuve un ratito de palique con la madre de Carric para explicarle quién era yo y por qué quería localizar a la joven. Carric, por lo visto, había abandonado la casa paterna hacía cosa de un año y se había instalado en un piso pequeño que compartía con otra persona. En la actualidad trabajaba a jornada completa como instructora de aerobic en un estudio de la calle Chapel. Apunté las dos direcciones, la de su casa y la del trabajo, y di las gracias a la madre. Dejé la taza, desenchufé la cafetera de filtro, cerré el despacho con llave y bajé corriendo por las escaleras de atrás.
El cielo estaba cubierto por un manto blanco de nubes bajas. Una neblina grisácea parecía empapar las calles de aire frío. Era extraño, porque las últimas semanas había hecho un calor inaguantable. El clima de Santa Teresa está un poco desquiciado últimamente. Antes se podía confiar en los días soleados de olas tranquilas y templadas y en un cielo despejado que a lo sumo acumulaba algunas nubes detrás de la sierra, y más por el efecto visual que por otra cosa. Las lluvias se presentaban puntualmente en enero, diluviaba sin parar durante dos semanas y el campo se volvía de un verde esmeralda, y la madreselva y las buganvillas cubrían la cara de la ciudad con un maquillaje abigarrado. En la actualidad hay lluvias inexplicables en abril y en octubre, y días fríos en agosto, cuando la temperatura debería ser de treinta grados. Se trata de una mutación misteriosa que recuerda las alteraciones climatológicas relacionadas con la erupción de volcanes en el hemisferio sur y con los agujeros que los aerosoles producen en la capa de ozono.
El estudio, que estaba apenas a una manzana de distancia, se encontraba en un antiguo campo de trinquete que se había quedado artrítico al pasar el furor por el juego de pelota.