Ocupé el sillón que Bobby había dejado libre. El asiento mullido todavía estaba caliente y ostentaba aún, perfectamente perfilada, la huella de su cuerpo. Glen me observaba mientras se formaba, supuse, una opinión sobre mí. Advertí a la luz de la lámpara que el color de su pelo era fruto de la pericia de un artesano que había sabido darle el mismo matiz castaño de sus ojos. Todo era armónico en ella, todo pegaba con todo: el maquillaje, la ropa, los complementos. Por lo visto era persona que se fijaba en los detalles y tenía un gusto exquisito.
– Lamento que nos haya visto en estas circunstancias.
– No suelo ver a nadie en su mejor momento -dije-. Así sorprendo de refilón la humanidad de las personas.
– ¿Quién va a hacerse cargo de mis honorarios? ¿El o usted? La pregunta hizo que me mirase con atención. Probablemente dedicaba gran parte de su inteligencia a todo lo relacionado con el dinero. Arqueó ligeramente una ceja.
– El. Entró en posesión de su herencia al cumplir los veintiuno. ¿Por qué lo pregunta?
– Me gusta saber a quién he de informar -dije-. ¿Qué piensa usted de lo que dice Bobby acerca de que quisieron matarle?
Tardó un poco en contestar y lo hizo con un ligero encogimiento de hombros.
– Pienso que es posible. Según creo, la policía está convencida de que alguien le obligó a salirse del puente. Si fue o no intencionado, lo ignoro por completo. -Hablaba en voz baja y con claridad, remachando las palabras. -Por lo que me ha contado Bobby, ocurrió hace nueve meses largos.
Se pasó la uña del pulgar por la pernera del pantalón, como si hablase con la raya de la prenda.
– No sé cómo pudimos resistirlo. Es mi único hijo, la luz de mi vida. -Hizo una pausa, sonrió para sí, alzó de pronto los ojos y me miró con timidez inesperada-. Sé que cualquier madre diría lo mismo, pero es un muchacho especial. Se lo digo muy en serio. Lo es desde que era niño. Inteligente, despierto, sociable, de cerebro rápido. Y alegre. Un cielo de criatura, afectuoso, divertido, se acomoda a todo. Una bendición.
"La noche del accidente se presentó en casa la policía. No nos avisaron hasta las cuatro de la madrugada porque el coche estuvo allí hasta que lo descubrieron y tardaron horas en sacar a los chicos del precipicio. Rick murió al instante.
Se interrumpió y al principio pensé que se le había ido el santo al cielo.
– En fin -prosiguió-. Llamaron a la puerta. Derek bajó a ver quién era y, como tardaba en subir, cogí una bata y bajé yo también. Vi a dos agentes en el vestíbulo. Pensé que había habido algún robo en el barrio o algún accidente delante de la casa. Derek se volvió en redondo y vi en su cara una expresión espantosa. "Bobby", dijo, y creí que el corazón se me paraba.
Alzó los ojos para mirarme y vi que los tenía brillantes a causa del llanto. Enlazó los dedos, formó un chapitel de aguja con ambos índices y se llevó éstos a los labios.
– Pensé que había muerto. Pensé que se habían presentado para decirme que había muerto. Sentí un chorro helado, como si me hubieran acuchillado. Partió del corazón y se me propagó por todo el cuerpo hasta que los dientes me castañetearon. Se lo habían llevado ya al St. Terry. Lo único que sabíamos de cierto en aquel punto era que aún vivía, pero de milagro. Cuando llegamos al hospital, el médico no nos dio ninguna esperanza. Ninguna en absoluto. Nos dijeron que tenía heridas y fracturas por todas partes. Contusiones craneanas y muchísimos huesos rotos. Nos dijeron que no se recuperaría nunca, que si sobrevivía sería como una planta. Creí morir. Y me moría porque Bobby estaba muriéndose y así estuvo varios días. No me aparté ni un solo momento de su lado. Me comportaba como una loca, gritaba a todo el mundo, a las enfermeras, a los médicos…
Se le apagaron los ojos y levantó el índice, como una maestra que quisiera dejar algo bien claro.
