Se fue el doctor Fraker y Kelly Borden cogió un pulverizador con desinfectante, roció los mostradores de acero inoxidable, cogió luego un trapo y los limpió a conciencia. Creo que en realidad no hacía falta que hiciera aquello, pero así tenía la mirada puesta en otra cosa. Era una forma educada de no prestarme atención y no hice objeción alguna. Me entretuve dando una vuelta por el lugar y mirando los armarios de portezuela de vidrio llenos de bisturís, fórceps y serruchos de aspecto macabro.
– Pensé que habría más cadáveres -dije.
– Allí dentro.
Eché un vistazo a la puerta por la que había entrado él. -¿Puedo mirar?
Se encogió de hombros.
Me acerqué y abrí la puerta, al lado de la cual había un termómetro que marcaba cuatro grados centígrados. La habitación, que tendría el tamaño de mi casa, estaba flanqueada por camastros de fibra vítrea, ordenados escalonadamente como si fueran literas desvencijadas. Había ocho cadáveres visibles, casi todos envueltos en un plástico amarillento a través del cual distinguía brazos, piernas y heridas que habían sangrado; la sangre y los fluidos corporales se condensaban en la superficie de la funda de plástico. Había dos cadáveres cubiertos por una sábana. En el camastro más próximo vi a una anciana desnuda, rígida como una estatua y un tanto deshidratada, al parecer. En mitad del tórax le habían practicado una tétrica incisión en forma de "y" que le habían cosido con puntos irregulares y torpes, como un pollo relleno y atado con cordeles. Los pechos le colgaban hacia los lados corno si fueran globos hinchados con agua, y tenía tan poco pelo en el pubis como una niña. Tuve ganas de taparla, pero ¿para qué? Estaba más allá del frío, más allá del dolor, del recato, de la sexualidad. Le observé el pecho: no subía y bajaba, como hubiera sido de desear. La muerte comenzaba a antojárseme un juego de salón: ¿cuánto tiempo aguantas sin respirar? Advertí que respiraba hondo otra vez: no me gustaba aquel juego. Cerré la puerta y volví a la calidez de la sala de autopsias.
– ¿Cuántos caben?
– Cincuenta tal vez, en caso de emergencia. Yo nunca he visto más de ocho o nueve.
– Creí que iban directamente a la funeraria.
– Sólo si han fallecido de muerte natural. Del resto nos hacemos cargo nosotros. Asesinados, suicidas, accidentados, todos los que mueren de forma sospechosa o anormal. Se practica la autopsia a casi todos y al cabo de un tiempo relativamente breve se envían a la funeraria. Hay algunos indigentes entre los diez que tenemos ahora. Hay un par de individuos sin nombre a los que esperarnos identificar. A veces se prolongan los trámites del entierro y guardamos el cadáver. Hay dos que llevan aquí un montón de años. Franklin y Eleanor." Son prácticamente nuestras mascotas.
Me crucé de brazos porque empezaba a sentir escalofríos y cambié de conversación porque prefería hablar de los vivos.
– ¿Conoces bien a Bobby? -pregunté. Me apoyé en la pared y me puse a mirarle mientras se dedicaba a sacar brillo a los grifos del fregadero de acero inoxidable.
– Apenas le conozco. Trabajábamos en turnos diferentes.
– ¿Cuánto hace que trabajas aquí?
– Cinco años.
– ¿Y qué más haces?
Hizo una pausa para mirarme. Por lo visto no le gustaban las preguntas personales, pero era demasiado educado para decirlo…
– Soy músico. Toco la guitarra en un grupo de jazz.
Le miré con fijeza durante un minuto sin atreverme a preguntárselo.
– ¿Has oído hablar de Daniel Wade?
– Claro. Era pianista de jazz, de Santa Teresa. Todo el mundo sabe quién es. Aunque hace años que no se le ve por la ciudad. ¿Amigo tuyo?
Me aparté de la pared; era mi turno.
– Era mi marido.
– ¿Estuviste casada con él?
