26

Aún faltaba hora y media para que anocheciera cuando llegué al complejo médico del hospital antiguo. Por el número de plazas libres que había en el parking deduje que casi todas las dependencias se habían cerrado ya y que el personal no volvería hasta el día siguiente. Kelly me había dicho que existía otro parking a un costado y que lo utilizaba el personal nocturno y de servicio. Yo no tenía ninguna necesidad de dejar el coche tan lejos. Lo aparqué lo más cerca que pude de la puerta principal, y advertí con curiosidad que a mi izquierda había una bicicleta encadenada a un poste. Era una antigua Schwinn, abollada, con los neumáticos deshinchados y matrícula falsa, sujeta con alambres al guardabarros trasero, que decía "Alfie". Kelly me había dicho que el edificio solía cerrarse a eso de las siete, pero que si llamaba por el interfono, Alfie no tendría inconveniente en dejarme pasar.

Cogí la linterna y las ganzúas e hice un alto en las operaciones para ponerme un jersey encima de la camiseta. Recordaba el frío que hacía dentro y que no haría más que aumentar a medida que avanzara la noche. Cerré el coche con llave y me encaminé hacia la entrada principal.

Me detuve ante las puertas dobles y pulsé un timbre que había a mi derecha. Zumbó la cerradura al cabo de un instante, se abrió el pestillo y entré. Las sombras se amontonaban en el vestíbulo y recordé por encima una película futurista en que aparecía una estación abandonada.

El vestíbulo tenía su misma elegancia clásica: suelos de mármol con incrustaciones, techos altos y una ebanistería preciosa de roble pulimentado. Los escasos apliques que quedaban tenían que datar de los años veinte, cuando se construyó el edificio.

Crucé el vestíbulo y eché un vistazo al directorio de la pared al pasar por delante. Hubo un nombre que me llamó la atención de manera casi inconsciente. Me detuve y volví a mirar. Leo Kleinert tenía un despacho en el edificio, cosa de la que no me había percatado antes. ¿Se desplazaba tanto Bobby para sus sesiones psiquiátricas semanales? Me pareció un poco absurdo. Al bajar al sótano, las baldosas de los peldaños crujieron bajo mis pies. Al igual que la vez anterior, noté que la temperatura descendía de golpe, como si me sumergiera en las aguas de un lago. También estaba más oscuro, aunque vi luz tras la puerta de vidrio del depósito, un rectángulo iluminado que destacaba en las crecientes tinieblas del pasillo. Miré la hora. Ni siquiera eran las siete y cuarto.

Di unos golpecitos en el cristal, por guardar las formalidades, y tanteé el tirador. No habían echado la llave. Abrí y asomé la cabeza.

– ¿Hay alguien?

No había nadie a la vista, pero ya había pasado por aquella experiencia al visitar el centro con el doctor Fraker. Alfie podía encontrarse en la cámara frigorífica, donde se guardaban los cadáveres.

– ¡Eeeeeh! ¿Hay alguien?

Ninguna respuesta. Me había abierto la puerta, o sea que en algún sitio tenía que estar.

Cerré a mis espaldas. Los tubos fluorescentes emitían una luz molesta, como el sol en un día de invierno. Vi una puerta a mi izquierda. Me acerqué, llamé, la abrí y vi un despacho vacío, amueblado con un sofá marrón de fibra artificial. Puede que el del turno de noche diera allí alguna cabezada cuando no tenía nada mejor que hacer. También había un escritorio y una silla giratoria. La ventana estaba protegida por fuera por una reja de hierro forjado, ante la que los densos arbustos se apelotonaban, impidiendo el paso de la luz diurna. Cerré la puerta y avancé hacia la cámara frigorífica, la abrí y eché un vistazo.

Alfie tampoco estaba allí. A la uniforme luz interior, los ocupantes del lugar yacían en sus literas de fibra vítrea azul, sumidos en un sopor inmóvil y eterno, los unos tapados con sábanas, los otros con plástico, con el cuello y los tobillos envueltos en unas vendas que parecían cinta adhesiva. No sé por qué, me recordó la hora de la siesta en un campamento de verano.

Volví a la sala principal y estuve un rato sentada y contemplando la mesa de las autopsias. Lo normal en mí habría sido registrar todos los cajones, armarios y cajas, pero me pareció una falta de respeto, dado el lugar. O a lo mejor es que tenía miedo de tropezar con algo macabro: bandejas rebosantes de dientes, tarros herméticos llenos de ojos flotando. En fin, cualquier cosa. Me removí con inquietud. Me dije que estaba perdiendo el tiempo. Fui a la puerta, me asomé al pasillo e incliné la cabeza en actitud de quien escucha. Nada.

– ¿Alfie? -dije en voz alta. Agucé el oído otra vez, me encogí de hombros y cerré la puerta. Pensé entonces que, ya que estaba allí, por lo menos podía comprobar si el número apuntado por Bobby era el mismo que figuraba en la etiqueta del pie de Franklin. A nadie iba a hacer ningún daño. Saqué el cuaderno del bolso y lo abrí por la cubierta trasera. Volví a la cámara frigorífica y fui de un cadáver a otro, mirando las etiquetas de identificación que les colgaban del pie. Era como estar en el sótano de las rebajas, pero sin rebajas.