– Aprendí una cosa -dijo con expresión precavida-. Comprendí que no podía comprar la vida de Bobby. Con dinero se puede comprar todo lo que se quiere, pero no la vida. Jamás había empleado el dinero en aquello y ahora se me antoja extraño. Mis padres tenían dinero. Los padres de mis padres tenían dinero. Siempre he conocido el poder del dinero, pero nunca lo he empleado con este fin. Bobby tenía lo mejor. En todo. No le faltaba nada. De pronto, fue como si todo se viniera abajo. Después de tantos esfuerzos no podía creer que aquello lo hubieran hecho adrede. Bobby ya no tiene futuro, en ningún sentido. Se pondrá bien y encontraremos la manera de que lleve una vida cómoda, pero sólo porque nuestra posición nos lo permite. Nadie puede saber lo que se ha perdido. Y es un milagro que Bobby haya resistido tanto.
– ¿Tiene alguna idea acerca de por qué quisieron matarle?
Negó con la cabeza.
– Usted ha dicho -proseguí- que Bobby tiene dinero propio. ¿Quién se beneficiará si muere?
– Eso tendrá que preguntárselo a él. Estoy convencida de que ha hecho testamento, ya me consultó en cierta ocasión a propósito de legar su fortuna a distintas instituciones benéficas… aunque, claro está, siempre puede casarse y tener herederos propios. ¿Cree usted que el dinero pudo ser el motivo?
Me encogí de hombros.
– Es lo primero que suele ocurrírseme, en particular cuando, según parece, hay mucho por medio.
– ¿Puede haber otro motivo? Yo no creo que nadie tenga nada contra él.
– Se mata por los motivos más absurdos. Unos se enfurecen por cualquier cosa y quieren vengarse. Otros se ponen celosos, o quieren defenderse de una agresión real o imaginaria. O bien han hecho algo reprobable y matan para que no se sepa. A veces no es necesario que haya tanta lógica. Puede que Bobby no cediera el paso a otro vehículo aquella noche y que el conductor ofendido lo siguiera hasta la montaña. La gente pierde la razón cuando está al volante. ¿Estaba peleado con alguien?
– No, que yo sepa.
– ¿No había nadie que se la tuviera jurada? ¿Una novia, tal vez?
– Lo dudo. Salía con una chica por entonces, pero por lo que sé era una relación del todo informal. Bobby ha cambiado, como es lógico. No se experimenta la proximidad de la muerte sin pagar un precio. La muerte violenta es como un monstruo. Cuanto más nos acercamos a ella, peor parados salimos… si es que salimos. Bobby tuvo que salir de la tumba con su solo esfuerzo, poco a poco. Ya no es el que era. Se ha enfrentado cara a cara con el monstruo. Tiene las huellas de sus garras en todo el cuerpo.
Aparté la mirada. Era verdad, Bobby tenía aspecto de haber sido atacado físicamente, desgarrado, magullado, vapuleado. La muerte violenta deja un aura, como un campo de energía que ahuyenta al observador. Jamás he podido mirar a la víctima de un asesinato sin retroceder instintivamente. Hasta las fotos de los muertos me repelen y me producen escalofríos. Volví al tema que nos ocupaba.
– Bobby me dijo que en aquella época trabajaba con el doctor Fraker.
– Es cierto. Jim Fraker y yo somos amigos desde hace años.
En realidad fue por eso por lo que lo contrataron en el St. Terry. Una especie de favor que me hicieron.
– ¿Cuánto estuvo trabajando allí?
– En el hospital, unos cuatro meses. En Patología, con Jim, creo que dos.
– ¿Y qué hacía exactamente?
– Limpiar el instrumental, hacer recados, contestar al teléfono. Todo muy rutinario. Le enseñaron a hacer experimentos en el laboratorio y a veces utilizaba los aparatos, pero me parece inimaginable que este trabajo implicara nada que pusiese su vida en peligro.
– Tengo entendido que por entonces había terminado el primer ciclo en el Colegio Universitario de Santa Teresa -dije, repitiendo la información que me había dado el mismo Bobby.
– Exacto. Fue un trabajo temporal, mientras esperaba el momento de ingresar en la facultad de medicina. Le habían rechazado la primera solicitud.
– ¿Por qué?
