11

Se sentó y me indicó con un gesto que hiciera lo mismo frente a él. Aparté los periódicos y tomé asiento en el banco. Se había puesto a untar con Miracle Whip una rebanada de ese pan blanco y blanduzco que se puede estrujar como una esponja. Me dediqué a mirar hacia otro sitio, como si él estuviera enfrascado en alguna ceremonia pornográfica. Puso una rodaja de cebolla en el pan, peló el envoltorio de plástico de una loncha de queso y le añadió lechuga, pepinillos en vinagre, mostaza y morro. Se acordó de invitarme con algún retraso.

– ¿Tiene hambre?

– Me muero de hambre -dije. Había comido hacía apenas media hora, pero no tenía la culpa de sentir hambre otra vez. A mí me parecía que el bocadillo chorreaba conservantes, pero tal vez fuese aquello lo que necesitaba para no caer enferma. Cortó el artístico bocata en diagonal, me dio la mitad y preparó otro, más cargado, que partió en dos pedazos igualmente. Le observé con paciencia, como un perro adiestrado, hasta que me autorizó a comer con un gesto.

Guardamos silencio durante tres minutos, mientras devorábamos la comida. Abrió dos cervezas, una para mí y otra para él. No me gusta Miracle Whip, pero en aquellas circunstancias me pareció una salsa de lo más exquisito. El pan era tan blando que los dedos dejaban huellas profundas en la superficie.

Entre un bocado y otro me limpiaba las comisuras de la boca con una servilleta de papel.

– ¿Cuál es su nombre de pila? -dije.

– Phil. ¿Y qué clase de nombre es Kinsey?

– Era el apellido de soltera de mi madre.

No hubo más escopeteo hasta que apartamos el plato respectivo con un suspiro de alivio.

Salimos a la terraza y nos sentamos en sendas sillas metálicas manchadas de herrumbre. La terraza era en realidad el techo de hormigón del garaje, que se había construido perforando la montaña. Siguiendo su perímetro, a modo de barandilla, había una serie de maceteros de madera con plantas anuales. Se había levantado una brisa suave que agitaba el denso manto del sol que me cubría los brazos. La agresividad de Phil había desaparecido. Puede que la hubieran apaciguado los incontables productos químicos que acababa de ingerir, pero mucho más, probablemente, las dos cervezas que se había zampado y la perspectiva de fumarse el puro que acababa de decapitar con una guillotina de bolsillo. Cogió una cerilla enorme de madera de una lata que tenía junto a la silla y se agachó para encenderla frotándola en el suelo. Chupó del puro hasta que tiró del todo, apagó la cerilla sacudiéndola y la tiró a un cenicero plano de lata. Estuvimos un rato mirando el mar.

La vista que tenía ante mí parecía el telón de fondo de un teatro. Las islas del estrecho, a cuarenta y tantos kilómetros de distancia, tenían un aspecto feo y abandonado. Las playitas de la costa apenas se veían y las olas eran como puñados de puntilla blanca. Las palmeras parecían espárragos con plumas en la lejanía. Busqué puntos de referencia: los juzgados, el instituto de segunda enseñanza, una iglesia católica de grandes dimensiones, un cine, el único edificio comercial del centro que tenía más de tres plantas. Desde donde me encontraba no se veía el menor rastro ni del estilo lo victoriano ni de los posteriores que habían acabado por combinarse con el colonial español.

La casa de Phil Bergen, según me contó él mismo, había terminado de construirse en 1950. El y Reva acababan de comprarla cuando estalló la guerra de Corea. Llamaron a filas al marido y lo enviaron al frente dos días después, dejando sola a Reva con las cajas de la mudanza aún sin abrir; volvió al cabo de catorce meses por incapacidad. No me dijo cuál era esta incapacidad ni yo se lo pregunté, pero parece que sólo trabajaba de tarde en tarde desde que lo habían licenciado por motivos médicos. Habían tenido cinco hijos, Rick había sido el menor. Los demás se encontraban desperdigados por el suroeste.

– ¿Cómo era? -pregunté. No estaba muy segura de que me fuera a contestar. El silencio se prolongó y me pregunté si no habría sido una pregunta indiscreta. Me fastidió estropear el clima de camaradería que se había creado entre nosotros.