Al llegar al tercer cadáver vi que coincidían los números. Kelly tenía razón. Bobby había omitido el guión, y el código identificador de siete cifras parecía un número de teléfono. Me quedé mirando el cadáver; bueno, lo que se veía de él. Franklin estaba envuelto en un plástico transparente, aunque algo amarillento, como manchado de nicotina. Vi a través del mismo que era un negro cuarentón, de estatura media, delgado y con una cara marmórea. ¿Por qué tenía importancia aquel cadáver?

Empezaba a ponerme nerviosa. Alfie no tardaría en aparecer y no me apetecía que me pillara husmeando en el frigorífico. Volví a la silla de la sala principal.

Abandonar el almacén fue como salir de un cine refrigerado. La sala de autopsias se me antojó una playa tropical en comparación con la cámara frigorífica. Comenzaba a reconcomerme el prurito escudriñador. No podía evitarlo. Me irritaba que no hubiera nadie para echarme una mano y la inmovilidad me crispaba los nervios. No era un lugar de entretenimiento. No suelo pasearme por los depósitos de cadáveres cuando no tengo nada que hacer y el sitio me ponía en tensión.

Me puse a registrar un cajón para calmar el gusanillo y para comprobar que el contenido no tenía nada que ver con las lúgubres imágenes que antes había conjurado. El cajón contenía cuadernos de notas, formularios en blanco y artículos varios de oficina. Ya más tranquila, me puse a registrar el siguiente, que contenía ampollas de distintos productos farmacéuticos, de nombre desconocido para mí. Para entrar en calor de una vez, registré también los restantes. Todo parecía relacionado con la disección de cadáveres; dado el lugar, era lógico, aunque no revelador.

Me enderecé y eché un vistazo general a la sala. ¿Dónde estarían los ficheros? ¿Nadie archivaba nada en aquel centro? Alguien me había dicho que se guardaban los gráficos allí, pero ¿dónde? ¿En el sótano? ¿En alguna planta superior? No me hacía ninguna gracia recorrer sola aquel edificio vacío. Me había hecho a la idea de que Alfie Leadbetter me -acompañaría y me iría diciendo a qué podía acceder y por dónde podía empezar la búsqueda. Incluso había acariciado la fantasía de sobornarle con un billete de veinte dólares, si tal era el precio de su ayuda.

Miré el reloj. Llevaba ya cuarenta y cinco minutos allí y quería resultados tangibles. Cogí el bolso y salí al pasillo, mirando en ambas direcciones. Había oscurecido mucho, aunque a través de una ventana situada al final del pasillo vi que aún no había anochecido del todo. Vi un conmutador de pared, encendí las luces y seguí andando por el pasillo, mientras leía el rótulo blanco de la puerta de cada despacho. Las oficinas de radiología estaban a la derecha del depósito. Más allá, Medicina Nuclear y la sección de enfermeras. Me pregunté si Sufi Daniels habría estado allí alguna vez.

Algo empezó a removérseme en el fondo del cerebro. Pensaba en la caja de cartón con las pertenencias de Bobby. ¿Qué había en ella? Textos médicos, artículos de oficina y dos manuales de radiología. ¿Para qué los querría? Bobby ni siquiera se había matriculado en la facultad de medicina y no alcanzaba a adivinar para qué necesitaría unos manuales que hablaban de unos aparatos que tal vez no hubiese utilizado hasta un lustro después; en el caso de que alguna vez los hubiese utilizado. Además, no había dado muestras de que la radiología le interesara particularmente.

Subí a la planta baja. A nadie iba a molestar si echaba otra miradita a la caja. Al llegar a la puerta, me quité el jersey y obstruí el mecanismo de cierre. Podía abrir sin problemas, pero no quería que la puerta se cerrase cuando saliera. Me dirigí al coche, lo abrí y saqué la caja del asiento trasero. Cogí los dos libros sobre radiología y los miré por encima. Eran manuales técnicos para el manejo de aparatos concretos, con información sobre contadores, cuadrantes y conmutadores, y mucha palabrería esotérica sobre exposiciones, rads y röentgens. En la parte superior de una página había un número a lápiz, una especie de garabato hecho por distracción y rodeado de florituras. Otra vez Franklin. Ver aquel código de siete cifras que ya conocía se me antojaba irreal, un fenómeno de ultratumba, como oír la voz de Bobby en el contestador automático cinco días después de su muerte.

Dejé la caja en el asiento delantero, me puse los dos manuales bajo el brazo y volví a cerrar el coche. Regresé despacio al edificio. Crucé la puerta y me detuve para ponerme el jersey. Ya que estaba en la planta baja, quise revisarla por encima. Estaba convencida de que tenía que buscar en los archivos, de que la pistola se encontraba en el fondo de algún armario atestado de gráficos antiguos. El hospital había tenido antaño mucha actividad y en alguna parte tenía que haber unos archivos. ¿En qué otro sitio se podían guardar los gráficos que ya no servían? Si no me fallaba la memoria, los archivos del St. Terry estaban más bien hacia el centro del edificio, para que los médicos y demás personal autorizado accedieran a ellos con facilidad.

