25

No lo vi por ninguna parte cuando llegué a casa. Saqué el sobre y llamé a la puerta trasera. Abrió. Le alargué el sobre, lo cogió y miró el contenido. Me dirigió una mirada analítica, pero ni le dije cómo me había hecho con el sobre ni él me preguntó nada.

– Gracias -dijo.

– Hablaremos después -dije, y volvió a cerrar, pero no sin que antes yo viera lo que tenía en el mostrador de la cocina. Había sacado el tarro del azúcar y abierto un paquete blanquiazul de harina para enfrascarse en lo que mejor sabía hacer mientras el dolor le quemaba por dentro. Me rompía el corazón verle así, pero sabía que era mejor dejarle solo. La situación era de lo más desagradable. Y yo tenía cosas que hacer.

Me encerré en casa, cogí la guía telefónica y me puse a buscar a Kelly Borden. Si Bobby había buscado la pistola en el hospital antiguo, también yo quería tener mi oportunidad y pensaba que Kelly podría decirme por dónde empezar el rastreo. No figuraba en la guía. Busqué los teléfonos del hospital antiguo, pero ya no constaba ninguno y la operadora de información se hizo la sueca, fingiendo que no sabía de qué le hablaba. Además, si Kelly trabajaba en el turno de siete a tres, seguramente se habría ido ya. Joder, cómo estaba la gente. Busqué el número del Hospital de Santa Teresa y llamé al doctor Fraker a través de la centralita. Marcy, su secretaria, me dijo que no estaba "en su mesa" (o sea, que había ido al lavabo), pero que no tardaría en volver. Le expliqué que quería hablar con Kelly Borden y le pregunté si sabía su dirección y su teléfono.

– Pues no sé qué hacer, oye -dijo-. No creo que al doctor Fraker le importe, pero es que no te lo puedo decir sin su consentimiento.

– Bueno, como tengo que hacer un par de cosas, pasaré por ahí. Tardaré unos diez minutos -dije-. Por favor, que el doctor Fraker no se vaya antes de que yo llegue.

Cogí el coche y puse rumbo al St. Terry. Aparcar fue un suplicio y tuve que dejar el coche a tres manzanas de distancia, cosa que me vino bien porque quería pasar por un drugstore. Entré por la puerta trasera, siguiendo las rayas policromas que había en el suelo, como si me dirigiese al país del mago de Oz. Llegué por fin a los ascensores y bajé al sótano.

Cuando llegué a Patología, el doctor Fraker había vuelto a marcharse, pero Marcy le había puesto al tanto de mi llegada y él le había dado las indicaciones necesarias para conducirme ante su presencia; "tráigamela", le había dicho, como si yo fuera un paquete postal. Seguí a Marcy por el laboratorio y al final lo encontramos; llevaba la bata verde de cirujano y estaba ante un mostrador de acero inoxidable, provisto de fregadero, trituradora de desperdicios y una báscula colgada del techo. Al parecer estaba a punto de empezar algo y me supo mal interrumpirle.

– No es mi intención molestarle -dije-. Sólo quiero la dirección y el teléfono de Kelly Borden.

– Tome asiento -dijo, señalándome un taburete de madera que estaba en un extremo del mostrador. Y a Marcy-: Por favor, busque los datos que ha pedido Kinsey; le enseñaré algo muy entretenido mientras tanto.

Nada más irse Marcy cogí el taburete y me encaramé en él. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de lo que Fraker estaba haciendo. Llevaba guantes de cirujano y empuñaba un bisturí. En el mostrador vi una bandeja blanca de plástico, de medio litro de capacidad, parecida a las que emplean en las carnicerías para poner los higadillos de pollo. Vació en el mostrador un puñado de órganos que despedían reflejos y se puso a inspeccionarlos con unas pinzas. A pesar de que no quería hacerlo, no podía apartar la mirada de aquel montoncito de carne humana. Durante todo el tiempo que duró la conversación no dejó de cortar trocitos de este o aquel órgano. La boca se me frunció en un rictus de repugnancia.