– No sé cómo responderle -dijo cabeceando-. Era uno de esos chicos con los que se sabe que no va a haber problemas nunca. Siempre alegre, siempre dispuesto a hacer las cosas antes de que se las mandasen, buenas notas en la escuela. Pero al acabar el bachillerato pareció descentrarse un poco. Tenía dieciséis años entonces, terminó bien los estudios, pero no sabía qué camino seguir en la vida. Se sentía perdido. Habría podido ingresar en la universidad, Dios sabe que yo habría encontrado el dinero donde fuese, pero no tenía ningún interés. Por nada. Trabajar, trabajaba, pero no le cundía.

– ¿Tornaba drogas?

– Creo que no. Y si lo hizo, yo no me enteré. Bebía mucho, eso sí. Reva pensaba que se debía a eso, pero no estoy seguro. Se iba por ahí, trasnochaba hasta las tantas, pasaba fuera los fines de semana y frecuentaba a chicos como Bobby Callaban, que socialmente estaban por encima de nosotros. Luego empezó a salir con Kitty, la hermananastra de Bobby. Joder, esa cría ha sido un problema desde el día que nació. Yo ya estaba harto de aguantar a Rick. Si no quería ser de la familia, de acuerdo. Pero que se fuera a otra parte y se ganara la vida. Que no pensase que esta casa era su restaurante particular y su lavandería privada. -Se interrumpió para mirarme-. ¿Cree usted que me equivocaba, que obraba mal?

– No lo sé -dije-. No hay respuesta para una pregunta así. Los jóvenes se descarrían y luego se enderezan. La mitad de las veces no tiene nada que ver con los padres. Nadie conoce la causa.

Guardó silencio mientras contemplaba el horizonte y ceñía el puro con los labios igual que el empalme de una manguera. Aspiró una ración de nicotina y exhaló una nube de humo.

– A veces dudo de que fuera tan listo. Tal vez debió de ir a un psiquiatra, pero ¿qué sabía yo? Eso es lo que Reva dice ahora. Pero ¿qué iba a hacer un psiquiatra con un muchacho sin ambiciones?

Como no sabía qué responderle, me limité a emitir unos murmullos de comprensión y lo dejé correr.

Unos momentos de silencio. Luego dijo:

– Me han dicho que Bobby está muy mal.

Lo dijo sin convicción, como una pregunta preventiva acerca de un rival que se odia. Sin duda había deseado la muerte de Bobby un centenar de veces y maldecido otras tantas la buena estrella que le había salvado.

– Creo que si pudiera se cambiaría por Rick -dije, manifestando lo que pensaba. No quería que volviera a enfadarse, pero tampoco que se aferrase a la idea de que Bobby había tenido "más suerte" que Rick. Bobby estaba haciendo esfuerzos sobrehumanos por recuperar el sentido de las cosas, pero por lo menos se esforzaba.

A nuestros pies apareció traqueteando un Ford antiguo de color azul celeste, vomitando humo por el tubo de escape. Dio una amplia vuelta alrededor de mi vehículo y se detuvo, según parece para que la persona que conducía abriera automáticamente la puerta del garaje. El coche se perdió de vista a nuestros pies y, segundos más tarde, oí el ruido amortiguado de un portazo.

– Es mi mujer -dijo Phil al tiempo que se oía abajo el mecanismo de la puerta del garaje.

Reva Bergen apareció por el sendero empinado, cargada con bolsas de comestibles. Advertí con no poca sorpresa que Phil no hacía nada por ayudarla. La mujer nos vio al llegar al porche. Titubeó sin que en la cara se le manifestara la menor expresión. Incluso de lejos se le notaba un punto de desenfoque en la mirada que se me antojó más pronunciado cuando apareció por fin por la puerta trasera para reunirse con nosotras. Tenía el pelo de un rubio sucio, de agua con lejía, y ese aspecto refregado que suelen adquirir algunas cincuentonas. Ojos pequeños, casi sin pestañas. Cejas claras, piel clara. Era frágil y huesuda, y de las delicadas muñecas le brotaban unas manos tan bastas que parecían manoplas de jardinero. Eran tan dispares aquellas dos personas que deseché en el acto la involuntaria imagen del lecho conyugal. Phil le dijo quién era yo y aclaró que estaba investigando el accidente en que Rick había perdido la vida.

