Skip dijo:
– Dieciocho con Ovington. ¿Sabes dónde está?
– Creo que sí. Conozco Ovington, atraviesa Bay Ridge, pero la Decimoctava Avenida queda al oeste. Así que creo que debe de estar por Bensonhurst, al sur del cementerio Washington.
– ¿Cómo puede alguien saber toda esa mierda? ¿Has dicho «Decimoctava Avenida»? ¿Hay tantas?
– Creo que hay hasta veintiocho, pero me parece que únicamente abarca dos manzanas. Va desde Cropsey hasta Stillwell.
– ¿Dónde está eso?
– En Coney Island. No muy lejos de donde estamos ahora.
Skip sacudió una mano, como si quisiera olvidarse del distrito y de sus calles imposibles.
– Bueno, tú sabes a donde vamos y, de todos modos, le cogeremos el mapa a Kasabian. ¡Oh, joder! ¿Estará esta zona en el trozo de mapa que llevan?
– Creo que no.
– ¡Joder! ¿Por qué he tenido que rajar el mapa? ¡Dios!
Ya estábamos fuera del restaurante. Justo delante, con el cartel de neón parpadeando detrás de nosotros. Skip dijo:
– Matt, no me siento nada seguro. ¿Por qué nos han hecho venir hasta aquí para luego llamarnos y mandarnos a la iglesia?
– Para que puedan vernos primero, supongo. Y para interrumpir nuestras líneas de comunicación.
– ¿Crees que alguien nos está observando ahora? ¿Cómo voy a decirle a Johnny que nos siga? ¿Es eso lo que deberían hacer? ¿Seguirnos?
– Probablemente tendrían que marcharse a casa.
– ¿Por qué?
– Porque los verán seguirnos y, de todos modos, los verán cuando vayamos a decirles lo que está ocurriendo.
– ¿Crees que nos están observando?
– Es posible. Puede ser la razón que explique por qué han organizado las cosas así.
– ¡Mierda! -dijo-. No puedo decirle a Johnny que se marche. Si yo sospecho de él, es probable que él sospeche de mí y no puedo… ¿Por qué no vamos todos en un mismo coche?
– Dos coches sería mejor.
– Pero has dicho que sería un problema que vieran dos coches.
– Vamos a probar una cosa -dije y le cogí el brazo para guiarlo. Caminamos no hacia el coche en el que estaban Kasabian y los demás, sino hacia el Impala de Skip. Le dije que arrancara el coche, que encendiera y apagara las luces dos veces y que condujera hasta la esquina, que luego girara a la derecha, condujera una manzana y se detuviera.
Unos minutos después, el coche de Kasabian se detuvo junto a ellos.
– Tenías razón -me dijo Skip antes de decirles a los demás-: Chicos, sois más listos de lo que pensaba. Nos han telefoneado y quieren que vayamos a la caza del tesoro, aunque en este caso somos nosotros los que tenemos el tesoro. Nos esperan en una iglesia que está en la Decimoctava Avenida con no sé qué.
– Ovington -dije.
Ninguno sabía dónde estaba.
– Seguidnos -les dije-. Quedaos media manzana por detrás de nosotros y, cuando aparquemos, dad una vuelta a la manzana y aparcad detrás de nuestro coche.
– ¿Y si nos perdemos? -quería saber Bobby -Os vais a casa.
– ¿Cómo?
– Seguidnos y ya está -dije-. No os perderéis.
Tomamos la avenida de Coney Island y la Kings Highway hasta la Bay Parkway, pero nos desorientamos y tuve que dar varias vueltas hasta que me centré y supe dónde estaba. Cruzamos una de las calles numeradas, cogimos la Decimoctava Avenida y encontramos la iglesia que estábamos buscando en la esquina de Ovington. En Bay Ridge la avenida Ovington es paralela a la avenida Bay Ridge por una manzana al sur. En algún punto de la carretera de Fort Hamilton, vuelve a enlazar con la Avenida Bay Ridge y es paralela a ella, pero esta vez una manzana al norte, justo donde antes estaba la calle Sesenta y Ocho. Aun conociendo la zona, esos líos de calles te vuelven loco y Brooklyn está lleno de eso.
