La casa de los Fraker parecía desnuda y poco acogedora; suelos de madera oscura y reluciente, paredes blancas, ventanas sin adornos ni cortinas, flores recién cortadas. Los muebles estaban tapizados con tela blanca de algodón, y el estudio al que Nola me hizo pasar estaba forrado de libros. Se disculpó y oí alejarse su taconeo por el pasillo.
No es aconsejable dejarme sola en una habitación. Soy una fisgona recalcitrante y automáticamente me pongo a registrarlo todo. Como a los cinco años me quedé huérfana y a merced de una tía soltera, pasaba mucho tiempo en casa de sus amistades, que por lo general no tenían descendencia. Siempre me decían que jugara en silencio, cosa que conseguía durante los primeros cinco minutos gracias al libro para colorear que mi tía me compraba cada vez que íbamos de visita. Lo malo era que no sabía estarme quieta y los dibujos del libro -niños y niñas jugando con perros y visitando granjas- me parecían siempre una imbecilidad. No me gustaba colorear pollos y cerdos, y poco a poco aprendí el arte de registrar. Así me enteraba de la cara oculta de la vida ajena: los medicamentos del botiquín, los laxantes que se guardaban en el cajón de la mesita de noche, el dinero que se escondía en el fondo del armario, los manuales sexuales y aparatos eróticos que se ocultaban entre el colchón y el somier. Como es lógico, no podía interrogar a mi tía acerca de los exóticos objetos que encontraba porque en teoría yo no sabía nada de su existencia.
Llena de fascinación, al final entraba en la cocina, donde los adultos de la época tendían a reunirse para beber whisky y hablar de bobadas (política y deportes) y me quedaba mirando a las mujeres (Bernice, Mildred; los maridos solían llamarse Stanley o Edgar) mientras me preguntaba quién haría qué con el cacharro alargado con pilas en la punta. No era una linterna. Hasta aquí, lo sabía. No tardé en comprender la diferencia, notable en ocasiones, que hay entre la fachada pública y los gustos privados. Así eran las personas ante quienes mi tía me había prohibido decir tacos, a despecho de cómo habláramos en casa. Pensaba que algunas de sus expresiones habituales podían estar en relación con aquellas cosas, pero no había manera de comprobarlo Así pues, mi educación consistió en aprender las palabras exactas que correspondían a objetos que ya conocía.
Aunque parezca mentira, en el estudio de los Fraker apenas había nada donde esconder objetos. Ni cajones ni rinconeras ni mesitas de servicio con plúteos y anaqueles. Las dos sillas eran de metal con tiras de cuero. La mesita del café era de vidrio y finas patas metálicas, y contenía una bandeja con un juego de garrafa y dos copas de brandy. Ni siquiera había alfombra para echar un vistazo debajo. Pero ¿qué gente vivía allí, Señor? No tuve más remedio que ponerme a inspeccionar las estanterías de los libros para adivinar los gustos y aficiones de sus propietarios.
Las personas suelen conservar los libros encuadernados y tuve ocasión de ver que a Nola le interesaban la decoración de interiores, la alta cocina, la jardinería, el ganchillo y los consejos sobre belleza personal. Sin embargo, me llamaron la atención los dos estantes llenos de libros sobre arquitectura. ¿Qué hacían allí? Estaba claro que ni ella ni el doctor Fraker se dedicaban a proyectar edificios en sus ratos libres. Cogí un volumen enorme que se titulaba "Los valores gráficos en arquitectura" y miré la primera página. El ex libris consistía en un gato sentado que contemplaba un pez dentro de una pecera. Debajo se había garabateado el nombre de Dwight Costigan con caligrafía masculina. En el fondo de la memoria me tintineó una campanilla de alarma. ¿No era aquel el arquitecto que había proyectado la casa de Glen? ¿Se trataba de un libro prestado? Miré otros tres volúmenes. Todos ellos eran "de la biblioteca de" Dwight Costigan. Qué raro. ¿Por qué estaban allí?
Oí aproximarse el taconeo de Nola, puse los libros en su sitio, me acerqué a la ventana e hice como si hasta el momento me hubiera dedicado a contemplar el paisaje exterior. Ella entró en el estudio esbozando una sonrisa que aparecía y desaparecía como si tuviera algún cable suelto.
