El Departamento de Patología del St. Terry es subterráneo y está situado en el centro de un laberinto de pequeños despachos. Los pasillos discurren y se ramifican en todas direcciones a lo largo de varios kilómetros, comunicando entre sí los departamentos ajenos a la medicina que se encargan del funcionamiento real de la institución: mantenimiento, gestión económica, ingeniería, administración general. Mientras que las plantas superiores se han adecentado y habilitado con buen gusto, la decoración del subsuelo conjuga las baldosas marrones de material sintético con la pintura de color hueso barnizado. El aire es seco y caliente, y por algunas puertas entreabiertas se ven máquinas amenazadoras y tubos de conducción eléctrica, anchos come desagües de retrete.
Aquel día había un tráfico regular de peatones uniformados, tan pálidos e inexpresivos como los habitantes de una ciudad subterránea que suspirasen por la luz del sol. El Departamento de Patología destacaba de un modo agradable: era grande, estaba bien iluminado, contaba con un mobiliario elegante que combinaba el gris y el azul de montaña, y en él trabajaban entre cincuenta y sesenta técnicos que clasificaban las muestras de sangre, hueso y tejido que les enviaban de arriba. El equipo informatizado rechinaba, zumbaba y traqueteaba, eficazmente asistido por un batallón de expertos. Los ruidos eran sordos, los teléfonos tintineaban con delicadeza en el aire artificial. Hasta las máquinas de escribir parecían tener sordina mientras registraban discretamente los secretos de la condición humana.
Había orden, eficiencia y tranquilidad, y dominaba la sensación de que por lo menos el dolor y la justa ira que suscita la enfermedad se controlaban. La muerte se tenía a raya, se medía, se calibraba, se analizaba. Cuando ésta ganaba un combate, el equipo perdedor analizaba los resultados y los introducía en el banco de datos de la maquinaria. El papel brotaba sin cesar, infinito como una carretera y adornado de jeroglíficos. Me quedé un momento en la puerta, impresionada por lo que veía. Eran detectives del microscopio que andaban tras asesinos de un orden distinto de los que yo perseguía.
– ¿Qué desea?
Me fijé en la recepcionista, que me estaba observando.
– Busco al doctor Fraker. ¿Sabe si está aquí?
– Debería estar. Siga ese pasillo, gire a la izquierda en el primer cruce, luego a la izquierda otra vez y pregunte por allí.
Lo encontré en un compartimiento modular de paredes recubiertas de estanterías y amueblado con una mesa, un sillón giratorio, macetas y cuadros. Estaba repantigado en el sillón, con los pies apoyados en el borde de la mesa y hojeando un libro de medicina del tamaño del Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa. Tenía en la mano unas gafas bifocales sin montura y mientras leía chupeteaba una de las patillas. Era un hombre fornido, de espaldas anchas y muslos gruesos. Tenía el pelo espeso, de un blanco plateado, y su piel poseía la tonalidad cálida de una tiza de color carne. Los años le habían dejado en la cara unas arrugas poco pronunciadas, como las de las sábanas de algodón que, al acabar la colada, necesitan almidonarse y pasar por la plancha. Vestía la bata verde de los cirujanos y calzaba los chanclos de rigor.
– ¿Doctor Fraker?
Alzó la mirada y en sus ojos grises destelló una señal de reconocimiento. Me señaló con el dedo.
– La amiga de Bobby Callahan.
– Exactamente. Quería hablar con usted.
– Pues claro que sí. Pase, pase.
Se puso en pie y nos dimos la mano. Me señaló la silla que había al lado de la mesa y me senté.
– Podemos hablar en otro momento, si no le viene bien ahora -dije.
– De ningún modo. ¿Qué puedo hacer por usted? Glen me dijo que Bobby había contratado a alguien para investigar el accidente.
– Bobby está convencido de que quisieron matarle. Colisión y fuga. ¿Ha hablado con usted de este asunto en alguna ocasión?
El doctor Fraker negó con la cabeza.
– Hacía meses que no le veía; hasta el lunes por la noche. ¿Dice que quisieron matarle? ¿Qué opina la policía?