– ¿Qué es eso?

Tenía una expresión amable, impersonal y complacida. Se sirvió de las pinzas para indicarme y tocar uno por uno los fragmentos orgánicos. Me pasó por la cabeza la idea de que podían encogerse al notar su toqueteo, como si fueran babosas vivas, pero ninguno de los pedazos se movió.

– Bueno, según a qué se refiera. Esto es un corazón. Esto un hígado. Pulmón. Bazo. Vesícula biliar. El paciente murió de pronto durante una operación y nadie sabe por qué.

– ¿Y usted sí? ¿Sólo con hacer eso?

– Bueno, no siempre, aunque creo que esta vez vamos a encontrar algo interesante -dijo.

Creo que jamás había contemplado la carne cocida con la fascinación con que contemplaba aquella carne cruda. No podía apartar los ojos de los cortes que practicaba ni acababa de hacerme a la idea de que aquellos órganos habían sido partes vivas de un ser humano hasta hacía muy poco. No sé si se dio cuenta de mi estado hipnótico, por lo menos no lo dio a entender, así que procuré aparentar la misma indiferencia de que él hacía alarde.

– ¿Qué tiene que ver Kelly Borden con su caso? -dijo.

– No sé si tiene algo que ver -dije-. A veces tengo que hacer consultas que al final no tienen ninguna relación con lo que me interesa. Supongo que es como lo que usted hace: analizar todas las piezas del rompecabezas hasta que se encuentra una teoría general.

– Sospecho que mi actividad es mucho más científica que la suya -observó.

– No lo dudo -dije-. Pero yo juego con ventaja en este caso.

Interrumpió lo que hacía para mirarme por vez primera con interés sincero y auténtico.

– Conocí al hombre cuya muerte investigo -proseguí y quiero solucionar el caso por motivos personales. Creo que lo mataron y la idea no me hace ninguna gracia. Las enfermedades son neutrales. Los homicidios no.

– Creo que lo que sentía usted por Bobby le impide juzgar objetivamente. En mi opinión, murió por casualidad.

– Es posible. Pero también es posible que acabe convenciendo a los de Homicidios de que murió a consecuencia del intento de asesinato que sufrió hace nueve meses.

– Eso tendrá que demostrarlo -dijo-. Creo que hasta el momento no tiene adónde agarrarse y en eso es en lo que se diferencia su trabajo y el mío. Es muy probable que yo encuentre algo concluyente aquí, sin necesidad de abandonar esta sala.

– Le envidio por eso -dije-. Mire, yo no dudo de que Bobby murió asesinado; pero no sé quién lo hizo y puede que nunca encuentre ninguna prueba al respecto.

– Mi método, en ese caso, es infinitamente más seguro -dijo-. Casi todo mi trabajo se basa en datos comprobados. A veces me estanco, sí, pero muy de tarde en tarde.

– Es usted afortunado.

Volvió Marcy y me entregó un papel con la dirección y el teléfono de Kelly.

– Prefiero creer que soy inteligente -replicó Fraker con ironía-. Pero no quiero entretenerla más Téngame al tanto de lo que averigüe.

– De acuerdo. Y gracias -dije, agitando el papel.

Eran las cinco en punto. Vi un teléfono público en un recodo del pasillo y marqué el número de Kelly.

Contestó al tercer timbrazo. Me identifiqué y le recordé que nos había presentado el doctor Fraker.

– Sé quién eres.

– ¿Podría pasar por tu casa? Quisiera hablar contigo porque tengo que hacer una comprobación.

Me pareció que titubeaba.

– Sí, desde luego. ¿Sabes dónde vivo?

Vivía en el sector occidental de la ciudad, no muy lejos del St. Terry. Cogí el coche, entré en la calle Castle y me detuve ante una casa de madera, de dos viviendas. Anduve por el largo sendero del jardín hasta un pequeño cobertizo situado en la parte trasera de la casa. Por lo visto, su habitáculo también había sido un garaje en otra época. Al rodear unos matorrales lo vi sentado a la puerta de su vivienda, fumándose un canuto. Estaba descalzo y llevaba unos tejanos y una camisa a cuadros debajo de un chaleco de cuero. Lucía la misma coleta que ya le había visto, aunque la barba y el bigote se me antojaron más grises de lo que yo recordaba. Habría jurado que estaba colocadísimo, de no ser por sus ojos, de color aguamarina, que me resultaron insondables. Me pasó el porro, pero lo rechacé con un cabeceo.

