– Sí -dijo una voz-. Me imaginé que podrías ser tú. ¿Por qué no te sientas, Matt? Estás pálido como un fantasma. Parece que hubieras visto uno.
No podía identificar la voz. Me giré, con la respiración todavía atascada en mi pecho, y vi al hombre. Lo conocía. Estaba sentado en un sillón, entre las sombras, al fondo de la larga habitación. Llevaba una camisa de manga corta desabrochada en el cuello. Su chaqueta estaba tirada sobre el brazo del sillón y el final de su corbata asomaba por uno de los bolsillos.
– Jack Diebold -dije.
– El mismo -dijo él-. ¿Qué pasa, Matt? Serías el peor ladrón del mundo. Cuando has estado ahí arriba parecía que hubiera metida toda una caballería.
– Me has dado un susto de muerte.
Se rió suavemente.
– ¿Y qué querías que hiciera, Matt? Ha llamado un vecino diciendo que las luces de la casa estaban encendidas, bla, bla, bla…, y como estaba por aquí y, además, es mi caso, he decidido pasarme. Me imaginé que probablemente serías tú. Un tío del Distrito 68 me llamó el otro día y me dijo que estabas haciendo algo para ese gilipollas de Tillary.
– ¿Te llamó Neumann? ¿Ahora estás en el Departamento de Homicidios de Brooklyn?
– Ah, sí. Soy inspector, ¡Joder! Ya hace casi dos años.
– Felicidades.
– Gracias. Lo que pasa es que cuando he llegado no estaba completamente seguro de que fueras tú y no quería subir las escaleras, así que he pensado que, para variar, dejaría que fuera Mahoma el que fuera hasta la montaña. No pretendía asustarte.
– Y una mierda que no.
– Bueno, has pasado justo por delante de mí y estabas tan gracioso por ahí buscando. Por cierto, ¿qué estabas buscando ahora mismo?
– ¿Ahora mismo? Estaba intentando averiguar dónde guarda la bebida.
– Pues venga, adelante. Ya que te pones, busca dos vasos también.
Dos decantadores de cristal tallado descansaban en un aparador en el comedor. Unas pequeñas placas de plata colocadas alrededor de sus cuellos indicaban que uno contenía güisqui escocés y el otro güisqui de centeno. Se necesitaba una llave para sacarlos de su bandejita de plata. El aparador guardaba mantelerías en sus cajones centrales, una cristalería en el lado derecho y botellas de güisqui y licores en el izquierdo. Encontré más de medio litro de Wild Turkey y un par de vasos y le mostré la botella a Diebold. Asintió y serví las dos copas.
Era un tipo grande, pocos años mayor que yo. Se le había caído el pelo desde la última vez que lo había visto y estaba gordo, aunque lo cierto es que siempre lo había estado. Miró su vaso un momento, lo alzó hacia mí y le dio un sorbo.
– Es bueno -dijo.
– No está mal.
– ¿Qué hacías ahí arriba, Matt? ¿Buscabas pistas? -preguntó alargando la última palabra.
Negué con la cabeza.
– Estaba echando un vistazo.
– Trabajas para Tillary.
Asentí.
– Él me dio la llave.
– ¡Me importa una mierda! Por mí, como si has entrado por la chimenea como Santa Claus. ¿Qué quiere que hagas?
– Que lo limpie.
– ¿Que lo limpies? Pero si el muy hijo de puta está tan limpio que casi se puede ver a través de él. No vamos a ir a por él.
– Pero pensáis que lo hizo él.
Me dirigió una mirada hosca.
– Yo no creo que él lo hiciera -dijo-, si hacerlo significa clavarle el cuchillo a su mujer. Me encantaría pensar que fue él, pero tiene una coartada perfecta. Estuvo en público con la tipa esa, un millón de personas lo vieron, tiene recibos de la tarjeta con la que pagó en el restaurante, ¡por Dios! -Se bebió lo que le quedaba de güisqui-. Pero creo que él lo organizó todo.
– ¿Que los contrató para que la mataran?
– Algo parecido.
– Pero ellos no son asesinos a sueldo, ¿no?
– Joder, claro que no lo son. Cruz y Herrera, miembros de bajo rango del sindicato del crimen organizado de Sunset Park. Los asesinatos son una especialidad.
– Y, de todos modos, crees que los contrató.
