21

El teléfono me despertó. Me senté y parpadeé ante el reflejo del sol. Seguía sonando.

Lo cogí. Tommy Tillary dijo:

– Matt, ese poli ha estado aquí. Ha venido, ¿te lo puedes creer?

– ¿Adónde?

– A la oficina. Estoy en mi oficina. Lo conoces. Al menos él dice que te conoce. Un detective, un hombre muy desagradable.

– No sé de quién estás hablando, Tommy.

– He olvidado su nombre. Dijo…

– ¿Qué dijo?

– Dijo que los dos estuvisteis en mi casa.

– Jack Diebold.

– Eso es. Entonces, ¿tenía razón? ¿Estuvisteis juntos en mi casa?

Me froté las sienes y miré mi reloj. Pasaban unos minutos de las diez. Intenté imaginar a qué hora me habría ido a dormir.

– No fuimos juntos -dije-. Yo estaba allí, echando un vistazo y él apareció. Lo conozco de hace años.

Era inútil. No podía recordar nada después de que le hubiera asegurado a Skip que Frank y Jesse tenían los días contados. A lo mejor me fui a casa justo después de aquello o, a lo mejor me quedé sentado y bebiendo con él hasta el amanecer. No podía recordarlo.

– ¿Matt? Ha estado molestando a Carolyn.

– ¿Molestándola?

Mi puerta tenía el pestillo echado. Era una buena señal. Si me había acordado de echar el cerrojo, entonces no habría llegado en tal mal estado. Por otro lado, mis pantalones estaban tirados sobre la silla. Habría sido mejor si hubieran estado colgados en el armario. Pero, de nuevo, no estaban arrugados sobre el suelo y tampoco los llevaba puestos. El gran detective, analizando las pistas, intentando descubrir lo borracho que había estado la noche anterior.

– Molestándola. La ha llamado un par de veces y ha ido a su casa una vez. Matt, todo esto está inquietando a Carolyn y además también me pone en una situación muy incómoda en la oficina.

– Puedo imaginármelo.

– Matt, entiendo que lo conoces de hace tiempo. ¿Crees que podrías hacer que me dejara en paz?

– Jesús, Tommy, no sé cómo. Un poli no da de lado la investigación de un homicidio por hacerle un favor a un viejo amigo.

– Oh, Matt, no estaba sugiriendo nada que estuviera fuera de la ley, Matt. No me malinterpretes. Pero la investigación de un homicidio es una cosa y el acoso es otra, ¿no crees? -No me dio oportunidad de responder-. La cuestión es que al tipo le ha dado conmigo. Se le ha metido en la cabeza que soy un delincuente y si tú pudieras, ya sabes, hablar con él. Dile que soy buena gente.

Intenté recordar lo que le había dicho a Jack sobre Tommy. No podía acordarme, pero tampoco creo que hubiera sido muy significativo como para formarse una imagen de él.

– Y mantente en contacto con Drew, hazme ese favor, ¿de acuerdo? Justo ayer me preguntó si sabía algo de ti, si te habías puesto en contacto conmigo. Sé que estás trabajando mucho para mí, Matt, y a lo mejor también deberíamos hacerle partícipe. No te olvides de él, ¿entiendes lo que quiero decir?

– Claro, Tommy.

Después de que él colgara, me tomé dos aspirinas con un vaso de agua del grifo. Me di una ducha y, ya había empezado a afeitarme, cuando me di cuenta de que prácticamente había accedido a decirle a Jack Diebold que dejara de molestar a Tommy. Por primera vez entendí lo bueno que debía de ser el muy hijo de puta convenciendo a la gente para que comprara sus valores en bienes inmuebles o lo que fuera que él vendía. Como decía todo el mundo, por teléfono era muy persuasivo.


Afuera el día era claro, el sol brillaba demasiado. Me pasé por McGovern's para tomarme una copa rápida. Le compré un periódico a la mujer de la bolsa de la esquina, le di un dólar y me marché cubierto por una nube de bendiciones. Las acepté. Me venía bien toda la clase de ayuda que me pudieran dar.