– Siento haberla hecho esperar. Siéntese, por favor.
La verdad es que no había pensado qué hacer para resolver la situación. Siempre que ensayo con antelación estas comedias estoy fabulosa y los demás personajes dicen exactamente lo que quiero que digan. Pero como nadie es perfecto, ni siquiera yo, es absurdo preocuparse por anticipado.
Tomé asiento en una de las sillas de metal, temiendo que se me escapara el culo por entre las tiras de cuero. Ella hizo lo propio en el borde de un pequeño sofá tapizado con algodón blanco y apoyó la mano con elegancia en la superficie de vidrio de la mesita del café, adoptando una actitud que habría sido de serenidad de no ser por las huellas de sudor que dejaba con las yemas de los dedos. La calibré de un vistazo. Esbelta, de piernas largas y con esos pechos que abultan lo que una manzana y que suelen calificarse de perfectos. Llevaba el pelo de un rojo que no se consigue en todas las peluquerías y que le enmarcaba el rostro en una cascada de bucles. Ojos azules, cutis inmaculado. Tenía ese aspecto despejado y sin edad que proporciona la cirugía estética cara, y el conjunto negro que vestía realzaba sus formas lozanas sin caer en la grosería o en la vulgaridad. Se conducía con solemnidad y franqueza, pero a mí todo me parecía una fachada.
– Usted dirá.
Tuve que formarme una opinión en una fracción de segundo. ¿De veras había podido liarse Bobby Callahan con una mujer tan artificial como la que tenía delante? Aunque ¿a quién trataba yo de engañar, copón? ¡Por supuesto que sí!
Le dediqué una sonrisa de quince vatios y apoyé la barbilla en la mano.
– Pues verá usted, Nola, tengo un pequeño problema. ¿Puedo llamarla Nola?
– Desde luego. Glen me ha dicho que investiga usted la muerte de Bobby.
– Así es. La verdad es que Bobby me contrató hace una semana y, como me dio un anticipo, me siento como si estuviera en deuda con él.
– Ya. Pensé que había sucedido algo anormal y que por eso quería usted hacer averiguaciones.
– Es posible. Aún no lo sé.
– Pero ¿no debería encargarse de ello la policía?
– Ya lo hace, ya. Yo practico… bueno, una investigación complementaria; por si la policía se equivoca.
– Bueno, pues a ver si lo resuelven entre unos y otros. Pobre muchacho. Todos lo sentimos mucho por Glen. ¿Y le sonríe a usted la suerte?
– Yo diría que en el fondo sí. Alguien me contó la mitad de la historia y sólo me falta averiguar el resto.
– Puede decirse, en tal caso, que es usted persona eficaz. -Titubeó con mucha elegancia-. ¿Y qué historia es esa?
Creo que en el fondo no tenía ganas de hacerme preguntas, pero se sentía obligada por la naturaleza de la conversación que sosteníamos. Hacía como que cooperaba y en consecuencia tenía que fingir interés por un tema que probablemente habría preferido ignorar.
Estuve un rato en silencio, contemplando la superficie de la mesa. Me pareció que daba verosimilitud a la mentira que estaba a punto de decirle. La miré a los ojos con intensidad efectista.
– Bobby me dijo que estaba enamorado de usted.
– ¿De mí?
– Eso me dijo.
Parpadeó. La sonrisa apareció y desapareció.
– Vaya, ha sido una sorpresa. La verdad es que me siento halagada, siempre me pareció un chico agradable, pero ¡por favor!
– A mí no me parece tan sorprendente.
Advertí en su carcajada una asombrosa mezcla de sinceridad e incredulidad.
– ¡Por el amor de Dios! Soy una mujer casada. Y doce años mayor que él.
Hostia, sabía restar años a su edad sin detenerse a hacer cálculos mentales ni recurrir a la cuenta de la vieja. Yo no soy tan rápida restando, lo que quiere decir que si no miento en este tema es por pura casualidad.
Esbocé una ligera sonrisa. Aquella mujer me cabreaba y di a mis palabras una entonación mundana y aburrida.