Se acercó, me quitó la botella y se llenó el vaso hasta la mitad.
– Lo preparó él -dijo.
– ¿Cómo?
Negó con la cabeza, impaciente por responder.
– Ojalá yo hubiera sido el primero en interrogarlos -dijo-. Los del 68 fueron con la orden de registro para analizar los objetos robados, así que hablaron con los puertorriqueños antes que yo.
– ¿Y?
– Lo negaron todo. «He comprado todo esto en la calle.» Ya sabes cómo va esto.
– Ya.
– Entonces no sabían nada sobre la mujer que habían asesinado. Pero eso es una gilipollez. Soltaron esa historia y luego la cambiaron porque está claro que lo sabían, salió en los periódicos y en la tele. Luego dijeron que no había ninguna mujer cuando cometieron el robo y que siempre estuvieron en la planta baja. Eso es muy bonito y queda muy bien, pero sus jodidas huellas estaban en el espejo de la habitación, en el tocador y en otros sitios.
– ¿Encontrasteis huellas en el dormitorio? No lo sabía.
– A lo mejor no debería habértelo dicho. Aunque, de todos modos, qué más da. Pues sí, encontramos huellas.
– ¿De quién? ¿De Herrera o de Cruz?
– ¿Por qué?
– Porque me imagino que sería Cruz el que la apuñaló.
– ¿Y por qué él?
– Por sus antecedentes. Además, llevaba un cuchillo.
– Una navaja automática. Pero no se la clavó a la mujer.
– ¿No?
– La mataron con algo que tenía una hoja de quince centímetros de largo y cinco o seis de ancho. Lo que sea. Como un cuchillo de cocina.
– Y no lo habéis recuperado.
– No. Ella tenía muchos cuchillos en la cocina, había muchos juegos distintos. Después de veinte años en la misma casa, acabas acumulando muchos cuchillos. Tillary no supo decir si faltaba alguno. Los del laboratorio se llevaron todos los que encontramos, pero no vieron sangre en ninguno de ellos.
– Así que piensas que…
– Que uno de los dos cogió un cuchillo de la cocina, subió con él, la mató y luego lo tiró por alguna alcantarilla, o al río o quién sabe.
– Cogieron un cuchillo de la cocina.
– O lo traían ya. Cruz siempre llevaba encima una navaja automática, pero a lo mejor no quiso utilizarla para matar a la mujer.
– Eso, imaginándonos que llegara a la casa con la idea de matarla.
– ¿Qué otra cosa te puedes imaginar?
– Yo me imagino que fue un robo y que no sabían que ella estaba allí.
– Sí, claro, a lo mejor quieres imaginar eso porque estás intentando limpiar a ese gilipollas. Sube y se lleva un cuchillo. ¿Por qué el cuchillo?
– Por si se encuentra a alguien arriba.
– Está buscando dinero. Mucha gente guarda dinero en su dormitorio. El sube, abre la puerta, ella está ahí, le da un ataque de pánico, él se pone nervioso…
– Y la mata.
– ¿Por qué no?
– Joder, Matt. Eso suena muy bien. -Dejó su vaso sobre la mesa de café-. Una sesión más con ellos -dijo- y lo habrían soltado todo.
– Hablaron mucho.
– Lo sé. ¿Sabes qué es lo más importante que se le enseña a un poli nuevo? Cómo leerles los derechos [16] sin que le den importancia. «Tiene derecho a permanecer en silencio. Pero ahora quiero que me cuentes exactamente lo que pasó.» Una charla con ellos y habrían visto que la forma de echarle la culpa a Tillary habría sido decir que los había contratado para matarla.
– Pero eso sería como admitir que lo habían hecho ellos.
– Lo sé, pero cada vez estaban admitiendo un poco más. No sé, tengo la sensación de que podría haberles sacado más información. Pero en cuanto recibieron asistencia legal, nuestra investigación se fue a la mierda.
– ¿Por qué te gusta pensar que fue Tillary? ¿Porque tenía un lío con otra?
– Todo el mundo tiene líos.
– Pues por eso te lo digo.
– Los que matan a sus mujeres son los que quieren liarse con otras, pero no pueden. O los que están enamorados de una cosita dulce y más joven, y quieren casarse con ella y tenerla para siempre. Él no está enamorado de nadie más que de sí mismo. ¡Ah! O también los doctores. Los doctores siempre matan a sus mujeres.
