A las dos de la tarde ya habíamos firmado el contrato; Bobby me dio un anticipo de dos mil dólares y lo dejé delante del gimnasio, donde tenía el BMW. A causa de su incapacidad tenía derecho a utilizar el espacio reservado a los minusválidos, pero vi que no había hecho uso de él. Puede que ya estuviera ocupado al llegar él o que, por obstinación, hubiese preferido recorrer los veinte metros que había entre una zona y otra.
Cuando salió del coche me incliné sobre el asiento que acababa de abandonar.
– ¿Quién es tu abogado? -le pregunté. Mantuvo la portezuela abierta y ladeó la cabeza para poder verme.
– Varden Talbot, de Talbot y Smith. ¿Por qué? ¿Quieres hablar con él?
– Pregúntale si tiene inconveniente en dejarme los informes de la policía. Ganaríamos mucho tiempo.
– De acuerdo, lo haré.
– Ah, es probable que empiece por tus parientes más cercanos. Tal vez tengan alguna hipótesis en relación con lo sucedido. ¿Te puedo llamar más tarde para que me digas cuál es el mejor momento para hablar con ellos?
Hizo una mueca. Mientras nos dirigíamos a mi despacho me había contado que a causa de su incapacidad se había visto obligado a volver temporalmente con la familia, cosa que no le había hecho ninguna gracia. Sus padres se habían divorciado hacía unos años y la madre había vuelto a casarse; en total, era su tercer casamiento. Según parece, Bobby no se llevaba bien con su último padrastro, aunque por lo visto le gustaba su hermanastra, una joven de diecisiete años que se llamaba Kitty. Yo quería hablar con los tres. Casi todos mis casos empiezan con gestiones rutinarias, pero aquel parecía diferente desde el comienzo mismo.
– Se me ocurre algo mejor -dijo Bobby-.Déjate caer por casa esta tarde. Mamá ha invitado a unos amigos para tomar unas copas a eso de las cinco. Es el cumpleaños de mi padrastro. Así podrás conocerlos a todos.
No acababa de decidirme.
– ¿Estás seguro de que no pasará nada? Puede que a tu madre no le guste mi presencia en una ocasión tan especial.
– No te preocupes. Le avisaré con tiempo. No pondrá pegas. ¿Tienes un lápiz a mano? Es para que tomes nota de la dirección.
Desenterré el cuaderno y el bolígrafo del fondo del bolso y apunté los datos.
– Llegaré a eso de las seis -dije.
– Estupendo. -Cerró la portezuela del coche y se alejó cojeando hacia el suyo. Arranqué y me dirigí a casa.
Vivo en lo que antaño fue un garaje monoplaza y que en la actualidad es un estudio de doscientos dólares al mes y unos quince metros cuadrados, y que hace las veces de sala de estar, dormitorio, cocina, cuarto de baño, despacho y lavandería. Todo lo que poseo es multiuso y pequeñito. Tengo un juego de frigorífico, fregadero y cocina, una lavadora en miniatura que se lo traga todo, un sofá que se convierte en cama (aunque sólo en contadas ocasiones me tomo la molestia de abrirlo) y un escritorio que a veces transformo en mesa de comedor. He organizado mi vida en función del trabajo y mi domicilio, con el paso del tiempo, ha ido reduciéndose en consecuencia. Durante una temporada viví en un remolque, pero acabó por parecerme excesivo. Salgo de la ciudad con frecuencia y me resisto a pagar por un espacio que no utilizo. Puede que un día reduzca mis necesidades a un saco de dormir que podría guardar en el asiento trasero del coche, así eliminaría de un plumazo la inevitabilidad del alquiler.
En la actualidad es poco lo que considero imprescindible. No tengo animales ni plantas. Tengo amigos, pero no doy fiestas. Mis pasatiempos, en caso de que tenga alguno, consisten en limpiar mi pequeña semiautomática y analizar pruebas documentales. Mi vida no es un lecho de rosas, pero pago puntualmente los recibos y facturas, tengo ahorrado un dinerillo y dispongo de un seguro de enfermedad que cubre los riesgos del oficio. Me gusta vivir como vivo, aunque procuro no jactarme demasiado al respecto. Cada seis u ocho meses tropiezo con un hombre que me deja sexualmente temblando, pero entre aventura y aventura practico el celibato, que tampoco me parece ningún mérito. Después de dos fracasos matrimoniales, he de andar con la guardia subida, lo mismo que las bragas.
