Estuve en jefatura durante una hora y tres cuartos. La sección de Personas Desaparecidas y la de Fraudes y Estafas se encontraban, por suerte, en puntos diametralmente opuestos y no tuve que preocuparme por la posibilidad de encontrarme otra vez con Jonah. Cuando llegué, Whiteside estaba comiendo, y cuando apareció tuvo que asistir a una reunión de urgencia. Cuando por fin pude contarle lo que pasaba, tuvo que poner una conferencia a un condado del norte de Nuevo México, donde se habían dictado tres órdenes de búsqueda. Mientras esperaba contestación, se puso al habla con el jefe de policía de un pueblo norteño, próximo a San Francisco, para que le confirmara la veracidad de otra orden de búsqueda, ésta sin posibilidad de fianza, que se había dictado en Marin. La quinta orden de búsqueda, dictada en Boise, Idaho, resultó ser por un delito menor y el inspector encargado del caso manifestó que no podía trasladarse a Santa Teresa para detenerla. La sexta orden se había dictado en Twin Falls por motivos no especificados. El tiempo pasaba y Lila Sams seguía en libertad.
A las tres y veinte llamaron desde Marin County para corroborar la orden de búsqueda y captura sin fianza y para comunicar que movilizarían a un agente para que se hiciera cargo de ella en cuanto se les notificase su detención. Tanta generosidad se debía en gran parte a que el agente movilizado estaba de vacaciones en Santa Teresa y no tenía inconveniente en volver a Marin con la detenida. Whiteside me dijo que en cuanto recibiera por télex una copia de la orden mandaría para detenerla al agente que estuviera de servicio en la zona.
En realidad no era necesario tener la orden en la mano, pero creo que se había dado cuenta ya de que Lila era muy astuta. Le di la dirección de Moza, la mía y una descripción completa de Lila Sams.
Llegué a casa a eso de las cuatro menos veinte. Henry estaba en el jardín, recostado en una tumbona y rodeado de libros. Nada más aparecer yo por la esquina, levantó la vista del cuaderno tamaño folio que tenía en las manos.
– Ah, eres tú -dijo-. Creí que era Lila. Me dijo que pasaría a despedirse antes de marcharse.
Aquello me cogió por sorpresa.
– ¿Se va?
– Bueno, no de manera definitiva. Se va a pasar unos días en Las Cruces, pero espera estar de vuelta hacia el fin de semana. Creo que ha surgido un pequeño problema en relación con ciertos inmuebles que posee y tiene que solucionarlo. Es un fastidio, pero qué le vamos a hacer.
– Pero aún no se ha ido, ¿verdad?
Consultó el reloj.
– Espero que no. Su avión sale a las cinco. Me dijo que tenía que ir a la compañía inmobiliaria y a meter un par de cosas en la maleta. ¿Querías hablar con ella?
Negué con la cabeza, incapaz de decirle todavía lo que no habría más remedio que decirle. Vi que estaba tomando notas para otro crucigrama. En la parte superior de la página había garabateado dos títulos: Elemental, querido Watson y Pesadilla en Holmes Street.
Cuando advirtió que me fijaba en lo que hacía, sonrió con timidez.
– Es para los entusiastas de Holmes -dijo. Puso a un lado el cuaderno como si le cohibiera que los demás le mirasen mientras trabajaba-. Bueno, ¿qué tal va todo?
Con aquella pasión exclusiva que sentía por las palabras parecía el vivo retrato de la ingenuidad y la inocencia. ¿Cómo podía Lila engañar a un hombre así?
– He averiguado algo y creo que debería usted saberlo -dije. Desdoblé el listado del ordenador y se lo tendí.
Le echó un vistazo rápido.
– ¿Qué es?
Parece que fue entonces cuando vio escrito el nombre de Lila porque ya no apartó la mirada de la hoja. Mientras asimilaba los hechos se le fue la animación de la cara. Cuando terminó de leer, hizo un ademán de impotencia. Estuvo un rato en silencio y clavó los ojos en los míos.
