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El martes por la noche, llevé a Fran a cenar al tailandés que tanto le gustaba a Skip Devoe. Después la acompañé a su casa y, de camino, paramos a tomar una copa en el Joel Farrell's. Delante de su edificio volvió a justificarse diciendo que tenía que madrugar; la dejé allí y me dirigí al Armstrong's, con una o dos paraditas de camino. No estaba de buen humor, y el tener el estómago lleno de comida extraña tampoco ayudaba mucho. Creo que le di al burbon un poco más de lo habitual y salí del bar sobre la una o las dos. Me puse de camino a casa, compré el Daily News y, vestido únicamente con mi ropa interior, me senté en el borde de la cama y ojeé un par de noticias.

En una de las páginas interiores leí que a una mujer de Brooklyn la habían asesinado en un robo. Estaba cansado, había bebido mucho, y el nombre de esa mujer no me resultó familiar.

Pero a la mañana siguiente, cuando me desperté, no podía sacarme una cosa de la cabeza; era mitad sueño, mitad recuerdo. Me senté, cogí el periódico y busqué la noticia.

Margaret Tillary, de cuarenta y siete años, había sido apuñalada hasta morir en el dormitorio situado en la planta de arriba de su casa en Colonial Road, en la zona de Bay Ridge, en Brooklyn, después de haber despertado mientras se estaba produciendo el robo. Su marido, el vendedor de valores Thomas J. Tillary, había empezado a preocuparse cuando su mujer no había respondido al teléfono el martes por la tarde. Llamó a un familiar que vivía cerca y que entró en la casa, donde lo encontró todo revuelto y a la mujer muerta.

«Este es un buen barrio», había declarado un vecino. «Aquí no pasan esta clase de cosas.» Sin embargo, una fuente policial mencionaba que se había producido un notable aumento de robos en la zona en los últimos meses y otro vecino dejó caer que en el barrio existía la presencia de un «elemento negativo».

No es un nombre común. Hay una calle Tillary en Brooklyn, no lejos de la entrada al puente, pero no tengo ni idea de en honor a qué héroe de guerra o a qué esbirro le pusieron el nombre, como tampoco sé si sería pariente de Tommy. En el listín telefónico de Manhattan aparecen varios Tillery, con «e». Thomas Tillary, vendedor de valores, Brooklyn… Parecía que no podía ser otro más que Tommy Teléfono.

Me di una ducha, me afeité y salí a desayunar. Pensé en lo que había leído e intenté comprender cómo me sentía por la noticia. No me parecía real. A él no lo conocía bien, y a ella no la conocía en absoluto; nunca antes había oído su nombre, lo único que había sabido era que existía y que vivía en alguna parte de Brooklyn.

Me miré la mano izquierda, miré mi dedo anular. No había anillo, ni tampoco señal. Había llevado una alianza de boda durante años, y me la había quitado cuando me marché de Syosset para mudarme a Manhattan. Durante meses había habido una marca ahí, donde antes había estado el anillo, pero entonces, un buen día, me di cuenta de que esa marca ya no estaba.

Tommy llevaba una alianza. Un anillo de oro, tal vez de menos de un dedo de ancho. Y también llevaba un anillo en la mano derecha, en el dedo meñique, como esos que llevan los adolescentes. Eso lo recordé mientras tomaba café en el Red Flame. Un anillo con una piedra azul en el meñique de su mano derecha, una alianza de oro amarillo en el anular de la izquierda.

No sabría decir cómo me sentí.


Esa misma tarde fui a la iglesia de San Pablo y encendí una vela por Margaret Tillary. Había descubierto las iglesias al dejar el servicio y, aunque no rezaba ni asistía a misa, entraba en ellas de vez en cuando y me sentaba en la silenciosa oscuridad. A veces encendía velas por la gente que acababa de morir, o por aquellos que ya lo habían hecho y que seguían en mi memoria. No sé por qué pensaba que era algo que tenía que hacer, como tampoco sé por qué me sentía obligado a echar una décima parte de cualquier dinero que recibiera en el cepillo de las limosnas de cualquier iglesia que visitaba.

