9

Al día siguiente volví a Brooklyn. Fui en tren hasta pasar las estaciones de Sunset Park y me bajé en la avenida Bay Ridge. La entrada al metro estaba justo al otro lado de la calle donde se encontraba la funeraria que había enterrado a Margaret Tillary. El entierro había sido en el cementerio Green-Wood, dos millas al norte. Me giré y miré hacia la Cuarta Avenida, como si estuviera recorriendo con los ojos la ruta del cortejo funerario. Después, caminé hacia el oeste por la avenida Bay Ridge, en dirección al agua.

En la Tercera Avenida miré a mi izquierda y vi el puente Verrazano a lo lejos, extendiéndose sobre el Narrows, entre Brooklyn y Staten Island. Seguí caminando por un barrio mejor que en el que había estado el día antes y en Colonial Road giré a la derecha y caminé hasta que encontré la casa de los Tillary. Había buscado la dirección antes de salir de mi hotel y me resultó fácil encontrarla. Podía haber sido una de las casas que estuve mirando la noche anterior. Parte del viaje en taxi se me había borrado de la memoria. Era como si, al recordarlo, viera las imágenes a través de un velo, como si no estuvieran definidas.

La casa era una enorme construcción de ladrillo de tres plantas, justo en la acera de enfrente de la zona sur del parque Owl's Head. Bloques de ladrillo rojo de cuatro plantas flanqueaban la casa. Tenía un amplio porche, un toldo de aluminio y un tejado a dos aguas. Subí los escalones que llevaban al porche y llamé a la puerta. Dentro se oyó un repique de cuatro notas.

Nadie respondió. Giré el pomo, pero la puerta estaba cerrada con llave. La cerradura no parecía difícil de abrir, aunque no había ninguna razón para forzarla.

El camino de entrada quedaba a la izquierda de la casa. Llegaba hasta una puerta lateral que también estaba cerrada y continuaba hasta el garaje, que tenía el candado echado. Los ladrones habían roto el cristal de la puerta lateral y alguien lo había tapado con un cartón rectangular fijado con cinta metálica.

Crucé la calle y me senté en el parque durante un rato. Entonces cambié de posición y fui al otro lado de la calle desde donde podía observar la casa de los Tillary. Estaba intentando visualizar el robo. Cruz y Herrera habían llevado un coche y me preguntaba dónde habrían aparcado. ¿En el camino de entrada, junto a la puerta lateral por donde entraron? ¿O tal vez en la calle, optando por una típica huida? El garaje podía haber estado abierto entonces; a lo mejor metieron el coche dentro, para que nadie lo viera en el camino de entrada ni se extrañara.

Almorcé judías, arroz y salchichas. Me dirigí a la iglesia de Saint Michael sobre media tarde. En esa ocasión estaba abierta; me senté un rato en un banco y luego encendí unas velas. Mis ciento cincuenta dólares finalmente acabaron en el cepillo para los pobres.

Hice lo que se hace en esos casos. Rondé por allí, llamé a las puertas e hice preguntas. Volví a las residencias de los dos, a la de Herrera y a la de Cruz. Hablé con los vecinos de Cruz que no habían estado por allí el día antes y también hablé con algunos de los otros inquilinos del hostal. Fui hacia el Distrito 68 a buscar a Cal Neumann. No estaba allí, pero hablé con algunos policías de la comisaría y salí a tomar café con uno de ellos.

Hice un par de llamadas, pero mi actividad se centró principalmente en patearme las calles, en hablar con la gente cara a cara y en tomar algunas notas. Seguí el procedimiento habitual e intenté no cuestionar el motivo de mis actos. Estaba recopilando una buena cantidad de notas, pero no tenía la más mínima idea de si llevaban a alguna parte. No sabía qué estaba buscando exactamente o si había algo qué buscar. Supongo que estaba intentando moverme, actuar y recopilar información para justificarme, ante mí mismo y ante Tommy y su abogado. Para justificar el pago que ya había recibido y dilapidado en gran parte.