Me tomé un café y una magdalena en el Red Flame y leí el periódico. Me molestó no poder recordar haberme marchado del despacho de Skip. Me dije que no podía haber estado tan borracho ya que no sentía el malestar de una gran resaca, aunque tal vez eso no tenía nada que ver. A veces me levantaba con la cabeza despejada y sin malestar físico después de una noche de mucho beber y de una gran laguna en mi memoria. En otras ocasiones, una resaca que me tenía en cama todo el día llegaba después de una noche en la que ni siquiera me había sentido borracho y en la que no había pasado nada malo, no había perdido la memoria.

Bueno, no importa. Olvidadlo.

Pedí que me rellenaran la taza de café y pensé en mi discurso sobre lo de triangular a los dos hombres a los que habíamos puesto el nombre de Frank y Jesse. Recordé lo seguro que me había sentido de mí mismo y me pregunté qué había pasado con esa sensación. A lo mejor había tenido un plan, a lo mejor se me había ocurrido algo brillante con lo que seguirles la pista. Miré en mi libreta por si acaso hubiera escrito alguna idea y no lo recordara. Pero no hubo tal suerte. No había nada escrito desde que había salido del bar en Sunset Park.

Pero sí que tenía esas anotaciones sobre el Ratón Mickey y sobre su adolescencia en la que se había dedicado a dar palizas a homosexuales en el Village. Hay muchos jóvenes de clase trabajadora que se dedican a ese deporte y que seguro que actúan sintiendo verdadera ira y demostrando su masculinidad, sin darse cuenta de que al hacerlo están intentando matar una parte de ellos mismos que no se atreven a reconocer. En ocasiones rinden más de lo esperado, y acaban lisiando y matando a un hombre gay. Yo había hecho algunas detenciones en esa clase de casos y en una ocasión los chicos se habían quedado impresionados al descubrir que se habían metido en un problema de verdad, al descubrir que los polis no estaban de su parte y que no se librarían después de lo que habían hecho.

Empecé a guardar mi libreta, pero luego me levanté y eché diez centavos en el teléfono. Busqué el número de Drew Kaplan y lo llamé. Pensé en la mujer que me había hablado del Ratón Mickey y me alegré de no tener que ver su llamativa ropa en una mañana como aquella.

– Scudder -dije, cuando la chica me puso con Kaplan-. No sé si esto ayudará, pero tengo una pequeña prueba para demostrar que nuestros amigos no son del coro de la iglesia.


Después, fui a dar un largo paseo. Caminé por la Novena Avenida y me paré en Miss Kitty's para saludar a John Kasabian, aunque no me quedé mucho rato. Entré en una iglesia en la calle Cuarenta y Dos y luego continué por el centro de la ciudad, pasé por delante de la entrada trasera de la terminal de autobuses de Port Authority y atravesé Hell's Kitchen y Chelsea en dirección al Village. Caminé por el Meatpacking, me paré en un bar de carniceros que había en la esquina de Washington con la Trece y allí me quedé un rato entre hombres con delantales ensangrentados que bebían copas y luego cervezas. Salí afuera y vi grandes piezas de ternera y corderos suspendidos de ganchos de acero, con moscas zumbando alrededor de ellos bajo el calor del mediodía.

Caminé un poco más y me resguardé del sol, tomándome algo en el Corner Bistro, en Jane con la Cuarta, y luego en el Cookie Bar en Hudson. Me senté en una mesa en el White Horse y me tomé una hamburguesa con una cerveza.

Durante todo ese tiempo no dejé de darle vueltas a la cabeza.

Juro por Dios que no sé cómo alguien puede descubrir algo, yo incluido. Puedo ver una película en la que alguien explica cómo descubrió algo, cómo fue enlazando las pruebas hasta que apareció la solución, y a medida que escucho me parece que tiene todo el sentido del mundo.

