20

Cuando volví a mi hotel, había un mensaje de Anita y otro de Skip. Primero llamé a Syosset, hablé con Anita y con los niños. Hablamos de dinero y le dije que había recibido una paga y que pronto le enviaría algo. Hablé con mis hijos sobre béisbol y sobre el campamento al que irían en poco tiempo.

Llamé a Skip al Miss Kitty's. Otra persona respondió el teléfono y esperé hasta que él se puso.

– Quiero reunirme contigo -dijo-. Esta noche trabajo, ¿quieres pasarte luego?

– Vale.

– ¿Qué hora es? ¿Las nueve menos diez? ¿Llevo aquí menos de dos horas? Pues me parece como si llevara cinco. Matt, lo que voy a hacer es cerrar sobre las dos. Pásate sobre esa hora y nos tomamos algo.


Vi el partido de los Mets. Jugaban fuera de la ciudad. En Chicago, creo. Tenía los ojos fijados en la pantalla, pero no podía tener la mente puesta en el partido.

Me quedaba una cerveza de la noche anterior. Me la bebí durante el partido, pero ni siquiera eso me animó. Cuando el partido acabó, vi casi la mitad del informativo, apagué la tele y me tumbé en la cama.

Tenía una edición en rústica de Las vidas de los santos y busqué a santa Verónica. Leí que no se sabía con certeza que hubiera existido, pero que se suponía que había sido una mujer de Jerusalén que secó el sudor de la cara de Cristo con un paño mientras él estaba sufriendo en su camino hacia el Calvario y que en ese mismo paño se quedó marcada una imagen de su rostro.

Me imaginé la escena que le había dado veinte siglos de fama y tuve que reírme. La mujer que yo estaba viendo, la que alargaba la mano para secar la frente de Cristo, tenía la misma cara y el mismo peinado que Veronica Lake.


El Miss Kitty's estaba cerrado cuando llegué y por un momento pensé que Skip lo había mandado todo a la mierda y se había ido a casa. Luego vi que los cierres metálicos, aunque estaban echados, no tenían el candado echado y que por detrás de la barra se veía una bombilla de pocos vatios encendida. Corrí el cierre unos treinta centímetros, llamé a la puerta y él vino y me abrió; luego volvió a echar los cierres y giró la llave de la puerta.

Parecía cansado. Me dio una palmadita en el hombro, me dijo que se alegraba de verme y me llevó al final de la barra, a la zona más apartada de la puerta. Sin preguntar, me sirvió una buena copa de Wild Turkey y llenó su vaso hasta arriba de güisqui escocés.

– El primero del día -dije yo.

– ¿Sí? Estoy impresionado. Pero claro, hace solamente dos horas y diez minutos que ha empezado el día.

Negué con la cabeza.

– Es la primera copa desde que me he levantado. He tomado cerveza, pero tampoco demasiada. -Le di un buen trago a mi copa de burbon.

– Sí, bueno, yo también soy así -dijo él-. Hay días en los que no bebo. Incluso tengo días en los que no bebo más que cerveza. ¿Sabes lo que es? Para ti y para mí, el beber es algo que nosotros decidimos hacer. Es una elección.

– Hay mañanas en las que no me parece que beber sea mi elección más inteligente.

– ¡Joder! Cuenta. Pero de todos modos, sigue siendo una elección para nosotros. Es la diferencia entre tú y yo, y un tipo como Billie Keegan.

– ¿Tú crees?

– ¿Tú no? Matt, ese hombre siempre está bebiendo. Quiero decir, acuérdate de anoche. El resto de nosotros, vale, somos bebedores, pero anoche nos lo tomamos con calma, ¿no? Porque unas veces es apropiado, pero otras no. ¿Tengo razón o no?

– Supongo.

– Lo de tomarse las copas luego es otra historia, porque luego uno quiere relajarse. Pero es que Keegan ya estaba borracho antes de llegar allí, ¡por el amor de Dios!

– Pero al final resultó ser el héroe.

– Sí, imagínate. Ah, por cierto, lo de la matrícula, ¿has…?

– Robado.

– Mierda. Bueno, ya nos lo imaginábamos.

– Sí.

Le dio un trago a su copa.