– Exacto. -Observé unos frascos de vidrio con órganos humanos en adobo. Me pregunté si habría algún corazón en escabeche en aquella sustanciosa ensalada natural de hígados, riñones y bazos.
Kelly volvió a enfrascarse en lo suyo.
– Un músico genial -observó en un tono a la vez de prudencia y de respeto.
– Lo sigue siendo -dije, sonriéndome ante lo irónico de la situación. Nunca había hablado de ello y se me hacía raro contárselo a un enfermero del depósito con bata de cirujano, en una sala de autopsias.
– ¿Y qué le pasó? -preguntó Kelly.
– Nada. Lo último que supe de él es que estaba en Nueva York. Seguía tocando y drogándose.
Cabeceó.
– Joder, con el talento que tiene. No lo conocía personalmente, pero iba a verle tocar siempre que podía. No lo comprendo, habría podido llegar adonde hubiera querido.
– El mundo está lleno de genios.
– Sí, pero él es mejor que la mayoría. Al menos por lo que yo sé.
Lo malo es que yo no era tan genial como él. Me habría ahorrado muchos sinsabores -dije. En realidad, aquel matrimonio, aunque sólo había durado unos meses, había representado la mejor época de mi vida. Daniel tenía cara de ángel en aquella época… ojos azul cielo bajo una nube de rizos de oro. Siempre me recordaba a un santo católico que había pintado no sé qué artista: delgado, guapo, aspecto de asceta, manos elegantes y aire de humildad. Emanaba inocencia. Sólo que no podía serme fiel, no podía apartarse de las drogas, no podía quedarse en un solo sitio. Era salvaje, divertido y corrupto; si reapareciera… no me atrevo a jurar que le diría que no, me pidiera lo que me pidiese.
Había dejado languidecer la conversación; fue Kelly quien la reanudó, instado por el silencio.
– ¿Qué hace Bobby ahora?
Volví a fijarme en él. Se había encaramado en un taburete alto de madera; el trapo y el desinfectante estaban en el mostrador, a su izquierda.
– Sigue reorganizando su vida -dije-. Hace ejercicios diariamente. Pero no sé qué hace el resto del tiempo. ¿Supongo que no sabrás nada de lo que le pasaba entonces, verdad?
– ¿Qué importancia puede tener a estas alturas?
– El dice que estaba en peligro, pero ha perdido la memoria. Hasta que yo llene los agujeros, probablemente seguirá teniendo problemas.
– ¿Por qué?
– Si alguien quiso matarle, puede intentarlo otra vez.
– ¿Y por qué no lo han hecho ya?
– Lo ignoro. Puede que el responsable se sienta seguro.
– Suena a rebuscado -dijo con los ojos fijos en mí.
– ¿Te hizo confidencias alguna vez?
Se encogió de hombros; su actitud volvía a ser un tanto reservada.
– Sólo coincidimos laboralmente en un par de ocasiones. Cuando entró a trabajar aquí yo estaba de vacaciones; al volver, yo tenía el turno de día y él tenía el de noche.
– ¿Cabe la posibilidad de que se dejara por aquí un cuaderno de direcciones, de piel encarnada, pequeño?
– Lo dudo. Aquí ni siquiera hay taquillas para guardar las cosas.
Saqué una tarjeta de la billetera.
– Llámame si se te ocurre algo. Me gustaría saber qué pasaba en aquel entonces y sé que Bobby agradecería muchísimo cualquier gesto amistoso.
– Claro.
Fui en busca del doctor Fraker; miré en Medicina Nuclear, en las oficinas de las enfermeras, en los despachos de la unidad de radiología, todo ello en el sótano. Lo encontré cuando se disponía a bajar otra vez.
– ¿Ya ha terminado? -dijo.
– Sí, ¿y usted?
– Entro de guardia a mediodía, pero si quiere charlar un rato, buscaremos un despacho vacío.
Negué con la cabeza.
– Por ahora no tengo más preguntas que hacerle. Pero me gustaría hablar con usted más adelante.