– La edad carece de importancia. Bobby está muerto. Ahora es más viejo que Matusalén. Más viejo que el viejo más viejo del mundo.
Se me quedó mirando, convencida de que me faltaba un tornillo.
– Bueno, tampoco es para ponerse así. Si Bobby Callahan se enamoró de mí, yo no tengo la culpa. En fin, ya me lo ha dicho. El chico estaba por mis huesos. ¿Y qué?
– Pues que estaba liado con usted, Nola. Eso es lo que hay. A usted se le enganchó la teta en una exprimidora y el chico la estaba ayudando a soltarse. Al chico lo mataron por su culpa, cara de culo. Y ahora vamos a dejarnos de tonterías y a poner las cartas sobre la mesa o llamo al teniente Dolan de Homicidios para que tenga una charla con usted.
– No sé de qué me habla -me espetó. Se puso en pie, pero yo ya había hecho lo mismo y le sujeté la delicada muñeca con tanta brusquedad que sufrió un sobresalto. Dio un tirón y la solté, aunque la mala leche me estaba inflando por dentro como un globo de hidrógeno.
– Se lo advierto, Nola. Es su única posibilidad. O me cuenta de qué iba la cosa o se va a enterar usted de lo que vale un peine. No me costaría nada. El tiempo de ir a los juzgados y revisar actas, registros, informes de prensa y fichas de la policía, hasta dar con cualquier noticia sobre usted, por pequeña que sea; y averiguar qué es lo que oculta; y ponerla en tal aprieto que durante el resto de su vida lamente no haberlo vomitado todo aquí, ahora, en este preciso instante.
Pisé el freno a tope. En el fondo de mi cerebro oí un ruido como el que hace un paracaídas al abrirse… Flofff. Se trataba de uno de esos momentos extraordinarios en que la memoria automática da un chasquido y emite una información que se concentra ante nosotros como si fuera un prontuario para estudiantes. Tuvo que ser por la adrenalina que me regaba la cabeza porque de la memoria central salió un chorro de datos que se proyectó en la pantalla de mi cerebro con la claridad de una mañana de primavera… no todos los datos, pero sí suficientes.
– Alto ahí. Ya sé quién es usted. Estuvo casada con Dwight Costigan. Sabía que su cara me sonaba de algo. Su foto salió en todos los periódicos.
Se puso pálida.
– Eso no tiene nada que ver con lo otro -dijo.
Me eché a reír, más que nada porque es mi reacción natural cuando recuerdo algo de pronto. Los saltos mentales me producen una pequeña reacción química y me da la risa floja.
– Vamos, vamos -exclamé-. Todo encaja. Aún no sé cómo, pero está claro que es la historia de siempre, ¿verdad?
Volvió a sentarse en el sofá y para mantener el equilibrio apoyó la mano en la superficie vítrea de la mesa. Respiró hondo para tranquilizarse.
– Será mejor que lo olvide -dijo sin mirarme.
– ¿Se ha vuelto loca? -dije-. ¿Se le ha estropeado el cerebro de mosquito? Bobby Callaban me contrató porque creía que querían matarle y resultó que era verdad.
Ahora está muerto y no puede modificar las cosas, pero yo sí, y si cree usted que voy a retirarme por la puerta de servicio es que no me conoce.
Cabeceó. Le había desaparecido todo rastro de hermosura y lo que quedaba era una pena. Tenía ahora el mismo aspecto que tenemos todos bajo un tubo fluorescente: macilento, agotado y manoseado.
– Le contaré lo que pueda -dijo en voz baja-. Pero le ruego que en cuanto me haya oído abandone la investigación. Se lo digo por su bien. Es cierto. Estuve liada con Bobby. -Hizo una pausa para preparar lo que tenía que decir-. Era una persona maravillosa. De verdad. Yo estaba loca por él. Era muy sencillo, sin complicaciones ni historias pasadas. Era sólo eso, un joven sano y lleno de energía. Señor. Tenía veintitrés años. Sólo con verle la piel, yo… -Se me quedó mirando a los ojos y se interrumpió vencida por la torpeza mientras le iba y venía la sonrisa, esta vez a causa de algún sentimiento que no supe descifrar: de dolor, tal vez de ternura. Me acomodé en la silla con cuidado, temiendo estropear el espíritu del momento.