– Entonces…
– Tenemos cientos de motivos, Matt. Él debía un dinero que no tenía. Y ella estaba dispuesta a dejarlo.
– ¿La novia?
– La mujer.
– No lo sabía.
– ¿Y quién te lo iba a contar? ¿Él? Ella habló con una vecina y con un abogado. La muerte de la tía fue la clave. Por un lado, ella pasó a ser propietaria y, por otro, ya no tenía la compañía de la anciana. Tenemos muchos motivos, amigo mío. Si eso fuera suficiente para ahorcar a un hombre, ya podríamos ir a comprar la cuerda.
Jack Diebold dijo:
– Es amigo tuyo, ¿verdad? ¿Por eso te has metido en esto?
Habíamos salido de la casa de Tillary ya al anochecer. Recuerdo que todavía había luz, pero eso era porque estábamos en julio y en julio sigue habiendo luz bien entrada la noche. Apagué las luces y guardé la botella de Wild Turkey. No quedaba mucho. Diebold bromeó diciendo que debería limpiar mis huellas de la botella y de los vasos que habíamos usado.
Condujo su propio coche, un Ford Fairlane bastante oxidado. Él eligió el sitio; un lujoso restaurante de marisco y carnes cerca del puente de Verrazano. Lo conocían y me dio la impresión de que no nos cobrarían nada. La mayoría de los policías tienen una serie de restaurantes en los que pueden tomar gratis varios platos. Eso les molesta a algunas personas, aunque nunca he entendido por qué.
Comimos bien: cócteles de langostino, solomillos, panecillos de centeno calientes y patatas asadas rellenas.
– Cuando éramos pequeños -dijo Diebold- se decía que un hombre que comía así era un hombre que se cuidaba. Nunca oías una palabra sobre el jodido colesterol. Pero ahora no se oye hablar de otra cosa.
– Ya.
– Tenía un compañero, no sé si lo llegaste a conocer. Ferry O'Bannon. ¿Lo conoces?
– Creo que no.
– Bueno, pues le dio por cuidarse. Empezó por dejar de fumar. Yo nunca he fumado, así que nunca he tenido que dejarlo, pero él lo dejó y luego fue una cosa tras otra. Perdió mucho peso, cambió su dieta, empezó a correr. Tenía un aspecto espantoso, estaba todo demacrado. ¿Sabes lo que te digo? Pero estaba feliz, estaba encantado consigo mismo. Ya no bebía, únicamente pedía cerveza y se la tomaba muy despacio, o a lo mejor se tomaba una y luego agua con gas. De esa francesa. ¿Perrier?
– Ajá.
– Muy popular de repente, pero no es más que agua y cuesta más que una cerveza. Pues cuando lo entiendas, a ver si me lo puedes explicar: se pegó un tiro.
– ¿O'Bannon?
– Sí. No digo que tenga relación el perder peso y empezar a beber agua con gas con darse un tiro. Pero ya sabes, esta vida que llevamos y las cosas que vemos hacen que un poli acabe comiéndose su pistola. Ya me entiendes, ¿no?
– Te entiendo.
Me miró.
– Sí -dijo-. Claro que me entiendes.
Y entonces la conversación dio un giro en otra dirección y un rato después, con un plato de tarta de manzana caliente cubierta de queso Cheddar, delante de Diebold, y dos tazas de café, una para cada uno, él volvió a sacar el tema de Tillary y a preguntarme si era mi amigo.
– Una especie de amigo -dije-. Lo conozco de los bares.
– Ella vive en tu barrio, ¿no? La novia, he olvidado su nombre.
– Carolyn Cheatham.
– Ojalá fuera su única coartada. Pero, aunque se hubiera apartado de ella unas horas, ¿qué estuvo haciendo su mujer durante el robo? ¿Esperando a que Tommy llegara a casa para matarla? A ver, supongamos que ella se esconde debajo de la cama mientras ellos desvalijan el dormitorio y dejan sus huellas por todas partes. Cuando se marchan, ella llama a la poli, ¿no?
– El no podría haberla matado.
– Lo sé y eso me desespera. ¿Cómo puede caerte bien?