Había una zona de «prohibido estacionar» enfrente de la iglesia, y Skip aparcó justo ahí. Apagó las luces y el motor. Nos quedamos sentados en silencio hasta que el coche de Kasabian nos había rebasado y había doblado la esquina.
– ¿Nos habrá visto? -se preguntó Skip. Le dije que sí, que por eso había torcido en la esquina-. Sí, supongo que sí -dijo.
Me giré y miré por la ventanilla de atrás. Unos minutos después vi sus luces. Encontraron aparcamiento media manzana detrás de nosotros y apagaron las luces.
El vecindario estaba formado principalmente por casas de madera de antes de la guerra; eran casas grandes, situadas en parcelas con jardines y árboles en la parte delantera. Skip dijo:
– Esto no se parece a Nueva York. ¿Sabes a qué me refiero? Parece como un sitio normal de cualquier otra parte del país.
– Brooklyn es así en su mayoría.
– Y también algunas zonas de Queens. Pero no donde yo nací. ¿Sabes a qué me recuerda? A Richmond Hill. ¿Conoces Richmond Hill?
– No muy bien.
– Una vez el equipo de atletismo tuvo que participar en una competición allí. Nos arrebataron el título. Pero las casas se parecían mucho a estas. -Tiró su cigarrillo por la ventana-. Bueno, creo que deberíamos movernos -dijo-. ¿Te parece?
– Esto no me gusta -dije.
– ¿Que no te gusta esto? A mí no me ha gustado nada desde que desaparecieron los libros.
– El otro sitio era un lugar público -dije. Abrí mi libreta y leí lo que había anotado-. Se supone que hay unas escaleras en el lado izquierdo de la iglesia que llevan al sótano. La puerta está abierta. Pero ni siquiera veo luz encendida, ¿y tú?
– No.
– Me parece que lo tendrían muy fácil si quisieran hacernos algo. Creo que sería mejor que te quedaras aquí, Skip.
– ¿Crees que estarás más seguro solo?
Sacudí la cabeza.
– Creo que por el momento estaremos más seguros si nos mantenemos separados. Tú te quedas con el dinero. Yo quiero bajar y ver qué clase de recibimiento nos tienen preparado. Si me parece que es un sitio seguro para hacer el cambio, les diré que apaguen y enciendan las luces tres veces.
– ¿Qué luces?
– Cualquiera que tú puedas ver desde aquí. -Me eché sobre él y señalé por la ventanilla-. Ahí abajo están las ventanas del sótano. Tiene que tener luz y desde aquí podrás verla.
– Entonces si enciendes y apagas las luces tres veces, yo voy con el dinero. Pero, ¿y si no te parece un sitio seguro?
– Entonces les digo que tengo que salir a buscarte y cuando salga nos volvemos a Manhattan.
– Eso contando con que lo encontremos. -Frunció el ceño-. ¿Y si…? Bueno, no importa.
– ¿Qué?
– Iba a decir que qué pasa si no sales.
– Tarde o temprano acabarías encontrando el camino de vuelta a casa.
– Muy gracioso. ¿Qué estás haciendo?
Había quitado la cubierta de la luz interior del coche y estaba desenroscando la bombilla.
– Por si acaso nos están vigilando -dije-. No quiero que sepan cuándo abro la puerta.
– ¡Este hombre piensa en todo! Es una suerte que no seas polaco; necesitaríamos quince tíos que le dieran la vuelta al coche mientras tú quitabas la bombilla. Matt, ¿quieres la pistola?
– Creo que no.
– «Y desarmado se enfrentó solo contra un ejército.» Coge la jodida pistola, ¿vale?
– Trae.
– ¿Y qué me dices de un trago?
Estiré el brazo para abrir la guantera.
Salí y me agaché, de modo que el coche quedó entre mí y las ventanas del sótano. Caminé hacia el otro coche y les expliqué la situación. Le dije a Kasabian que se quedara en el coche y que arrancara el motor cuando viera a Skip entrar en la iglesia. Les dije a los otros dos que dieran una vuelta a la manzana a pie. Si los que tenían los libros escapaban por una puerta trasera de la iglesia, Bobby y Billie podrían verlos. No creía que pudieran hacer mucho, pero tal vez podrían coger el número de alguna matrícula o algo así.
Volví al Impala y le dije a Skip lo que había hecho. Volví a colocar la bombilla y cuando abrí la puerta, la luz iluminó el interior del coche. Cerré la puerta y crucé la calle.