En aquella planta no eran muchos los despachos que parecían activos. Me puse a probar puertas al azar. Casi todas estaban cerradas con llave. Doblé al llegar al final del pasillo y entonces lo vi: "Archivos Médicos"; el rótulo, pintado en su momento y ahora medio borrado, destacaba encima de un juego de puertas dobles. Caí en la cuenta de que muchos departamentos antiguos se indicaban de manera parecida, con una especie de pergamino pintado, en el que figuraba el nombre correspondiente con caligrafía barroca, como en la época de los conquistadores españoles.

Tanteé el tirador, pensando que no tendría más remedio que recurrir a las ganzúas. Pero no fue así y la puerta se abrió con un chirrido grave que habría podido salir de los aparatos de un encargado de efectos especiales. La agonizante luz del día se filtraba hasta el interior. Fue como si la habitación bostezara en mis narices, desierta, totalmente vacía. Ni ficheros metálicos, ni muebles, ni siquiera apliques de pared. En el suelo había un paquete de cigarrillos arrugado, unas tablas sueltas y un par de clavos doblados. El departamento se había desmantelado en el sentido más literal de la palabra y sólo Dios sabía dónde se encontraban ahora los archivos antiguos. Cabía la posibilidad de que estuvieran en alguna planta superior, pero no me apetecía subir sola.

Había prometido a Jonah que no cometería imprudencias y en este sentido procuraba comportarme como una buena scout. Además, había otra cosa que me estaba importunando.

Volví a las escaleras y bajé al sótano. ¿Qué vocecita era la que me murmuraba en el fondo del cerebro? Era como cuando el vecino tiene puesto el transistor. Sólo captaba frases aisladas de vez en cuando.

Me dirigí otra vez a radiología y tanteé el tirador de la puerta. Cerrada con llave. Saqué el juego de ganzúas y estuve hurgando un rato con ellas. Se trataba de una de esas cerraduras "a prueba de ladrones" que, aunque pueden abrirse con ganzúa, cuestan lo suyo. Pero quería ver qué gato se encerraba allí, de modo que me armé de paciencia. Las ganzúas que tenía en la mano se caracterizaban por tener una serie de muescas distanciadas entre sí y de profundidad variable; la parte trasera de cada diente trazaba una curva. Con un suave movimiento de frotación, había que levantar todas las lengüetas para que el rotor pudiese girar y mover el pestillo.

Estas cosas se solucionan como el estreñimiento, empleándose a fondo. A mí, entre que empujaba la ganzúa, la giraba y la apretaba hacia donde notaba que cedían las lengüetas, me costó unos veinte minutos. Pero, oh milagro, al final cedió la cabrona y lancé una exclamación de alegría. "Guau, soy genial." Si no fuera por estas experiencias, mi trabajo sería un aburrimiento. Era ilegal lo que hacía, pero ¿quién iba a chivarse?

Entré en el departamento. Encendí la bombilla que pendía del techo. Parecía una oficina normal y corriente. Máquinas de escribir, teléfonos, archivadores metálicos, plantas en los escritorios, cuadros en las paredes. Había un pequeño espacio de recepción donde supuse que esperarían los pacientes hasta que les tocase el turno de recibir el bombardeo de rayos X. Recorrí las dependencias del fondo, imaginando los movimientos y métodos que suelen emplearse para obtener radiografías del pecho, de la boca del estómago y de mama. Me situé ante los aparatos y abrí uno de los manuales que había cogido del coche.

Comparé los diagramas con los contadores y cuadrantes de los aparatos radioscópicos. Coincidían más o menos. Había alguna diferencia aquí y allá, en relación con el año, la marca y el modelo de los aparatos. Según cómo se mirasen, parecían salidos de una película de ciencia ficción. Una especie de casco cónico unido a un brazo articulado. Con el manual abierto y las páginas apretadas contra el pecho, me quedé mirando la camilla y el delantal de material plúmbeo que parecía el babero de un niño gigante. Pensé en los rayos X con que me habían bombardeado el brazo izquierdo hacía dos meses, a raíz del disparo.

No se me ocurrió de pronto la idea. Más bien se formó a mi alrededor, como un polvillo mágico que adquiriese forma poco a poco. Bobby había estado allí solo, igual que yo. Había buscado noche tras noche el arma con las huellas dactilares de Nola. Bobby sabía quién la había escondido, por lo tanto era muy probable que se formulara alguna hipótesis sobre el escondrijo. La lógica me insinuaba que había encontrado la pistola y que por eso lo habían matado. Puede que incluso se la hubiera llevado, pero pensaba que no. Mis movimientos se habían basado en la suposición de que seguía escondida en aquel lugar y de que había posibilidades de encontrarla. Bobby había tomado un par de apuntes personales, había garabateado el número identificador de un cadáver en el cuaderno rojo y en las páginas de un manual de radiología que había comprado.

Las frases que me bailoteaban sueltas en la cabeza empezaron a empalmarse. Hay que radiografiar el cadáver, me dije. A lo mejor es lo que hizo Bobby y por eso apuntó el número a lápiz en el libro de radiología. Puede que la pistola esté dentro del cadáver. Medité unos segundos y no encontré ningún motivo para no hacerlo. Lo peor que podía ocurrir (aparte de que me cogieran) era que al final llegase a la conclusión de que había perdido el tiempo y hecho el ridículo. No sería la primera vez.

