7

Tomé el tren hasta Brooklyn. Fue solamente una parada. Me reuní con Tommy Tillary en la oficina de Drew Kaplan en Court Street, a unas calles del Ayuntamiento de Brooklyn. Al lado había un restaurante libanés. En la esquina, una tienda especializada en artículos de Oriente Medio lindaba con un anticuario repleto de mobiliario de madera de roble lavada, de lámparas de bronce y de camas. Delante del edificio de Kaplan había un hombre negro sin piernas sobre una plataforma de ruedas. Junto a él tenía una caja de puros abierta que contenía un par de billetes de un dólar y muchas monedas. Llevaba unas gafas de sol con montura de carey y delante de él había un letrero escrito a mano que decía: «Que no os engañen las gafas de sol. Solamente me faltan las piernas, no estoy ciego».

La oficina de Kaplan estaba revestida de madera y tenía sillas de piel y archivadores de roble que bien podrían haber salido de la tienda de la esquina. Su nombre y los nombres de dos socios estaban pintados sobre el cristal de la puerta de la entrada con un estilo de letra antiguo en dorado y negro. Los diplomas enmarcados que colgaban de la pared de su despacho mostraban que había conseguido su licenciatura en Adelphi y su especialidad en la Facultad de Derecho de Brooklyn. Sobre la mesa victoriana de roble había fotografías de su esposa y de sus hijos pequeños. Un clavo de ferrocarril de bronce servía como pisapapeles. Y de la pared que había junto al escritorio colgaba un reloj de péndulo que iba marcando la tarde. Con su traje fino de raya diplomática gris y su corbata amarilla de lunares, se le veía a la moda, aunque guardando un toque conservador. Debía de tener treinta y pocos años y las fechas de sus diplomas parecían confirmarlo. Era más bajo que yo y, por supuesto, mucho más bajo que Tommy. Era esbelto, estaba cuidadosamente afeitado, tenía el pelo y los ojos oscuros y una sonrisa ligeramente torcida. Su apretón de manos era medianamente firme y su mirada directa, aunque calculadora.

Tommy llevaba su bléiser color burdeos, pantalones de franela grises y unos mocasines blancos. La tensión se apreciaba en el contorno de sus ojos azules y de su boca. Su tez se veía cetrina, como si el nerviosismo hubiera hecho que la sangre no le llegara a la piel.

– Lo que queremos que hagas -dijo Drew Kaplan- es que encuentres una llave en uno de los bolsillos de sus pantalones, en los de Herrera o en los de Cruz. Esa llave pertenece a una de las consignas que hay en Penn Station donde se encuentra un cuchillo de treinta centímetros con las huellas de los dos y la sangre de ella.

– ¿De eso se trata?

Él sonrió.

– Digamos que no hay nada que perder. La situación no es tan mala. Lo que ellos tienen es un testimonio dudoso de un par de latinos que han estado metiéndose en líos desde que salieron de su país. Aunque también tienen lo que ellos creen que es un buen motivo por parte de Tommy.

– ¿Y eso es?

Estaba mirando a Tommy cuando pregunté. Apartó la mirada.

Kaplan dijo:

– Un triángulo marital y un fuerte motivo económico. Margaret Tillary recibió algo de dinero la primavera pasada tras la muerte de su tía. Aún no se ha designado albacea, pero la cuantía sobrepasa el medio millón de dólares.

– Pero se quedará en menos cuando estos le metan mano -dijo Tommy-. En mucho menos.

– Y además está el seguro. Tommy y su mujer tenían cada uno un seguro de vida y se habían nombrado beneficiarios el uno al otro. Ambos tenían cláusulas de doble indemnización por un valor de… -Consultó un papel que tenía sobre la mesa-. Ciento cincuenta mil dólares que, al duplicarse por muerte accidental, se convierten en trescientos mil dólares. En este punto tenemos unos siete u ochocientos mil motivos para cometer un asesinato.

– Así se habla -dijo Tommy.