– Aún no lo sé. Me he hecho con una copia del informe del accidente y, que yo sepa, no hay mucho para hincar el diente. No hubo testigos y creo que no encontraron prácticamente nada en el lugar de los hechos.
– Un poco anormal, ¿no?
– Bueno, lo normal es que haya detalles susceptibles de investigación. Vidrios rotos, huellas de neumáticos, señales en el vehículo de la víctima. Puede que el agresor saliera de su coche, lo limpiara a conciencia, repasara la carrocería con pintura, cualquier cosa. Yo confío en la intuición de Bobby. El dice que estaba en peligro. Pero no recuerda por qué.
El doctor Fraker pareció meditar aquello unos instantes y se removió en el asiento.
– Pienso que también yo le creería. Es un chico brillante. También era un estudiante capacitado. Es lamentable que en la actualidad ya no se pueda decir lo mismo. ¿Qué es lo que ocurre, según él?
– No tiene ni la menor idea y, como él mismo ha dicho, en el instante en que recuerde estará más amenazado que ahora. Sospecha que siguen buscándole.
Se limpió las gafas con un pañuelo mientras recapacitaba.
Al parecer era hombre acostumbrado a enfrentarse con enigmas, pero me dije que derivaría las soluciones de los síntomas, no de las circunstancias. Las enfermedades no necesitan motivos subyacentes, como los homicidios. Cabeceó con suavidad y me miró a los ojos.
– Es extraño. La verdad es que esta historia escapa un poco a mi competencia. -Se puso las gafas y adoptó una actitud profesional-. En fin, ya que no sabemos lo que pasa, tal vez sea mejor imaginárselo. ¿Qué quiere de mí en concreto?
Me encogí de hombros.
– Lo único que se me ocurre es volver al punto cero para averiguar en qué conflicto se encontraba Bobby. Estuvo trabajando con usted… ¿fueron dos meses?
– Más o menos. Creo que empezó en septiembre. Si quiere la fecha exacta, le diré a Marcy que lo mire.
– Supongo que se le contrató por la amistad que tiene usted con su madre.
– Pues sí y no. Por lo general disponemos de plazas para los estudiantes de medicina. Casualidad o no, Bobby daba la talla. Es verdad que Glen Callahan tiene mucha influencia en esta institución, pero si el chico hubiera sido un inepto no lo habríamos contratado. ¿Le apetece un café? Iba a encargarlo.
– Sí, gracias.
Se inclinó de lado y se dirigió a su secretaria, cuya mesa se veía desde la de mi interlocutor.
– ¿Marcy? ¿Le importaría traernos café, por favor? -Y a mí-: ¿Con leche y azúcar?
– Me gusta solo.
– Los dos solos -dijo en voz alta.
No hubo respuesta, pero supuse que la operación estaba ya en marcha. Volvió a concentrarse en mí.
– Lamento la interrupción.
– No se preocupe. ¿Tenía Bobby mesa propia?
– Sí, en la entrada, pero se desalojó… espere, creo que fue veinticuatro horas después del accidente. Todos pensamos que moriría y tuvimos que reemplazarlo en seguida. Este lugar casi siempre parece una casa de locos.
– ¿Qué se hizo con sus cosas?
– Yo mismo las llevé a su casa. No era gran cosa, pero lo que encontré lo metí en una caja de cartón y se lo di a Derek. No sé qué haría con ella. Glen se pasaba en el hospital las veinticuatro horas del día.
– ¿Se acuerda de lo que había?
– ¿En su mesa? Cosas. Artículos de oficina.
Me dije que tenía que investigar aquella caja. Cabía la posibilidad de que aún estuviera en la mansión de la familia.
– ¿Sabría decirme cómo era para Bobby una jornada de trabajo normal y qué cosas concretas hacía?
– Desde luego. En realidad repartía la jornada entre el laboratorio y el depósito del antiguo hospital de Frontage Road. Tengo que pasar hoy por allí, o sea que puede acompañarme, si quiere; o seguirme en su coche, si le resulta más cómodo.
– Creía que el depósito estaba aquí.
– Aquí tenemos uno de menores proporciones, junto a la sala de autopsias. Y allí tenemos otro.
– No sabía que hubiera más de uno.