– Estoy a su disposición. No tiene más que darme un telefonazo.
– Gracias. Lo haré.
Estuve un rato en el coche, sin moverme del parking, tomando notas en las fichas de cartulina tamaño 12 X 7 que guardo en la guantera: el día, la hora y el nombre de las dos personas con quienes había hablado. El doctor Fraker era una buena fuente de información, aunque la entrevista no había dado mucho de sí. Kelly Borden tampoco me había sido de mucha ayuda, pero al menos había tanteado la posibilidad. Los resultados negativos son a veces tan importantes como los positivos, dado que son callejuelas sin salida que, mientras se avanza a ciegas hacia el centro del laberinto, permiten reducir el radio de acción. En el presente caso no sabía dónde estaba dicho centro ni qué habría en él.
Consulté la hora. Eran las doce menos cuarto y pensé en comer. Me cuesta comer a su hora. O no tengo hambre cuando toca, o la tengo cuando no puedo detenerme para comer. Sin yo quererlo se me ha convertido en una táctica para adelgazar, aunque no creo que le siente bien a mi salud. Arranqué y puse rumbo a la ciudad.
Volví al restaurante naturista donde había comido el lunes con Bobby. Tenía muchas ganas de verle, pero en el local no había el menor rastro de él. Pedí una ensalada polivitamínica, de esas que satisfacen al cien por ciento las necesidades nutritivas de toda una existencia. La camarera me trajo una bandeja llena de semillas y hierbajos coronados por una salsa rosa con pintas, muy sabrosa. No estaba ni la mitad de rica que una superhamburguesa con queso fundido, pero me sentí pura al saberme con toda aquella clorofila corriéndome por las venas.
Al volver al coche, me miré los dientes en el espejo retrovisor, no fuera que los tuviese manchados con brotes de alfalfa germinada. Si voy a entrevistar a una persona, no quiero tener aspecto de haber estado pastando en un prado. Busqué en el cuaderno de notas la dirección de los padres de Rick Bergen y cogí un plano de la ciudad. No sabía dónde estaba Turquesa Road. Al final la localicé; era una calle del tamaño de uno de esos pelos que crecen hacia dentro, una travesía de otra calle no menos desconocida y que discurría cerca de las estribaciones montañosas que parapetan el barrio más interior de la ciudad.
La casa era maciza y sencillota, toda a base de líneas verticales, y tenía un camino de entrada tan empinado que renuncié a utilizarlo y dejé el coche pegado a la escarchada que crecía al pie del mismo. Un muro liso de piedra artificial protegía la calle de los derrumbes montañosos y a causa de su figura en zigzag parecía una yuxtaposición de barricadas. Al llegar al porche me volví para admirar el espectáculo, una vista panorámica de toda Santa Teresa con el mar al fondo. En el cielo, a mi derecha, un ala delta trazaba círculos amplios y desiguales mientras descendía planeando hacia la playa. El día era soleado y en lo alto no había más que unos jirones núbeos, semejantes a la espuma, que comenzaban a desintegrarse. El silencio era sepulcral. No había tráfico y no parecía haber vecinos en los alrededores. Distinguí un par de tejados, pero me dominaba la sensación de que todo estaba desierto. La vegetación, que era escasa, se componía sobre todo de plantas resistentes a la sequía: espinos, wistarias y cactáceas.
Llamé al timbre. El hombre que acudió a abrirme era bajo, nervioso, sin afeitar.
– ¿El señor Bergen?
– Yo mismo.
Le tendí mi tarjeta.
– Soy Kinsey Millhone. Bobby Callahan me ha contratado para que investigue el accidente de…
– ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?
Le miré a los ojos. Los tenía pequeños y azules, bordeados de rojo. Sus mejillas eran hirsutas, con un rastrojo de dos días que le daba aspecto de higo chumbo. Tendría cincuenta y tantos años y olía a cerveza y sudor. Llevaba el pelo raleante peinado hacia atrás. Vestía unos pantalones que parecían salidos de un paquete de ropa del Ejército de Salvación y una camiseta con un rótulo estampado que decía: "La vida es un palo, muérete". Tenía los brazos fofos e informes, aunque la barriga le sobresalía como una pelota de baloncesto hinchada a más no poder. Quise replicarle con la misma rudeza, pero me mordí la lengua. Había perdido a su hijo. No tenía por qué ser educado.
