6

Fue un fin de semana tranquilo. Hablé con mis hijos, aunque no vinieron. El sábado por la tarde me gané cien dólares por acompañar a uno de los chicos del anticuario desde el Armstrong's. Fuimos juntos en taxi hasta la calle Setenta y Cuatro Este, donde recogimos ropa y otras posesiones del apartamento de su ex amante. El ex novio tenía entre diez y veinte kilos de más, parecía estar amargado y tener muy mala leche.

– No me creo esto, Gerald -dijo él-. ¿De verdad has traído un guardaespaldas o es este tío mi sustituto para el verano? De cualquier modo, no sé si sentirme halagado o insultado.

– Seguro que te haces una idea -le dijo Gerald.

En el taxi de vuelta al West Side, Gerald dijo:

– La verdad es que sí que quiero a ese hijo de puta, Matthew, y que me jodan si puedo averiguar el porqué. Gracias por esto, Matthew. Podría haber alquilado a un matón por cinco dólares la hora, pero tu presencia ha sido importantísima. ¿Has visto lo dispuesto que estaba para recordar que la lámpara Handel era suya? ¡Y una mierda suya! Cuando lo conocí ni siquiera sabía quién era Handel; no sabía nada de las lámparas ni tampoco del compositor. Lo único que sabe hacer es negociar con la pasta, [9] ya sabes, siempre está regateando. Es como si yo ahora intentara pagarte cincuenta dólares en lugar de los cien que habíamos acordado. Es broma, querido. No tengo ningún problema en pagarte los cien, es más, creo que te mereces cada centavo.


El domingo por la noche Bobby Ruslander me encontró en el Armstrong's. Me dijo que Skip me estaba buscando. Que estaba en el Miss Kitty's y, que si tenía un minuto, me pasara por allí. En aquel momento me venía bien y Bobby me acompañó.

Hacía un poco más de fresco; lo peor de la ola de calor había azotado durante el sábado y había caído un poco de lluvia que había refrescado las calles. Un camión de bomberos pasó por delante de nosotros mientras esperábamos a que cambiara el semáforo. Cuando el sonido de la sirena cesó, Bobby dijo:

– Menudo follón.

– ¿Sí?

– Ya te contará.

Cuando cruzamos la calle, añadió:

– Jamás lo he visto así, ¿me entiendes? Arthur nunca pierde los nervios.

– Nadie más lo llama Arthur.

– Nadie lo ha llamado nunca así. Ni siquiera cuando éramos niños. Todo el mundo lo llama Skip, pero yo soy su mejor amigo y lo llamo por su verdadero nombre.

Cuando llegamos allí, Skip le lanzó a Bobby un paño y le pidió que ocupara su puesto.

– Como camarero da pena, pero al menos no roba mucho -comentó él.

– Eso es lo que tú te crees -le respondió Bobby.

Entramos en una habitación que había en la parte trasera y Skip cerró la puerta. Había un par de viejos escritorios, dos sillas giratorias y una silla con el respaldo recto; un perchero, un archivador y vieja caja fuerte Mosler, grande, más alta que yo.

– Ahí es donde deberían estar los libros -dijo él, señalando hacia la caja fuerte-. Pero John y yo somos demasiado listos como para haberlos guardado ahí. Si realizan una inspección, es el primer lugar donde van a mirar, ¿verdad? Así que ahí lo único que hay son cien dólares en metálico, algunos papeles sin importancia, el contrato de alquiler del local, el acuerdo de sociedad que firmamos los dos, sus papeles del divorcio y cosas así. Es genial. Hemos salvado toda esa mierda y hemos permitido que alguien se llevara lo que realmente importaba.

Encendió un cigarrillo.

– La caja fuerte ya estaba aquí cuando alquilamos el local -siguió diciendo- y nos salía más caro deshacernos de ella, así que la heredamos. Aquí podrías meter un cadáver, si tuvieras alguno rondando por ahí. Así nadie lo robaría. Ha llamado… ese cabrón que robó los libros.

– ¿Sí?

El asintió.

– Pide un rescate: «Tengo algo vuestro y podéis recuperarlo».

– ¿Puso algún precio?

– No. Ha dicho que volverá a llamar.

– ¿Reconociste la voz?

– Parecía fingida.

– ¿Qué quieres decir?

– Como si no fuera su voz real. De todos modos, no la reconocí. -Entrelazó las manos y estiró los brazos para hacer crujir sus nudillos-. Se supone que tengo que sentarme y esperar a que llame.

– ¿Cuándo te llamó?

– Hace unas horas. Estaba trabajando, me llamó aquí. Menudo comienzo de noche.

– Al menos se ha puesto en contacto con vosotros antes de mandar los libros directamente a la Hacienda Federal.

– Ya. Eso he pensado yo. Así tenemos la oportunidad de hacer algo. Si nos lanzara una moneda, lo único que podríamos hacer sería agacharnos y recogerla.

– ¿Se lo has contado a tu socio?

– Aún no. He llamado a su casa, pero no estaba.

– Así que te limitas a esperar sentado.