Sonrió con desprecio.

– ¿A Bobby le remuerde la conciencia?

Phil intervino sin darme tiempo para responderle como se merecía.

– Vamos, Reva. ¿Qué mal puede hacernos? Tú misma dijiste que la policía…

Ella se volvió con brusquedad y entró en la casa. Phil hundió las manos en los bolsillos con aire avergonzado.

– Mierda. Está así desde el accidente. Aquello la trastornó. Vivir conmigo no ha sido precisamente un placer, pero está destrozada por dentro.

– Debería irme ya -dije-. Pero me gustaría pedirle algo. Estoy tratando de averiguar qué sucedía en aquel entonces y hasta ahora no he tenido suerte. ¿Le dijo o insinuó Rick de alguna manera que Bobby estaba en algún apuro? ¿O si él mismo tenía algún problema, de la clase que fuese?

Negó con la cabeza.

– Rick fue un problema para mí durante toda la vida, pero no tenía nada que ver con el accidente. De todos modos le preguntaré a Reva, por si sabe algo.

– Gracias -dije. Nos estrechamos la mano y le di mi tarjeta para que supiera dónde localizarme.

Me acompañó abajo y volví a darle las gracias por la comida. Miré hacia arriba al entrar en mi coche. Reva nos observaba desde el porche.

Volví a la ciudad. Pasé por el despacho para ver qué había en el contestador automático (no había nada) y en el correo (sólo publicidad). Preparé la cafetera de filtro, cogí la máquina de escribir portátil y anoté los datos obtenidos hasta el momento. Fue una tarea más bien ridícula, dado que no me había enterado prácticamente de nada. Pero Bobby tenía derecho a saber cómo había invertido el tiempo y cómo me gastaba los treinta dólares la hora que cobraba.

Cerré la oficina a las tres y fui andando a la biblioteca municipal, que estaba a cuatro calles de distancia. Bajé al sótano, donde está la sala de periódicos y revistas y pedí los diarios de septiembre, archivados ya en microfilm. Busqué un aparato libre, tomé asiento y metí el primer rollo. La cinta era en blanco y negro y todas las fotos parecían negativos. Como no sabía qué buscaba, leía todo lo que decía en cada página. Sucesos cotidianos, noticias de interés nacional, asuntos políticos locales, incendios, delitos, golpes de Estado, personas que nacían, morían y se divorciaban. Leí la sección de objetos perdidos y encontrados, los anuncios por palabras, los ecos de sociedad, las páginas deportivas. El mecanismo de avance estaba algo estropeado y los fotogramas saltaban a la pantalla de 20 X 30 con un ligero desenfoque que me mareaba.

Los demás usuarios del centro hojeaban revistas o, acomodados en asientos bajos, leían periódicos sujetos a varillas verticales de madera. Los únicos ruidos que se oían eran el zumbido de mi aparato, alguna tos ocasional y el rumor de las hojas de los periódicos.

Conseguí leer los periódicos de la primera semana de septiembre antes de que me flaqueara la voluntad. Estaba claro que tendría que hacer aquello por etapas. El cuello se me había agarrotado y la cabeza empezaba a dolerme. Tomé nota de la última fecha consultada y salí a la luz del atardecer. Volví al edificio donde está mi oficina y cogí el coche.

Camino de casa me detuve en el supermercado para comprar leche, pan y papel higiénico. La música ambiental era de un lírico tan subido que me sentí la heroína de una novela romántica. Tras recorrer el establecimiento con el carrito de la compra y coger los artículos que necesitaba y que no llegaban a una docena, fui a la caja. Éramos cinco personas en la cola y todas mirábamos de reojo el contenido de los carritos de los demás. El hombre que iba delante de mí tenía la cabeza demasiado pequeña para la cara que le habían pintado en ella y me hizo pensar en un globo deshinchado. Iba con una niña de unos cuatro años que lucía un vestido nuevo que le quedaba grande. No sé por qué, parecía ostentar un rótulo que decía: "pobre". La verdad es que con aquel vestido tenía aspecto de enana; la cinturilla le colgaba hasta las caderas y el dobladillo casi le rozaba los zapatos. Cogía la mano del hombre con una confianza absoluta y me dirigió una sonrisa tímida tan llena de dignidad que no pude por menos que devolvérsela.