– Bueno, se confió y sólo presentó la solicitud en cinco facultades. Siempre había sido un estudiante excelente, todo le había salido siempre de primera. Pero calculó mal. Hay una competencia tremenda en las facultades de medicina y no lo admitieron en las que presentó solicitud de matrícula, eso es todo. La experiencia le desconcertó, pero digo yo que se recuperaría al cabo de un tiempo. Sé que consideraba útil trabajar con el doctor Fraker porque le familiarizaba con materias con las que de otro modo sólo habría podido entrar en contacto más tarde, sobre la marcha.
– ¿De qué más se componía su vida por entonces?
– No muchas cosas. Iba al trabajo. Salía con gente. Practicaba la halterofilia y hacía surfing de vez en cuando. Iba al cine, salía a cenar con nosotros. Todo era muy corriente en aquella época, y en la actualidad me sigue pareciendo muy normal.
Tenía que indagar en otro sentido, pero no sé cómo iba a reaccionar.
– ¿Han tenido relaciones sexuales Bobby y Kitty?
– ¿Eh? Bueno, no sabría decirle. No tengo ni la menor idea.
– ¿Pero cabe la posibilidad?
– Supongo, aunque no lo creo probable. Derek y yo estamos juntos desde que Kitty tenía trece años. Bobby tenía entonces dieciocho, más o menos, quizá diecinueve. Vamos, que ya era mayorcito. Creo que ella estaba loca por él. No sé lo que Bobby sentiría, pero no creo que una treceañera le despertase ningún interés.
– Por lo que he tenido ocasión de comprobar, Kitty ha crecido muy aprisa.
Cruzó las piernas con inquietud, enlazando la una con la otra.
– No comprendo por qué le atrae ese tema.
– Necesito saber lo que ocurría. Esta noche lo he visto muy preocupado por Kitty y el alivio que ha sentido al saber que estaba bien ha sido muy revelador. Y me preguntaba por la intensidad y profundidad de sus relaciones.
– Entiendo. En gran medida, el sentimentalismo de Bobby es consecuencia del accidente. Por lo que me han explicado, suele darse en las personas que han sufrido lesiones en la cabeza. En la actualidad tiene un carácter tornadizo y dado a la melancolía. Se impacienta. Y reacciona de manera exagerada. Llora con facilidad y se siente un fracasado.
– ¿Está dentro de ese cuadro la amnesia parcial que sufre?
– En efecto -dijo-. Lo malo es que ni siquiera él conoce el alcance de su amnesia. Unas veces recuerda los detalles más insignificantes y otras se olvida de la fecha de su cumpleaños. O se olvida totalmente de quién es quién, en ocasiones a propósito de personas que conoce desde pequeño. Es uno de los motivos por los que visita a Leo Kleinert. Para hacer frente a esos cambios de personalidad.
– Bobby me dijo que Kitty también visitaba al doctor Kleinert. ¿Era por su anorexia, tal vez?
– Tratar con Kitty ha sido siempre muy difícil.
– Sí, ya me he dado cuenta. Pero ¿por qué?
– Pregúntele a Derek. No soy la persona indicada para darle esa clase de información. Al principio lo intenté, pero ya estoy harta. Fíjese en lo de esta noche. Sé que parece cruel, pero no me lo puedo tomar en serio. Ella se lo ha buscado y es asunto suyo. Mientras no complique la vida a los demás, puede hacer lo que se le antoje. Si se muere, que se muera, me trae sin cuidado.
– Pues a mí me da la sensación de que su conducta le influye, le guste o no le guste -dije a modo de tanteo. Era un tema muy delicado y no quería provocar enfrentamientos.
– Me temo que sí, que es verdad lo que usted dice, pero ya estoy harta. Las cosas tienen que cambiar. Me he cansado de seguir el juego a los demás y de ver cómo manipula a Derek.
Cambié de tema porque quería saber algo que me había despertado la curiosidad.
– ¿Cree usted que las pastillas que ha tomado Kitty las compró ella personalmente?
– Desde luego. Se droga desde que entró en esta casa. Es la manzana de la discordia entre Derek y yo. Kitty está destrozando nuestro matrimonio. -Calló durante unos instantes que invirtió en recuperarse y añadió-: ¿Lo pregunta por algo en particular?
– ¿Lo de las pastillas? No, por nada, sólo porque me parece raro -dije-. Me resulta inconcebible que las guardara como si tal cosa en el cajón de la mesita de noche y que tuviese tantas. ¿Sabe usted lo que cuestan esas pastillas?