– Keegan -dijo- tiene que beber. En mi caso, yo podría dejarlo en cualquier momento. No lo hago porque me gusta la sensación que me produce. Pero podría dejarlo cuando quisiera y supongo que a ti te pasa lo mismo.

– Oh, creo que sí.

– Claro que sí. Pero Keegan, no sé. No me gusta decir que es un alcohólico…

– Es muy fuerte llamarle eso a un hombre.

– Estoy de acuerdo contigo. No estoy diciendo que lo sea y bien sabe Dios que ese tipo me cae muy bien, pero creo que tiene un problema. -Se estiró-. A la mierda. Podría estar vagabundeando por Bowery perfectamente. Ojalá el coche no hubiera sido robado. Vamos detrás, vamos a echarnos un rato a relajarnos.

En el despacho, con las dos botellas de güisqui sobre el escritorio en medio de los dos, él se recostó en su silla y puso los pies encima.

– Has comprobado la matrícula -dijo-, así que supongo que ya te has puesto a trabajar en ello.

Yo asentí.

– También he ido a Brooklyn.

– ¿Adónde? ¿No será adonde estuvimos anoche?

– A la iglesia.

– ¿Y qué creías que podías averiguar allí? ¿Crees que alguno se dejó la cartera en el suelo?

– Nunca se sabe lo que puedes encontrar, Skip. Tienes que mirar por todas partes.

– Supongo. Yo no sabría por dónde empezar.

– Empiezas por cualquier parte. Y haces cualquier cosa que se te ocurre.

– ¿Y descubres cosas?

– Algunas.

– ¿Cómo cuáles? Bueno, no importa, no quiero meter las narices en tu investigación. Pero, ¿has descubierto algo?

– Puede. Hasta que pasa un tiempo no sabes si lo que has encontrado es útil o no. Podríamos decir que todo lo que averiguas es útil. Por ejemplo, el hecho de saber que el coche fue robado me dice algo, aunque no me diga quiénes eran los que lo conducían.

– Al menos así puedes descartar al propietario. Ahora sabes qué persona, de entre ocho millones, no podría haberlo hecho. ¿Quién era el propietario? ¿Una ancianita que conduce solamente para ir al bingo?

– No lo sé, pero se lo llevaron de Ocean Parkway, no muy lejos del bar con el letrero de la almeja al que nos mandaron primero.

– ¿Quieres decir que viven en Brooklyn?

– O que condujeron hasta allí en su propio coche, lo aparcaron y robaron el primero que vieron. O que fueron en metro o en taxi. O…

– Vamos, que no sabemos mucho.

– Todavía no.

Se echó hacia atrás con las manos detrás de la cabeza.

– A Bobby lo han llamado para ese anuncio -dijo-. El del árbitro de baloncesto en un partido contra los prejuicios. Tiene que ir mañana. Ahora la cosa está entre él y cuatro tíos más, así que quieren volver a verlos a todos.

– Eso es bueno.

– ¿Cómo puedes saberlo? En esa profesión tienes que dejarte el culo y pelear en una prueba para poder salir por la tele veinte segundos. ¿Sabes cuántos actores se necesitan para cambiar una bombilla? Nueve. Uno para subir y cambiarla y otros ocho para quedarse alrededor de la escalera y decir: «¡Yo debería estar ahí arriba!».

– No es malo.

– Bueno, ese chiste me lo contó el actor. -Cogió su copa y se recostó en la silla-. Matt, lo de anoche fue todo tan raro. Fue una noche jodidamente rara.

– En el sótano de la iglesia.

Él asintió.

– Con esos disfraces que llevaban… Lo que necesitaban eran unas gafas, unas narices y unos bigotes de Groucho, esos que llevan los niños. Porque era eso lo que parecían; las pelucas y las barbas ni siquiera parecían de verdad y tampoco eran graciosas. La pistola les quitaba toda la gracia.

– ¿Por qué se disfrazarían?

– Para que no los reconociéramos. ¿Por qué crees que se disfraza la gente?

– ¿Los habrías reconocido?

– No sé, no pude verlos sin los disfraces. Pero ¿quiénes somos? ¿Abbott y Costello?

– No creo que ellos nos reconocieran -dije-. Cuando entré en el sótano, uno de ellos dijo tu nombre. Estaba oscuro, pero a ellos les había dado tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Tú y yo no nos parecemos.