Dejé el bolso y los manuales en una de las camillas y entré en la cámara frigorífica de los cadáveres. Vi una camilla de ruedas pegada a la pared de la derecha. Había enchufado ya el piloto automático y me limitaba a hacer lo que sabía que tenía que hacer. Alfie Leadbetter seguía sin dar señales de vida, o sea que nadie iba a echarme una mano. Puede que me equivocara, pero cabía la posibilidad de que nadie se hubiera dado cuenta de mi llegada. El edificio estaba vacío. Aún era temprano. El muerto no iba a quejarse si lo bombardeaba con rayos X.

Empujé la camilla hasta la litera donde yacía el cadáver. Fingí que trabajaba de empleada en el depósito. Fingí que era una experta en radiología, una enfermera, una profesional responsable que tiene una misión que cumplir.

– Siento molestarte, Frank -dije-, pero tengo que llevarte aquí al lado para someterte a una revisión. Tienes mal aspecto, chico.

Pasé una mano bajo la nuca de Frank y otra por debajo de las rodillas, tiré hacia mí y lo instalé en la camilla. Pesaba menos que una pluma, estaba frío y tenía la carne tan sólida como esas bandejas de pechugas de pollo que venden en los supermercados. Hostia, me dije, pero ¿por qué me atormento con estas imágenes de la vida cotidiana? A este paso, nunca iba a tener ganas de aprender a cocinar.

Tuve que hacer un sinfín de maniobras para pasar del depósito al pasillo, de aquí a la zona de recepción del departamento de radiología, y de dicha zona a uno de los gabinetes del fondo. Pegué la camilla en sentido paralelo a la cama del aparato radioscópico y cambié de sitio el cadáver. Bajé y subí el foco cónico un par de veces, para probarlo, y lo deslicé por los raíles del techo hasta que quedó sobre el abdomen de Franklin. Minutos más tarde tendría que adivinar a qué distancia del cadáver había que situarlo. Como mi intención era radiografiarlo y dar constancia fotográfica el hecho, me dije que lo primero y principal era encontrar la película que sirviera para tales menesteres.

Busqué en los cuatro armarios del gabinete, pero sin encontrar nada. Recorrí la estancia. Había una especie de cómoda de poca profundidad empotrada en la pared, igual que una caja de fusibles de dos portezuelas. Sobre una portezuela había un trozo de cinta adhesiva en la que se había escrito con bolígrafo la palabra reveladas. En otro trozo de cinta se había escrito sin revelar. Abrí esta portezuela. Vi varias casetes de distintos tamaños, amontonadas como si fueran cajas de bombones. Cogí una.

Volví junto a la cama y observé la distribución de las piezas del aparato radioscópico. No había forma de meter la casete en el cacharro que pendía sobre la cama, pero entonces vi una especie de estuche deslizable en la cama misma, bajo el borde almohadillado. Tiré del estuche e introduje la casete. Esperaba no equivocarme a propósito de la cara, que tenía que estar hacia arriba. A mí me pareció que estaba bien. A lo mejor salía de allí hecha una experta y me ponía a trabajar en aquello.

Supuse que Franklin no necesitaría protección de ninguna clase, así que me puse yo el delantal de material plúmbeo y que me llegaba hasta los pies. Me sentí como si jugara de portero en un partido de hockey sobre patines. En realidad no había visto nunca a ningún radiólogo que para accionar el aparato se pusiera un delantal como aquel, pero así me sentía más segura. Enfoqué con el casco cónico el estómago de Franklin, aproximadamente a un metro de altura, y me situé tras la pantalla que había en un rincón.

Miré otra vez el manual y estuve pasando páginas hasta que di con unos diagramas que me parecieron del caso. Había muchos contadores con la flechita inmóvil y lista para saltar a la zona verde, amarilla o roja, según el conmutador que se accionara. A la derecha había una palanca con la indicación "suministro de electricidad", la moví y la coloqué en la posición de "encendido". No ocurrió nada.

Desconcierto. Intriga. Puse la palanca en "apagado" y revisé la pared de mi izquierda. En ella había dos cajas de interruptores con dos conmutadores de gran tamaño que puse en "encendido". Oí el zumbido de la energía eléctrica. Volví a poner la palanca en "encendido". El aparato se iluminó. Sonreí. Qué cojonuda es la ciencia.

Observé el panel que tenía delante. Vi un cronómetro que al parecer iba de 1/120 de segundo hasta seis segundos. Un contador de kilovoltios. Otro que decía "miliamperios". Joder, y tres filas de ventanillas verdes e iluminadas, a elegir. Empecé poniéndolo todo a media potencia, pensando que podía servirme de un contador para controlar y que ajustaría los otros dos en una especie de sistema rotativo. Mientras, plasmaría en la película el resultado de mis esfuerzos y comprobaría las imágenes que obtuviera.

Aún detrás de la pantalla, asomé la cabeza.