– Bobby cree que el accidente fue un atentado criminal -dije.
– Chorradas. Señora, no quisiera ser grosero con usted, pero permítame decirle una cosa. Bobby Callahan es un niñato rico. Mimado, irresponsable y caprichoso. Se emborrachó como un cabrón, se salió de la carretera y mató a mi hijo, que por cierto era su mejor amigo. Cualquier otra cosa que le cuenten es caca de vaca.
– Yo no estoy tan segura -dije.
– Pues yo sí y le estoy diciendo la verdad. Compruebe los informes de la policía. Todo consta en ellos. ¿Los ha leído?
– El abogado de Bobby me envió ayer una copia -dije.
– ¿Verdad que no hay pruebas materiales? Bobby le ha dicho que alguien le obligó a salirse de la carretera y usted se lo ha creído, pero no tiene nada que apoye su versión, o sea que para mí es pura filfa.
– Tengo entendido que la policía le cree.
– ¿Y qué pasa? ¿Es que no se puede sobornar a la policía? ¿Cree que no se la puede convencer con unos billetes?
– En esta ciudad, no -dije. Aquel individuo me había puesto a la defensiva y no me gustaba nada el papel que estaba jugando.
– ¿Quién lo dice?
– Señor Bergen, conozco a los policías de aquí. He trabajado con ellos… -No parecía un argumento muy sólido, pero era la verdad.
– ¡Y una leche! -dijo interrumpiéndome, al tiempo que giraba la cabeza con fastidio y actitud de repulsa-. No tengo tiempo para escucharle. A lo mejor tiene más suerte con mi mujer.
– Yo preferiría hablar con usted -dije. Aquello pareció sorprenderle, como si nadie lo hubiese buscado nunca como interlocutor.
– Olvídelo. Ricky está muerto. Todo ha acabado ya.
– ¿Y si no es así? ¿Y si Bobby dice la verdad y no fue culpa suya?
– ¿Y a mí qué me importa? No quiero saber nada relacionado con él.
A punto estuve de replicarle, pero, guiada por el instinto, volví a contener la lengua. No quería enzarzarme en una discusión sin fin que sólo serviría para echar más leña al fuego. Aquel hombre estaba muy alterado, pero pensé que su agitación tendría altibajos.
– ¿No me concedería diez minutos?
Meditó un instante y accedió con cara de enfado.
– Está bien, hostia, pase. Estaba comiendo. Además, Reva no está.
Se alejó de la puerta, que tuve que cerrar yo, y lo seguí por la casa, que estaba alfombrada con una moqueta de color gris sucio y olía a cerrado. Las persianas se habían bajado para que no entrara el sol de la tarde y la luz del interior era de un tono ambarino. Los muebles me parecieron un tanto desproporcionados, las dos tumbonas gemelas y cubiertas con un plástico verde y el sofá de módulos, en uno de cuyos extremos había un perrazo negro encima de una manta de lana a cuadros.
La cocina consistía en un suelo cubierto de linóleo de treinta años de antigüedad y una serie de armarnos pintados de rosa subido. Los electrodomésticos parecían sacados de un número antiguo de La mujer y el hogar. Había un recodo para el desayuno, en una sección del banco se veía un montón de periódicos, y en el centro de la estrecha mesa de madera había un islote permanente compuesto por el azucarero, un servilletero de papel, frasquitos en forma de pato para la sal y la pimienta, un tarro de mostaza, una botella de ketchup y un frasco de Salsa Superior. Vi los ingredientes de la comida que se había preparado el señor Bergen: queso envasado en lonchas y un plato fuerte a base de aceitunas y pedazos asquerosos de hocico de animal.