– De noche, el Hospital Clínico Santa Teresa parece una gigantesca tarta nupcial de estilo art déco, festoneada con luces exteriores: tres pisos de blancura cremosa interrumpidos por el vacío prismático de la entrada principal. Tenía que haberse acabado el horario de las visitas porque encontré sitio para aparcar en la acera de enfrente. Cerré el coche con llave, crucé la calzada y entré en el camino de acceso, que tiene forma circular. La entrada consistía en un pórtico gigantesco por el que se llegaba a un juego de puertas dobles que se abrieron con un murmullo al aproximarme. Las luces del vestíbulo se habían amortiguado igual que en los aviones cuando se viaja de noche. A la izquierda estaba la cafetería; no había en ella más que una camarera enfundada en un uniforme blanco muy parecido al de las enfermeras. A la derecha estaba el bazar de los regalos con el escaparate adornado con lo que parecía ropa interior pornográfica, pero en versión hospitalaria. El edificio entero olía a esos claveles que se conservan en las vitrinas refrigeradas de las floristerías.
La finalidad de la decoración era serenar el espíritu, sobre todo en la zona donde estaba la caja. Me acerqué al mostrador de información, que estaba a cargo de una mujer de expresión acogedora parecida a una maestra que había tenido en tercero y que llevaba una bata a rayas de color rosa.
– Buenas -dije-. ¿.Podría usted decirme si está aquí ingresada Kitty Wenner? La llevaron a urgencias hace una hora.
– Voy a comprobarlo -dijo.
Según la chapa que lucía en la pechera me encontraba ante "Roberta Choat, Enfermera Voluntaria". Me recordó aquellas colecciones de novelas para jovencitas que en la actualidad han quedado desfasadas. Tendría sesenta y tantos años y una colección completa de medallas por buena conducta.
– Aquí está. Katherine Wenner, en la Tres Sur. Siga este pasillo, gire al llegar a los ascensores y continúe hasta llegar al banco que hay al fondo. Tercera planta, luego gire a la izquierda. Pero aguarde, se trata del pabellón psiquiátrico y no sé si le permitirán verla. Ya han terminado las horas de visita. ¿Es pariente de la joven?
– Soy su hermana -dije con toda naturalidad.
– Bien, pues no tiene más que repetírselo a la enfermera de guardia que encontrará en la planta tercera; es posible que le crea -dijo Roberta con la misma naturalidad.
– Eso espero -dije. En realidad era a Derek a quien yo quería ver.
Anduve por el pasillo y, según se me había indicado, doblé al llegar a los ascensores y seguí hasta el banco del fondo. Vi un rótulo que decía ALA SUR, lo que me tranquilizó muchísimo. Apreté el botón de "subir" y las puertas se abrieron en el acto. Entró un hombre detrás de mí y de pronto titubeó y se puso a mirarme de reojo como si hubiera leído mi descripción en algún manual para prevenir las violaciones. Apretó el " 2" y se quedó pegado al tablero de los botones hasta que el ascensor llegó a la planta indicada.
El ala sur tenía un aspecto más presentable que el noventa y nueve por cien de los hoteles en que he estado a lo largo de mi vida. Los precios, como es lógico, eran mucho más elevados y contaba con muchos servicios que no me interesaban, las autopsias por ejemplo. Todas las luces estaban encendidas, la alfombra era un brochazo naranja y en las paredes colgaban reproducciones de Van Gogh; curiosa elección para el pabellón psiquiátrico, por si a alguien le interesan mis opiniones.
Derek Wenner estaba sentado en un sofá junto a una puerta doble con ventanillas protegidas por tela metálica y flanqueada por un rótulo que decía LLAMEN ANTES DE ENTRAR, con un timbre debajo.
Fumaba un cigarrillo; en las rodillas tenía un ejemplar abierto de la revista National Geographic. Cuando tomé asiento a su lado me miró sin expresión.
– Cómo está Kitty?
Sufrió un leve sobresalto.
– Oh, disculpe. No la reconocí al verla aparecer. Está mejor. Acaban de subirla y la están instalando. Me dejarán verla dentro de un momento. -Miró hacia los ascensores-. ¿No ha venido Glen con usted, por casualidad?
Negué con la cabeza y vi que en su cara se dibujaba durante unos segundos una mezcla de alivio y esperanza.
– No le diga que me ha visto fumar -añadió con voz tímida-. Me obligó a dejarlo en marzo. Tendré que deshacerme de este paquete antes de volver a casa. Pero como Kitty se encontraba tan mal, y encima el lío éste… -Se interrumpió con un encogimiento de hombros.
No me atreví a decirle que apestaba a tabaco. Glen tendría que estar en coma para no darse cuenta.