– Empezamos, Frank. Llénate los pulmones y contén la respiración.

Lo de contener la respiración por lo menos lo hizo divinamente.

Apreté el botón que había en el mango. Oí un zumbido breve. Asomé la cabeza con precaución, como si los rayos X estuvieran paseándose todavía por el gabinete. Me acerqué a la cama y cogí la casete. Y ahora ¿qué? Tenía que haber alguna forma de revelar la cinta, aunque no vi nada útil a este fin. Dejé el aparato encendido y me puse a buscar por los gabinetes adjuntos con la casete en la mano.

En una estancia próxima vi algo que me pareció ideal. Había en la pared un organigrama que representaba gráficamente, una por una, las etapas a seguir en el revelado de las placas. Lo dicho: cuando acabara aquel caso, me metía a trabajar en el hospital.

Tuve que conectar la electricidad otra vez. Me puse a trabajar a la luz mortecina de los pilotos rojos, sin prisas, y haciendo cada cosa en su momento. Llené de agua el recipiente empotrado, según se indicaba en el organigrama. Di la vuelta a la casete, levanté la pestaña y saqué la cinta, que puse en la bandeja. Desapareció en el interior de la máquina sin el menor ruido.

¿Dónde se metería, copón? Por ninguna parte veía nada que me indicara que se estaba revelando una película. Me sentí igual que una gatita que se queda mirando con atención científica lo que le sucede a una pelota cuando, rodando, rodando, va a parar debajo del sofá. Abandoné la estancia y pasé a la contigua. El extremo posterior de la máquina de revelar estaba allí, maciza, como una fotocopiadora inmensa y provista de una ranura. Esperé. Minuto y medio más tarde asomó un fragmento de cinta. Contemplé mi obra. Todo estaba negro como boca de lobo. ¿En qué me había equivocado, hostia? Había tomado muchas precauciones, era imposible que se hubiese velado. Me quedé mirando la máquina de revelar. La tapa estaba entreabierta. Miré por la ranura. La apreté para ver qué pasaba. Se cerró con un chasquido. A lo mejor iba así.

Regresé al gabinete, cogí otra casete y repetí las operaciones desde el principio. Al caer el telón del segundo acto encontré lo que buscaba. La calidad de la radiografía era mala, pero el objeto de mis afanes resaltaba con claridad. En el centro del estómago de Franklin se veía el marcado perfil blanco de una pistola. Parecía una automática de buen tamaño y estaba colocada en oblicuo, tal vez para acomodarse a la estructura ósea o a la posición de los órganos del cadáver. Había algo escalofriante en la imagen. Enrollé la radiografía y la aseguré con una goma elástica. Había llegado el momento de largarse.

Apagué los aparatos, puse a Franklin en la camilla y fui apagando luces y cerrando puertas a medida que avanzaba.

Recorrí el pasillo y entré en el depósito. Estaba poniendo a Franklin en su litera cuando algo me llamó la atención. Me quedé mirando la serie de literas que había al lado. Una mano masculina colgaba a la altura de mis ojos y no me gustó su aspecto. Los cadáveres que había visto estaban totalmente pálidos y tenían la carne igual que la de una muñeca de goma, elástica e irreal. Aquella mano era demasiado sonrosada. Advertí entonces que el cadáver apenas estaba cubierto por el plástico.

¿Había estado allí antes? Me acerqué y alargué la mano con aprensión. Creo que emití esos ruiditos que se producen cuando se está a punto de lanzar un aullido, pero sin decidirse aún del todo.

Le aparté el plástico de la cara con mano temblorosa. Hombre, blanco, veintitantos años. No le encontré el pulso, pero sin duda porque alrededor del cuello tenía una cuerda tan apretada que casi no se veía, tan hundida en la carne que la lengua le sobresalía de la boca. Estaba frío, pero no helado. Contuve el aliento. Creo que el corazón se me detuvo también. Acababa de conocer al difunto Alfie Leadbetter, de eso estaba más que convencida. Pero en aquel momento no me preocupaba quién lo había matado, sino quién me había abierto la puerta. Estaba segura de que no había sido Alfie. De pronto me di cuenta de que había estado paseándome por el edificio vacío en compañía de un asesino que sin lugar a dudas seguía allí, esperando a ver qué hacía yo, esperando para hacer conmigo lo que había hecho con el desdichado empleado del depósito que se había cruzado en su camino.

Salí del depósito lo más aprisa que pude y con el corazón disparado y soltándome descargas de miedo por todo el cuerpo. El depósito estaba iluminado y hasta cierto punto era seguro, pero reinaba en él un silencio de muerte.

Me tracé mentalmente una ruta de escape mientras repasaba mis posibilidades. Las ventanas del sótano estaban protegidas por rejas con demasiados barrotes para deslizarme entre ellos. Y las puertas que las cerraban eran de un vidrio grueso y defendido por una tela metálica que ignoraba si podría traspasar. Estaba claro que no podía abrirme paso a base de golpes sin llamar la atención. No tenía más remedio que optar por las escaleras para salir por la misma puerta doble que había cruzado al entrar en el edificio, pero la idea de salir en aquel momento, aunque solo fuera al pasillo, me resultaba insoportable.

la idea de salir en aquel momento, aunque sólo fuera al pasillo, me resultaba insoportable.

