12

Que todo tenga un motivo no quiere decir que siempre haya una finalidad. Los días que siguieron fueron una pesadilla, tanto más cuanto mi papel sólo fue periférico en el espectáculo de que se rodeó la muerte de Bobby. Como me había presentado durante sus primeras reacciones de pesar, Glen Callahan pareció elegirme como si pudiera consolarla y distraerla del dolor que sentía.

El doctor Kleinert excarceló a Kitty para que asistiera al entierro y se intentó localizar en el extranjero al padre de Bobby, pero no contestó y a nadie pareció preocuparle. Cientos de personas desfilaron en el ínterin por la capilla ardiente: amigos de Bobby, antiguos compañeros de estudios, amigos de la familia, colaboradores y asociados profesionales de la familia, todas las autoridades de la ciudad, miembros de los distintos comités directivos en que figuraba Glen. El Quién es Quién de Santa Teresa. Después de la primera noche de tormenta, Glen estuvo al cien por ciento en su papel: serena, mundana, lista para cumplimentar todos los detalles del entierro. Todo como Dios manda. Todo con un gusto exquisito. Y yo allí, para lo que quisieran encargarme.

Había creído que Derek y Kitty se resentirían de mi continua presencia, pero por lo visto sirvió para tranquilizar a ambos. La resolución y voluntad de Glen tuvo que abrumarles, sin duda.

Glen ordenó que se cerrase el ataúd de Bobby, aunque en la funeraria lo vi un instante cuando terminaron de "prepararlo". En cierto modo tenía necesidad de verle para convencerme de que estaba muerto de verdad. Dios mío, qué inmovilidad la de la carne cuando la vida ha desaparecido. Glen estuvo a mi lado con la mirada fija en las facciones de Bobby, con una cara tan impávida y exánime como la de su hijo. Algo se le había ido con la muerte de éste. Se mostraba impasible, pero me clavó los dedos en el brazo cuando se cerró la tapa del féretro.

– Adiós, pequeño mío -murmuró-. Te quiero.

Me aparté sin poder contenerme.

Derek se le acercó por detrás y vi que hacía ademán de acariciarle. Glen no se volvió, pero de su cuerpo brotó una rabia tan ilimitada que el marido se mantuvo a cierta distancia, intimidado por la fuerza de aquel sentimiento. Kitty se quedó apoyada en la pared del fondo, atónita y como ausente y con la cara hinchada a causa del llanto derramado a solas. Me pasó por la cabeza que ni ella ni su padre permanecerían mucho tiempo en la vida de Glen. La muerte de Bobby había acelerado el derrumbe de la familia. Glen parecía impaciente por estar sola, intransigente ante los requisitos del trato normal. Eran sanguijuelas y ella se había quedado sin sangre. Apenas la conocía, pero me di cuenta de que su conducta había cambiado brusca y radicalmente de principios. Derek la observó inquieto, intuyendo tal vez que ya no jugaba ningún papel en el nuevo planteamiento, fuera éste cual fuese.

Lo enterraron el sábado. La misa de difuntos duró poco, por suerte. Glen se había encargado de elegir la música y de seleccionar pasajes de obras ajenas a la Biblia. Seguí su ejemplo y superé el trago de las exequias aislándome y prestando oídos sordos a lo que se decía. No quería hacer frente aquel día a la muerte de Bobby. No quería perder el dominio de mí misma en un lugar público como aquel. Y sin embargo hubo momentos en que noté que la cara me ardía y los ojos se me nublaban a causa de las lágrimas. Se trataba de algo irás que de su muerte. Se trataba de todas las muertes, de todo lo que yo había perdido, mis padres, mi tía.

El cortejo fúnebre tendría diez calles de largo y recorrió la ciudad a paso solemne. El tráfico tenía que detenerse en cada cruce y adiviné los comentarios por la cara que ponía la gente al pasar nosotros. "Vaya, un entierro." "¿Quién será?" "Menos mal que hace un día estupendo." "Mira, mira cuántos coches." "Joder, podían haber ido por otra calle."