Cuando llegué a casa estaba rendida y me dolía el brazo izquierdo. Hay días que ni me acuerdo de la herida, pero otros me entra un dolor sordo que no para nunca y que me deja destrozada. Decidí saltarme la sesión de footing. Que le dieran por saco. Me tomé un par de Tylenoles con codeína, me quité los zapatos y me introduje entre los pliegues del edredón. Aún estaba allí cuando sonó el teléfono.

Desperté sobresaltada y automáticamente alargué la mano hacia el auricular. La casa estaba a oscuras. El imprevisto timbrazo me había provocado una descarga de adrenalina y el corazón me iba a cien por hora. Miré el reloj con intranquilidad. Las once y cuarto. Dije "sí" con voz pastosa y me pasé la mano por la cara y el pelo.

– Kinsey, soy Derek Wenner. ¿Se ha enterado ya?

– Derek, me muero de sueño.

– Bobby ha muerto.

– ¿Qué?

– Parece que iba borracho, pero aún no nos han confirmado nada. Se le fue el coche y chocó contra un árbol en West Glen. Pensé que le interesaría saberlo.

– ¿Qué? -Me di cuenta de que me repetía, pero no sabía de qué me hablaba.

– Bobby ha muerto en un accidente de tráfico.

– ¿Cuándo? -No sé por qué lo pregunté. Supongo que porque no podía asimilar la información de otro modo.

– Poco después de las diez. Ya era cadáver cuando lo llevaron al St. Terry. Tengo que ir a identificarle, aunque parece que no hay ninguna duda.

– ¿Puedo hacer algo?

Pareció titubear.

– Bueno, tal vez. He estado llamando a Sufi, pero al parecer no está en casa. Al doctor Metcalf lo está buscando su mayordomo, o sea que no tardará en aparecer. ¿Le importaría quedarse con Glen mientras yo voy al hospital para ver cómo están las cosas?

– Estaré ahí en seguida -dije y colgué.

Me lavé la cara y me cepillé los dientes. Estuve hablando conmigo misma todo el rato, pero sin sentir nada en absoluto. Todas mis operaciones internas parecieron interrumpirse cuando quise almacenar en el cerebro la información recibida. Los datos no hacían más que rebotar. No había manera de introducirlos. No, imposible. ¿Bobby muerto? No era verdad.

Cogí una cazadora, el bolso y las llaves. Cerré la puerta, entré en el coche, puse el motor en marcha y arranqué. Me sentía como un autómata totalmente programado. Al entrar en West Glen vi los vehículos de los servicios de urgencia y sentí un escalofrío en la base de la columna. Había sido en la mayor de las curvas, en un recodo de escasa visibilidad que hay junto a las "chabolas". La ambulancia ya se había ido, pero los coches de la policía seguían en el lugar y el graznido de las radios rasgaba el aire de la noche. Los mirones se habían agrupado en la acera y contemplaban desde la oscuridad el árbol contra el que había chocado Bobby; bañado por la potente luz de faros y focos, también él parecía herido de muerte a causa de la hendidura que se le había abierto en el tronco. La grúa se llevaba en aquellos instantes el BMW de Bobby. Parecía el rodaje de una película en exteriores. Reduje la velocidad y observé el lugar de los hechos con una sensación irreal de indiferencia. No quería aumentar la confusión y como además estaba preocupada por Glen, seguí adelante. "Bobby ha muerto", murmuró una vocecita. Y otra vez: "No vuelvas a repetirlo. ¿Porque no es verdad, me oyes?".