Oí un portazo en algún punto de la planta baja y di un respingo. Alguien bajaba las escaleras, silbando con despreocupación. ¿Un guardia jurado? ¿Alguien que regresaba al acabar la jornada laboral? No podía arriesgarme a mover ni un músculo. Era demasiado tarde para la acción, demasiado tarde para huir y no había ningún sitio para esconderme. Paralizada, me quedé mirando la puerta mientras oía acercarse los pasos. Quien los producía hizo un alto en el pasillo y se puso a tararear el principio de una canción de los hermanos Gershwin, Someone to Watch over Me ["Alguien que vele por mí"]. Vi que se movía el tirador de la puerta y apareció el doctor Fraker, que se sobresaltó al descubrirme.

– Ah, hola. No esperaba encontrármela aquí -dijo-. Creí que había ido a hablar con Kelly.

Expulsé el aire que retenía en los pulmones y respondí con toda la claridad que pude.

– Ya lo hice. Hace un rato.

– Pero ¿qué le ocurre, caramba? Está usted pálida como un muerto.

Cabeceé.

– Ya me iba, pero oí un portazo. Me ha dado usted un susto de muerte. -La voz se me quebró a mitad de frase, como si acabara de entrar en la pubertad.

– Lo siento. No era mi intención asustarla. -Llevaba puesta la bata verde de cirujano. Vi que se acercaba al mostrador, abría un cajón y sacaba algunos instrumentos. Del cajón inferior cogió una ampolla y una jeringuilla.

– Ha surgido un problema, ¿sabe?

– ¿Sí? No me diga. -Se volvió para sonreírme y en aquel momento recordé con claridad un comentario que había hecho Nola. "Hay por medio un loco. Una persona que no está en sus cabales", me había dicho entre murmullos. El doctor Fraker tenía los ojos clavados en los míos mientras llenaba la jeringuilla. De repente comprendí de qué iba toda la película.

El deseo de Nola no había sido perpetuar aquel matrimonio, sino acabar con él. Y el ingenuo de Bobby había creído que le ayudaba.

Lo leí en la cara de Fraker, en la parsimonia con que se movía. Aquel hombre quería matarme. Estaba claro, a juzgar por el instrumental que había cogido del cajón y los accesorios de que disponía: una bonita mesa de disección con sistema de drenaje, serruchos para cortar metales, bisturís y una trituradora de desperdicios debajo mismo del fregadero. Además, sabía anatomía, sabía dónde estaban todos los tendones y ligamentos. Recordé lo que pasaba con los alones de pavo y cómo había que doblarlos hacia arriba para que el cuchillo penetrara en la articulación.

Suelo gritar cuando tengo miedo y notaba que las lágrimas estaban a punto de saltárseme. Pero no a causa de la tristeza, sino del horror. A pesar de que a lo largo de mi existencia había contado cientos de mentiras, en aquel momento no se me ocurrió ninguna. Tenía la mente en blanco. La radiografía en la mano. Y la verdad escrita en la frente. No me quedaba otra salida que entrar en acción antes que él y moverme a mayor velocidad.

Me lancé sobre la puerta, giré el tirador, abrí, eché a correr hacia las escaleras y subí los peldaños de dos en dos, de tres en tres, al tiempo que miraba atrás entre gemidos de terror puro. Fraker ya había cruzado la puerta con la jeringuilla en alto. Lo que más me horrorizaba era que se movía con lentitud, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Había reanudado la canción donde la había interrumpido con un tarareo discordante que no hacía justicia a los Gershwin:

"Corno una ovejita perdida en el bosque… siempre sería cariñosa… con quien velase por mí."

Llegué a la planta baja. ¿Qué sabía él que yo no supiera? ¿Por qué estaba tan tranquilo mientras yo corría hacia la salida? Encogí un hombro y me lancé sobre la puerta doble, pero no cedió ninguna de las dos hojas. Volví a empujarlas. Cerrada como estaba, la entrada era una ratonera. Si le dejaba llegar al pasillo, no tendría escapatoria. Llegué al corredor en el momento en que Fraker salvaba los últimos peldaños.

Tip, tap. Sus pasos resonaban en las baldosas mientras seguía cantando.

"Puede que las demás no lo encuentren guapo, pero él tendrá la llave de mi corazón…"

Seguía tan ancho. Me entraron ganas de gritar, pero ¿qué sentido tenía? El edificio estaba vacío. Cerrado a cal y canto. Y totalmente a oscuras, de no ser por la claridad que se filtraba, procedente del parking. Necesitaba un arma. El tenía la jeringuilla con la que quería ponerme fuera de combate. Además, era hombre fornido y me encontraría en dificultades si luchábamos cuerpo a cuerpo.

Corrí por el pasillo hacia la sala donde habían estado antaño los archivos médicos y abrí la puerta con tal ímpetu que protestaron las bisagras. Cogí una tabla del suelo y sin dejar de correr salí otra vez al pasillo, en busca del otro extremo. Tenía que haber alguna escalera. Tenía que haber alguna ventana que romper, alguna salida.