Mi casa está en una calle pequeña y flanqueada de palmeras, a una manzana de la playa, y mi casero es un hombre que se llama Henry Pitts y que ocupa la vivienda principal del solar. Tiene ochenta y un años, es panadero jubilado y complementa sus ingresos actuales preparando artículos de panadería y pastelería que cambia con los comerciantes del barrio por productos y servicios. Abastece de pastas de té a las ancianitas del vecindario y en los ratos libres compone unos crucigramas del copón. Es muy atractivo: alto, esbelto y de piel bronceada, tiene una asombrosa cabellera cana que de tan suave parece la pelusilla de un recién nacido, y un rostro afilado y aristocrático. Tiene los ojos malva, del color de las ipomeas, e irradian inteligencia. Es afectuoso, dulce y humano. No habría tenido que sorprenderme por tanto que al llegar yo lo viese en compañía de la "beibi" que se estaba tomando con él un julepe de menta en el jardín.
Había estacionado el coche enfrente, como de costumbre, y eché a andar hacia la puerta de mi casa, que está en la parte trasera. Mi cubículo da al pintoresco escenario que constituye el jardín, donde hay césped, un sauce llorón, rosales, dos naranjos enanos y una zona empedrada para tomar el fresco. Me vio en el momento en que salía por su puerta trasera con una bandeja de servicio.
– Ah, hola, Kinsey. Bueno, ven. Quiero presentarte a alguien -dijo.
Seguí con la mirada la dirección de la suya y vi a una señora estirada en una tumbona. Tendría sesenta y tantos años, era regordeta y ostentaba una corona de rizos castaños que habían pasado por el tinte. Tenía el cutis arrugado como un mapa y se maquillaba con gran habilidad. Lo que me impresionó fueron sus ojos: muy grandes, de un castaño aterciopelado y, durante una fracción de segundo, viperinos.
Henry dejó la bandeja en una mesa redonda de metal que se alzaba entre las tumbonas.
– Te presento a Lila Sams -dijo, y señalándome con la cabeza-: Mi inquilina, Kinsey Millhone. Lila acaba de mudarse a Santa Teresa, le ha alquilado una habitación a la señora Lowenstein, aquí en la calle.
La señora me alargó la mano con un cascabeleo de pulseras rojas de plástico mientras hacía amago de levantarse.
– No se levante, por favor -dije, acercándome a ella-. Bienvenida al barrio. -Nos dimos la mano con una sonrisa de cordialidad que, en su caso, vino a reemplazar el destello frío que advirtiese en su mirada y que hizo que me preguntara si no habría sido víctima de una confusión-. ¿De dónde es usted?
– De aquí, de allí, de todas partes -dijo mirando a Henry con picardía-. No sé cuánto tiempo voy a estar por aquí, pero Henry hace que todo sea… maravilloooooso.
Llevaba un vestido estival, de algodón y escotado, con un estampado geométrico de color verde y amarillo sobre fondo blanco. Sus pechos eran sendos talegos de harina que hubieran perdido parte del contenido por entre las costuras. Repartía la gordura entre la delantera y la cintura, mientras que sostenía la reciedumbre de las caderas y los muslos con unas piernas todavía de buen ver y unos pies de aspecto elegante. Calzaba zapatillas de lona roja, con suela de tacón incorporado, y lucía unos pendientes de plástico rojo y que parecían botones. Fue como si contemplase un cuadro, porque mi mirada volvió al punto de partida. Quería observar sus ojos otra vez, pero en aquel momento ella miraba la bandeja que Henry le ofrecía.
– Ay, Henry, ¿qué es esto? ¡Eres de lo que no hay!