Llevaba la pistola metida entre la cinturilla de mis pantalones, la culata sobresalía, la pistola cruzaba la parte delantera de mi cuerpo y estaba colocada por si tenía que empuñarla. Habría preferido llevarla en una funda junto a mi cadera, pero no tuve elección. Al caminar, se movía, así que cuando estuve en la penumbra en uno de los laterales de la iglesia, saqué la pistola y la llevé en la mano. Pero tampoco quería que estuviera al descubierto, así que volví a ponerla donde la había tenido antes.
El tramo de escaleras era empinado. Tenía unos escalones de cemento y una verja de hierro oxidado que caía sobre el muro contiguo. Estaba claro que se habían soltado unos cuantos tornillos. Bajé los escalones y sentí cómo iba adentrándome en la oscuridad. Había una puerta al final de la escalera. Busqué a tientas hasta que encontré el pomo y dudé una vez que puse la mano en él. Escuché detenidamente, intentaba oír algo dentro.
Nada.
Giré el pomo, empujé la puerta hacia adentro lo justo como para asegurarme de que no estaba cerrada con llave. Luego la cerré y llamé a la puerta.
Nada.
Volví a llamar. En esta ocasión oí movimiento dentro y una voz gritó algo ininteligible. Volví a girar el pomo y crucé el umbral de la puerta.
El tiempo que había pasado en la profunda oscuridad de la escalera me había beneficiado. En el sótano se filtraba un poco de luz procedente de las ventanas de la parte delantera y mis pupilas se habían dilatado lo suficiente como para ver bien. Me encontraba en una habitación que debía de medir unos nueve metros por quince. Había sillas y mesas por el suelo. Cerré la puerta detrás de mí y me quedé junto a un muro, en la penumbra.
Una voz dijo:
– ¿Devoe?
– Scudder -dije yo.
– ¿Dónde está Devoe?
– En el coche.
– No importa -dijo otra voz. No podía identificar ninguna de las voces como la misma que había oído por teléfono. Aquella había sido enmascarada y, al parecer, ahora lo estaban haciendo también. No parecían ser de Nueva York, pero tampoco tenían un acento muy particular de ningún otro lado.
El primero en hablar dijo:
– ¿Traes el dinero, Scudder?
– Está en el coche.
– Con Devoe.
– Con Devoe -asentí.
Seguían siendo dos las únicas voces que se oían. Una estaba al fondo de la habitación, y la otra a su derecha. Podía situar su posición gracias a sus voces, pero la oscuridad los envolvía y uno de ellos sonaba como si pudiera estar hablando desde detrás de algo, como de una mesa colocada en vertical o algo parecido. Si hubiera podido verlos, podría haber sacado mi arma y dispararlos en caso necesario. Por otro lado, era más que posible que ellos ya tuvieran armas apuntándome y que hubieran podido abatirme antes de que me sacara la pistola de los pantalones. E incluso, aunque yo disparara antes y les diera a los dos, podría haber más tipos armados ocultos entre las sombras que me llenarían de agujeritos antes de que ni siquiera supiera que estaban allí.
Además, yo no quería disparar a nadie. Lo único que quería era hacer el cambio del dinero por los libros y largarme de allí.
– Dile a tu amigo que traiga el dinero -dijo uno de ellos. Me pareció que esa voz sí que era la del teléfono porque hablaba con un acento más suave, como del sur-. A menos que quiera que le entreguemos los libros a la Hacienda Federal.
– Él no quiere que hagáis eso -dije-, pero tampoco se va a meter en un callejón sin salida.
– Continúa.
– Antes de nada, encended una luz. No queremos tratar esto en la oscuridad.
Se oyeron unos susurros y luego mucho movimiento. Uno de ellos le dio a un interruptor que había en la pared y un fluorescente instalado en el centro del techo se encendió. La luz parpadeó, como ocurre siempre que se está encendiendo un fluorescente.
Yo también parpadeé. Por un momento pensé que eran jipis o montañeros. Luego me di cuenta de que estaban disfrazados.