El hombre que no sabía cantar seguía cantando a mis espaldas: "Dile por favor que se dé prisa, que me busque, oh cuánto necesito que alguien vele por mí."

Llegué a las escaleras y empecé a analizar la situación mientras las subía corriendo. A este paso me seguiría por todo el edificio. Yo no tardaría en agotarme y él estaría fresco como una lechuga. No tenía sentido aquella persecución. Llegué al descansillo y me precipité sobre la puerta. Cerrada. Sólo había otra planta más. ¿Estaba acorralándome o conduciéndome a una encerrona? En cualquier caso tenía la sensación de que Fraker dominaba la situación, de que había preparado aquello de antemano.

Comenzó a subir las escaleras y corrí hacia el segundo piso, empuñando aún la tabla con mano temblorosa. No me gustaba aquello. La puerta de la segunda planta se abrió en cuanto giré el pomo y accedí al pasillo bañado en sombras. Tomé el tramo de la derecha y me esforcé por ir más despacio. De tanto subir escaleras estaba sin aliento y bañada en sudor. Pensé en la posibilidad de esconderme, pero no había muchos sitios donde hacerlo. Había habitaciones a ambos lados del pasillo, pero no quería meterme yo misma en la boca del lobo. Para saber dónde estaba le bastaría con mirar las habitaciones una por una. Además, detesto esconderme. Me transformo en una niña de seis años y estoy hasta las narices de esas cosas. Quería estar con los pies en el suelo, en movimiento, preparada para entrar en acción y no agazapada, con las manos en los ojos y pidiendo a Dios que me hiciera invisible.

Doblé otra vez a la derecha. Oí a mis espaldas que se cerraba la puerta del descansillo del segundo piso. Vi un ascensor a mitad de trayecto, a mano derecha. Eché a correr y al llegar apreté el botón de "bajar".

El doctor Fraker había cambiado de canción y ahora silbaba los primeros compases de I Don't Stand a Ghost of a Chance with You ["Contigo no tengo ni la posibilidad más remota"]. ¿Estaría enfermo aquel hombre?

Volví a apretar el botón y oí con impaciencia el crujido de los cables al otro lado de la puerta metálica. Me volví hacia la derecha. En esto apareció Fraker, cuyos guantes verdes parecían despedir un resplandor suave en medio de la oscuridad. Oí que se detenía el ascensor. Me pareció que Fraker aceleraba el paso, pero aún estaba a unos veinte metros de distancia. Se abrió la puerta deslizante del ascensor. ¡Me cago en la puta!

En el instante mismo de dar un paso al frente me di cuenta de que no había ascensor, sólo el vacío y una ráfaga de aire fresco que subía de las profundidades. No caí al abismo por un pelo. Lancé un grito gutural mientras me sujetaba al marco de la puerta y agitaba una pierna en el vacío antes de recuperar el equilibrio. Por suerte caí de espaldas, pero había perdido toda la ventaja que le había sacado a mi perseguidor.

Había soltado la tabla y ésta se había deslizado por el suelo a cierta distancia. Me puse a gatas y me precipité sobre ella.

Fraker me había dado alcance ya, me cogió por el pelo y me levantó en el instante mismo en que mis dedos se cerraban alrededor de la tabla. Giré para golpearle. Le di, pero de refilón y casi sin fuerza. Sentí el pinchazo de la aguja en el muslo izquierdo. Los dos lanzamos un grito. El mío fue un chillido de dolor y sorpresa, el suyo un gruñido gutural en el momento de recibir el impacto de la tabla. Titubeó durante una décima de segundo y aproveché la oportunidad, soltándole una patada de costado que le alcanzó la espinilla. Mierda, demasiado bajo. Los que enseñan autodefensa saben que no basta con hacer daño al agresor. Así sólo se consigue enfurecerle. O me las arreglaba para reducirle o estaba perdida.

Me sujetó por detrás. Le solté un codazo pero volví a fallar por poco. Lo empujé y empecé a darle puntapiés en la espinilla hasta que retrocedió jadeando. Le aticé en todo el hombro con la tabla y eché a correr. Estuve a punto de caer, pero recuperé el equilibrio. Fue como si metiera el pie en un agujero y se me ocurrió que podía tratarse del efecto de la sustancia que me había inyectado. Tenía floja la pierna izquierda, la rodilla se me doblaba y los pies empezaban a entumecérseme. El mismo miedo que me había regado el organismo con adrenalina aceleraba el efecto de la sustancia inyectada. Como cuando nos muerde una serpiente. Dicen que no hay que correr.

Miré atrás. Fraker acababa de ponerse en movimiento y avanzaba despacio y con la mano en el hombro. Al parecer no le preocupaba que me hubiera zafado de él, lo que me hizo sospechar que había cerrado con antelación la puerta que comunicaba con las escaleras. O era esto, o es que sabía que la mierda que me había inyectado me dejaría fuera de combate muy pronto.

Empezaban a dormírseme las piernas y los brazos y apenas notaba la mano con que empuñaba la tabla. Sentía un chorro de frío entre la piel y las entrañas como si me estuvieran congelando a toda velocidad para mandarme Dios sabe adónde. Me esforzaba todo lo que podía, pero la oscuridad se había vuelto de gelatina y me sentía débil. El tiempo se hacía más lento mientras mi organismo reaccionaba ante la presencia de la droga. Aún podía pensar, pero las sensaciones extrañas que notaba me distraían.