– ¿Y qué la trae por aquí? -preguntó.
– No lo sé. Bobby se fue a dormir y estuve charlando un rato con Glen. Luego se me ocurrió pasar por aquí para ver cómo estaba Kitty.
Sonrió sin saber muy bien qué pensar al respecto.
– Estaba pensando en lo mucho que me recuerda esto a la noche en que nació Kitty. Estuve esperando durante horas, preguntándome cómo saldría todo. En aquella época no dejaban entrar a los padres en la sala de partos. Tengo entendido que, en la actualidad, los médicos prácticamente les obligan a estar presentes.
– ¿Qué fue de la madre de Kitty?
– La mató el alcohol cuando Kitty tenía cinco años.
Guardó silencio. No se me ocurría ningún comentario que no fuera trivial o ajeno a la cuestión. Vi cómo apagaba el cigarrillo. Desmochó la brasa, que dejó una cavidad en la punta de la colilla, como cuando arrancan un diente.
– ¿La han admitido en Desintoxicación? -pregunté al cabo de un rato.
– Bueno, éste es el pabellón psiquiátrico. Creo que la unidad de desintoxicación es independiente. Leo quiere que se calme para someterla a una revisión general antes de tomar una decisión. En este momento está un poco descontrolada. -Cabeceó y el gesto le estiró la papada-. No sé qué hacer con ella. Seguro que Glen le ha contado ya que hemos tenido muchos roces por su culpa.
– ¿Porque toma drogas?
– Por las drogas, los estudios, su tiempo libre, su delgadez. Ha sido una pesadilla. Se ha quedado en los huesos, no creo que pese más de cuarenta kilos.
– A lo mejor lo que necesita es estar aquí -dije.
Se abrió una de las puertas dobles y apareció una enfermera. Vestía tejanos y una camiseta. No llevaba cofia, sino una diadema, y una chapa de identificación que no alcancé a leer desde donde me encontraba. Se había teñido mal el pelo, de un matiz naranja que yo sólo había visto en las caléndulas, pero sonreía con espontaneidad y de un modo agradable.
– ¿Señor Wenner? ¿Tendría la bondad de acompañarme?
Derek se puso en pie al tiempo que me dirigía una mirada.
– ¿Le importaría esperar? No durará mucho. Leo me dijo que, tal como se encuentra Kitty, no me dejará estar con ella más de cinco minutos. Cuando vuelva la invitaré a un café o una copa.
– Sí, estupendo. Esperaré aquí.
Asintió con la cabeza y desapareció con la enfermera. Cuando entraron, durante un fugaz segundo oí a Kitty vociferar blasfemias y maldiciones en un estilo de lo más barroco. Se cerró la puerta y la llave giró en la cerradura con chasquido resonante. Aquella noche no iba a dormir nadie en la 3 Sur. Cogí el National Geographic y estuve mirando unas fotos con exposición de un cráter del Parque Nacional de Yosemite.
Quince minutos más tarde estábamos en la cafetería de un motel situado a un par de calles del hospital. Se llama plantación y es una especie de bar perdido que parece haberse arrastrado hasta el enclave donde se encuentra actualmente. En cuanto al motel, se diría construido expresamente para alojar a los parientes de los enfermos de los pueblos vecinos que acuden al St. Terry. La cafetería se añadió a modo de complemento, infringiendo sabe Dios qué leyes municipales, dado que se alza en medio de una zona residencial. Zona que, como es lógico, se encuentra actualmente invadida por dispensarios, clínicas, residencias, farmacias y demás proveedores de la industria de la salud, incluyendo una empresa de servicios fúnebres, a dos calles de distancia, por si fallan los restantes servicios. Puede que en un futuro próximo la comisión para el desarrollo urbano del municipio permita, para aliviar el dolor de los enfermos, la venta de bebidas alcohólicas fuertes en los alrededores.
La cafetería es estrecha y oscura, y detrás de la barra, donde suelen estar el espejo, las botellas y el rótulo de neón de la cerveza, hay una reproducción tridimensional de una plantación bananera. Como si se tratase de un pequeño escenario teatral iluminado, las palmeras en miniatura están dispuestas en filas ordenadas y alrededor de ellas, en una sucesión de cuadros escénicos, los mecanizados obreros de juguete recogen la fruta. Todos los obreros parecen mexicanos, incluso la pequeña escultura femenina que ha llegado con el cazo y el cubo del agua en el momento de sonar el silbato que anuncia el descanso del mediodía. Un hombre saluda desde lo alto de una palmera y un perrito de madera ladra y mueve la cola.