Dos de ellos eran más bajos que yo y delgados. Ambos llevaban barbas y unas pelucas horribles que además de cubrirles el pelo, les cubrían la frente y la forma de la cabeza. Entre el cogote y el comienzo de la barba, cada uno llevaba un antifaz ovalado sobre los ojos y la parte alta de la nariz. El más alto de los dos, el que había encendido la luz, tenía una peluca amarillo cromo y un antifaz negro. El otro, medio oculto por una mesa con sillas colocadas encima, lucía una peluca marrón oscura y un antifaz blanco. Ambos tenían barbas negras y el más bajo sostenía una pistola.
Con la luz encendida, creo que los tres nos sentíamos vulnerables, casi desnudos. Sé que yo sí me sentía así y por sus posturas se podía apreciar que ellos también tenían la misma sensación. El de la pistola no estaba apuntándome directamente a mí, pero tampoco se podía decir que estuviera apuntando en otra dirección. La oscuridad nos había protegido a los tres, pero ahora estábamos expuestos.
– El problema es que nos tenemos miedo -le dije yo-. Vosotros tenéis miedo de que cojamos los libros sin daros el dinero. Y nosotros tenemos miedo de que nos timéis y no nos deis nada a cambio del dinero, que nos volváis a chantajear con los libros o que se los vendáis a otros.
El alto sacudió la cabeza.
– Es un único trato.
– Tanto para vosotros como para nosotros. Os pagamos una vez y eso es todo. Si habéis hecho copias de los libros, libraos de ellas.
– No hay copias.
– Bien -dije-. ¿Tenéis los libros aquí? -El más bajo, el de la peluca oscura, le dio una patada a una bolsa azul marino, como esas bolsas que dan en la lavandería. Su socio la levantó y la volvió a dejar en el suelo. Les dije que podía ser cualquier cosa, que podía ser ropa sucia y que tenían que enseñarme lo que contenía la bolsa.
– Cuando veamos el dinero -dijo el alto-, verás los libros.
– No quiero examinarlos. Simplemente sacadlos de la bolsa antes de que le diga a mi amigo que traiga el dinero.
Se miraron. El de la pistola se encogió de hombros. Movió la pistola para apuntarme mientras el otro deshacía un nudo y sacaba unos libros de contabilidad parecidos a los que había visto en la mesa de Skip.
– Vale -dije-. Encended y apagad la luz tres veces.
– ¿A quién quieres hacer señas?
– A los guardacostas.
Intercambiaron miradas y el que estaba junto al interruptor apagó y encendió la luz tres veces. El fluorescente parpadeaba a ritmo entrecortado. Los tres nos quedamos allí esperando; ese tiempo pareció casi una eternidad. Me preguntaba si Skip había visto la señal, me preguntaba si ese rato que había estado solo en el coche le había servido para tranquilizarse.
Entonces lo oí en las escaleras y junto a la puerta. Le grité que entrara. La puerta se abrió y entró con el maletín en la mano.
Me miró y a continuación vio a los dos con sus barbas, sus pelucas y sus antifaces.
– ¡Jesús! -dijo.
Yo dije:
– Dos de nosotros cubrirán con las pistolas y los otros dos harán el intercambio. Así nadie podrá timar a nadie y los libros y el dinero pasaran de una mano a otra a la vez.
El más alto, el que estaba junto al interruptor de la luz, dijo:
– Hablas como si fueras todo un experto en esto.
– Lo he estado planeando. Skip, te cubro. Trae el maletín, ponlo a mi lado. Bien. Ahora tú y uno de nuestros amigos podéis colocar una mesa en el centro y apartar el resto de muebles.
Los dos hombres se miraron; el más alto le dio una patada a la bolsa para pasársela a su compañero y luego se acercó a mí. Me preguntó qué quería que hiciese y le puse a él y a Skip a colocar los muebles.
– No sé qué va a decir el sindicato de esto -dijo. La barba escondía su boca y el antifaz cubría sus ojos, pero pude notar que estaba sonriendo.
Bajo mi dirección, él y Skip colocaron la mesa en el centro de la habitación, casi justo debajo del fluorescente. La mesa tenía dos metros y medio de largo y algo más de un metro de ancho y sirvió para dividir la habitación en dos zonas.
Me agaché apoyándome en una sola rodilla detrás de un grupo de sillas. En el otro extremo de la habitación, el de la pistola también se estaba cubriendo. Le dije a Skip que retrocediese para coger el maletín lleno de dinero y le dije al de la peluca amarilla que cogiera los libros. Así, cada uno colocó su parte en un extremo de la larga mesa. Skip dejó el maletín y le quitó los seguros. El hombre de la peluca rubia sacó los libros y los dejó en la mesa lentamente, luego dio un paso atrás, con las manos en el aire.