Me senté en un banco de la última fila y medité sobre la muerte inesperada. Cuando salí de la iglesia, estaba cayendo una lluvia muy fina. Crucé la Novena Avenida y entré en el Armstrong's. Dennis estaba detrás de la barra. Pedí un burbon, me lo bebí de un trago, indiqué con un gesto que me sirvieran otro y dije que lo tomaría con café.

Mientras echaba el burbon en el café, me preguntó si había oído lo de Tillary. Le dije que había leído la noticia en el News.

– También dicen algo en el Post de esta tarde. Más de lo mismo. Ocurrió anteanoche. Eso es lo que se cree. Él no fue a casa a dormir, se fue directo al trabajo a la mañana siguiente y cuando llamó varias veces para disculparse y vio que no podía contactar con ella, se preocupó.

– ¿Eso pone en el periódico?

– Más o menos. Fue anteanoche. Cuando vino, yo no estaba aquí. ¿Tú lo viste?

Intenté recordar.

– Creo que sí. Anteanoche… sí. Creo que estuvo aquí con Carolyn.

– ¿La belleza sureña?

– La misma.

– Me pregunto cómo debe de estar sintiéndose ahora. -Utilizó el pulgar y el índice para peinarse las puntas de su ralo bigote-. Seguro que culpable porque su sueño se ha hecho realidad.

– ¿Crees que la quería ver muerta?

– No lo sé. ¿No es la fantasía de toda chica que está liada con un casado? Mira, no estoy casado, ¡yo qué sé!

La historia desapareció de los periódicos durante los días siguientes. En el News del jueves pusieron una esquela: «Margaret Wayland Tillary, amada esposa de Thomas, madre del difunto James Alan Tillary, tía del señor Richard Paulsen». Esa noche fue el velatorio y el funeral se celebró la tarde del día siguiente en Walter B. Cooke's, entre la Cuarta y la Avenida Bay Ridge, en Brooklyn.

Esa noche Billie Keegan dijo:

– No he visto a Tillary desde que ocurrió. No estoy seguro de que vayamos a volverlo a ver.

Se sirvió una copa de JJ &S, el Jameson de doce años que nunca había pedido nadie.

– Y puedes dar por seguro que ya no lo volveremos a ver con ella -añadió.

– ¿Con la novia?

El asintió.

– No debe de írseles de la cabeza que él estaba con ella mientras a su mujer la estaban apuñalando hasta morir en Brooklyn. Y que si él hubiera estado en casa, que era donde debería haber estado, tal vez ella no habría muerto. Cuando estás por ahí de juerga y te apetece echar un polvo y reírte un poco, lo último que necesitas es que alguien te recuerde que a tu mujer la mataron mientras que tú estabas por ahí con otra.

Pensé en lo que había dicho y asentí.

– El velatorio fue anoche -comenté.

– ¿Ah, sí? ¿Fuiste?

Negué con la cabeza.

– No conozco a nadie que fuera.

Me marché antes de que cerraran. Me tomé una copa en el Polly's y otra en el Miss Kitty's. Skip estaba nervioso y se mostraba distante. Me senté en la barra e intenté ignorar al hombre que tenía a mi lado sin resultar demasiado antipático. Quería decirme que todos los problemas de la ciudad eran culpa del antiguo alcalde. Lo cierto era que yo estaba de acuerdo, pero no me apetecía escucharlo.

Me terminé la copa y fui hacia la puerta. A medio camino, Skip me llamó. Me giré y me hizo una señal con la mano.

Volví hacia la barra. Él dijo:

– Ahora no es buen momento, pero me gustaría hablar contigo pronto.

– ¿Y eso?

– Necesito tu consejo. ¿Estarás en el Jimmy's mañana por la tarde?

– Puede -dije-, si no voy al funeral.

– ¿Quién ha muerto?

– La mujer de Tillary.

– Ah, sí. ¿El funeral es mañana? ¿Has pensado en ir? No sabía que lo conocieras tanto.