Pero en mi trabajo eso no suele pasar. Cuando estaba en la policía, la mayoría de mis casos se solucionaban, si es que eso sucedía, de una o dos maneras. O yo no conocía la respuesta hasta que algún dato se hacía evidente repentinamente, o yo sabía desde el principio quién había hecho qué y lo único que necesitaba entonces eran pruebas suficientes para demostrarlo ante un tribunal. En el diminuto porcentaje de casos en los que fui yo el que los resolvió, lo hice mediante un proceso que no entendía entonces y que sigo sin entender ahora. Tomaba lo que tenía, lo observaba, lo observaba y lo observaba y, entonces, de repente, veía lo mismo, pero con una nueva luz, y a partir de ese momento tenía la respuesta en mi mano.

¿Alguna vez habéis hecho un rompecabezas? ¿Y os habéis quedado atascados por un momento, habéis cogido piezas y las habéis sostenido en distintas posiciones hasta que al final habéis cogido una pieza que probablemente ya habíais tenido cientos de veces entre vuestros dedos, una que habíais estado probando y colocando en distintas posiciones? Y entonces resulta que esa pieza ahora ha encajado; encaja en un sitio en el que jurarías que habías probado hacía un minuto, encaja a la perfección, encaja de un modo que debería haber resultado obvio desde el principio.

Estaba en una mesa en el White Horse, una mesa en la que alguien había grabado sus iniciales; una mesa marrón oscura con el barniz desgastado por todas partes. Me había terminado mi hamburguesa, me había terminado mi cerveza y estaba bebiendo una taza de café con un poco de burbon. Fragmentos de imágenes revoloteaban por mi cabeza. Oí a Nelson Fuhrmann hablar sobre la gente con acceso al sótano de su iglesia. Vi a Billie Keegan sacar un disco de su chaqueta y ponerlo sobre el plato. Vi a Bobby Ruslander colocarse el silbato azul entre sus labios. Vi al pecador de peluca amarilla, a Frank o a Jesse, accediendo de mala gana a mover los muebles. Vi El hombre del amanecer con la enfermera Fran, fui con ella y sus amigas al Miss Kitty's.

Hubo un momento en que no tenía la respuesta y hubo otros en que sí.

No puedo decir que hiciera algo para que ocurriera. No hice nada. Seguí cogiendo piezas del puzle, seguí dándoles la vuelta y, de pronto, ya tenía todo el rompecabezas con una pieza enganchándose a la siguiente sin problema y encajando en su sitio de manera infalible.

¿Había pensado en todo eso la noche antes, con todos mis pensamientos desenmarañados como el tapiz de Penélope? No lo creo, aunque en eso consisten las pérdidas temporales de memoria, en que nunca podré decir con certeza una cosa u otra. Sin embargo, casi me parecía que había sido así. A medida que las respuestas me venían a la mente, resultaban tan obvias… Justo como ocurre con los puzles, que una vez que las piezas encajan, no puedes creerte que no lo hubieras visto antes. Todo me parecía tan obvio que sentí que estaba descubriendo algo que ya sabía de antes.


Llamé a Nelson Fuhrmann. Él no tenía la información que yo quería, pero su secretaria me dio un número de teléfono y pude contactar con una mujer que respondió algunas de mis preguntas.

Me dispuse a llamar a Eddie Koehler y entonces me di cuenta de que estaba solo a algunas manzanas del Distrito 6. Caminé hacia allí, lo encontré sentado en su escritorio y le dije que tenía la oportunidad de ganarse el resto del sombrero que le había comprado el día anterior. Realizó algunas llamadas de teléfono sin levantarse de su mesa y cuando lo dejé allí me fui con más anotaciones en mi libreta.