Nos llamó tanto la atención el decorado que estuvimos un rato sentados ante la barra sin pronunciar palabra apenas. Incluso el camarero, que lo habría visto cientos de veces, se detenía a contemplar la mula mecánica que tiraba del carro lleno de plátanos hasta que, al doblar la curva, aparecían otra mula y otro carro en su lugar. No es de extrañar que las especialidades de la casa sean los cubatas y daiquiris de plátano, pero tampoco pasa nada si se pide una bebida adulta. Derek había pedido un cóctel de vermut y Beefeater, y yo una copa de vino blanco que me hizo fruncir los labios como un monedero de cierre retráctil. Había visto cómo me lo servía el camarero de una de esas garrafas que cuestan tres dólares en cualquier supermercado de barrio. Según la etiqueta, procedía de una de esas bodegas donde los trabajadores están en huelga siempre y pensé en la posibilidad de que, para vengarse de unas condiciones laborales injustas, se hubiesen meado en el caldo.
– ¿Qué piensa sobre lo que le pasó a Bobby? -pregunté a Derek cuando recuperé la elasticidad de la boca.
– ¿Lo de que quisieron matarle? Pues la verdad es que no lo sé. A mí me parece muy traído por los pelos. El y su madre están convencidos, pero a mí no se me ocurre por qué querría nadie hacerle una cosa así.
– ¿Qué hay del dinero?
– ¿Qué dinero?
– ¿Quién se beneficiará económicamente si muere Bobby? También se lo he preguntado a Glen.
Se acarició la papada. A causa de la gordura parecía tener una cara de tamaño normal encima de otra mayor. Sus carrillos eran como estalactitas de carne que le chorreasen a ambos lados de la mandíbula inferior.
– Sería un motivo demasiado llamativo, me parece a mí -dijo. Tenía la típica expresión escéptica de los actores, que tienen que exagerar los efectos para que se vean desde la fila veinticinco.
– Sí, también fue muy llamativo obligarle a salirse del puente. Claro que si hubiera muerto en el accidente, nadie se habría enterado -dije-. Cada seis meses se despeña un coche en el desfiladero, la gente toma las curvas a demasiada velocidad, o sea que habría pasado por uno de tantos accidentes de tráfico. Habrían quedado señales en el parachoques de atrás, pero no creo que nadie hubiera sospechado lo ocurrido al sacar los restos con la grúa. Tengo entendido que no lo vio nadie.
– En efecto, y no creo que deba usted fiarse de lo que diga Bobby.
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, salta a la vista que quiere echarle la culpa a terceros por razones muy personales. No se atreve a afrontar el hecho de que iba borracho. En cualquier caso, siempre ha conducido a demasiada velocidad. Su mejor amigo resultó muerto. Rick era el novio de Kitty y desde que se enteró, la pobre está en una especie de círculo vicioso. No quiero decir que la versión de Bobby sea falsa, pero siempre me ha parecido interesada hasta cierto punto.
Observé sus facciones y me pregunté por el cambio de tono que había advertido en su voz. Su teoría era interesante y me dio la impresión de que la había meditado durante algún tiempo. Pero se mostraba inquieto al fingir indiferencia y objetividad, ya que lo único que hacía en el fondo era restar credibilidad a Bobby. Estaba segura de que no se había atrevido a decir a Glen lo que pensaba.
– ¿Me está diciendo que Bobby se lo inventó todo?
– Yo no he dicho eso -replicó, saliéndose por la tangente-. En mi opinión, Bobby está convencido, pero porque le exime de toda responsabilidad. -Apartó los ojos de mí, hizo una seña al camarero para que nos sirviera otra ronda y volvió a mirarme-. ¿Quiere repetir?
– Desde luego. -No me había terminado el vino aún, pero seguramente se sentiría más relajado si creía que le acompañaba por el simple placer de beber.
Los cócteles de vermut hacen hablar incluso a los mudos y tenía curiosidad por saber lo que saldría de aquella boca cuando se le aflojase la lengua. Distinguía ya en sus ojos el temblorcillo multicolor que delata las tendencias alcohólicas. Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un paquete de tabaco con los ojos fijos en el belén de las palmeras. El mexicano mecánico que empuñaba el machete volvía a trepar por el tronco. Derek encendió un cigarrillo sin mirar lo que hacía, aunque el movimiento tuvo un aire extraño, como si no quisiera prestarle atención para que no se le pudiera echar en cara. Sin duda era de los que comen mientras ven la televisión y apuran el whisky con gran aparato para que parezca que sólo se han tomado uno.
– ¿Cómo se encuentra Kitty? No me lo ha dicho.
– Cuando la vi… bueno, estaba alterada, supongo que por verse de pronto en un hospital, pero le dije… le dije: "Mira, pequeña, tienes que entrar en razón". -Había recuperado el papel de padre, pero tampoco parecía sentirse a gusto con él. Podía imaginarme su eficacia a la hora de ligar.