– Yo soy el guapo. -Le dio una calada a su cigarrillo y soltó una gran nube de humo-. ¿Adónde quieres llegar?

– No sé. Es que me pregunto por qué se molestarían en llevar disfraces si de todos modos no los conocíamos.

– Para que luego no nos fuera fácil encontrarlos, supongo.

– Supongo. Pero, ¿por qué pensaron que íbamos a molestarnos en buscarlos? No hay mucho que podamos hacerles. Hicimos un trato, intercambiamos dinero por tus libros. Por cierto, ¿qué has hecho con los libros?

– Los he quemado, como te dije. ¿Y qué quieres decir con eso de que no podemos hacerles mucho? Podríamos asesinarlos mientras duermen.

– Claro.

– Podríamos encontrar la iglesia, cagarnos en el altar y luego decirle a Dominic Tutto que lo han hecho ellos.

Ahora que lo pienso, esa idea tiene cierto encanto. Podríamos concertarles una cita con «el Carnicero». A lo mejor llevaron disfraces por la misma razón por la que robaron el coche. Porque son profesionales.

– ¿Te resultan familiares, Skip?

– ¿Quieres decir sin tener en cuenta las barbas ni las pelucas ni toda esa mierda? Las voces no las reconocí.

– No.

– Había algo en ellos que me resultaba familiar, pero no sé que era. Tal vez la forma que tenían de moverse. Eso es.

– Creo que sé lo que quieres decir.

– Se movían de una manera muy ligera. -Se rió-. Vamos a llamarlos, a ver si quieren ir a bailar.

Mi vaso estaba vacío. Me eché un poco de burbon, me recosté en la silla y me lo bebí despacio. Skip apagó su cigarrillo dentro de una taza de café y, ¡cómo no!, me dijo que jamás quería verme haciendo eso. Le aseguré que no me vería. Encendió otro cigarrillo y nos quedamos allí sentados en el agradable silencio.

Después de un rato, él dijo:

– Explícame algo y olvídate de lo de los disfraces. Dime por qué dispararon a la luz.

– Para cubrir la salida. Para darles ventaja.

– ¿Crees que pensaban que saldríamos corriendo tras ellos en estampida? ¿Que perseguiríamos a unos hombres armados por patios traseros y carreteras?

– A lo mejor querían hacerlo a oscuras, pensaban que así lo tendrían más fácil. -Me quedé pensativo-. Pero habría bastado con que uno hubiera dado un paso y hubiera apagado el interruptor. ¿Sabes qué es lo peor de los disparos?

– Sí, que me acojonan.

– Que atrajeron a la pasma. Una cosa que sabe todo profesional es que no se hace nada que atraiga a la policía. No, si puedes evitarlo.

– A lo mejor se figuraron que merecía la pena. Era como una manera de avisarnos: «No intentéis devolvérnosla».

– A lo mejor.

– O querían darle dramatismo a la cosa.

– A lo mejor.

– Y bien sabe Dios que lo consiguieron. Cuando la pistola me estaba apuntando creí que me iba a disparar. De verdad. Luego, cuando disparó al techo, no sabía si iba a cagarme en los pantalones o si iba a quedarme ciego. ¿Qué pasa?

– Oh, por el amor de Dios -dije.

– ¿Qué?

– Te apuntó con la pistola y luego disparó dos veces al techo.

– ¿Se supone que eso lo hemos pasado por alto? ¿De qué crees que hemos estado hablando?

Levanté la mano.

– Piensa un minuto -dije-. Había estado pensado que dispararía a las luces, por eso se me pasó.

– ¿Se te pasó el qué? Matt, no…

– ¿Dónde has estado últimamente y alguien apuntó a otro con una pistola, pero no lo disparó? ¿Y luego pegó dos disparos al techo?

– ¡Por Dios!

– ¿Y?

– La madre que me parió. Frank y Jesse.

– ¿Tú qué crees?

– No sé qué creer. Es una locura. No parecían irlandeses.

– ¿Y cómo sabemos que los del Morrissey's eran irlandeses?

– No lo sabemos. Supongo que lo di por hecho. Esos pañuelos cubriéndoles la cara y encima se llevaron el dinero para la ayuda al norte y todo hacía pensar que estaba relacionado con algún asunto político. ¿Sabes? Tenían esa misma forma de moverse, muy ligeros. Eran muy precisos en sus movimientos, no daban un paso en falso y en aquel robo parecían que estuvieran haciendo una coreografía.