Al llegar la noche, ya había tenido suficiente. Tomé el tren a casa. Había un mensaje en la recepción para mí de parte de Tommy Tillary, con el número de su oficina. Lo metí en mi bolsillo, salí a la calle y doblé la esquina. Billie Keegan me dijo que Skip me estaba buscando.

– Todo el mundo me reclama -dije.

– Eso es bueno -respondió Billie-. Tuve un tío al que reclamaban en cuatro estados. También te han dejado un mensaje. ¿Dónde lo he puesto? -Me entregó un papel. Una vez más, era de Tommy Tillary, pero en esta ocasión el número de contacto que había dejado era distinto-. ¿Quieres tomar algo, Matt? ¿O solo has pasado para ver si tenías mensajes?

En Brooklyn me lo había tomado con calma y había tomado solo tazas de café en pastelerías y bodegas y algunas cervezas en los bares. Dejé que Billie me sirviera un burbon doble y me sentó muy bien.

– Te hemos estado buscando hoy -dijo Billie-. Hemos ido al hipódromo. Pensamos que te apetecería venir.

– Tenía trabajo que hacer -dije-. Y de todos modos, no me van mucho las carreras de caballos.

– Es divertido. Si no te lo tomas en serio.


El número que había dejado Tommy Tillary había resultado ser el de la centralita de un hotel en Murria Hill.

– ¿Sabes dónde está? La Treinta y Siete con Lex

– Debería poder encontrarla.

– Allí hay un bar. Es un local pequeño, pero bastante agradable. Está lleno de esos ejecutivos japos vestidos con trajes de Brooks Brothers. De vez en cuando dejan sus güisquis para hacerse fotos. Luego sonríen y piden más bebida. Te encantará.

Tomé un taxi y fui hacia allí. Y lo cierto es que no había exagerado en absoluto. La lujosa sala de cóctel, iluminada por una luz tenue, tenía una clientela primordialmente japonesa aquella noche. Tommy estaba en la barra y, cuando me acerqué, me apretó la mano y me presentó al camarero.

Nos llevamos las bebidas a una mesa.

– Este lugar es una locura -dijo-. Mira. Pensabas que estaba de coña cuando te dije lo de las cámaras, ¿verdad? Me pregunto qué hacen con todas esas fotos. Se necesitaría toda una habitación para poder guardarlas.

– Las cámaras no tienen carrete.

– Eso sí que sería bueno, ¿eh? -Se rió-. ¡Que no hubiera carrete en las cámaras! Joder. Seguro que tampoco son japoneses de verdad. Donde más voy es al Blueprint, a una manzana del parque, y también hay otro sitio, del estilo de un pub, que se llama Dirty Dick's o algo así. Pero me estoy alojando aquí y quería que pudieras localizarme. ¿Te parece bien este sitio o quieres que vayamos a otra parte?

– Está bien.

– ¿Estás seguro? Nunca he tenido a un detective trabajando para mí y quiero asegurarme de tenerlo contento. -Sonrió antes de que su gesto se volviera serio-. Me preguntaba si estabas… ya sabes… haciendo algún progreso. Si estabas descubriendo algo.

Le dije algo de lo que me había encontrado hasta el momento. Se alegró de oír lo del apuñalamiento en el bar.

– Es genial -dijo-. Eso le debería bastar a nuestros amiguitos hispanos, ¿no?

– ¿Cómo lo sabes?

– Es un artista del cuchillo -dijo- y ya mató a alguien una vez y salió impune. ¡Jesús! Esto es fantástico, Matt. Sabía que lo mejor era que te metieras en esto. ¿Ya has hablado con Kaplan?

– No.

– Pues deberías. Estas son la clase de cosas que puede utilizar.

Pensé en ello. Para empezar, me sorprendió que Drew Kaplan hubiera tenido que recurrir a un detective privado para llegar a enterarse de que Miguelito Cruz se había librado de una acusación de homicidio. Tampoco me parecía que la información tuviera algún peso para una defensa ante un tribunal ni que, siquiera, pudiera llegar a utilizarse como argumento. En resumidas cuentas, Kaplan dijo que estaba buscando algo que evitara que su cliente acabara ante un tribunal y yo, por mi parte, no entendía que los datos que yo había destapado pudieran servirle para ese propósito.