Entramos en el cementerio, verde y cuidado como un jardín. Las hileras de lápidas se prolongaban en todas direcciones exhibiendo su variedad, como si se tratase del taller de un marmolista que expusiera el catálogo completo de sus ofertas. Por todas partes había árboles de hoja perenne, macizos de eucaliptos y sicómoros. Las parcelas estaban separadas entre sí por setos de poca altura y en el plano del camposanto probablemente habría nombres como Serenidad y Praderas Celestiales.

Bajamos de los vehículos e inundamos la hierba recién cortada. Parecía una excursión de alumnos de primera enseñanza: todo el mundo era amable y nadie sabía muy bien qué hacer. Había ocasionales conversaciones en voz baja, pero lo que dominaba era el silencio. El personal de la funeraria, trajeado de negro, nos acompañó a los asientos correspondientes como camareros en un banquete de boda.

Hacía calor, la luz vespertina era cegadora. La brisa mecía la copa de los árboles y jugueteaba con los faldones laterales del palio. Tomamos asiento mientras el sacerdote dirigía los ritos finales. Me sentía mejor al aire libre y me di cuenta de que si la ceremonia había perdido parte de su tuerza era porque le faltaba la música del órgano. En ocasiones como la presente, hasta el himno eclesiástico más insípido puede desgarrar el corazón. Yo prefería el silbido del viento.

El ataúd de Bobby era un bloque macizo de nogal y bronce pulimentados; parecía un baúl de ropa camera gigantesco, demasiado grande para el lugar que le habían asignado.

Por lo visto hacía juego con la cripta que se había comprado a propósito para alojarlo bajo tierra. Sobre la tumba se había instalado un complejo mecanismo que al final serviría para descender el féretro y meterlo en la fosa, aunque recelé que se había acoplado en el último momento.

El estilo de los entierros había evolucionado desde el fallecimiento de mis padres y para matar el tiempo especulé sobre los motivos del cambio. La revolución tecnológica, sin duda. Puede que la muerte fuese más metódica en aquella época y por tanto más fácil de poner en orden. Las fosas se cavaban con máquinas, que abrían un hoyo de aristas perfectas en el que se montaba la plataforma de suspensión donde luego se depositaba el ataúd. El bronquerío aquel de los deudos arrojándose de cabeza a la fosa había pasado a la historia. Con la plataforma de suspensión, había que tumbarse boca abajo y colarse por el resquicio como una ardilla, lo que despojaba al gesto de toda su teatralidad.

A un lado del grupo de parientes y amigos vi a Phil y Reva Bergen. El parecía deshecho, pero ella estaba impasible. Sus ojos fueron de la cara del sacerdote a la mía y se me quedó mirando con fijeza ausente. Me pareció ver a Kelly Borden detrás de ellos, pero no estaba segura. Me hice a un lado para ver si coincidían nuestras miradas, pero el rostro había desaparecido. El gentío comenzó a dispersarse y me sorprendió comprobar que ya había terminado todo. El sacerdote miró a Glen con solemnidad, pero la mujer no le hizo el menor caso y se dirigió a la limusina. Derek tuvo la delicadeza de rezagarse lo suficiente para intercambiar unos comentarios.

Cuando llegamos a la limusina vi que Kitty se encontraba ya en el asiento trasero. Habría apostado cualquier cosa a que iba drogada. Tenía las mejillas rojas y los ojos le brillaban de un modo febril, apoyaba las manos en el regazo, pero sin dejar de pellizcarse con nerviosismo la falda negra de algodón. Se había puesto un conjunto que tenía algo de exótico y gitanesco; la blusa, también de algodón negro, estaba sembrada de volantes y recamada llamativamente con hilos rojos y turquesa. Glen había parpadeado un par de veces al verla vestida de aquel modo y una sonrisa apenas perceptible le había bailoteado en los labios antes de concentrar la atención en otra cosa. Por lo visto no había querido convertirlo en problema. Kitty se había mostrado arrogante, pero como Glen no le había presentado batalla, el drama se había quedado desnudo de pasiones antes de comenzar siquiera el primer acto.