Hice algunas llamadas desde una cabina telefónica de la esquina, luego fui hacia Hudson y tomé un taxi en dirección al norte. Me bajé en la esquina de la Onceava Avenida con la calle Cincuenta y Uno, y caminé hacia el río. Me detuve enfrente del Morrissey's, pero no llamé a la puerta ni al timbre. En lugar de eso, me tomé un momento para leer el cartel del grupo de teatro. El hombre del amanecer había terminado su breve temporada. Para la noche siguiente había pendiente una obra de John B. Keane. El hombre de Clare, se llamaba. Había una fotografía del actor que interpretaba el papel principal. Tenía un pelo rojo con aspecto áspero y un rostro inquietante, cargado de angustia.

Intenté abrir la puerta que daba al teatro. Estaba cerrada con llave. Llamé y cuando nadie respondió, volví a llamar varias veces más. Al rato, se abrió.

Una mujer muy baja de veintitantos años levantó la vista hacia mí.

– Lo siento -dijo-. La taquilla se abrirá mañana por la tarde. Ahora mismo estamos escasos de personal, estamos con los ensayos finales y…

Le dije que no había ido a comprar entradas.

– Solamente quiero unos minutos -dije.

– Eso es lo que quiere todo el mundo, pero no tengo tanto tiempo -dijo, como si un dramaturgo le hubiera escrito esa frase-. Lo siento -dijo luego con total naturalidad-. Tendrá que ser en otro momento.

– No, tiene que ser ahora.

– Dios mío, ¿pero qué es esto? No eres policía, ¿verdad? ¿Pero qué hemos hecho? ¿Acaso le debemos dinero a alguien?

– Trabajo para el tipo de ahí arriba -dije indicando con mi mano-. Le gustaría que cooperaras conmigo.

– ¿El señor Morrissey?

– Llama a Tim Pat y pregúntale, si quieres. Me llamo Scudder.

Desde la parte trasera del teatro, alguien con un marcado acento irlandés gritó:

– ¡Mary Jean! ¡Me cago en Dios! ¿Qué te está entreteniendo tanto?

Ella puso los ojos en blanco, suspiró y me abrió la puerta.


Después de salir del teatro, llamé a Skip a su apartamento y lo busqué en su bar. Kasabian me sugirió que probara en el gimnasio.

Antes me pasé por el Armstrong's. No estaba allí y tampoco se había pasado, pero Dennos me dijo que sí que lo había hecho otra persona.

– Un tipo te estaba buscando -me dijo.

– ¿Quién?

– No ha dejado su nombre.

– ¿Qué aspecto tenía?

Él reflexionó sobre la pregunta.

– Si estuvieras haciendo dos grupos para jugar a polis y cacos -dijo meditabundo-, a él no lo elegirías como uno de los cacos.

– ¿Ha dejado algún mensaje?

– No. Y tampoco propina.

Fui al gimnasio de Skip, un enorme local en la segunda planta sobre una charcutería en Broadway. Una bolera se había ido a la ruina en ese mismo local uno o dos años antes y el gimnasio tenía el aspecto de un lugar que no superaría la fecha del vencimiento del alquiler. Un par de hombres estaban trabajando con unas pesas. Un hombre negro, brillante por el sudor, levantaba pesas tumbado en un banco mientras un compañero blanco lo observaba. A la derecha, un hombre grande trabajaba con el saco de boxeo con las dos manos.

Encontré a Skip haciendo poleas en la máquina de dorsales. Llevaba unos pantalones de chándal grises, no tenía la camiseta puesta y estaba sudando exageradamente. Los músculos trabajaban en su espalda, en sus hombros y en la parte superior de sus brazos. Me quedé de pie a unos metros mientras terminaba una tanda. Lo llamé y él se volvió, me vio y me sonrió sorprendido; luego, volvió a hacer otra polea antes de levantarse y acercarse para darme la mano.

Me preguntó:

– ¿Qué pasa? ¿Cómo me has encontrado?

– Tu socio me lo dijo.

– Pues llegas en buen momento. Puedo tomarme un descanso. Deja que vaya a por mis cigarrillos.