Henry le había preparado una bandeja de canapés. Es una de esas personas capaces de entrar volando en una cocina y preparar unos tentempiés para chuparse los dedos con un par de latas cualesquiera. Yo no tengo en la despensa más que una caja de copos de cereales con bichos.
Lila juntó las uñas rojas a modo de pico de grulla. Cogió un canapé y se lo trasladó a la boca. Parecía una tostada pequeña con un trocito de salmón ahumado y una pizca de mayonesa derretida.
– Mmmmm, está delicioso -dijo con la boca llena, y a continuación se lamió los dedos, uno por uno. Ostentaba varios anillos de aire tosco, con diamantes y rubíes engastados, y una esmeralda cuadrada que parecía un sello de correos con diamantes a los lados. Henry me ofreció la bandeja de los canapés.
– Prueba uno mientras te preparo un julepe de menta.
Negué con la cabeza.
– Mejor no. Tengo trabajo y quisiera correr un poco.
– Kinsey es detective -dijo Henry a su invitada.
Los ojos de Lila se dilataron y parpadearon con asombro.
– ¡Virgen Santa! ¡Qué interesante! -Se expresaba de un modo hiperbólico, con más vehemencia de la que pedía la situación. Ella no me despertaba a mí tanto entusiasmo y estoy segura de que se daba cuenta. Me caen simpáticas las señoras mayores en términos generales. Para el caso, me caen simpáticas casi todas las mujeres. Las encuentro abiertas y comunicativas por naturaleza, y graciosamente sinceras cuando se ponen a hablar de hombres.
Aquella era de la vieja escuela: dicharachera y coquetona. Se había mostrado desdeñosa nada más verme.
Miró a Henry y dio unas palmaditas en la lona de la tumbona.
– Anda, ven, siéntate aquí, niño travieso. No me gusta que seas tan servicial conmigo. ¿Puede usted creerlo, Kinsey? Que si toma esto, que si toma aquello, no ha parado de mimarme en toda la tarde. -Satisfecha, se inclinó sobre la bandeja de los canapés-. Oh, ¿de qué es éste?
Observé a Henry, medio esperando que me dirigiese una mirada de compromiso, pero acabó por sentarse en la tumbona, como se le había ordenado, y por recorrer la bandeja con los ojos.
– Es de ostra ahumada. Y éste, de queso graso con salsa india agridulce. Te gustará. Toma.
A punto estuvo de ponerle el canapé en la boca, pero ella, de un manotazo, le hizo cambiar de idea.
– Quita de ahí. Cómetelo tú. Quieres matarme, y lo que es peor, ¡vas a conseguir que engorde!
Al ver juntas las dos cabezas ancianas noté que la cara se me crispaba en una mueca de malestar. Henry tiene cincuenta años más que yo y nuestras relaciones han sido siempre de lo más casto y decoroso, pero me pregunté si se sentiría como yo en aquellos instantes en las raras ocasiones pretéritas en que había visto salir a un hombre de mi casa a las seis de la madrugada.
– Nos veremos más tarde, Henry -dije, echando a andar hacia mi puerta. Creo que ni siquiera me oyó.
Me puse una camiseta de tirantes y unos tejanos de pernera recortada, me até las zapatillas de correr y volví a la calle con la máxima discreción. Recorrí una manzana a paso rápido hasta llegar a Cabana, la ancha avenida que discurre en sentido paralelo a la playa, y me lancé al trote. Hacía calor y en el cielo no se veía ni una sola nube. Eran las tres de la tarde y hasta el oleaje parecía lánguido y perezoso. La brisa que soplaba del océano venía cargada de sal y la playa estaba cubierta por una alfombra de desperdicios.
Ni siquiera sé por qué me molestaba en corretear. Estaba desentrenada, jadeaba, resoplaba, y los pulmones se me pusieron al rojo vivo antes de recorrer medio kilómetro. Me dolía el brazo izquierdo y tenía las piernas como si fueran de madera. Corro siempre que trabajo en un caso y creo que por eso lo hice aquel día. Corrí porque era el momento de correr y porque necesitaba sacudirme el óxido y el agarrotamiento de las articulaciones. Aunque en esto de correr soy muy escrupulosa a la hora de cumplir con el tiempo y las distancias, jamás me ha entusiasmado el deporte. Pero no se me ocurre ninguna otra forma de sentirme bien.