– Y, además, Tommy anda un poco mal de dinero. Este año no le ha ido bien en las apuestas y están empezando a presionarlo un poco.

– Pero eso no significa nada -terció Tommy.

– Estoy exponiendo lo que diría la poli, ¿de acuerdo? Debe dinero por la ciudad, tiene dos pagos atrasados del Buick. Y por si fuera poco se está tirando a esa chica de la oficina, va de bar en bar con ella y muchas noches no vuelve a casa…

– Rara vez, Drew. Casi siempre volvía a dormir a casa y si no me daba lugar a meterme en la cama, al menos pasaba para darme una ducha y desayunar con Peg.

– ¿Y qué desayunabas? ¿Dexamyl? [10]

– Pues a veces sí. Tenía una oficina a la que ir, un trabajo que hacer.

Kaplan se sentó en el borde de su escritorio y cruzó las piernas por encima del tobillo.

– Para ellos todo esto servirá como motivo -dijo-. Pero se les pasan un par de detalles. Uno es que él amaba a su esposa y ¿cuántos maridos engañan? ¿Qué es lo que dicen? El noventa y nueve por ciento admiten que engañan y, ¿el uno por ciento miente? Y dos, tiene deudas pendientes, pero no es ningún muerto de hambre. Es un tío que gana mucha pasta a lo largo del año, pero que despilfarra y que durante años ha estado un mes forrado y corto de dinero al siguiente.

– Acabas acostumbrándote -dijo Tommy.

– Además, las cifras parecen una fortuna, pero son bastante comunes. Medio millón es sustancioso, pero como Tommy ha dicho, después de que le apliquen impuestos se reducirá bastante y parte de ello es el título de propiedad de la casa que ha estado ocupando durante años. Un seguro de ciento cincuenta mil dólares para un cabeza de familia no es tan elevado y es bastante común que el de la esposa tenga la misma cobertura. Hay un montón de compañías de seguros que redactan pólizas de ese tipo. Hacen que parezca bastante lógico y por eso no te fijas en el hecho de que tú realmente no necesitas recibir tanta cobertura de una persona de la que no dependes económicamente. -Extendió las manos-. De todos modos, las pólizas se firmaron hace unos diez años. No se trata de un seguro que haya firmado la semana pasada.

Se levantó y fue hacia la ventana. Tommy había cogido el clavo del escritorio y estaba jugando con él, golpeándolo contra la palma de su mano y, consciente o inconscientemente, marcaba el ritmo del péndulo del reloj.

Kaplan dijo:

– Uno de los asesinos, Ángel Herrera, porque supongo que él lo pronuncia a la española, hizo algunos trabajos en la casa de los Tillary en marzo o abril. Limpió, retiró trastos del sótano y del ático; en general, distintos trabajos pesados para sacarse algo de dinero por horas. Según Herrera, por eso Tommy lo conocía y por eso contactó con él para fingir el robo. Y también por eso él y su colega Cruz conocían la casa, lo que había dentro y cómo acceder a ella.

– ¿Y cómo lo hicieron?

– Hicieron un pequeño agujero en la puerta lateral, metieron la mano y abrieron la puerta. Según ellos, Tommy la dejó abierta para que pudieran entrar y debió de romper el cristal después. También dicen que lo dejaron todo relativamente ordenado.

– Pero parecía que hubiera pasado un ciclón por allí -dijo Tommy-. Tuve que ir y me puse enfermo al verlo todo.

– Dicen que todo aquello lo hizo Tommy al matar a su mujer. Pero si te fijas bien nada de eso tiene sentido. Las horas que han dado no concuerdan. Ellos entraron a media noche y el médico dice que la muerte se produjo entre las diez de la noche y las cuatro de la mañana. Él trabajó hasta las cinco, fue a cenar con su amiga y estuvo con ella en muchos sitios públicos a lo largo de la noche. -El abogado miró a su cliente-. Tenemos suerte de que la discreción no sea lo suyo. Su coartada sería mucho más pobre si se hubiera pasado todo el tiempo en el apartamento de ella con las persianas bajadas.