– Kitty recibe una asignación mensual de doscientos dólares -dijo con sequedad-. He discutido este asunto hasta quedarme afónica, pero sin ningún resultado. Derek no quiere dar su brazo a torcer. Los doscientos dólares salen de su bolsillo. Aun así. Son pastillas muy cotizadas. Tiene que tener un contacto fabuloso en alguna parte.
– Estoy segura de que Kitty sabe cómo conseguirlas.
Lo dejé correr e hice un apunte mental. Había conocido hacía poco a uno de los camellos más emprendedores del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Santa Teresa y cabía la posibilidad de que supiera quién le pasaba la mercancía a Kitty. Por lo que yo sabía, cabía incluso la posibilidad de que fuera él. Me había prometido cerrar el negocio, pero creía tanto en su palabra como en la del borrachín que promete comprarse un bocadillo con el dólar que se le da de buena fe. ¿Para qué engañarnos?
– Corramos un tupido velo por el momento -dije-. Ya han sucedido demasiadas cosas hoy. Quisiera que me diese usted el nombre y el teléfono de la antigua novia de Bobby, si es que lo sabe. Probablemente hablaré también con los padres de Rick. ¿Sabe usted cómo localizarlos?
– Le daré ambos teléfonos -dijo. Se puso en pie y se acercó a un escritorio de estilo antiguo y madera rojiza con compartimientos y cajoncitos en la parte superior. Abrió uno de los grandes cajones inferiores y sacó un cuaderno de piel con un monograma en la tapa.
– Hermoso escritorio -murmuré. Fue como decirle a la reina de Inglaterra que tenía unas joyas muy bonitas.
– Gracias -dijo con indiferencia, mientras hojeaba el cuaderno de direcciones-. Lo compré el año pasado en Londres, en una subasta. No me atrevo a decirle lo que me costó.
– Vamos, inténtelo -dije con entusiasmo. De tanto estar con aquella gente me estaba volviendo frívola.
– Veintiséis mil dólares -murmuró mientras recorría una página con el dedo.
Me encogí de hombros mentalmente, con resignación filosófica. Veintiséis billetes eran una pasta, pero una insignificancia para ella. ¿Cuánto le habrían costado las bragas que llevaba? ¿Cuánto los coches que poseía?
– Aquí está. -Apuntó la información en un taco de mesa, arrancó la hoja y me la alargó.
– Me temo que encontrará un poco hoscos a los padres de Rick -dijo.
– ¿Por qué?
– Porque culpan a Bobby de la muerte de su hijo.
– ¿Y cómo le sienta eso a Bobby?
– Mal. A veces pienso que se lo cree. Razón de más para llegar al fondo de este asunto.
– ¿Puedo hacerle otra pregunta?
– Naturalmente.
– ¿Se escribe "Glen", al igual que en "West Glen"?
– Es más bien al revés -dijo-. No me lo pusieron por la calle. A la calle le pusieron ese nombre por mí.
Cuando me encerré en el coche tenía muchísima información que digerir. Eran las nueve y media, había oscurecido totalmente y hacía demasiado frío para seguir con el blusón negro de gasa que ni siquiera me llegaba a las rodillas. Tardé unos minutos en quitarme los pantis y volver a ponerme los pantalones. Tiré los zapatos de tacón al asiento trasero y recuperé las sandalias, arranqué y puse la marcha atrás. Tracé una semicircunferencia y busqué la salida. Localicé el otro ramal del camino de entrada, fui por él y durante unos instantes pude ver la parte trasera de la mansión. Había cuatro terrazas iluminadas, con sendas piscinas que despedían reflejos negros a causa de la noche y que sin duda reflejarían las montañas durante el día, como una sucesión de fotos que se superponen.
Salí a West Glen y giré a la izquierda, camino de la ciudad. No había ningún indicio de que Derek hubiese vuelto y pensé que si me dirigía al St. Terry podría dar con él antes de que se marchase. Para matar el tiempo me pregunté cómo me sentaría que bautizaran alguna calle con mi nombre. Avenida Kinsey. Calle Kinsey. Sonaba bien. Creo que sabría aceptar el homenaje.