El primer kilómetro y medio fue un martirio chino y maldije todos y cada uno de los minutos que invertí en recorrerlo. Al llegar a los tres kilómetros sentí que las hormonas endorfinas entraban en acción, y al llegar a los cinco comprendí que ya no me quedaban ni fuerzas ni ganas de continuar. Consulté la hora. Eran las tres y treinta y tres. Nunca he dicho que fuera rápida. Reduje la marcha a paso normal mientras chorreaba sudor por todos los poros. Ya me pasarían factura las agujetas al día siguiente, de eso estaba segura, pero por el momento me sentía ágil, con los músculos blandos y calientes. Suelo volver a casa andando para refrescarme.
Cuando llegué, el sudor, que se me había enfriado, me producía escalofríos y suspiraba por una ducha caliente. En el jardín no había ni un alma, los vasos del julepe estaban vacíos y juntos. La puerta trasera de Henry estaba cerrada y habían bajado las persianas. Entré en casa con la llave que suelo atarme al cordón de la zapatilla.
Me lavé la cabeza, me afeité las piernas, me puse una bata y estuve trasteando un rato, limpiando la cocina y despejando el escritorio. Al terminar me puse unos pantalones, un blusón largo, sandalias y colonia. A las siete menos cuarto cogí el bolso grande de piel, salí y cerré con llave.
Consulté la dirección de Bobby y doblé a la izquierda al llegar a Cabana, hacia el refugio de los pájaros, por la carretera serpeante de Montebello, donde se dice que hay más millonarios por kilómetro cuadrado que en ninguna otra urbanización del país. No sé si será verdad o no. En Montebello hay gente de todos los pelajes. Aunque las grandes propiedades se encuentran hoy entremezcladas con las casas de clase media, la impresión general que produce el conjunto es que allí hay dinero, un dinero amasado y conservado con el mayor escrúpulo, y un estilo con solera que se remonta a una época en que la riqueza y asuntos afines se gestionaban con discreción y en que la ostentación material se reservaba para los de la misma categoría económica. Los ricos actuales no son más que unos horteras que imitan a sus homólogos de la California antigua. Montebello también tiene sus "barrios bajos", una curiosa hilera de chabolas de chapa que se venden a 140.000 dólares la unidad.
La dirección que me había dado Bobby estaba en West Glen, una avenida estrecha y sombreada por eucaliptos y sicómoros, y flanqueada por valles de piedra labrada a mano que se curvaban hacia unas mansiones demasiado alejadas de la calle para que las viesen los conductores que pasaban. De tarde en tarde, un portal permite entrever los majestuosos edificios del fondo, pero en términos generales West Glen parece discurrir entre robledales sin otro objeto que tomar el sol a trechos, aspirar la fragancia del espliego y escuchar a los abejorros que ronronean entre los geranios de color rosa subido. Ya eran las seis y aún faltaba un par de horas para que anocheciera.
Encontré el número que buscaba y doblé en primera por un sendero. A la derecha vi tres cobertizos albeados con adornos de yeso y que parecían fruto de la habilidad arquitectónica de los tres cerditos. Miré por todas partes pero no vi ningún sitio donde aparcar. Seguí avanzando con la esperanza de encontrar una zona de estacionamiento al otro lado de la curva que tenía delante.
Miré atrás mientras me preguntaba por qué no había ningún otro vehículo a la vista y cuál de los bungalows sería el de la familia de Bobby. Me sentí intranquila durante un segundo. Bobby me había dicho aquella tarde, ¿no? Pero, ¿y si me había equivocado de día? Me encogí de hombros. En fin. Peores confusiones he sufrido en la vida, aunque no se me ocurrió ninguna en aquellos momentos. Tomé la curva y busqué un sitio para aparcar. Pisé el freno inconscientemente y el coche se detuvo tras patinar un poco. "¡Puta mierda!", murmuré.