"A esa edad -continuó- aún creemos que sabernos hacer bien las cosas. Aún creemos que podemos hacer todo lo que queremos. Pensamos que la vida es sencilla, que para cambiarlo todo basta con un par de maniobras. Yo le dije que a mí no me convencía este planteamiento, pero Bobby tenía espíritu de caballero andante. Mi pobre tonto.
Guardó silencio durante un rato.
– ¿En qué sentido era tonto? -dije sin perder la calma.
– Bueno, murió por eso, ya lo sabe usted. Y no puede ni figurarse lo culpable que me he sentido… -Se le fue la voz y desvió la mirada.
– Cuénteme el último capítulo. ¿Cómo encaja Dwight en esto? Creo recordar que se lo cargaron, ¿no?
– Dwight era mucho mayor que yo. Cuando nos casamos tenía cuarenta y cinco años y yo veintidós. Fuimos felices. Bueno, hasta cierto punto.
El me adoraba y yo le admiraba. Hizo muchas cosas por esta ciudad.
– ¿Proyectó la casa de Glen, no?
– Pues la verdad es que no. Quien trazó los planos originales, allá en los años veinte, fue su padre. Dwight se encargó de restaurarla tiempo después -dijo-. Me apetece un trago. ¿Quiere usted otro?
– Sí, sí, desde luego -dije.
Cogió la garrafa de brandy y le quitó el macizo tapón de vidrio. Apoyó la boca de la garrafa en el borde de una de las copas, pero le temblaban tanto las manos que temí por la suerte de ambos objetos. Le quité la garrafa y le serví una buena ración. Me serví yo otra, aunque a las diez de la mañana no me apetecía ni por asomo. Dio una sacudida circular a la copa y bebimos las dos. Engullí el licor y la boca se me abrió automáticamente como si me hubiera zambullido en una piscina y acabara de salir a la superficie. Aquello era alcohol de verdad, de verdad y del bueno; tanto que no tendría que cepillarme los dientes por lo menos durante un año. Vi que se calmaba respirando hondo un par de veces.
Me esforzaba mientras tanto por recordar los detalles que había publicado la prensa sobre el episodio en que Costigan había perdido la vida. Había sido cinco o seis años antes. Si la memoria no me fallaba, un desconocido había forzado cierta noche la puerta de su casa de Montebello y había matado a tiros a Dwight tras un forcejeo en el dormitorio. Yo estaba en Houston entrevistándome con un cliente y no había seguido con atención el desarrollo de los acontecimientos, pero, que yo supiera, el caso no se había solucionado en su momento y aún estaba pendiente de explicación.
– ¿Qué ocurrió? -pregunté.
– No me interrumpa con preguntas. Pedí a Bobby que lo olvidara, pero no me hizo caso y le costó la vida. El pasado es el pasado. Lo hecho hecho está y yo soy la única que paga ahora las consecuencias. Olvídelo. A mí ya no me importa y, si es usted inteligente, tampoco le importará.
– Usted sabe que eso es imposible. Cuénteme qué ocurrió.
– ¿Para qué? Las explicaciones no van a cambiar nada.
– Nola, voy a averiguarlo tanto si me lo cuenta como si no. Si me lo cuenta usted con pelos y señales, cabe la posibilidad de que me dé por satisfecha. A lo mejor lo comprendo y me olvido del asunto. Soy persona que se aviene a razones, pero usted tiene que jugar limpio.
Vi la indecisión escrita en sus facciones.
– Dios mío -exclamó, y bajó la cabeza durante unos segundos. Me miró con ansiedad-. Hay un loco por medio. Una persona que no está en sus cabales. Júreme… prométame que se apartará de la investigación.
– Eso no se lo puedo prometer y usted lo sabe. Cuéntemelo todo y ya veremos después qué nos conviene.
– Nunca se lo he contado a nadie. Sólo a Bobby, y ya ve usted lo que le pasó.