– Era discreto en lo que respectaba a Peg -dijo Tommy-. En Brooklyn yo era un padre de familia. Y lo que hacía en la ciudad nunca le hizo daño.

– Después de la medianoche es más difícil explicar qué estuvo haciendo -siguió Kaplan-. La única justificación para esas horas es la novia, porque estuvieron en su apartamento un rato con las persianas bajadas.

No hubiera hecho falta que bajaras las persianas, pensé yo. Nadie puede ver desde fuera.

– Además, hay un momento en el que ella no puede dar cuenta de lo que él hizo.

– Se quedó dormida, pero yo no pude -dijo Tommy-, así que me vestí y salí a tomarme unas copas. Pero no tardé mucho y se despertó cuando volví. Si hubiera tenido un helicóptero a lo mejor me habría dado tiempo a llegar a Bay Ridge y a volver en ese rato. Pero eso no se puede hacer con un Buick.

– La cuestión es -dijo Kaplan- que incluso suponiendo que le hubiera dado tiempo, o no teniendo en cuenta la coartada de la novia, sino únicamente la del rato en el que pudieron verlo testigos imparciales, ¿cómo podría haberlo hecho? Supongamos que llega a casa después de la visita de los hispanos y antes de las cuatro de la madrugada, que fue lo más tarde que se pudo cometer el asesinato. ¿Dónde estuvo ella todo ese rato? Según Cruz y Herrera, no había nadie más en la casa. ¿Dónde la encontró para matarla? ¿Qué hizo? ¿Llevarla en la furgoneta durante toda la noche?

– Supongamos que la mató antes de que ellos llegaran -propuse yo.

– Voy a contratar a este tío -comentó Tommy-. Mi intuición me lo dice, ¿me entiendes?

– Eso no puede ser -dijo Kaplan-. En primer lugar no concuerdan los tiempos. Su coartada es firme desde antes de las ocho hasta pasada la medianoche, mientras se lo vio en público con la chica. El forense dice que no hay duda de que a las diez estaba viva y que, como muy pronto, la tendrían que haber matado algo después de esa hora. Además, aunque no tengamos en cuenta las horas sigue habiendo algo que no encaja. ¿Cómo pudieron entrar, robar en toda la casa y no darse cuenta de que había una mujer muerta en la habitación? Estuvieron en esa habitación, tenían en su posesión varios objetos robados sacados de ese dormitorio, creo que han encontrado huellas allí. La policía encontró el cuerpo de Margaret Tillary en aquella habitación y un cadáver allí tirado no les habría pasado desapercibido.

– A lo mejor el cuerpo estaba escondido. -Pensé en la enorme caja de seguridad de Skip-. Metido en un armario en el que no buscaron.

Él negó con la cabeza.

– La causa de la muerte fue un apuñalamiento. Había mucha sangre y estaba por todas partes. La cama estaba empapada y también la alfombra del dormitorio. -Ambos evitamos mirar a Tommy-. No la mataron en ningún otro sitio -concluyó-. La mataron allí mismo y si no fue Herrera entonces fue Cruz, pero, de cualquier modo, el que seguro que no la asesinó fue Tommy.

Intenté buscar algún punto débil a su teoría, pero no encontré ninguno.

– Entonces no entiendo por qué me necesitáis -dije-. La acusación contra Tommy no parece nada sólida.

– Tanto que no hay acusación.

– Entonces…

– La cuestión es que si te llevan ante un tribunal por una cosa así, aunque al final ganes, de todos modos has perdido. Porque por el resto de tu vida lo que todo el mundo recordará de ti es que te llevaron a juicio por el asesinato de tu mujer. Y no importa si saliste absuelto. Mucha gente se imaginaría que algún abogado judío había comprado al juez o al jurado.

– Y si contrato a un abogado de Guinea -dijo Tommy-, se pensarán que ha amenazado al juez y que le ha dado una paliza a los miembros del jurado.