– Tuvimos que ampliarlo por los encargos. El St. Terry también tiene allí unas cuantas oficinas.
– ¿En serio? No sabía que el antiguo hospital provincial estuviera aún en funciones.
– Pues sí. Aún funciona una unidad privada de radiología y nosotros guardamos allí un montón de expedientes. A veces es un lío, pero no sé qué haríamos sin él.
Alzó los ojos cuando llegó Marcy con dos tazas y con la mirada fija en el líquido negro, que amenazaba con desbordarse. Era joven, castaña, sin maquillar. Parecía la persona idónea para coger la mano al jefe cuando los técnicos del laboratorio metían la pata.
– Gracias, Marcy. Déjelas en la mesa.
Marcy depositó las tazas y al salir me dirigió una sonrisa rápida.
Hablamos de la rutina oficinesca mientras nos tomábamos el café y luego me llevó a dar una vuelta por el laboratorio al tiempo que me explicaba las distintas responsabilidades que había tenido Bobby, todas normales al parecer y ninguna más importante que otra. Apunté el nombre de dos colegas del joven porque a lo mejor tenía que hablar con ellos en otro momento.
Aguardé mientras se ocupaba de un par de detalles, estampaba una firma y decía a Marcy dónde iba a estar.
Lo seguí con el coche hasta la autopista y nos encaminamos al antiguo hospital provincial. El complejo se veía desde la carretera, un laberinto sin fin con adornos de estuco amarilleante y unos tejados rojos que con el paso del tiempo casi se habían vuelto marrones. Lo dejamos atrás, tomamos la primera salida que encontramos, dimos la vuelta para entroncar con Frontage Road y giramos a la izquierda al llegar a la entrada principal.
El Hospital Provincial había sido antaño una institución en auge al servicio de toda la población de Santa Teresa. En un segundo orden de cosas también hacía las veces de ambulatorio de los pobres, gracias a la ayuda de distintas entidades administrativas. Su imagen, con el paso del tiempo, acabó por relacionarse con los humildes y desposeídos: beneficiarios del seguro de desempleo, extranjeros ilegales y la totalidad de las desdichadas víctimas de las grescas y delitos de los sábados por la noche. Los ricos y la clase media empezaron a ir a otros centros. Cuando Medical y Medicare* iniciaron sus actividades, hasta los pobres prefirieron el St. Terry y otros hospitales privados de los alrededores; el Hospital Provincial se convirtió en una ciudad muerta.
Había coches diseminados por el parking.
*Medicare es un servicio de la administración estadounidense para los enfermos de la tercera edad (N. del T.)
Gracias a los rótulos provisionales de madera, en forma de flecha, el visitante sabía dónde estaban los Archivos, las dependencias de primeros auxilios, Radiología, el depósito de cadáveres y otros departamentos encargados de ramas abstrusas de la medicina.
El doctor Fraker aparcó el coche y yo hice lo propio en la plaza contigua. Bajó del coche, cerró con llave y esperó mientras yo le imitaba. Se hacía algún esfuerzo por mantener el equilibrio, pero el asfalto de la entrada estaba resquebrajado y por entre las grietas comenzaban a despuntar los matojos. Nos dirigimos a la entrada principal sin abrir apenas la boca. El doctor Fraker no parecía poner en duda la solidez del edificio, pero a mí me resultó un tanto inquietante. Su estilo arquitectónico, faltaría más, era el sempiterno colonial español: soportales anchos a lo largo de la tachada y ventanas de alféizar anchísimo, protegidas por rejas de hierro forjado.
Nos detuvimos en el inmenso vestíbulo nada más entrar. Se veía que a lo largo de los años se había hecho algo por "modernizar" el sitio. Había tubos fluorescentes empotrados en los altos techos, aunque daban una luz demasiado difusa para resultar satisfactoria. Las antesalas, antaño grandísimas, se habían compartimentado. Se habían instalado unos mostradores entre dos arcos, pero en recepción no había ni muebles ni personal para recibir a nadie. Hasta el aire olía a descuido y abandono. Al fondo del vestíbulo a la derecha se oía teclear una máquina de escribir, pero sonaba como un teclado de órgano antiguo en manos de un principiante. Era la única señal de que allí había vida.