– Tienes que informar a Drew de todo con lo que te vayas encontrando -me dijo Tommy-. Un mínimo detalle que para ti pueda ser insignificante, a él puede serle clave para completar una información que ya tenga, ¿entiendes? Puede ser justo lo que necesita, aunque no parezca importante por sí solo.

– Entiendo.

– Claro. Llámalo un día y dale toda la información que tienes. Sé que no rellenas informes, pero no te importa mantenernos al tanto regularmente por teléfono, ¿verdad?

– No, claro que no.

– Genial -dijo-. Es genial, Matt. Deja que te invite a otra ronda de esto. -Fue a la barra y volvió con dos copas-. Así que has estado dando vueltas por mi mundo, ¿eh? ¿Te ha gustado?

– Me gusta tu barrio más que el de Cruz y el de Herrera.

– ¡Joder! Eso espero. Así que, ¿has estado por la casa? ¿Por mi casa?

Asentí con la cabeza.

– Para hacerme una idea de lo que pudo pasar. ¿Tienes una llave, Tommy?

– ¿Una llave? ¿Una llave de la casa? Claro, ¿cómo no iba a tener una llave de mi casa? ¿Por qué? ¿La quieres, Matt?

– Si no te importa.

– ¡Jesús! Por allí ha pasado todo el mundo. La pasma, la compañía de seguros, y como no, los hispanos. -Sacó un llavero del bolsillo, quitó una llave y me la dio-. Es la de la puerta principal. ¿Quieres también la de la lateral? Por ahí entraron. Ahora hay un trozo de cartón tapando el agujero que hicieron para abrir la puerta por dentro.

– Lo he visto esta tarde.

– Entonces, ¿para qué quieres la llave? Quita el cartón y abre. Y cuando estés dentro, mira a ver si hay algo que merezca la pena robar y sácalo metido en una funda de almohada.

– ¿Así fue como lo hicieron?

– ¿Quién sabe cómo lo hicieron? Eso es lo que hacen en algunas películas, ¿no? ¡Mira! Mira eso. Se sacan fotografías, se intercambian las cámaras, y vuelven a sacar fotos. Muchos de ellos están alojados en mi hotel, por eso vienen aquí. -Se miró las manos, que estaban entrelazadas y apoyadas sobre la mesa. El anillo del dedo meñique se había dado la vuelta y se lo colocó-. El hotel no está mal -dijo-, pero no puedo quedarme ahí para siempre. No puedo permitirme pagar tantos días de alojamiento.

– ¿Vas a volver a Bay Ridge?

Negó con la cabeza.

– ¿Para qué necesito yo esa casa? Ya era demasiado grande para los dos. No soportaría estar allí solo y, eso, sin tener en cuenta los recuerdos que me traería.

– ¿Cómo es que vivíais en una casa tan grande para los dos, Tommy?

– Bueno, no era para dos. -Apartó la mirada, como si estuviera recordando-. Era la casa de la tía de Peg. Ella puso el dinero para comprar la casa. Le quedaba algo del dinero del seguro que había recibido tras la muerte de su marido y nosotros necesitábamos una casa porque estábamos esperando un bebé. ¿Sabías que teníamos un hijo y que murió?

– Creo que lo ponía en el periódico.

– Si, en la esquela. Lo puse yo. Teníamos un hijo, Jimmy. No estaba sano, tenía una lesión coronaria congénita y retraso mental. Murió, poco antes de su sexto cumpleaños.

– Debió de ser duro, Tommy.

– Lo fue más para ella. Creo que habría sido peor de no ser por que no había vivido en casa desde que tenía pocos meses de edad. No podíamos ocuparnos de sus problemas de salud en casa, ya sabes. Además, el doctor me habló en privado y me dijo: «Señor Tillary, cuanto más se una su esposa a su hijo, más duro será cuando ocurra lo inevitable». Porque ellos sabían que no iba a vivir más que unos pocos años.

Sin decir nada, se levantó y fue a por otra ronda.