Les dije a los dos que retrocedieran y giré la mesa. Skip comprobó que los libros eran los mismos por los que había estado negociando. Su homólogo abrió el maletín y sacó un fajo de billetes. Lo hojeó, lo volvió a meter y sacó otro fajo.
– Son estos -dijo Skip. Los cerró y los metió en la bolsa de la lavandería y se dirigió a mí.
El de la pistola dijo:
– Esperad.
– ¿Por qué?
– Quedaos donde estáis hasta que él lo cuente.
– ¿Que tengo que quedarme aquí hasta que cuente cincuenta mil dólares? ¡Anda ya!
– Date prisa -le dijo el de la pistola a su compañero-, pero asegúrate de que está todo. No queremos irnos a casa con una bolsa llena de recortes de periódico.
– Como que yo iba a hacer eso -dijo Skip-. Como que iba a presentarme aquí, mientras nos estáis apuntando con una pistola, con un maletín lleno de dinero del Monopoly. Apunta hacia otro lado, ¿quieres? Me estoy poniendo nervioso.
No hubo respuesta. Skip se mantuvo en su posición, balanceándose sobre sus pies. Me tiraba la espalda y la rodilla sobre la que estaba agachado me estaba dando algún que otro problema. Por fin el del pelo amarillo terminó de revisar todos los fajos y de asegurarse de que no estaban formados ni por recortes de periódico ni por billetes de un dólar. Probablemente lo hizo tan deprisa como pudo, pero pareció pasar una eternidad hasta que al final se quedó satisfecho, cerró el maletín y echó los seguros.
– Muy bien -dije-. Ahora los dos…
Skip dijo:
– Espera un minuto. Tenemos la bolsa de la lavandería y ellos tienen el maletín, ¿no?
– ¿Y?
– Que no estamos en igualdad de condiciones. Ese maletín me costó unos doscientos pavos y tiene menos de dos años. ¿Cuánto puede costar una bolsa de lavandería? ¿Dos pavos?
– ¿A dónde quieres ir a parar, Devoe?
– Podríais decirme algo a cambio -dijo con la voz tensa-. Podríais decirme quién ha preparado todo esto.
Ambos lo miraron.
– No os conozco -dijo él-. No os conozco a ninguno de los dos. Me habéis sacado un montón de pasta, muy bien, a lo mejor es porque vuestra hermanita pequeña necesita una operación o algo parecido. Es cierto que todo el mundo tiene que ganarse la vida, ¿no?
No hubo respuesta.
– Pero está claro que esto lo ha organizado alguien, alguien que conozco, alguien que me conoce. Decidme quién ha sido. No os pido más.
Se produjo un largo silencio. Entonces el de la peluca marrón dijo:
– Olvídalo.
Skip dejó caer los hombros, resignado.
– Lo intentaremos -dijo él.
Y él y el hombre de la peluca amarilla se apartaron de la mesa, uno con el maletín y el otro con la bolsa de la lavandería. Era yo el que daba las órdenes; mandé a Skip a la puerta por la que había entrado, mientras observaba al otro moverse hacia un arco cubierto por una cortina en la parte trasera. Skip abrió la puerta y estaba caminando hacia atrás cuando el de la peluca marrón dijo:
– Un momento.
Su pistola de cañón largo se había movido para apuntar a Skip y por un momento creí que iba a disparar. Agarré mi 45 con ambas manos y lo apunté. Entonces él apartó la pistola, la alzó y dijo:
– Nosotros nos marcharemos primero. Quedaos donde estáis diez minutos. ¿Entendido?
– Vale -dije yo.
Apuntó al techo y disparó dos veces. Los tubos del fluorescente explotaron y sumieron a la habitación en la oscuridad. El ruido de los disparos sonó fuerte y todavía más, los tubos al explotar, pero por alguna razón ni el estruendo ni la repentina oscuridad me inquietaron. Observé, mientras él se dirigía al arco; era una sombra entre sombras y la 45 seguía centrada en él y mi dedo permanecía en el gatillo.