Dimos una vuelta por el lugar. Según el doctor Fraker, Bobby iba y venía de un hospital a otro para recoger los expedientes archivados de los pacientes que volvían a ingresar después de varios años, y entregaba personalmente radiografías e informes de autopsias. Los gráficos que ya no eran de utilidad se archivaban automáticamente en el Hospital Provincial. Casi todos los datos, como es lógico, estaban ahora informatizados, pero aún quedaban montañas de papel que había que guardar en alguna parte.
Por lo visto, Bobby también hacía horas extras en el hospital antiguo y se encargaba del turno de noche cuando los empleados del depósito de cadáveres estaban enfermos o de vacaciones. El doctor Fraker me indicó que en términos generales era como hacer de canguro, y que Bobby había acumulado una cantidad asombrosa de horas extras durante aquellos dos meses de trabajo.
Bajamos al sótano por una ancha escalera de baldosas rojas de estilo español y nuestros pasos resonaron en el vacío a ritmo desigual. Como el hospital se encuentra pegado a una colina, la parte de atrás está bajo tierra, mientras que el sector delantero da a una zona parcialmente cubierta de arbustos. El sótano estaba más oscuro, como si allí se hubiesen reducido los servicios por motivos de economía. Hacía fresco y el aire olía a formol, el desodorante favorito de los muertos. Una flecha de la pared nos indicó dónde se hacían las autopsias. Me dispuse a defenderme de las imágenes que la imaginación empezaba a conjurar.
Abrió la puerta de cristal esmerilado. No vacilé en entrar ni una centésima de segundo, pero inmediatamente hice una inspección ocular para convencerme de que no interrumpíamos a nadie descuartizando un cadáver con un cuchillo de sierra. El doctor Fraker pareció darse cuenta de mi aprensión y me rozó el brazo.
– Hoy no hay ningún trabajo pendiente -dijo y avanzó delante de mí.
Esbocé una sonrisa de circunstancias y fui tras él. A primera vista, el lugar parecía vacío. Vi paredes de baldosas verde manzana, largos mostradores de acero inoxidable con muchos cajones. Era como esas cocinas supertecnificadas que se ven en las revistas de decoración, con su islote central de acero inoxidable, su ancho fregadero, sus altos grifos de cuello doblado, su báscula colgante y su escurridero. Noté que la boca se me curvaba en una mueca de asco. Sabía lo que se cocía allí y no era comida precisamente.
Se abrió la puerta batiente del fondo y entró de espaldas un joven en bata de cirujano, arrastrando una camilla. El cadáver venía envuelto en un plástico grueso y coloreado que impedía concretar su edad y su sexo. Del dedo grueso del pie le colgaba una etiqueta; le distinguí parte de la cabeza morena, parte de la cara envuelta en plástico igual que una momia. Me recordó por encima el aviso que se imprimía ahora en las bolsas de las lavanderías: "PRECAUCIÓN: manténgase este artículo alejado de los niños para evitar que se asfixien. Se recomienda no utilizarlo en cunas, camas y cochecitos infantiles. Esta bolsa no es un juguete". Aparté los ojos y tomé una profunda bocanada de aire sólo para demostrarme a mí misma que era capaz de hacerlo.
El doctor Fraker me presentó al enfermero, que se llamaba Kelly Borden. Tendría treinta y tantos años, era grueso y de complexión fofa, y tenía un pelo rizado y prematuramente canoso que se recogía en una trenza gruesa que le llegaba hasta media espalda. Llevaba barba, bigote, tenía ojos dulces y un reloj de pulsera capaz de funcionar incluso en el fondo del océano.
– Kinsey es detective, está investigando el accidente de Bobby Callaban -dijo el doctor Fraker.
Kelly asintió con expresión neutra. Condujo la camilla hasta lo que parecía una cámara frigorífica y la dejó junto a otra, también ocupada. Compañeros de cuarto, pensé.
El doctor Fraker se volvió para mirarme.
– Tengo cosas que hacer arriba. Puede preguntarle a Kelly todo lo que quiera. Trabajaba con Bobby. Si le cuenta algo interesante, comuníquemelo.
– Estupendo -dije.