– Y no lo conozco.

– Entonces, ¿por qué vas a ir? Bueno, olvídalo, no es asunto mío. Te buscaré en el Armstrong's sobre las dos, dos y media. Si no estás allí, ya te buscaré en otro momento.


Al día siguiente, cuando él llegó sobre las dos y media, yo estaba allí. Acababa de terminar de comer y estaba sentado tomándome una taza de café cuando Skip entró y recorrió el bar con la mirada desde la puerta. Me vio, vino hacia mí y se sentó.

– No has ido -dijo-. Bueno, hoy no es día para un funeral. Acabo de salir del gimnasio. Me estaba sintiendo como un estúpido sentado allí, en la sauna. ¡Si la ciudad entera es ya una sauna! ¿Qué estás tomando? ¿Uno de tus famosos cafés Kentucky?

– No, es café solo.

– Eso no sirve para nada. -Se volvió y le hizo una seña a la camarera-. Tráeme una Prior Dark -le dijo- y algo para que mi amigo le eche a su café.

Trajo una copa para mí y una cerveza para él. Él la vertió lentamente contra el borde de su vaso, lo observó, le dio un sorbo y lo puso sobre la mesa.

– Creo que tengo un problema -comenzó.

Yo no dije nada.

– Esto es confidencial, ¿vale?

– Claro.

– ¿Sabes mucho sobre el negocio de los bares?

– Solamente desde el punto de vista de un cliente.

– Me gusta. Ya sabes que lo que importa es la pasta.

– Claro.

– En muchos sitios ya admiten tarjetas. Nosotros no. Cogemos únicamente dinero en metálico. O, si conocemos al cliente, podemos aceptar un cheque o apuntárselo en su cuenta. Pero se trata básicamente de un negocio que funciona con dinero en metálico. Diría que el noventa y cinco por ciento de nuestros ingresos se hace en metálico. De hecho, puede que sea más que eso.

– ¿Y?

Sacó un cigarrillo y le dio unos golpecitos al extremo contra la uña de su pulgar.

– Odio hablar de esto -dijo.

– Pues no hables de ello.

Encendió el cigarro.

– Un cierto porcentaje del dinero son beneficios en bruto. No queda reflejado en ninguna parte, no se declara, es como si no existiera. El dólar que no declaras equivale realmente a dos porque no pagas impuestos por él. ¿Me sigues?

– No cuesta tanto seguirte, Skip.

– Todo el mundo lo hace, Matt. La tienda de golosinas, la tienda de prensa, todo el mundo que recibe dinero en metálico. ¡Por el amor de Dios! Es típicamente americano. ¡Hasta el presidente evadiría impuestos si pudiera!

– El último lo hizo.

– Ni me lo recuerdes. Ese gilipollas le dio mala fama al fraude fiscal -le dio una calada al cigarrillo-. Cuando abrimos, John llevaba las cuentas. Yo soy el que grita a la gente, el que contrata y despide a los camareros y él es el que hace las compras y el que lleva la contabilidad. A él le ha tocado la mejor parte.

– ¿Y?

– Vale, iré al grano. ¡Joder! Desde el principio teníamos dos tipos de libros de cuentas, unos para nosotros y otros para Hacienda. -Su rostro se ensombreció y sacudió la cabeza-. Yo nunca lo he entendido. ¿Por qué no podemos tener nada más que unos? ¿Los que no registran los datos reales? Pero él dice que de ese modo no sabríamos realmente cómo marcha el negocio. ¿Tú le ves algún sentido? Si cuentas el dinero que tienes, ya sabes cómo te está yendo el negocio ¡No necesitas que te lo digan unos libros de cuentas! Pero, como él es el que entiende de estas cosas, pues siempre lo he aceptado.

Levantó el vaso y bebió un poco de cerveza.

– No están.

– ¿Los libros?

– John viene los sábados por la mañana y echa las cuentas de la semana. El domingo pasado todo estaba bien. Pero antes de ayer va porque tiene que comprobar algo, busca los libros y resulta que no están por ninguna parte.