No esperamos los diez minutos que nos dijo. Nos largamos corriendo. Skip con la bolsa de los libros y yo con la pistola en una mano. Antes de que pudiéramos cruzar la calle hasta el Chevy, Kasabian había arrancado su coche y se había detenido junto a nosotros haciendo chirriar los frenos. Nos metimos en el asiento trasero y le dijimos que diera una vuelta a la manzana, pero el coche ya se había puesto en marcha antes de que nos hubiera dado tiempo a pronunciar esas palabras.
Giramos a la izquierda y luego a la izquierda otra vez. En la Decimoséptima Avenida nos encontramos a Bobby Ruslander apoyado en un árbol con la respiración entrecortada. Al otro lado de la calle, Billie Keegan venía caminando hacia nosotros lentamente, se detuvo y se encendió un cigarrillo con una cerilla.
Bobby dijo:
– Joder, no estoy en forma. Han pasado por aquí corriendo, tenían que ser ellos, llevaban el maletín con el dinero.
– Yo estaba cuatro casas más abajo, los he visto, pero no he querido alcanzarlos, ¿sabes? Es que creo que uno llevaba una pistola.
– ¿No has oído los disparos?
No los había oído, ni tampoco ninguno de los otros. No me sorprendió. El pistolero de la peluca marrón había usado una pistola de un calibre pequeño y, aunque el ruido había sonado muy fuerte dentro de una habitación cerrada, no habría llegado muy lejos.
– Se subieron a un coche -dijo Bobby señalando hacia el lugar en el que había estado aparcado el coche- y se largaron a toda prisa. Hasta dejaron la señal de los neumáticos. Empecé a correr entonces, cuando se subieron al coche, porque pensaba que podría ver el número de la matrícula; los seguí, pero la luz era una mierda y… -Se encogió de hombros-. Nada -dijo.
Skip dijo:
– Al menos lo intentaste.
– No estoy en forma -dijo Bobby. Se dio unos golpecitos en la barriga-. No me funcionan las piernas, ni tengo energía y tampoco ando muy bien de la vista. No podría arbitrar un partido de baloncesto de verdad corriendo de un lado para otro de la cancha. ¡Joder! Me moriría allí mismo.
– Podrías haber tocado el silbato -propuso Skip.
– Si lo hubiera tenido, a lo mejor lo habría hecho. ¿Crees que se habrían detenido al oírlo y se habrían rendido?
– Creo que seguramente te habrían disparado -dije-. Olvida lo de la matrícula.
– Por lo menos lo he intentado -dijo. Miró hacia Billie-. Keegan estaba más cerca, pero no se ha movido. Ha estado sentado debajo del árbol como el toro Ferdinando, oliendo las flores.
– Oliendo mierda de perro -dijo Keegan-, que es lo que tenía más a mano.
– ¿Le has estado dando a las botellitas, Billie?
– Nada, lo justo para mantenerme -respondió Keegan.
Le pregunté a Bobby si se había fijado en la marca del coche. Arrugó la boca, resopló y sacudió la cabeza.
– Un sedán negro último modelo -dijo-. No sé, hoy en día, todos se parecen mucho.
– Eso es verdad -dijo Kasabian y Skip asintió. Yo iba a empezar a formular otra pregunta cuando Billie Keegan dijo que el coche era un Mercury Marquis, de unos tres o cuatro años, y que era de color negro o azul marino.
Todos nos quedamos quietos, mirándolo. Su rostro carecía de expresión, sacó un trozo de papel del bolsillo de su camisa y lo desdobló.
– LJK-914 -leyó-. ¿Os dice algo? -Y mientras seguíamos mirándolo, añadió-: es el número de la matrícula. La placa es de Nueva York. Para no morirme de aburrimiento antes he estado entreteniéndome apuntando todas las marcas y las matrículas de los coches. Me parecía más sencillo que ponerme a correr detrás de los coches como un jodido cocker spaniel.
– ¡Hay que joderse con Billie Keegan! -dijo Skip asombrado. Se acercó a él y lo abrazó.
– Vosotros corréis a juzgar al hombre que bebe un poco -dijo Keegan. Sacó una botellita del bolsillo, giró el tapón hasta que el sello se rompió, echó su cabeza hacia atrás y se bebió el güisqui-. Mantenimiento -dijo-. Eso es todo.