– Eso es. ¿Qué coño he hecho quedándome de brazos cruzados? -Había un vaso en su escritorio con un líquido marrón. Le dio una última calada a su cigarro y lo echó dentro del vaso-. ¡Qué asco! -dijo-. No quiero verte hacer esto nunca, Matt. No fumas, ¿verdad?

– Muy de vez en cuando.

– ¿Sí? ¿Puedes fumarte uno cada cierto tiempo sin engancharte? Conozco a un tío que consume heroína así. Por cierto, tú también lo conoces. Pero estos pequeños cabrones -dijo mientras daba golpecitos sobre el paquete de cigarrillos- creo que son más adictivos que el caballo. ¿Quieres uno ahora?

– No, gracias.

Él se levantó.

– Los únicos a los que no me engancho son los que no me han gustado en un principio. Oye, gracias por venir. No se puede hacer otra cosa más que esperar, pero creo que quería mantenerte al tanto, contarte lo que estaba pasando.

– Está bien -le dije-, pero quiero que sepas que no me debes nada.

– ¿Qué quieres decir?

– Que no tienes que ir pagándome las cuenta de los bares.

– ¿Seguro?

– Seguro.

– Lo hice porque quise.

– Y te lo agradezco, pero no era necesario.

– Bueno, vale. -Se encogió de hombros-. Pero sí que podré pagarte una copa en mi propio bar, ¿no?

– Eso sí.

– Pues vamos -dijo-. Antes de que el jodido Ruslander me arruine el negocio.


Cada vez que iba al Armstrong's, me preguntaba si me encontraría con Carolyn y, cuando no lo hacía, me sentía más aliviado que decepcionado. Podría haberla llamado, pero sentía que no era, en absoluto, lo más apropiado. El viernes por la noche había ocurrido exactamente lo que los dos habíamos deseado, y me alegraba de ello. Además, me había ayudado para superar lo mal que me habían sentado las negativas de Fran y estaba empezando a dar la impresión de que lo que había sentido por ella no había sido más que un simple calentón. Supongo que media hora con una de las prostitutas de la calle me habría servido igualmente, aunque habría sido menos placentero.

Tampoco me encontré con Tommy y eso también fue un alivio y, de ningún modo, una decepción.

Entonces, el lunes por la mañana compré el News y leí que habían detenido a un par de jóvenes hispanos de Sunset Park por el robo y el asesinato de Tillary. El periódico mostraba la típica foto: dos jóvenes delgados, con el pelo revuelto, uno de ellos intentando ocultar su rostro de la cámara, el otro mostrando una sonrisa desafiante, y cada uno de ellos esposado a un irlandés trajeado y de gesto adusto. Había un texto a pie de foto que te decía quiénes eran los buenos, pero esa información sobraba.


Estaba en el Armstrong's aquella tarde cuando el teléfono sonó. Dennis dejó el vaso que estaba secando y contestó.

– Estaba aquí hace un minuto -dijo-. Iré a ver si ha salido. -Cubrió el micrófono del teléfono con su mano y me miró con aire burlón-. ¿Sigues aquí? -preguntó-. ¿O te has marchado sin que me diera cuenta?

– ¿Quién quiere saberlo?

– Tommy Tillary.

Nunca sabes lo que una mujer decidirá contarle a un hombre, ni cómo un hombre reaccionará ante ello. Tampoco quería descubrirlo, pero si tenía que hacerlo prefería enterarme por teléfono antes que cara a cara. Asentí con la cabeza y Dennis me pasó el teléfono por encima de la barra.

Dije:

– Soy Matt Scudder, Tommy. Lo sentí mucho cuando me enteré de lo de tu mujer.

– Gracias, Matt. ¡Jesús! Parece como si hubiera pasado un año y hace solamente, ¿cuánto? ¿Algo más de una semana?

– Bueno, al menos han cogido a esos cabrones.

Hubo una pausa. Entonces, él dijo:

– ¡Por Dios! No has visto el periódico, ¿verdad?

– Claro que sí. Han sido dos hispanos. Mostraban su fotografía.

– Supongo que has leído el News de esta mañana.

– Es lo que leo normalmente, ¿por qué?

– Pero no el Post de esta tarde.

– No. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Es que resulta que están limpios?

– Limpios… -dijo y bramó antes de continuar-: Me imaginé que lo sabrías. La poli vino esta mañana antes de que viera la historia en el News, así que ni siquiera sabía lo del arresto. ¡Mierda! Sería más fácil si ya lo supieras.

– No te sigo, Tommy.

– Me refiero a los dos latin lovers. ¿Conque limpios, eh? Mierda. Igual de limpios que el lavabo de hombres de la estación de metro de Times Square. ¡Así es como están de limpios! La poli registró su casa y encontraron pertenencias nuestras por todas partes. Las joyas que les había descrito, un estéreo cuyo número de serie era el mismo que el que yo les facilité, todo. ¡Y una mierda! De limpios nada, ¡por el amor de Dios!

– ¿Entonces?

– Entonces han admitido el robo, pero no el asesinato.

– Los criminales siempre hacen eso, Tillary.