– ¿Han desaparecido todos?

– Solamente los de color negro, los buenos -dio otro trago y se secó la boca con la palma de la mano-. Se pasó el día tomando Valium y volviéndose loco. Me lo contó ayer. Y yo me he estado volviendo loco desde entonces.

– ¿Pero tan malo es, Skip?

– ¡Mierda! Es muy malo. Podríamos ir a la cárcel.

– ¿En serio?

El asintió.

– Ahí está todo anotado desde que abrimos y hemos estado haciendo bastante pasta desde la primera semana. No sé por qué, es únicamente otro garito más, pero hemos atraído mucha clientela. Y también hemos estado robando a mano abierta. Si encuentran esos libros, estamos bien jodidos, ¿sabes? No podemos decir que se trata de ningún error, todo está anotado y bien claro. Hay unas cifras en unos libros y otras completamente distintas en los que entregamos cada año con la declaración de la renta. Ni siquiera podríamos inventarnos ninguna historia, lo único que podemos hacer es preguntarles directamente adónde nos van a mandar, si a la cárcel de Atlanta o a Leavenworth.

Nos quedamos en silencio un momento. Bebí un poco de café. El encendió otro cigarrillo y echó el humo hacia el techo. La música sonaba desde la pletina. Eran instrumentos de viento.

Dije:

– ¿Y qué quieres que haga?

– Que averigües quién se los ha llevado. Y que me los devuelvas.

– A lo mejor John se ha despistado y los ha puesto en otro sitio. Podría haber…

Estaba negando con la cabeza.

– Ayer por la tarde rebusqué por toda la oficina. La puse patas arriba. No están.

– ¿Han desaparecido sin más? ¿No hay señales de que hayan forzado la cerradura? ¿Dónde los guardabais? ¿Bajo llave?

– Se supone que sí. A veces se ha olvidado y los ha dejado fuera, en un cajón del escritorio. Ya sabes, descuidos. Como nunca te ha pasado nada, pues no te fijas y no pones cuidado y, si encima tienes prisa, ni te molestas en dejar las cosas en su sitio. Él dice que los guardó con llave el sábado, pero al momento dice que a lo mejor se le pasó. Es algo casi mecánico, lo hace todos los sábados, así que ¿cómo puede estar seguro de si lo olvidó o no? Bueno, de todos modos, eso ya da igual, porque el caso es que no están. No.

– Entonces alguien los ha cogido.

– Eso es.

– Si los presentan ante la Hacienda Federal…

– Entonces estamos muertos. Punto. Nos pueden enterrar al ladito de… ¿cómo se llamaba?… de la mujer de Tillary. Así que al final no has ido al funeral.

– ¿Falta alguna otra cosa?

– Creo que no.

– Entonces ha sido un robo muy concreto. Alguien entró, cogió los libros y se largó.

– Exacto.

Le di vueltas a la cabeza.

– Puede ser alguien que os guarde rencor, alguien a quien hayáis despedido, por ejemplo…

– Sí, yo también lo he pensado.

– Si van a los federales, lo sabrás cuando un par de tipos vestidos con traje aparezcan en el bar y se identifiquen. Se llevarán todos los libros de cuentas, investigarán vuestras cuentas bancarias y esas cosas.

– Continua, Matt. Me estás alegrando el día.

– Si no es alguien que os tenga manía, entonces será alguien que simplemente quiera sacarse algo de pasta.

– ¿Vendiendo los libros?

– ¡Ajá!

– ¿Vendiéndonoslos a nosotros?

– Sois los clientes perfectos.

– También lo había pensado. Y Kasabian. «Espera», me dijo. «Espera y quien quiera que sea el que se los ha llevado llamará y entonces ya tendremos tiempo de preocuparnos. Pero mientras, espera a ver qué pasa». ¡Pero yo no puedo quedarme sentado esperando! ¿Te pueden detener bajo fianza por evadir impuestos?

– Claro.

– Entonces creo que cuando saliera podría huir. Podría abandonar el país. Viviría el resto de mi vida en Nepal vendiendo hachís a los jipis.