– Bueno. Parece que he hecho el tonto, ¿no?
– Vamos, Henry, no diga eso. Yo no creo que haya hecho el tonto, en absoluto. Se arriesgó y ella le proporcionó un poco de felicidad. Si en el último momento se descubre que Lila es una sinvergüenza, usted no tiene la culpa.
Se quedó mirando la hoja de papel como un niño que estuviera aprendiendo a pronunciar las palabras.
– ¿Por qué te pusiste a hacer averiguaciones sobre ella?
Tal vez hubiese varias maneras diplomáticas de explicárselo, pero no se me ocurrió ninguna.
– La verdad es que esa mujer me caía mal. Supongo que se me despertaron instintos de protección, en particular cuando me dijo usted que iba a hacer negocios con ella. Pensé que no era trigo limpio y resulta que mi intuición era cierta. No le habrá dado dinero, ¿verdad?
Dobló el listado.
– Esta misma mañana he sacado todo el dinero que tenía en una cuenta.
– ¿Cuánto?
– Veinte mil -dijo-. En efectivo. Lila me dijo que los ingresaría en una cuenta en participación con la inmobiliaria. El gerente del banco me advirtió que me lo pensara dos veces, pero me pareció una actitud cobarde y no le hice caso. Ahora veo que tenía razón. -Se había puesto muy serio y yo estaba a punto de llorar.
– Voy a casa de Moza, a impedir que se fugue. ¿Quiere acompañarme?
Negó con la cabeza, con los ojos brillantes. Giré sobre mis talones y me alejé a paso rápido.
Recorrí lo más aprisa que pude la media manzana que había hasta la casa de Moza. Un taxi avanzaba despacio por la calzada mientras el conductor miraba los números de la calle. Los dos llegamos ante la casa de Moza al mismo tiempo. Aparcó junto al bordillo de la acera. Me acerqué al vehículo y miré por la ventanilla del copiloto. En vez de cara, el taxista parecía tener un globo fabricado con piel humana.
– ¿Es usted la que ha pedido el taxi?
– Pues sí. Lila Sams.
Consultó la hoja de ruta.
– Exacto. ¿Hay que cargar maletas?
– Bueno, la verdad es que ya no necesito el taxi. Un vecino me ha dicho que me llevará al aeropuerto. Llamé a la compañía, pero supongo que el encargado no ha tenido tiempo de notificárselo. Lo siento.
Me miró con cara de pocos amigos, lanzó un suspiro de mala leche y tachó con mucho aparato la dirección que figuraba en la hoja de ruta. Metió la primera con gesto de cabreo y se alejó cabeceando. Joder, habría hecho carrera en el teatro con aquella actuación.
Crucé el jardín de Moza por un costado y subí los peldaños del porche de dos en dos. Moza estaba en el umbral, sujetando el cancel y mirando con nerviosismo el taxi que se alejaba.
– ¿Qué le ha dicho? Era el taxi de Lila. Tiene que ir al aeropuerto.
No qué va, a mí me ha dicho que le habían dado mal la dirección. Buscaba a Zollinger, que vive una calle más allá, creo.
– Llamaré a otra compañía. Lila pidió el taxi hace media hora. Va a perder el avión,
– Yo la llevaré -dije-. ¿Está en casa?
– No quiero que cause usted ningún problema, Kinsey, No voy a permitirlo.
– No voy a causar ningún problema -dije. Crucé la sala de estar y entré en el pasillo. La puerta de la habitación de Lila estaba abierta.
El cuarto se había limpiado de objetos personales. El cajón donde Lila había escondido la documentación falsa estaba encima de la cómoda y no había nada en el listón trasero. Lila había dejado la cinta adhesiva hecha una bola, pegada como si fuera un chicle. Junto a la puerta había una maleta cerrada y preparada. Encima de la cama había otra, abierta y a medio llenar, y junto a ella vi un bolso blanco de plástico.