– ¿No te vi en el entierro de Bobby? -pregunté.

– Tú sabrás. Yo sí te vi a ti. -Sus ojos se posaron en los míos con una expresión que me desconcertó. ¿Dónde había visto yo antes aquel color? En una piscina donde flotaba un cadáver igual que un nenúfar. Había sido cuatro años antes, en el curso de una de mis primeras investigaciones.

– Siéntate ahí si es que tienes tiempo para sentarte. -Pronunció las dos fiase seguidas, sin respirar, conteniendo el humo de la droga en los pulmones.

Miré a mi alrededor y vi una silla plegable, de madera, vieja ya, que arrastré hasta la puerta. Saqué del bolso el cuaderno de direcciones y le enseñé lo que había escrito en la parte interior de la cubierta trasera.

– ¿Sabes de quién puede ser? No es un teléfono de aquí. Miró el número escrito a lápiz y me dirigió una mirada.

– ¿Has probado a llamar?

– Claro. También llamé al único Blackman que hay en la guía. Tiene el teléfono desconectado. ¿Por qué? ¿Sabes de quién se trata?

– El número me suena, pero no es un teléfono. Lo que pasa es que Bobby no puso el guión.

– ¿Qué guión? No entiendo.

– Las dos primeras cifras corresponden al Hospital Provincial de Santa Teresa. Las cinco últimas son el código de depósito de cadáveres. Es el número de identificación de un cadáver que tenemos almacenado. Ya te conté que tenemos un par desde hace años. El tuyo se llama Franklin.

– Pero ¿por qué pone aquí Blackman?

Me sonrió y dio una chupada larga al canuto antes de contestar.

– Blackman significa "negro", ¿no? Franklin es de raza negra. Una broma de Bobby, seguramente.

– ¿Estás seguro?

– Totalmente. Si no me crees, compruébalo tú misma.

– Creo que Bobby buscaba una pistola en el hospital antiguo. ¿Se te ocurre por dónde pudo haber empezado la búsqueda?

– No. El hospital es muy grande. Tiene que haber unas ochenta o noventa habitaciones que nadie utiliza desde hace años. Pudo empezar por cualquier sitio. Probablemente aprovecharía el turno que tuviese. Mientras nadie le echara en falta, tenía el edificio entero a su disposición.

– Bien. Supongo que tendré que hacer lo mismo, sólo que a marchas forzadas. Gracias por tu cooperación.

– A mandar.

Volví al despacho. Kelly Borden me había dicho que un joven llamado Alfie Leadbetter estaría en el depósito, en el turno de tres a once. Era amigo suyo y me dijo que le llamaría antes para decirle que iba a ir yo.

Cogí la máquina de escribir y puse en limpio algunas notas. ¿Qué pasaba allí? ¿Qué tenía que ver el cadáver de un negro con el asesinato de Dwight Costigan y con el chantaje sufrido por la que había sido su mujer?

Sonó el teléfono y lo cogí como una autómata, totalmente concentrada en aquel asunto.

– ¿Sí?

– ¿Kinsey?

– Yo misma.

– Pensé que era otra persona. Soy Jonah. ¿Siempre respondes así?

Presté atención.

– Disculpa, chico. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Me he enterado de algo y pensé que podía interesarte. ¿Recuerdas el accidente aquel de Callahan?

– Desde luego. ¿Qué has sabido?

– He estado hablando con el tipo que trabaja en Tráfico y me ha dicho que los del laboratorio han revisado el coche esta misma tarde. Los cables del freno se cortaron con un tajo limpísimo. Han pasado el asunto a Homicidios.