– Bueno, no adelantes acontecimientos.

– Ya. -Se quedó mirando su cigarrillo pensativo y lo apagó en los posos de la cerveza-. Odio cuando hacen esto -dijo-. Cuando los clientes te dejan los vasos con colillas flotando dentro. ¡Qué asco! -Me miró directamente a los ojos-. ¿Puedes ayudarme? Por supuesto, te pagaríamos.

– Pero es que ahora mismo no sé en qué podría ayudarte.

– Pues me toca esperar. Eso es lo que peor llevo. Esperar. En el instituto hacía atletismo. Los doscientos metros lisos. Entonces estaba más delgado. Fumaba mucho, fumo desde los trece, pero a esa edad puedes hacer lo que sea sin que te perjudique. A los chavales no les pasa nada, por eso se piensan que van a vivir eternamente. -Sacó otro cigarrillo, pero lo volvió a guardar-. Me encantaban las carreras, pero odiaba tener que estar esperando a que empezaran. Algunos chicos vomitaban. Yo nunca, aunque sí que tenía ganas muchas veces. Hacía pis y a los cinco minutos necesitaba mear otra vez. -Sacudió la cabeza al recordar-. Y me pasó lo mismo cuando estuve fuera y tenía que esperar a entrar en combate. Nunca me preocupó, y eso que había mucho por lo que preocuparse. Ahora lo pienso y esas cosas a las que antes no daba importancia sí que me preocupan y me perturban ahora.

– Lo entiendo.

– Pero lo de esperar era otra historia. Eso para mí siempre ha sido una tortura. -Apartó su silla-. ¿Qué te debo, Matt?

– ¿Por qué? No he hecho nada.

– Por el consejo.

– Invítame a la copa -dije- y estamos en paz.

– Hecho -dijo y se levantó-. Pero puede que necesite tu ayuda en algún momento.

– Claro -respondí.

Antes de irse, se detuvo para hablar con Dennis. Yo seguí tomándome el café. Cuando terminé, una mujer sentada a dos mesas de mí había pagado su cuenta y se había dejado olvidado el periódico. Lo leí mientras me tomaba otra taza de café y una copita de burbon para endulzarlo.

El bar se estaba llenando con la típica clientela de la tarde cuando llamé a la camarera. Le di un dólar de propina y le dije que me apuntara la consumición en mi cuenta.

– El señor ya lo ha pagado.

La chica era nueva y no se sabía el nombre de Skip.

– No tenía por qué haber pagado -le dije-. De todos modos, yo me he tomado algo después de que él se fuera. Anótalo en mi cuenta, ¿vale?

– Hable con Dennis -dijo ella.

Antes de que pudiera decir algo, ya se había ido a tomar nota a otra mesa. Fui a la barra y le hice señas con el dedo para avisarlo -Dice que lo de mi mesa ya está pagado.

– Y así es. -Sonrió. Sonreía a menudo, como si todo lo que veía lo divirtiera-. Devoe ha pagado la cuenta.

– No sé por qué lo ha hecho. Pero aun así me he tomado algo cuando él se ha ido. Le he dicho a la chica que lo anote en mi cuenta y me ha dicho que hablara contigo. ¿Qué pasa? ¿Es que ya no tengo cuenta en este bar?

Su sonrisa se hizo más amplia.

– Siempre que quieras, pero resulta que ahora mismo no tienes ninguna porque el señor Devoe la ha liquidado.

– ¿Y a cuánto ascendía?

– Creo que unos ochenta dólares. Pero si quieres, te lo calculo y te digo la cantidad exacta.

– No hace falta.

– Me ha dado cien dólares para saldar tu cuenta, para cobrarme las consumiciones de hoy, para una propina para Lyddie y otra para mí. Supongo que lo último que has tomado no está pagado, pero lo justo es que dé por hecho que sí lo está. -Y volvió a sonreír-. Así que no nos debes nada.

No se lo discutí. Si aprendí algo en el Departamento de Policía de Nueva York fue a aceptar todo lo que la gente me daba.

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