– No parece que Glen simpatice mucho con ella -dije.
– No. Tampoco se lo reprocho; Kitty es muy difícil, y creo que Glen no entiende que cuesta mucho responsabilizarse de una muchacha así. Bobby ha tenido siempre todo lo que puede comprarse con dinero. ¿Y por qué no, si se lo podía permitir? Lo que me fastidia es que, haga lo que haga, a Bobby siempre se le perdona todo. Mientras que, haga Kitty lo que haga, es siempre el crimen del siglo. Bobby se ha buscado la ruina él solito, no nos engañemos. Pero cada vez que comete una barrabasada, Glen encuentra la forma de justificarle. ¿Entiende lo que le digo?
Me encogí de hombros sin mojarme el culo.
– No estoy al tanto de las actividades de Bobby.
Llegó la segunda ronda de bebidas y Derek tomó un sorbo de la suya como si se ganara la vida probando cócteles de vermut. Asintió con discreción y dejó el vaso en el centro justo del posavasos.
Se rozó las comisuras de la boca con los nudillos. Los movimientos se le volvían fluidos y los ojos empezaban a movérsele en las órbitas como un par de canicas en un recipiente de mercurio. Desde mi punto de vista, Kitty había cogido un colocón equivalente, sólo que con barbitúricos en vez de ginebra.
El camarero sacó del frigorífico un par de cervezas y se dirigió al otro extremo de la barra para servir a un cliente.
Derek bajó la voz.
– Lo que voy a contarle ha de quedar entre nosotros dos y los taburetes -dijo-. El muchachito ha recibido un par de citaciones por conducir borracho, y hace más de un año dejó inconsciente a una niña en un accidente de coche. Glen prefiere creer que son travesuras, dice que ya se sabe cómo son los jóvenes y bobadas por el estilo, pero si Kitty se pasa de la raya una sola vez, entonces ya es el acabóse.
Comenzaba a comprender por qué pensaba Bobby que aquel matrimonio no iba a durar. Estaban enfrentados en una lucha sin cuartel, papá contra mamá, e íbamos ya por las semifinales. Esbozó una sonrisa forzada que quiso ser simpática y pasó a situarse en terreno neutral.
– ¿Por dónde empieza cuando trabaja en un caso así? -preguntó.
– Aún no lo sé. Suelo husmear un poco, compruebo antecedentes, descubro una pista y la sigo para ver adónde me conduce. -Le observé mientras asentía como si le hubiera dicho algo realmente significativo.
– Pues le deseo suerte. Bobby no es mal chico, pero a veces hace de las suyas. Hay en él más cosas de las que pueden apreciarse a simple vista -dijo con expresión de complicidad. No se le trababa la lengua al hablar, aunque empezaba a pronunciar las consonantes indistintamente. Volvió a esbozar la sonrisa simpática de mensaje malicioso. Toda su actitud daba a entender que podía hablar con franqueza absoluta si quisiera, pero que se contenía por discreción. No le tomé en serio. Maquinaba algo y al parecer no se daba cuenta de que era transparente como el cristal. Tomé un sorbo de vino mientras calculaba si le podría sonsacar más datos de interés.
Consultó la hora.
– Será mejor que vuelva a casa. Hay que dar la cara. -Apuró lo que le quedaba en el vaso y abandonó el taburete. Sacó la cartera y pasó el dedo por varios fajos de billetes hasta que encontró uno de cinco y otro de diez, que dejó sobre la barra.
– ¿Se habrá enfadado Glen?
Sonrió para sí como si se le hubieran ocurrido varias contestaciones.
– Glen siempre está enfadada estos días. El cumpleaños ha sido una mierda. Eso es lo que pienso.
– Puede que salga mejor el año que viene. Gracias por la bebida.
– Gracias a usted por venir. Le agradezco su preocupación. Si puedo hacer algo por usted, no tiene más que decírmelo.
Anduvimos media manzana, hasta llegar a mi coche, y nos separamos. Por el espejo retrovisor vi que se dirigía con paso inestable hacia el parking de las visitas, en el otro extremo del hospital. Sospeché que fingía más control del que tenía. Sólo habíamos estado treinta minutos en el Plantación y le había visto zamparse dos cócteles de vermut. Arranqué, tracé una herradura y me detuve junto a él. Me incliné sobre el asiento contiguo y abrí la portezuela del copiloto.
– Si quiere que le lleve…
– No, gracias, estoy bien -dijo. Permaneció erguido un instante, balanceándose un poco. Comprendí el mensaje que emitía su sistema nervioso central. Inclinó la cabeza, frunció el ceño, entró en mi coche y cerró de un portazo.
– Ya tengo bastantes problemas, ¿verdad?
– Verdad -dije.