– Deja que termine, ¿vale? Reconocieron el robo, pero según ellos no fue realmente un robo. Resulta que yo les había dado todo.

– Y por eso fueron a recogerlo a mitad de la noche.

– Eso digo yo. Pero su versión es que tenían que hacer que pareciera un robo para que yo pudiera recibir dinero de mi seguro. Yo podría reclamarle una cantidad superior a la que ellos me habían robado y de ese modo todos salíamos ganando.

– ¿A cuánto ascendía la suma real?

– Mierda, no lo sé. En su casa había el doble de cosas de las que yo anoté al rellenar el informe. Había cosas que eché en falta algunos días después de rellenar el informe y otras que ni siquiera sabía que hubieran desaparecido hasta que los polis las encontraron. Además, se llevaron cosas que el seguro no cubría. Por ejemplo, un abrigo de piel de Peg que siempre quisimos incluir en la póliza, aunque nunca llegamos a hacerlo. Y lo mismo pasa con algunas de sus joyas. Mi póliza era básica, no cubría muchas de las cosas que se llevaron. También robaron un juego de libras esterlinas, herencia de su tía, y juro que había olvidado que tuviéramos eso. Y eso tampoco quedaba cubierto.

– Pues no parece un montaje para cobrar un seguro.

– No, claro que no. ¿Cómo demonios iba a serlo? De todos modos, lo importante es que, según ellos, la casa estaba vacía cuando entraron. Peg no estaba allí.

– ¿Y?

– Y la versión es que entraron en casa, se lo llevaron todo y entonces yo llegué con Peg, la apuñalé seis veces, u ocho, ya no lo sé, y la dejé allí para que pareciera que había sucedido durante el robo.

– ¿Y cómo han podido los ladrones testificar que tú apuñalaste a tu mujer?

– No han podido. Lo único que han dicho es que no fueron ellos, que ella no estaba en casa mientras estuvieron allí y que yo había pactado con ellos lo del robo. La pasma llegó a la otra conclusión.

– ¿Y qué han hecho? ¿Te han detenido?

– No. Han venido al hotel donde estoy alojado. Era temprano, acababa de salir de la ducha. Solamente querían hablar, y al principio lo hice, pero luego empecé a darme cuenta de que estaban buscando algo con lo que acusarme. Así que dije que seguiría hablando solo en presencia de mi abogado, y lo llamé y él se dejó el desayuno en la mesa y vino corriendo. No me dejó decir ni una palabra.

– ¿Entonces no te han liado para que contaras nada?

– No.

– Pero tampoco se han tragado tu historia, ¿no?

– No. Yo no les he dicho nada porque Kaplan no me ha dejado. No me han podido hacer nada porque aún no me han acusado, pero según Kaplan van a intentarlo. Me dijeron que no saliera de la ciudad. ¿Te lo puedes creer? Mi mujer está muerta, el titular del Post dice: «Marido interrogado por el robo con homicidio». ¿Qué creen que voy a hacer? ¿Irme a pescar unas jodidas truchas a Montana? «No salga de la ciudad.» Cuando ves esa mierda en televisión, te crees que nadie puede hablar así en la vida real. Aunque seguro que es precisamente de la tele de donde se sacan esas frasecitas.

Esperé a que me dijera lo que quería de mí. Y no tuve que esperar mucho.

– Te he llamado porque -me explicó- Kaplan cree que deberíamos contratar a un detective. Él cree que a lo mejor estos tipos comentaron algo en su vecindario, que tal vez estuvieron jactándose del crimen delante de sus amigos y que puede que haya algún modo de demostrar que ellos cometieron el asesinato. Dice que la poli no se parará a investigar eso si ahora quieren volcarse en involucrarme a mí.

Le expliqué que yo no tenía ningún tipo de permiso oficial, que no tenía licencia y que no podía rellenar informes.

– No hay problema -insistió-. Le he dicho a Kaplan que lo que quiero es alguien en quien pueda confiar. Matt, no creo que puedan acusarme porque tengo coartada y no podría haber estado donde tendría que haber estado si hubiera hecho lo que ellos dicen que hice. Pero cuanto más se alargue todo este proceso, peor será para mí. Quiero que se aclare, quiero ver en los periódicos que esos cabrones hispanos fueron los autores de todo y que yo no tuve nada que ver. Quiero ver eso escrito y lo quiero por mí, pero también por la gente con la que hago negocios, por mis familiares y por los de Peg y por todas las maravillosas personas que me han votado. ¿Recuerdas aquel concurso, Amateur Tour? «Quiero dar las gracias a mamá, a papá, a la tía Edith y a mi profesora de piano, la señorita Pelton y a todas las maravillosas personas que me han votado.» Escucha, nos reuniremos con Kaplan en su oficina, escucharás lo que el hombre tiene que decir, me harás un favor grandísimo y además te llevarás unos dólares. ¿Qué me dices, Matt?

Él quería alguien en quien poder confiar. ¿Le habría contado Carolyn de Carolina lo mucho que se podía confiar en mí?

¿Cuál fue mi respuesta? Dije que sí.

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