– Además -añadió Kaplan-, nunca se sabe cómo va a reaccionar un jurado. Recuerda que la coartada de Tommy es que estaba con otra mujer mientras se cometió el robo. Tal vez podrían dar como válido el testimonio de la mujer, pero ¿has visto el Post? El jurado decidirá que la coartada no es válida porque tu novia está mintiendo por ti y a la vez dirán que eres un cabrón por haber estado tirándotela mientras asesinaban a tu mujer.

– Venga sigue -dijo Tommy-, que tal como lo estás exponiendo, al final yo mismo me voy a ver culpable.

– Y también le costaría ganarse la comprensión del jurado. Es un tío grande y guapo, se viste con estilo y si lo vieras en un garito te encantaría, pero ¿hasta qué punto te caería bien viéndolo sentado en un tribunal? Se dedica a la venta telefónica de valores, lo cual es perfectamente respetable. Te llama y te aconseja sobre cómo invertir tu dinero. Hasta ahí, muy bien. Pero eso significa que todo payaso que haya perdido cien dólares de sus inversiones porque lo hayan aconsejado mal o que se haya suscrito a una revista por teléfono, entrará en esa sala con deseos de venganza. Por eso no quiero que tenga que comparecer ante un tribunal. Ganaré en un juicio, eso lo sé, o, en el peor de los casos, ganaría en la apelación, pero ¿quién quiere que lleguemos a eso? Lo que yo quiero es que se aclare todo para que ni siquiera tengan la oportunidad de presentar una acusación y de llevarlo ante el juez.

– Y queréis que yo…

– Que averigües todo lo que puedas, Matt. Cualquier cosa que desacredite a Cruz y a Herrera. No sé qué se podrá encontrar. Ojalá pudieras encontrar sangre en su ropa o algo parecido. El caso es que no sé qué se puede encontrar, pero tú fuiste poli y puedes ir olfateando por las calles y por los bares. ¿Conoces Brooklyn?

– Algo. He trabajado por aquí alguna que otra vez.

– Entonces sabrás por dónde ir.

– Lo suficiente. Pero, ¿no os iría mejor contratar a alguien que hablara español? Sé lo justo para pedir una cerveza, pero mi español no es ni mucho menos fluido.

– Tommy dice que quiere a alguien en quien pueda confiar y fue muy claro al decir que te llamaría a ti. Creo que tiene razón. Es mucho más importante el hecho de que lo conozcas personalmente a que sepas decir: «Me llamo Mateo» y «¿Cómo está usted?». [11]

– Eso es verdad -dijo Tommy Tillary-. Matt, sé que puedo contar contigo y eso vale mucho.

Yo quise decirle que con lo único que podía contar era con los dedos de su mano, pero ¿por qué iba a hacer eso y quedarme sin mis honorarios? Su dinero era tan bueno como el de cualquier otro. No estaba seguro de si me gustaba esa persona, pero en el fondo me alegraba que no me gustaran las personas para las que trabajaba. De ese modo no me sentía tan mal si no les daba demasiada importancia.

Y lo cierto era que no entendía cómo iba a darle importancia al asunto de Tommy. La acusación contra él parecía no tener demasiado fundamento y se desmoronaría incluso sin mi ayuda. Me preguntaba si Kaplan únicamente quería darle algo de movimiento al tema para justificar un aumento de sus honorarios por si acaso su trabajo se daba por concluido en cuestión de una semana. Era posible, pero de todos modos, no era problema mío.

Dije que me alegraría poder ayudar. Dije que esperaba poder encontrar algo útil.

Tommy dijo que estaba seguro de que podía hacerlo.

Drew Kaplan dijo:

– Ahora querrás que te demos una cantidad fija para mantener tus servicios. Supongo que eso servirá como un anticipo, junto a pluses por gastos diarios. O, ¿es que cobras por horas? ¿Por qué estás negando con la cabeza?

– No tengo licencia -dije.

– Eso no es ningún problema. Podemos registrarte en nuestros libros de cuentas como asesor.