– Así que éramos tres -siguió-. Peg, yo y la tía. Ella tenía su habitación y su propio cuarto de baño en la tercera planta y aun así seguía resultando una casa grande para tres personas, pero ellas dos se hacían compañía y por eso vivíamos allí. Y luego, cuando su tía murió, pensamos en mudarnos, pero Peg estaba hecha a la casa y al barrio. -Tomó aire y dejó caer los hombros-. ¿Para qué necesito una casa tan grande y encima estar siempre metido en el coche o pasarme horas en el metro? Eso me sentaría como una patada en el culo. En cuanto todo este asunto se aclare, venderé la casa y me buscaré un apartamento pequeño en la ciudad.

– ¿En qué parte?

– Pues no sé. Por Gramercy Park, por ejemplo. Me gusta ese sitio. O tal vez en el Upper East Side. A lo mejor me compro un piso de cooperativa en un edificio bueno. Yo no necesito mucho espacio -bramó-. O podría irme con esa chica, ya sabes, con Carolyn.

– ¿Sí?

– Ya sabes que trabajamos en el mismo sitio. La veo allí todos los días. Ya me entiendes, «yo ya he donado pasta en la oficina». -Suspiró-. Quiero estar alejado de mi casa y de mi barrio hasta que todo se aclare.

– Claro.

Y entonces sacamos el tema de las iglesias, pero no recuerdo cómo. Fue por algo como que el horario de los bares era mejor que el de las iglesias; que las iglesias cerraban temprano.

– Bueno, es que es lo que tienen que hacer, ya sabes, por los temas de vandalismo y por los crímenes. Matt, cuando éramos niños, ¿cuándo se oía que se robara en una iglesia?

– Pero supongo que ocurría.

– Supongo que sí, ¿pero se oía? Hoy en día hay mucha gente que no respeta nada. Claro que está esa iglesia en Bensonhurst, que supongo que está abierta siempre que quieren.

– ¿Qué quieres decir?

– Creo que es Bensonhurst. Es una iglesia grande, pero no recuerdo el nombre. San no sé qué o algo así.

– ¡Anda que no hay iglesias que empiecen por «San»!

– ¿No te acuerdas? Hace unos años dos chicos negros robaron algo del altar. Unos candelabros de oro o yo qué sé. Y resulta que la madre de Dominic Tutto va allí a misa todas las mañanas. El capo que controla medio Brooklyn.

– ¡Ah, sí!

– Se corrió la voz y una semana después los candelabros ya estaban en el altar otra vez. Los candelabros o lo que fuera que se hubieran llevado. Pero sí, creo que eran unos candelabros.

– Bueno, da igual.

– Y los gamberros que se los llevaron -dijo- desaparecieron. Y lo que he oído es que… bueno, no sé si es verdad o no. Yo no estaba allí y no recuerdo quién me lo contó, pero el que me lo contó tampoco estuvo allí, ¿sabes?

– ¿Qué oíste?

– Oí que llevaron a los dos negros al sótano de Tutto -dijo- y que los colgaron de los ganchos esos donde se cuelga la carne. -La luz de una lámpara parpadeó a dos mesas de nosotros-. Y que los despellejaron vivos -dijo-. Pero, ¿quién sabe? Se oyen muchas historias y uno ya no sabe qué creer.


– Deberías haber estado con nosotros esta tarde -me dijo Skip-. Conmigo, con Keegan y con Ruslander. Cogimos mi coche y fuimos al Big A -comenzó a hablar imitando a W. C. Fields-: [15] Participamos en el deporte de los reyes y pusimos nuestro granito de arena para la mejora de la raza, ¡sí señor!

– Estaba trabajando.

– Yo habría estado mejor trabajando. ¡Puto Keegan! Llevaba un bolsillo lleno de botellas en miniatura y se ventiló una por carrera. Lleva los bolsillos llenos de esas botellitas. Y encima estuvo apostando a los caballos basándose en sus nombres. Está Jill la Reina, que por cierto no ha ganado ninguna carrera desde que Victoria fue reina, pero que a Keegan le recuerda a Jill, la chica por la que estaba loco en sexto. Y, claro, ¡cómo no!, va y apuesta por ese caballo.