El camino se había transformado en un patio ancho y pavimentado. Enfrente de mí se alzaba una casa. El corazón me dijo que Bobby Callahan vivía allí y no en los hogareños habitáculos de la entrada. Estos eran, sin duda, las dependencias de la servidumbre. La casa de verdad era lo otro.
Era tan grande como el instituto donde yo había hecho la segunda enseñanza y probablemente la había diseñado el mismo arquitecto, un hombre llamado Dwight Costigan, fallecido ya, y que con su solo esfuerzo había reavivado Santa Teresa en el curso de sus cuarenta años y pico de actividad profesional. El estilo, si no me equivoco, es un revival del colonial español. Admito que me he burlado de las paredes albeadas con adornos de yeso y estuco y de las techumbres de tejas rojas. Y que los arcos y las bunganvillas, y las vigas y balcones envejecidos artificialmente me han merecido mucho desprecio, pero jamás los había insto conjugados de aquel modo.
La parte central del edificio constaba de dos plantas y estaba flanqueada por sendos pórticos. Arcos y más arcos, sustentados por columnas de gran elegancia. Vi grupos de palmeras, portales con motivos escultóricos, ventanas de tracería. Había incluso un campanario, como en una misión antigua. ¿No había saltado Kim Novak de un sitio parecido? Parecía una mezcla de monasterio y decorado cinematográfico. En el patio había cuatro Mercedes estacionados, igual que en los publirreportajes de colores metalizados, y la fuentecilla del centro arrojaba un chorro de agua de cinco metros de altura.
Aparqué lo más a la derecha que pude y me inspeccioné la indumentaria. Los pantalones, ahora que me daba cuenta, tenían una mancha en la rodilla que sólo podía ocultar agachándome de modo que el blusón la tapara. El blusón estaba bien, era de gasa negra, de escote cuadrado y bajo y mangas largas, y me lo ceñía con un cinturón que hacía juego. Durante un segundo acaricié la idea de volver a casa para ponerme otra ropa, pero caí en la cuenta de que en casa no tenía nada más presentable. Me volví hacia el asiento trasero y rebusqué entre la surtida colección de trebejos y cachivaches que suelo dejar allí. Mi coche es un Volkswagen beige de cuatro asientos, de esa especie que denominan Cucaracha y que resulta genial para vigilar a la gente en casi todos los barrios. Para pasar inadvertida allí habría tenido que alquilar una limusina de las grandes. No me cabía la menor duda de que cada jardinero tenía un Volvo.
Aparté los libros jurídicos, los archivadores, el estuche de herramientas, el maletín donde guardo con llave la pistola y… ¡coño!, lo que buscaba: unos pantis viejos y útiles como filtro de café en caso de emergencia. Encontré en el suelo unos zapatos negros de tacón alto que había comprado cierta vez que había querido hacerme pasar por puta en un lugar de mala muerte de Los Ángeles. Cuando llegué al lugar de mala muerte, descubrí que todas las putas visibles iban vestidas como colegialas y renuncié al disfraz.
Arrojé las sandalias al asiento trasero y me quité los pantalones. Me puse los pantis, saqué brillo a los zapatos con saliva y me los calcé. Cogí el cinturón del blusón y me lo até con un nudo exótico alrededor del cuello. Encontré una cajita de rímel en el fondo del bolso y me repasé la cara tras inclinar el espejo retrovisor para poder verme. Tenía una pinta algo rara, pero ¿se darían cuenta los de dentro? Excepción hecha de Bobby, ninguno de los que estaban en la casa me había visto nunca. Eso esperaba.
Salí del coche y traté de no perder el equilibrio. No llevaba tacones tan altos desde que iba a primera enseñanza y jugaba a disfrazarme con la ropa vieja de mi tía. Sin cinturón, el blusón me llegaba hasta medio muslo y el tejido, que era ligerísimo, se me pegaba a las caderas. Si me ponía delante de la luz se me transparentarían las bragas del bikini, pero me daba igual. Ya que no puedo permitirme el lujo de vestir bien, por lo menos me invento trucos para que no se note. Aspiré una profunda bocanada de aire y avancé taconeando hacia la puerta.