Me encontraba junto a la limusina cuando vi que llegaba Derek. Se instaló en el asiento trasero, desplegó uno de los asientos abatibles y fue a cerrar la puerta.

– Déjala abierta -murmuró Glen.

Al chófer no se le veía por ninguna parte. Hubo cierto retraso cuando los del cortejo subieron a los vehículos aparcados a lo largo del camino principal. Otros se habían quedado paseando por la hierba sin objeto aparente.

Derek buscó la mirada de Glen.

– Creí que todo iba bien.

Glen le dio la espalda adrede y se quedó mirando por la ventanilla. Cuando nuestro único hijo ha perdido la vida, ¿qué importancia tiene lo demás?

Kitty sacó un cigarrillo y lo encendió. Tenía las manos corno patas de pájaro, la piel como con escamas. El escote elástico de la blusa le dejaba al descubierto un pecho tan enclenque que el esternón y las costillas se le notaban igual que en esas camisetas con estampados anatómicos.

Derek hizo una mueca al notar el humo del tabaco.

– ¡Por el amor de Dios, Kitty, apaga eso!

– Déjala en paz -dijo Glen con voz apagada. Kitty pareció sorprendida por aquel apoyo inesperado, pero apagó el cigarrillo de todos modos.

Apareció el chófer, cerró la portezuela del lado de Derek. rodeó el vehículo por detrás y tomó asiento ante el volante. En cuanto se puso en marcha me dirigí a mi coche.

Todos abandonamos un poco el talante sombrío cuando llegamos a la casa. La muerte pareció quedar arrinconada gracias al buen vino y unos entremeses riquísimos. No sé por qué la muerte sigue generando estas pequeñas francachelas. Todo lo demás se ha modernizado, pero aún quedan vestigios de los velatorios antiguos. Entre la sala de estar y el vestíbulo habría unas doscientas personas, pero todo parecía perfecto. Entre el entierro y el sueño reparador que viene después, según mandan los cánones, se abre un incómodo paréntesis que hay que llenar con lo que sea para que no resulte violento.

Reconocí a casi todos los que habían estado en la casa para felicitar a Derek el lunes por la noche: el doctor Fraker y su mujer, Nola; el doctor Kleinert y una mujer más bien ordinaria que supuse sería su señora; el tercer médico de la reunión de cumpleaños, Metcalf, charlaba con Marcy, la secretaria que había coincidido con Bobby en el Departamento de Patología. Me hice con una copa de vino y me abrí paso hacia Fraker. Estaba charlando con Kleinert, los dos con las cabezas muy juntas, y se interrumpieron al llegar yo.

– Qué tal -dije, y de pronto me sentí cohibida. Quizás había sido una iniciativa poco afortunada. Tomé un sorbo de vino y advertí que cambiaban una mirada. Deduje que no les importaba que fuera testigo de sus confidencias porque Fraker reanudó la charla donde la había suspendido.

– En cualquier caso no pienso echar mano del microscopio hasta el lunes, pero a juzgar por el conjunto de síntomas, yo diría que la causa inmediata del fallecimiento fue una herida en la válvula nórtica.

– Al chocar contra el volante -dijo Kleinert.

Fraker asintió y tomó un sorbo de vino. Siguió exponiendo sus conclusiones casi como si se las estuviera dictando a su secretaria.

– Hubo fractura de esternón y varias costillas, y la sección ascendente de la aorta quedó cortada, aunque no del todo, inmediatamente por encima de la corona valvular.

Además, sufrió un hemotórax izquierdo de ochocientos centímetros cúbicos y numerosas hemorragias periféricas en la aorta.

Por la cara que ponía Kleinert me di cuenta de que entendía punto por punto sus observaciones. A mí me revolvió las tripas toda aquella explicación, que por otra parte me sonó a chino.

– ¿Alcohol en sangre? -preguntó Kleinert.

Fraker se encogió de hombros.

– La prueba fue negativa. No había bebido. Esta tarde tendremos los demás resultados, pero creo que no encontraremos nada. Aunque siempre hay sorpresas, claro.