Entré en el angosto camino de acceso y fui por él hasta llegar al jardín, que estaba vacío. Todas las luces de la casa estaban encendidas, como si se celebrase una fiesta por todo lo alto; pero todo estaba en silencio, no se veía un alma y no había coches por los alrededores. Aparqué y me dirigí hacia la puerta. Me abrió una de las doncellas antes de pulsar el timbre, tal como hacen las células de detección electrónica. Se hizo a un lado y me dejó pasar sin decir nada.

– ¿Dónde está la señora Callahan?

Cerró la puerta y echó a andar por el vestíbulo. Fui tras ella. Llamó a la puerta del estudio de Glen, giró el tirador y volvió a hacerse a un lado para dejarme pasar.

Glen se había puesto una bata de color rosa claro y estaba sentada en uno de los sillones de respaldo hondo con las piernas encogidas. Alzó la cara y vi que la tenía hinchada y húmeda. Era como si todos los conductos emocionales se le hubieran reventado, los ojos le lagrimeaban, tenía las mejillas anegadas en llanto y la nariz le goteaba. Hasta el pelo tenía mojado. Me quedé inmóvil durante unos momentos, sin poder creerlo todavía, mirándola con fijeza; me miró, agachó la cabeza y me alargó la mano. Me acerqué a ella y me puse de rodillas. Le cogí la mano -pequeña y fría- y me la llevé a la mejilla.

– Glen, lo siento, lo siento mucho -murmuré.

Asintió y emitió un sonido grave que no se atrevió a convertirse en grito. Se trataba de una exclamación más primitiva aún. Fue a hablar, pero sólo pudo murmurar una frase atropellada en lenguaje deficiente y desprovista de sentido. ¿Tenía alguna importancia lo que dijera? Lo peor había ocurrido y nada podía hacerse ya. Se echó a llorar como hacen los niños, con sollozos profundos y espasmódicos que no parecían tener fin. Le apreté la mano para que tuviese una amarra en aquel turbulento mar de aflicción.

Advertí al cabo de un rato que le remitía la agitación como una nube de verano que sigue su curso tras descargar su violencia. Los espasmos empezaron a desaparecerle. Se soltó de mi mano y se echó atrás al tiempo que aspiraba una profunda bocanada de aire. Cogió un pañuelo, se lo llevó a los ojos, se sonó la nariz. Se interrumpió y quedó como ensimismada, tal como suele hacerse cuando finaliza un ataque de hipo. Suspiró.

– ¡No puedo soportarlo! -exclamó y las lágrimas volvieron a despuntarle y a correrle por las mejillas. Se dominó al instante y repitió las operaciones de secado y limpieza-. Mierda -dijo cabeceando-. ¡No puedo con esto, Kinsey! ¿Lo comprende? Es demasiado duro y yo no soy tan fuerte.

– ¿Quiere que llame a alguien?

– No, es muy tarde. Además, ¿para qué? Diré a Derek que llame a Sufi por la mañana. Ya vendrá ella.

– ¿Y Kleinert? ¿Quiere que le avise?

Negó con la cabeza.

– Déjelo estar, Bobby no podía aguantarlo. No tardará en enterarse, de todos modos. ¿Ha vuelto Derek? -Había ansiedad en su voz, tensión en sus facciones.

– Creo que no. ¿Le apetece una copa?

– No, pero sírvase usted lo que quiera. La bebida está ahí.

– Más tarde, si acaso. -Me apetecía algo, pero no sabía exactamente qué. Una copa no. Temía que el alcohol me consumiera la delgada corteza del autodominio. Habría sido el colmo. Lo que le faltaba a Glen, cambiar los papeles y ponerse a consolarme. Me senté en el sillón de enfrente y una imagen me chisporroteó en la cabeza. Me acordé de Bobby en el momento de despedirse de su madre hacía apenas un par de noches. Se había vuelto de manera mecánica para presentar a su madre la mejilla buena. Había sido su penúltima noche entre los vivos, su penúltimo sueño, pero nadie se había dado cuenta, ni yo tampoco. Alcé los ojos y comprobé que me miraba como si supiera lo que estaba pensando. Aparté la mirada, aunque no con rapidez suficiente. Su rostro emitió una radiación que me inundó igual que la luz cuando se filtra por sorpresa por una puerta de batiente. La tristeza se coló por la ranura, me cogió desprevenida y rompí a llorar.

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