– No es un mal tío. Y además, Jack, estoy cobrando por esto. Le estoy haciendo un favor, pero me están pagando por ello. Aunque es un desperdicio de mi tiempo y de su dinero porque vosotros no tenéis nada contra él; no lo podéis acusar.
– No.
– No, ¿verdad?
– No nos podemos ni acercar. -Comió un pedazo de tarta y bebió café-. Me alegro de que te estén pagando. No solamente porque me gusta ver que un tío sabe ganarse el pan, sino porque odiaría ver que te estás dejando las pelotas por él gratis.
– No me estoy dejando nada.
– Ya sabes lo que quiero decir.
– ¿Se me escapa algo, Jack?
– ¿Eh?
– ¿Qué hizo? ¿Robar pelotas de béisbol de la Liga Atlética de la Policía? ¿Por qué le tienes tanta manía?
El se quedó pensativo. Su mandíbula se movía inquieta. Frunció el ceño.
– Vale, te lo diré -dijo al rato-. Es un farsante.
– Bueno, vende acciones y mierda de esa por teléfono. Claro que es un farsante.
– Pero es más que eso. No sé cómo explicártelo para que tenga sentido, pero, joder, tú has sido poli. Ya sabes que a veces tenemos como presentimientos, sensaciones.
– Por supuesto.
– Pues yo tengo como un presentimiento con ese tío. Hay algo en él que no me gusta, algo que tiene que ver con la muerte de la mujer.
– Te diré lo que es -le dije-. Está feliz de que haya muerto, pero está fingiendo que no lo está. Su muerte lo ha librado de un lío y está contento por eso, pero está actuando como un moralista hijo de puta y eso es lo que a ti te mosquea.
– A lo mejor, en parte, es eso.
– Yo creo que lo es todo. Tú notas que está actuando como si se sintiera culpable. Y lo está. Se siente culpable. Se alegra de que esté muerta, pero a la vez vivió con esa mujer… no sé, he olvidado cuántos años, pero compartió una vida con ella mientras una parte de él actuaba como un marido y la otra la estaba engañando…
– Ya, ya, ya te sigo.
– ¿Y?
– Hay algo más.
– Pero, ¿por qué tiene que haber más? Mira, a lo mejor sí que lo planeó todo con Cruz y con el otro, ¿cómo se llama…?
– Hernández.
– No, Hernández no. ¿Cómo coño se llama?
– Ángel. Ojos de ángel.
– Herrera. A lo mejor lo preparó todo para que entraran en la casa, para que cometieran el robo. Y a lo mejor, en su interior, contaba con que, de paso, pudieran acabar con ella.
– Continúa.
– Pero lo dudo. Creo que simplemente se siente culpable por haber deseado que la mataran o por haberse alegrado de ello una vez que ocurrió. Tú estás percibiendo ese sentimiento de culpabilidad y por eso quieres pensar que él es el asesino.
– No.
– ¿Estás seguro?
– No estoy seguro de estar seguro de nada. Mira, que me alegro de que estés cobrando por esto. Espero que le salgas por un pastón.
– No es para tanto.
– Bueno, pues desplúmalo todo lo que puedas. Porque al menos le está costando dinero y es dinero que no tendría ni que pagar porque nosotros no podemos tocarlo. Incluso aunque esos dos cambiaran la historia, aunque admitieran el asesinato y dijeran que lo planearon con él, no tendríamos suficiente para acusarlo. Y ellos no van a cambiar su versión y de todos modos, ¿quién iba a contratarlos/a ellos para cometer un asesinato? Y, ¿cómo iban ellos a aceptar ese tipo de trabajo? Sé que ellos no lo harían. Cruz es un miserable, un pequeño cabrón, pero Herrera es un tonto y… ¡mierda!
– ¿Qué?
– No puedo soportar que se salga con la suya.
– Pero él no lo hizo, Jack.
– Se va a librar -dijo- y odio tener que verlo. ¿Sabes lo que quiero? Ojalá se salte un semáforo en rojo en ese tanque que lleva. ¿Qué es? ¿Un Buick?
– Creo que sí.
– Espero que se salte un semáforo y que lo pueda pillar por eso, eso es lo que espero.
– ¿Es eso a lo que se dedica últimamente el Departamento de Homicidios de Brooklyn? ¿A los asuntos de tráfico?
– Espero que eso ocurra -dijo-. Solamente te digo eso.