– Y el caballo ha ganado.

– Por supuesto que ha ganado. Entonces le han dado un tique por valor de diez dólares y encima va y dice que ha cometido un error. ¿Pero qué error! «Se llamaba Rita», ha dicho. «Era su hermana la que se llamaba Jill. Me he confundido.»

– Ya sabes cómo es Billie.

– Pues toda la tarde ha sido así -dijo Skip-. Apuesta por sus ex novias y por las hermanas, se bebe casi medio litro de güisqui de esas botellitas y encima Ruslander y yo hemos perdido, no sé, unos cien o ciento cincuenta dólares mientras que el cabrón de Billie Keegan ha acabado llevándose seiscientos dólares por apostar a los nombres de sus ex novias.

– ¿Y cómo habéis elegido Ruslander y tú vuestros caballos?

– Bueno, ya conoces a nuestro amigo el actor. Encorva los hombros y se pone en situación, como muy misterioso, para ir a hablar con otros tipos que parecen de esos que venden pronósticos en las apuestas. Pero seguro que los tíos con los que habló eran actores como él.

– ¿Y los dos os habéis fiado de lo que le han dicho?

– ¿Estás loco? Yo he apostado basándome en datos científicos.

– Te leíste el folleto de las estadísticas.

– No le encuentro ningún sentido a eso. Lo que he hecho ha sido fijarme en los caballos que hacen que caigan las probabilidades cuando entra el dinero de los entendidos y también he bajado y he observado cuál de ellos había cagado la mierda más grande.

– Muy científico.

– Totalmente. ¿Quién quiere invertir su dinero en un jodido caballo estreñido? Algunos estaban tan estreñidos que se retorcían de dolor. Mis caballos están en perfecto estado.

– Y Keegan está loco.

– Ahí le has dado. Ese tío trivializa con una actividad casi científica. -Se inclinó hacia delante y apagó su cigarro-. ¡Ah! ¡Dios! Adoro esta vida -dijo-. Juro que he nacido para ella. Me paso la mitad de mi vida dirigiendo mi propio bar y la otra metido en los bares de otros. Y, de vez en cuando, en alguna tarde soleada, me alejo de eso para acercarme a la naturaleza y estar en comunión con la obra de Dios. -Clavó su mirada en la mía-. Me encanta -dijo con ecuanimidad-. Por eso voy a pagar a esos hijos de puta.

– ¿Te han vuelto a llamar?

– Antes de que nos fuéramos a las carreras. Me dijeron lo que pedían y que no era negociable.

– ¿Cuánto?

– Lo suficiente como para que lo de las carreras no pueda ayudarme. ¿Qué más da si pierdo o gano? Porque no apuesto a lo grande, no me resulta divertido si se trata de apostar dinero en serio. En cambio, lo que ellos me piden sí que es una cantidad bastante seria.

– ¿Y vas a pagarla?

Cogió su copa.

– Mañana vamos a reunimos con el abogado y con los contables. Bueno, nos reuniremos si es que para entonces Kasabian ha dejado de vomitar.

– ¿Y luego?

– Y luego supongo que intentaremos negociar lo innegociable para acabar pagando como unos cabrones. ¿Qué más van a decirnos los abogados y los contables? ¿Que reunamos un ejército? ¿Que luchemos en plan guerrilla? Eso no es lo que te dicen unos abogados y unos contables.

– Sacó otro cigarrillo del paquete, le dio un golpecito, lo sostuvo en alto, lo miró y volvió a darle otro golpe antes de encenderlo-. Soy como una máquina de fumar y de beber -dijo, cubierto por una nube de humo- y la verdad es que no sé por qué coño me importa si fumo o bebo.

– Pues hace un minuto te encantaba esta vida.

– ¿Yo he dicho eso? ¿Te sabes la historia del tipo que compró un Volkswagen y su amigo le pregunta que cuánto le gusta? «Bueno, es como comérselo a las mujeres», responde el tío. «Me encanta, pero no me siento demasiado orgulloso de hacerlo.»

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