Lila estaba de espaldas a mí, ocupada en sacar un montón de prendas dobladas de un cajón de la cómoda. Llevaba un conjunto informal de poliéster -chaqueta y pantalón- que no le favorecía mucho que digamos. Le hacía un culo que parecía un par de tetas de vaca. Me vio al volverse.
– ¡Ay! Me has asustado. Creí que era Moza. ¿Querías algo?
– Me dijeron que se iba y pensé que podía echarle una mano.
Vi el desconcierto en sus ojos. Su brusca partida se debía probablemente al grito de alerta lanzado por sus compinches de Las Cruces, asustados por mi telefonazo de la noche anterior. Tal vez sospechara que había sido yo, pero no lo sabía con certeza. Yo sólo quería entretenerla hasta que llegara la policía. No tenía la menor intención de enfrentarme a ella. Por lo que sabía, aquella mujer era muy capaz de encañonarme de pronto con una Derringer de dos tiros o echárseme encima en plan Miró el reloj. Ya eran casi las cuatro. Se tardaba veinte minutos en llegar al aeropuerto, y si no estaba allí hacia las cuatro y media se arriesgaba a perder la plaza. No le quedaban más que diez minutos.
– Caramba, caramba- dijo- ya debería estar aquí el taxi.
Si no llega a tiempo tendré que salir pitando en el último momento. ¿Me podrías llevar tú?
– Por supuesto -dije-. Tengo el coche cerca de aquí Henry me dijo que pasaría usted por su casa para despedirse de él.
– Naturalmente que lo haré, si tengo tiempo. Es un hombre encantador. -Acabó de guardar la ropa y vi que echaba un vistazo en derredor, por si olvidaba algo.
– ¿Ha cogido todo lo del cuarto de baño? ¿El champú? ¿Alguna prenda interior recién lavada?
– Yo creo que sí. Voy a ver. -Pasó por mi lado al salir al pasillo.
Esperé a que cruzara la puerta, me lancé sobre el bolso y lo abrí. En el interior había un abultado sobre de papel de embalar con el nombre de Henry escrito a lápiz en la parte del destinatario. Le quité la goma elástica y revisé el contenido. Dinero. Cerré el bolso y me metí el sobre entre los riñones y la parte trasera de los tejanos. Estaba convencida de que Henry no presentaría ninguna denuncia y me repateaba que sus ahorros acabaran en manos de la policía, etiquetados y clasificados por los siglos de los siglos. Porque nadie sabe cuándo se recuperan estas cosas. Me estaba tapando el bulto del sobre con la camiseta cuando volvió Lila con el champú, el gorro de baño y un frasco de crema para las manos. Los metió en los huecos laterales que quedaban libres, bajó la tapa de la maleta y encajó los dos cierres de un golpe.
– Deje, yo la llevaré -dije. Cogí la maleta de la cama, cogí la otra que había en el suelo y salí al pasillo cargada como una mula. Moza estaba en mitad del corredor, retorciendo con nerviosismo un trapo de cocina imaginario.
– Yo llevaré una -dijo.
– Es igual, ya lo hago yo.
Me dirigí a la puerta con Moza y Lila en la retaguardia. Deseaba con toda mi alma que apareciese la policía de una vez. Las dos mujeres cambiaron frases de despedida Lila no hacía más que fingir. Se iba. Se iba para siempre. No tenía la menor intención de volver.
Al llegar a la puerta, Moza se adelantó para abrirme el cancel. Un coche patrulla acababa de detenerse ante la casa.
Tuve miedo de que Lila lo viese demasiado pronto y escapara por la puerta trasera.
– ¿Cogió los zapatos que había debajo de la cama? -pregunté girando a medias la cabeza. Me detuve en el umbral para que no viese la calle.
– Pues ahora mismo no lo sé. Creo que miré y no vi nada -dijo.
– Es probable entonces que los haya cogido -dije.
– Bueno, voy a mirar. -Volvió a toda prisa al dormitorio y dejé las dos maletas en el porche.