Ah, pero cuántos detalles intrigantes encajaban por fin con toda la naturalidad del mundo. Fue como un relámpago, como una burbuja que se corriera por las venas, y comprendí que Fraker era el que suministraba las drogas a Kitty, sin duda a cambio de información sobre la búsqueda de la pistola que había emprendido Bobby. El alijo encontrado en el cajón de la mesita de noche de la joven se había dejado allí adrede. Fraker había estado en la casa aquella noche. Tal vez pensara que había llegado el momento de deshacerse de ella para que no confesara, movida por la culpa, su doble juego en relación con Bobby.

La distancia que había hasta el final de aquel tramo de pasillo se había multiplicado. Llevaba corriendo una eternidad. Las órdenes sencillas que transmitía al resto del cuerpo tardaban demasiado en recibirse y empezaba a fallarme el sistema de realimentación que da constancia de las reacciones. ¿Corría realmente? ¿Me dirigía a alguna parte? Los sonidos se dilataban y el eco de mis propias zancadas me llegaba con retraso. Era como si corriese por un pasillo cuyo suelo fuera igual que esa lona tirante donde dan saltos los acróbatas. Revelación número dos. Fraker había apañado el informe de la autopsia. No había habido ningún ataque. El había cortado los cables del freno. Lástima que no se me hubiera ocurrido antes. ¡Qué ceporra había sido, Señor!

Llegué a la esquina a cámara lenta y sentí que el cuerpo se me plegaba como un acordeón. Tuve que detenerme al doblar aquélla. Me apoyé en la pared jadeando.

Tenía que despejarme, que mantenerme en pie, y levantar los brazos si podía. El tiempo se estiraba como si fuera de pegamento, de caramelo líquido, viscoso y de articulación imposible.

Fraker se había puesto a cantar, otra vez, obsequiándome con más éxitos de su lista particular de superventas. Ahora tarareaba Acentuate the positive, eliminate the negative ["Cíñete a lo seguro, suprime lo que no conviene"], arrastrando las vocales como cuando se para un disco al irse la luz.

Percibía hueca y lejana incluso la voz de mi propio cerebro.

Encógete Kinsey, dijo la voz.

Me pareció que me encogí un poco, pero ya no sabía dónde tenía las piernas, las caderas ni buena parte de la columna vertebral. Los brazos me pesaban una tonelada y no sabía si podía doblarlos o no.

Bateadora en posición, añadió la voz, y obedecí, aunque habría sido incapaz de jurar que empuñaba la tabla otra vez y que doblaba el brazo como me había enseñado mi tía hacía muchos siglos.

El día se convirtió en noche, la vida en muerte.

Fraker se acercaba berreando: "Cíñeteeeeeee a lo seguuuurooooooo, suprimeeeee lo que no convieeeeeneee…".

Nada más aparecer por la esquina giré como una peonza, con la tabla derecha hacia su cara. Vi que el madero surcaba el espacio como en una sucesión de fotogramas mientras acortaba distancias. Cuando el madero dio en el blanco oí una especie de taponazo agradable.

La pelota salió del campo de béisbol y caí al suelo entre los vítores y aplausos de la multitud.

Me dijeron más tarde -aunque es poco lo que yo recuerdo- que me las arreglé para bajar otra vez al depósito, donde llamé al 911 y murmuré unas palabras que pusieron en movimiento a la policía. Lo que recuerdo con mayor claridad es la resaca que me produjo el cóctel de barbitúricos que me habían inyectado. Desperté en el hospital, hecha una braga. Pero incluso con la cabeza como un bombo y vomitando en un recipiente de plástico en forma de riñón, estaba contenta de encontrarme otra vez entre los vivos.

Glen me mimó cuanto pudo y todo el mundo fue a verme, Jonah, Rosie, Gus, y también Henry, con croissants calentitos. Me contó que Lila le había escrito desde la cárcel, pero que él no se había molestado en responderle. Glen no se echó atrás en ningún momento y siguió sin querer saber nada de Kitty ni de Derek, y yo me las arreglé para que Kitty Wenner y Gus se conocieran. Lo último que supe de ellos es que salían juntos y que Kitty estaba mejorando. Los dos habían engordado.

El doctor Fraker está actualmente en libertad bajo fianza, en espera de que le juzguen por un intento de asesinato y dos homicidios en primer grado. Nola se declaró culpable de homicidio intencionado, pero no fue a la cárcel. Cuando volví al despacho, redacté el informe precedente, al que adjunté una factura por las treinta y tres horas invertidas, más el kilometraje; el total, en números redondos, ascendía a mil dólares. Lo que sobraba del anticipo que me había dado Bobby lo remití al bufete de Varden Talbot para que se sumara a los bienes relictos de aquél. El resto del informe consiste en una carta personal en que básicamente le digo a Bobby que le echo de menos. Espero que, dondequiera que se encuentre, esté rodeado de ángeles, libre y en paz.

Atentamente,

Kinsey Millhone


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