Vi el mismo relámpago en dos tiempos que había visto mentalmente hacía apenas unos minutos, al enterarme por fin de lo que significaba el apellido Blackman.

– ¿Qué has dicho?

– Que a tu amigo Bobby Callahan lo mataron -dijo Jonah sin impacientarse-. Los cables del freno se habían cortado, lo que significa que se salió todo el líquido, lo que significa a su vez que chocó contra un árbol porque no pudo frenar al tomar la curva.

– Creía que la autopsia había puesto de manifiesto que se trataba de un ataque.

– Puede que lo sufriera al darse cuenta de lo que pasaba. Que yo sepa, una cosa no contradice la otra.

– Sí, tienes razón. -Durante unos segundos me limité -a dar resoplidos en el oído de Jonah-. ¿Cuánto se tarda?

– ¿En qué? ¿En cortar los cables del freno o en esperar a que se salga todo el líquido?

– Bueno, ahora que lo dices, las dos cosas.

– En cortar los cables, supongo que unos cinco minutos. No es complicado, si sabes dónde están. Lo otro, depende. Probablemente estuvo un rato al volante y pisaría el freno un par de veces. Puede que lo pisara por tercera vez, pero antes de que se diera cuenta de lo que pasaba, bumba, el hostión y al carajo.

– Por lo tanto, quien lo hiciese tuvo que hacerlo aquella misma noche, ¿no?

– Por fuerza. Callahan no habría podido ir muy lejos.

Guardé silencio mientras pensaba en el mensaje que me había dejado Bobby en el contestador automático. Aquella noche había visto a Kleinert. Además, recordaba que Kleinert me lo había comentado.

– ¿Sigues ahí?

– Estoy hecha un lío, Jonah -dije-. El caso empieza a resolverse y yo sigo sin saber qué pasa.

– ¿Quieres que vaya a verte y lo discutimos?

– No, aún no. Ahora prefiero estar sola. Te llamaré en otro momento, cuando sepa algo más.

– De acuerdo. Sabes el número de mi casa, ¿no?

– Repítemelo -dije y tomé nota.

Júrame -dijo- que no cometerás ninguna tontería.

– Pero ¿cómo quieres que sepa si cometo o no una tontería? -dije-. Ni siquiera sé qué es lo que ocurre. Además, las tonterías son tonterías después de cometerlas. Yo siempre creo que es inteligente todo lo que se me ocurre.

– Vete al cuerno, sabes muy bien a qué me refiero.

Me eché a reír.

– Tienes razón. Lo sé. En serio, te llamaré si pasa algo. Mi principal objetivo en la vida es tener el culo a cubierto, de verdad.

– Está bien -dijo de mala gana-. Me tranquiliza oírtelo decir, pero no te creo.

Nos despedimos, colgó y me quedé con la mano en el auricular.

Marqué el número de Glen. Me pareció que tenía derecho a conocer las últimas noticias, y no estaba segura de que la policía tuviese interés en ponerla al corriente, sobre todo porque por el momento estaban tan capacitados como yo para dar explicaciones.

Se puso al habla y le conté cómo estaban las cosas, sin omitir lo del apellido Blackman que figuraba en el cuaderno de Bobby. No tuve más remedio que detallarle lo que sabía acerca del chantaje. Hostia, ¿y por qué no? No era momento de guardar secretos. Glen sabía ya que Nola y Bobby eran amantes. Del mismo modo podía comprender lo que Bobby había hecho por ayudar a Nola. Incluso me tomé la libertad de decirle que Sufi estaba por medio, aunque aún no estaba segura. Sospechaba que había sido una especie de intermediaria que había pasado mensajes de uno y otro, y que quizás había dado consejos a Bobby en los momentos en que la impaciencia juvenil entraba en conflicto con la pasión.

Estuvo callada durante un momento, igual que yo al hablar con Jonah.

– ¿Qué va a pasar ahora?

– Hablaré mañana con los de Homicidios y les contaré todo lo que sé. Entonces podrán encargarse del caso.

– Tenga cuidado mientras -dijo.

– No se preocupe.

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