Había una zona en la que se podía fumar, con unos cuantos sillones agrupados en torno a un dispensador de agua fría. Él encendió su cigarro y dijo:

– Hacer ejercicio ayuda. Me dolía bastante la cabeza cuando me he levantado. Anoche sí que le dimos bien, ¿eh? ¿Llegaste bien a casa?

– ¿Por qué? ¿Es que estaba muy mal?

– No peor que yo. Te sentías muy bien, la verdad. Por el modo en que hablabas, tenías a Frank y a Jesse cogidos por los huevos.

– ¿Crees que me mostré demasiado optimista?

¡Hey! Eso está bien. -Le dio una calada a su cigarrillo-. Yo estoy empezando a sentirme humano otra vez. Esto hace que la sangre se mueva, sudas algo del veneno y se nota. ¿Alguna vez has hecho pesas, Matt?

– No desde hace años y años.

– ¿Pero antes sí lo hacías?

– Bueno, hace cientos de años creí que podía gustarme boxear.

– ¿En serio? ¿Le dabas a los puños?

– Fue en el instituto. Empecé a pasarme por el gimnasio del centro juvenil, levantaba pesas un poco y entrenaba. Luego luché en algunos combates de la Liga Atlética de la Policía y descubrí que no me gustaba que me golpearan en la cara. Además, era un torpe en el cuadrilátero, me sentía un patoso y eso no me gustaba.

– Y por eso te buscaste un trabajo en el que te dejaban llevar una pistola.

– Y una placa y una porra.

Él se rió.

– El corredor y el boxeador -dijo-. Míralos ahora. Bueno, has venido aquí por algo.

– Ajá.

– ¿Y?

– Sé quiénes son.

– ¿Frank y Jesse? Estás de coña.

– No.

– ¿Quiénes son? ¿Y cómo lo has conseguido? ¿Y…?

– Me preguntaba si podríamos reunir al equipo esta noche. Después de la hora de cierre.

– ¿El equipo? ¿A quién te refieres?

– A todos los que vinieron con nosotros a recorrer Brooklyn la otra noche. Necesitamos ayuda masculina y no le veo sentido a involucrar a gente nueva.

– ¿Necesitamos ayuda masculina? ¿Qué vamos a hacer?

– Esta noche, nada, pero me gustaría reunir un consejo de guerra. Si a ti te parece bien.

Él tiró la ceniza en un cenicero.

– ¿Si a mí me parece bien? -preguntó-. Claro que me parece bien. ¿A quién quieres? ¿A los Siete Magníficos? No, somos cinco. Los Siete Magníficos menos dos. Tú, yo, Kasabian, Keegan y Ruslander. ¿Qué es hoy? ¿Miércoles? Billie cerrará sobre la una y media si se lo pido de buen grado. Llamaré a Bobby y hablaré con John. ¿De verdad sabes quiénes son?

– De verdad.

– Quiero decir si lo sabes en concreto o…

– Todo -dije-. Nombres, direcciones, trabajos.

– Todo. Pues, ¿quiénes son?

– Me pasaré por tu oficina sobre las dos.

– Que te jodan. Imagínate que de aquí a que den las dos te atropella un autobús.

– En ese caso el secreto morirá conmigo.

– Gilipollas. Voy a hacer unos cuantos levantamientos más. ¿Quieres hacer unos cuantos para calentar los músculos?

– No -dije-. Quiero beber algo.


No me tomé nada. Eché una ojeada en un bar, pero estaba lleno y cuando volví a mi hotel, Jack Diebold estaba sentado en una silla en el vestíbulo.

Dije:

– Me imaginaba que serías tú.

– ¿Conque el camarero chino me ha descrito?

– Es filipino. Dijo que era un tipo gordo y viejo que no había dejado propina.

– ¿Quién deja propinas en los bares?

– Todo el mundo.

– ¿En serio? Yo dejo propinas si estoy sentado en una mesa, no dejo propinas por estar de pie en un bar. No creía que nadie lo hiciera.