– Pero es que no quiero quedar reflejado en los libros. No llevo la cuenta ni del tiempo invertido ni de los gastos. Eso lo pago de mi propio bolsillo. Yo cobro en metálico.

– Y, ¿cómo fijas tus tarifas?

– Pienso una cifra. Si cuando he terminado mi trabajo, creo que debería cobrar algo más, lo digo. Si no estáis de acuerdo, no tenéis que pagarme. No voy a llevar a nadie a los tribunales.

– Parece una forma poco coherente de hacer negocios -dijo Kaplan.

– No es un negocio. Yo hago favores para amigos.

– Y recibes dinero de ellos.

– ¿Hay algo malo en recibir dinero a cambio de un favor?

– No lo creo. -Se quedó pensativo-. ¿Y cuánto esperas por este favor?

– No sé cuánto va a suponer este trabajo -dije-. Digamos que hoy os pido mil quinientos dólares. Si la cosa se alarga y considero que merezco más, os lo diré.

– Mil quinientos. Y, por supuesto, Tommy no sabe exactamente lo que él va a recibir a cambio.

– No -dije-. Y yo tampoco.

Kaplan entrecerró los ojos.

– Es una tarifa bastante alta para empezar. Había pensado que, en un principio, la tercera parte de esa cantidad sería suficiente.

Pensé en mi amigo, el que se dedicaba a la compraventa de antigüedades. ¿Sabía yo regatear? Evidentemente, Kaplan sí.

– No es tanto -dije-. Es un porcentaje del dinero del seguro y esa es una de las razones por las que queréis contratar a un detective, ¿no? La compañía no entregará el dinero hasta que Tommy no esté libre de acusaciones.

Kaplan parecía ligeramente perplejo.

– Eso es verdad -admitió-, pero no sé si esa es la razón por la que te contratamos. La compañía pagará tarde o temprano. No creo que tu tarifa sea tan alta, es solo que me parecía una suma desproporcionada para pagarla por adelantado y…

– No discutas la tarifa -interpuso Tommy-. A mí me parece bien, Matt. Pero ahora ando un poco corto y además solamente llevo quince centavos en metálico…

– A lo mejor tu abogado te los puede dar -sugerí.

Kaplan pensó que eso estaba algo fuera de lugar. Salí del despacho mientras ellos hablaban. La recepcionista estaba leyendo la revista Fate. Un par de grabados tintados a mano y rodeados de marcos antiguos representaban imágenes del centro de Brooklyn en el siglo XIX. Estaba mirándolos cuando la puerta de Kaplan se abrió y él me hizo una señal para que entrara.

– Tommy va a solicitar un crédito a la espera del dinero del seguro y del patrimonio de su esposa -dijo-. Mientras tanto, yo puedo darte los mil quinientos. Espero que no tengas inconveniente en firmar un recibo.

– Ninguno -respondí. Conté los billetes, doce de cien y seis de cincuenta. Todo el mundo parece tener dinero en metálico, incluso los abogados.

Redactó un recibo y lo firmé. Se disculpó por el modo en que se había comportado al tratar el asunto de la tarifa.

– A los abogados se nos enseña a ser unos seres humanos muy ortodoxos -dijo-. A veces me cuesta reaccionar cuando me encuentro frente a una situación que se sale del procedimiento habitual. Espero no haberte ofendido.

– Para nada.

– Me alegro. No espero informes escritos ni que me tengas al corriente de todos y cada uno de tus movimientos, pero ¿me llamarás para contarme cómo vas progresando y si has encontrado algo? Y por favor, prefiero que me digas demasiado a que me digas demasiado poco. Cuesta diferenciar qué resultará más útil.

– Lo sé.

– Seguro que sí. -Me acompañó a la puerta-. Y por cierto, tu tarifa es únicamente un uno y medio por ciento del dinero del seguro. Creo que mencioné que la póliza tenía una cláusula de indemnización doble y el asesinato se considera muerte accidental.

– Lo sé -dije-. Siempre me he preguntado por qué.

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