– ¿Y Sufi? Ella también lo sabe, ¿verdad?
Me miró sin comprender, momentáneamente sobresaltada ante la mención de aquel nombre. Desvió la mirada.
– No, no, en absoluto. Estoy convencida de que no sabe nada. ¿Por qué iba a saberlo? -Me pareció una respuesta demasiado indecisa para resultar convincente, pero lo dejé pasar por el momento. ¿La estaría chantajeando Sufi?
– Bueno, no puede negarse que lo sabe alguien más -dije-. Por lo que sé, a usted la estaban chantajeando y Bobby quiso pararle los pies al chantajista. ¿Cuál es el motivo? ¿Qué tiene esta persona contra usted? ¿En qué se basa?
Guardé silencio durante un rato mientras la veía debatirse con su necesidad de desahogarse. Cuando se decidió a hablar por fin, lo hizo en voz tan baja que tuve que inclinarme para acercar el oído.
– Estuvimos casados casi quince años. Dwight tenía la presión arterial muy alta y los medicamentos que le recetaron le produjeron impotencia. En realidad nunca tuvimos una vida sexual muy activa. Me cansé y busqué… a otra persona.
– Un amante.
Asintió. Había cerrado los ojos como si le hiciera daño recordar.
– Dwight nos descubrió una noche en la cama. Se puso furiosísimo. Fue al estudio a buscar una pistola, volvió y se entabló una pelea.
Oí pasos en el pasillo. Me volví hacia la puerta y ella giró también.
– Por favor -dijo con voz apremiante-, no repita nada de lo que le he dicho.
– Confíe en mí, no diré nada. ¿Qué ocurrió después?
Titubeó.
– Yo maté a Dwight. Fue un accidente, pero mis huellas están en el arma y el arma sigue en poder de cierta persona.
– ¿Es eso lo que buscaba Bobby?
Asintió con un movimiento casi imperceptible.
– ¿Quién tiene la pistola? -proseguí-. ¿Su ex amante?
Se llevó el dedo a los labios. Llamaron a la puerta y el doctor Fraker asomó la cabeza; al parecer se llevó una sorpresa al verme.
– Ah, hola, Kinsey. ¿Entonces es suyo el coche que hay fuera? Ya me iba, pero me entró curiosidad por saber quién estaba aquí.
– Vine para hablar con Nola acerca de Glen -dije-. Me parece que lo está pasando muy mal y me preguntaba si podríamos turnarnos para hacerle compañía, ahora que Derek se ha marchado.
Cabeceó con pesar.
– El doctor Kleinert me ha contado que Glen lo echó de casa. Es una vergüenza. No es que ese hombre me importe mucho, pero también son ganas de buscarse complicaciones precisamente ahora. Como si no tuviera bastantes.
– Pienso igual que usted -dije-. ¿Le molesta el coche? ¿Quiere que lo mueva?
– No, no, tranquila -dijo. Y mirando a Nola-:
Tengo que ir al hospital, pero no creo que vuelva tarde. ¿Hay algún plan para cenar?
Nola sonrió con simpatía, aunque tuvo que carraspear para responder.
– Cenaremos en casa, si no tienes inconveniente.
– No, claro que no. Bueno, os dejo con vuestras intrigas. Ha sido un placer, Kinsey.
– En realidad ya habíamos terminado -dijo Nola, poniéndose en pie.
– Ah, estupendo -dijo su marido-. Saldremos juntos entonces.
Me di cuenta de que Nola había aprovechado la aparición de Fraker para poner punto final a la conversación, pero no se me ocurrió ninguna treta para quedarme y menos aún con los dos allí de pie y mirándome.
Cambiamos frases de despedida, el doctor Fraker me abrió la puerta y salí del estudio. Al volverme vi la ansiedad pintada en las facciones de Nola y sospeché que aquella mujer no quería compartir su secreto con nadie. Era mucho lo que arriesgaba: libertad, dinero, posición, respetabilidad. Estaba inerme ante cualquiera que supiese lo que yo sabía ahora. Me asombró la fuerza con que se aferraba a lo que tenía, y no pude por menos de preguntarme por el precio que había tenido que pagar por ello.