– Oh, venga. ¿Dónde has estado bebiendo? ¿En el Blarney Stone? ¿En el White Rose?

Él me miró.

– Estás de buen humor -dijo-. Animado y vivaz.

– Bueno, estoy en medio de algo.

– ¿Ah, sí?

– Ya sabes cómo es cuando todo encaja. Eso me ha pasado esta tarde.

– No estamos hablando del mismo caso, ¿verdad?

Lo miré.

– Tú no has hablado de nada -dije-. ¿Qué caso estás…? Oh, Tommy, ¡Dios! No, yo no estoy hablando de eso. Ahí no tengo nada que solucionar.

– Lo sé.

Recordé cómo había empezado mi padre.

– Me ha llamado esta mañana -dije- para quejarse de ti.

– ¿Sí?

– Ha dicho que lo estás acosando.

– Sí, y eso me está sentando muy bien.

– Se supone que tengo que decirte cómo es, que tengo que decirte que es muy buena gente.

– ¿Y es así? ¿De verdad es buena gente?

– No, es un capullo. Pero a lo mejor estoy lleno de prejuicios.

– Claro. Después de todo, es tu cliente.

– Eso es. -En todo ese rato, él se había levantado de su silla y los dos habíamos salido a la acera de enfrente del hotel. Junto al bordillo, un taxista y el conductor de una empresa de envíos de flores estaban discutiendo.

Yo dije:

– Jack, ¿por qué has estado buscándome hoy?

– Estaba por aquí y he pensado en ti.

– Ajá.

– Oh, joder -dijo-. Me preguntaba si tendrías algo.

– ¿Sobre Tillary? No habrá nada sobre él y, si lo encontrara… él es mi cliente.

– Me refería a los chavales hispanos. -Suspiró-. Porque estoy empezando a temerme que vamos a perder ese caso ante los tribunales.

– ¿En serio? Pero si has conseguido que admitieran el robo.

– Sí y si alegan robo ahí acaba todo. Pero la oficina del fiscal de distrito quiere ir a por algún cargo de homicidio y, si eso va a juicio, podría ver que todo se echa a perder.

– Tienes objetos robados que coinciden con los números de serie encontrados en su residencia, tienes las huellas, tienes…

– ¡Ah, mierda! -dijo-. Ya sabes lo que puede pasar en la sala de un tribunal. De pronto los objetos robados dejan de ser una prueba por algún detalle técnico con respecto a la búsqueda; encontraron una máquina de escribir robada cuando estaban autorizados a buscar únicamente una calculadora robada o lo que sea. Y las huellas, bueno, uno de ellos estuvo trabajando tirando basura para Tillary hace unos tres meses, así que eso podría justificar las huellas, ¿no? Ya puedo ver a un abogado astuto cargándose un caso sólido. Y bueno, pensé que si habías encontrado algo bueno, me gustaría saberlo. Y a tu cliente le ayuda si eso sirve para encerrar a Cruz y a Herrera, ¿verdad?

– Supongo que sí. Pero no tengo nada.

– ¿Nada de nada?

– Nada, por lo que yo veo.


Acabé llevándolo al Armstrong's y pagando unas copas para los dos. Le dejé a Dennis una propina de un dólar solamente por el placer de ver la reacción de Jack. Luego volví a mi hotel y pedí en recepción que me avisaran a la una de la mañana, aunque preparé mi despertador para mayor seguridad.

Me di una ducha, me senté en el borde de mi cama y contemplé la ciudad. El cielo se estaba oscureciendo, se estaba volviendo de ese azul cobalto que muestra por demasiado poco tiempo.

Me tumbé, me estiré sin esperar dormirme. Lo siguiente que supe fue que el teléfono estaba sonando y apenas lo había descolgado y vuelto a colgar cuando sonó mi despertador. Me puse la ropa, me eché un poco de agua fría en la cara y salí a ganarme el sueldo.

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