– Tal vez son bailarines.

– Sí -dijo él-. El balé de los forajidos del 75. Aún intento asimilar todo esto. Dos payasos camuflados con pañuelos rojos atracan a los hermanos Morrissey por cincuenta de los grandes y luego nos sacan a Kasabian y a mí… ¡hey! Es la misma cantidad. Parece que se repite el mismo patrón.

– No sabemos cuánto perdieron los Morrissey.

– No, y ellos no sabían cuánto iba a haber en la caja fuerte, pero un patrón es un patrón. ¿Y sus orejas? Hiciste unos dibujos de sus orejas. ¿Son las orejas de Frank y Jesse? -Empezó a reírse-. No puedo creer lo que estoy diciendo. «¿Son las orejas de Frank y Jesse?» Suena como una frase traducida de otra lengua. Bueno, ¿lo son?

– Skip, yo no me fijé en sus orejas.

– Creía que vosotros los detectives nunca dejabais de trabajar.

– Estaba ocupado pensando cómo salir de la línea de fuego. Si es que estaba pensando en algo. Tenían la piel clara. Me refiero a Frank y a Jesse. Y los de anoche tenían la piel clara.

– ¿Viste sus ojos?

– No vi el color.

– Yo estaba lo suficientemente cerca como para ver los ojos del que hizo el intercambio conmigo. Pero si los vi, no estaba prestando atención. Aunque total, da igual. ¿Alguno de ellos dijo algo en el Morrissey's?

– Creo que no.

Él cerró los ojos.

– Estoy intentando recordar. Creo que todo fue una pantomima. Dos disparos y luego silencio hasta que salieron por la puerta y bajaron las escaleras.

– Así es como lo recuerdo.

El se levantó, y caminó de un lado a otro.

– Es una locura -dijo-. Hey, a lo mejor deberíamos dejar de buscar a la víbora entre mis conocidos. No es un trabajo que se ha hecho desde dentro. Estamos tratando con una temeraria banda de dos, especializada en sacarle el dinero a los bares de Hell's Kitchen. ¿No creerás que esa banda irlandesa… cómo los llaman…?

– Los Westies. No. Lo habríamos oído. O Morrissey lo habría oído. Si alguno de ellos hubiera tenido algo que ver, la recompensa de los Morrissey lo habría aclarado todo en un día. -Cogí mi vaso y me bebí todo lo que quedaba. Vaya, ahora sí que me sabía bien. Los teníamos. Sabía que los teníamos. No sabía sobre ellos más de lo que había sabido hacía media hora, pero lo que sí que sabía era que iba a cazarlos.

»Por eso llevaban disfraces -dije-. Tal vez los habrían llevado de todos modos, pero en cualquier caso los llevaron porque no querían que los viéramos. Cometieron un error. Vamos a cogerlos.

– Joder, Matt, mírate. Estás un poco atacado. ¿Cómo coño vas a cogerlos? Todavía no sabes quiénes son.

– Sé que son Frank y Jesse.

– ¿Y? Morrissey lleva mucho tiempo intentando encontrar a Frank y a Jesse. De hecho, quiso contratarte para que los buscaras. ¿Por qué ahora sí puedes hacerlo?

Me serví otro trago de Wild Turkey y dije:

– Cuando colocas un micrófono oculto en un coche y quieres recibir la señal, necesitas dos coches más. Con uno no haces nada, pero con dos puedes triangular la señal y localizarla.

– Me estoy perdiendo algo.

– No es exactamente lo mismo, pero se le parece. Los tenemos en Morrissey's y los tenemos en el sótano de esa iglesia en Bensonhurst. Esos son dos puntos de referencia. Ahora podemos ubicarlos, podemos triangular su señal. Dos disparos en el techo: es su jodida marca. Poniéndole a sus trabajos esa clase de marca, se podría pensar que quieren que los cojan.

– Sí, lo siento por ellos -dijo-. Apuesto a que se están cagando en los pantalones. Hasta el momento, este mes solamente han conseguido cien de los grandes. Lo que no saben es que Matt «Bulldog» Scudder está tras su pista y esos pobres cabrones no podrán gastarse ni diez centavos de lo que se han sacado.

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