Moza, mientras tanto, observaba la calle con desconcierto. Dos agentes de uniforme, un hombre y una mujer, avanzaban por el sendero del jardín, los dos con la cabeza descubierta, los dos con camisa de manga corta. En los últimos tiempos se ha hecho mucho para que la policía de Santa Teresa pierda su imagen autoritaria, pero aquellos dos me parecieron tan amenazadores como siempre. Moza pensaba sin duda qué infracción del código civil habría cometido: no cortar la hierba, poner la tele demasiado alta.
Dejé que charlase un ratito con ellos y fui en busca de Lila, no fuera que viese a los policías y escapara por detrás.
– Lila, acaba de llegar su taxi -dije en voz alta.
– Gracias a Dios -dijo mientras aparecía por el cuarto de estar-. No he visto nada bajo la cama, pero menos mal que he vuelto porque me había dejado el billete encima de la cómoda.
Nada más llegar a la puerta principal me puse detrás de ella. Alzó los ojos y vio a los agentes.
El hombre, según su tarjeta de identificación, se llamaba G. Pettigrew. Era negro, rondaría los treinta años, tenía brazos fuertes y un pecho poderoso. Su compañera, M. Gutiérrez, era casi tan fornida como él.
Los ojos de Pettigrew se posaron en Lila.
– ¿Es usted Lila Sams?
– Sí. -Pronunció el monosílabo con perplejidad mientras observaba al policía con ojos inquietos. Me pareció más vieja y achaparrada de pronto.
– ¿Tendría la bondad de adelantarse, por favor?
– Naturalmente, pero no sé a qué se debe todo esto. -Fue a abrir el bolso, pero Gutiérrez se lo arrebató y miró el interior por si escondía algún arma.
Pettigrew le dijo que estaba detenida, sacó una tarjeta y le leyó sus derechos. Estoy segura de que el agente había repetido aquellas frases cientos de veces y que no necesitaba la chuleta, pero se sirvió de ella probablemente para que después no hubiera ninguna duda al respecto.
– Dese la vuelta, por favor, de cara a la pared.
Hizo lo que le decían, Gutiérrez la cacheó y le puso las esposas. Lila puso cara de lástima.
– Pero ¿de qué me acusan? No he hecho nada. Es un error. -Su agitación pareció conmover a Moza.
– ¿Qué ha ocurrido, agente? -preguntó al hombre-. Esta mujer se hospeda en mi casa, es mi inquilina. No ha hecho nada malo.
– Señora, le agradecería que se hiciese atrás. La señora Sams podrá llamar a un abogado en cuanto lleguemos a jefatura. -Rozó a Lila con la mano, pero ésta se apartó y se puso a dar gritos agudos.
– ¡Socorro! ¡Suéltenme! ¡Socorro!
La dominaron entre los dos, uno a cada lado, y se la llevaron del porche con movimientos categóricos e inapelables, aunque algunos vecinos, atraídos por el alboroto, habían abierto la puerta para ver qué pasaba. Lila se dejaba llevar a rastras mientras giraba la cabeza para mirar a Moza con ojos lastimeros. La metieron en el coche patrulla y tuvieron que doblarle las piernas para cerrar la puerta trasera. Daba la sensación de que se la llevaba la Gestapo y de que nunca más volvería a saberse de ella.
Cabeceando, el agente Pettigrew recogió sus maletas, que estaban en mitad del sendero del jardín. Las metió en el portaequipajes.
El vecino de al lado se acercó, quizá para ver qué podía hacer por la detenida, y vi que se ponía a hablar con Pettigrew mientras Gutiérrez llamaba a jefatura y Lila se debatía, aferrada a la reja que la separaba de los asientos delanteros. Pettigrew se puso por fin al volante, cerró de un portazo y arrancó.
Moza estaba pálida como un sudario y me miró con expresión irritada.
– ¡Usted tiene la culpa de todo! ¿Qué se imagina usted, qué se le ha metido en la cabeza? Pobrecita.
Advertí la presencia de Henry a media manzana de distancia. Aunque estaba lejos, vi que tenía la cara embargada por el estupor y la incredulidad, los músculos en tensión.
– Hablaremos más tarde -dije y fui hacia él.