– Bueno, si es cierta tu hipótesis sobre el bloqueo del ele-ce-erre, entonces era sin duda inevitable un ataque. Barnie le advirtió que vigilase los síntomas -dijo Kleinert. Tenía el rostro alargado y con una expresión de tristeza continua.

Si yo tuviera problemas emocionales y tuviese que recurrir a un comecocos, no creo que me ayudara mucho ver una cara como aquélla, semana tras semana. Buscaría a alguien que tuviera un poco de vitalidad, un poco de chispa, a alguien que me diese al menos una pequeña esperanza.

– ¿Bobby tuvo un ataque? -pregunté. Estaba ya claro como el agua que hablaban de los resultados de la autopsia. Fraker tuvo que darse cuenta de que yo no había comprendido ni palote porque me dio una explicación traducida.

– Pensamos que Bobby arrastraba secuelas de las lesiones sufridas en la cabeza en el primer accidente. A veces se bloquea la circulación normal del líquido cefalorraquídeo. Aumenta la presión dentro de la cabeza y parte del cerebro comienza a atrofiarse, lo que da lugar a una epilepsia postraumática.

– ¿Por eso se salió de la calzada?

– En mi opinión, sí -dijo Fraker-. No puedo afirmarlo categóricamente, pero estoy convencido de que sufría ansiedad, dolores de cabeza y seguramente irritabilidad también.

Kleinert volvió a intervenir.

– Yo lo vi a las siete, a las siete y cuarto, más o menos. Estaba muy deprimido.

– Tal vez sospechara lo que le ocurría -dijo Fraker.

– Lástima que no lo dijera entonces, de ser así.

Siguieron intercambiando murmullos mientras yo trataba de sacar algunas conclusiones prácticas.

– ¿Podría provocarse con fármacos un ataque de esas características? -pregunté.

– Desde luego que sí -dijo Fraker-. Los informes toxicológicos no son exhaustivos y los resultados de los análisis dependen de lo que se anda buscando. Hay cientos de productos farmacológicos que afectarían a una persona propensa a los ataques. En términos prácticos, es imposible tenerlos catalogados y controlados.

Klemert se removió con inquietud.

– Es asombroso que durase tanto después de lo que le ocurrió -dijo-. No queríamos que Glen se preocupara, pero creo que todos nos temíamos la posibilidad de que sucediera algo así.

El tema parecía haberse agotado y Kleinert se dirigió abiertamente a Fraker.

– ¿Has cenado ya? Ann y yo teníamos intención de cenar fuera y si Nola y tú se animan…

Fraker declinó la invitación, pero quería más vino y advertí que paseaba la mirada por la multitud, en busca de su mujer. Los dos médicos se separaron tras murmurar una disculpa.

Yo me quedé donde estaba, intranquila, repasando datos. En teoría, Bobby Callahan había muerto de muerte natural, pero de acuerdo con los hechos había fallecido a consecuencia de las heridas sufridas en el accidente de hacía nueve meses, que, según él por lo menos, había sido un intento de asesinato. Por lo que alcanzaba a recordar, la legislación californiana estipulaba que "una muerte provocada es homicidio o asesinato si la víctima fallece antes de transcurridos tres años y un día después de sufrir la agresión o de recibir la causa agente de la defunción". En otras palabras, lo habían asesinado y carecía totalmente de importancia que hubiera muerto aquella noche o la semana anterior. Pero por el momento no tenía ninguna prueba. Aún me quedaba, prácticamente intacto, el dinero que me había dado Bobby junto con una serie de instrucciones muy claras; o sea que el contrato seguía en vigor y yo podía continuar con el caso si quería.

Imagine que me levantaba y me sacudía el polvo. Había llegado el momento de arrinconar el dolor y de volver al trabajo. Dejé la copa de vino, me acerqué a Glen para decirle dónde iba a estar, subí a la primera planta y registré a conciencia la habitación de Bobby. Quería encontrar el pequeño cuaderno rojo.

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