Diebold insistió en llevarme a casa. Cuando dije que tomaría el metro, me dijo que no fuera ridículo, que ya era medianoche y que no estaba en condiciones de usar el transporte público.
– Te quedarás dormido -dijo- y algún vagabundo te quitará los zapatos.
Y probablemente tenía razón. De hecho, me dormí en el camino de vuelta a Manhattan y me desperté cuando se detuvo en la esquina de la Cincuenta y Siete con la Novena. Le di las gracias y le pregunté si tenía tiempo de tomarse una copa antes de irse.
– Me parece que ya es suficiente -dijo-. Ya no puedo salir toda la noche como hacía antes.
– Bueno, yo creo que también lo dejo por esta noche -dije.
Pero no lo hice. Vi como se marchaba, comencé a caminar hacia mi hotel, pero giré y doblé la esquina que me llevaba al Armstrong's. Estaba casi vacío. Entré y Billie me saludó con la mano.
Fui hacia la barra. Y allí estaba ella, sola, con la cabeza agachada mirando dentro de su vaso. Carolyn Cheatham. No la había visto desde aquella noche en la que me había ido a su casa con ella.
Mientras estaba intentando decidir si decirle algo o no, ella levantó la vista y sus ojos se encontraron con los míos. Su rostro parecía estar paralizado por algún dolor persistente. Tuvo que parpadear una o dos veces hasta reconocerme y, cuando lo hizo, un músculo se tensó en su mejilla y las lágrimas empezaron a formarse en los rabillos de sus ojos. Las secó con el dorso de su mano. Había estado llorando antes; había un pañuelo de papel arrugado sobre la barra, manchado de máscara de pestañas negra.
– Mi amigo, el que bebe burbon -dijo ella-. Billie, este hombre es un caballero. ¿Puedes traerle a mi amigo, el caballero, un buen vaso de burbon?
Billie me miró. Yo asentí. Me trajo un poco de burbon y una taza de café solo.
– Te he llamado mi amigo, el caballero -dijo Carolyn Cheatham-, pero no lo digo con ninguna intención. -Pronunciaba sus palabras con el deliberado cuidado de un borracho-. Eres un amigo y un caballero, pero no un amigo caballeroso.
Bebí un poco de burbon y vertí otro poco en el café.
– Billie -dijo ella-, ¿sabes por qué se puede decir que el señor Scudder es un caballero?
– Porque siempre desnuda a su dama sin quitarse el sombrero.
– Porque bebe burbon -dijo ella.
– ¿Y eso lo hace un caballero, eh, Carolyn?
– Lo hace ser distinto de un hipócrita hijo de puta, bebedor de güisqui escocés.
No habló en voz alta, pero su tono fue suficiente como para cortar las otras conversaciones que se estaban manteniendo por el bar. Únicamente había tres o cuatro mesas ocupadas y la gente que estaba sentada en ellas eligió el mismo momento para dejar de hablar. Por un instante, la música de la cinta se oía sorprendentemente alta. Era una de las pocas piezas que podía identificar; era uno de los conciertos de Brandeburgo. Allí los ponían tanto que hasta fui capaz de reconocerlo.
Entonces Billie dijo:
– Supón que un hombre bebe güisqui irlandés, Carolyn. ¿Qué dice eso de él?
– Que es irlandés -respondió ella.
– Tiene sentido.
– Estoy bebiendo burbon -dijo ella y empujó su copa hacia delante-. ¡Maldita sea! Soy una dama.
Él la miró a ella y luego me miró a mí. Yo asentí, él se encogió de hombros y le llenó el vaso.
– Yo invito -dije.
– Gracias -respondió ella-. Gracias, Matthew. -Sus ojos empezaron a humedecerse y ella sacó un pañuelo limpio de su bolso.
Quería hablar de Tommy. Dijo que él se estaba portando bien con ella. Que la llamaba, que le mandaba flores. Pero que no serviría de nada que ella montara una escena en la oficina y que él tenía que tratarla bien para no ponerla en su contra porque podría tener que testificar cómo pasó la noche en la que asesinaron a su mujer.
Sin embargo, no quedaba con ella porque decía que no estaría bien. No para un hombre que se acababa de quedar viudo; no para un hombre que había sido prácticamente acusado de cómplice en la muerte de su esposa.
– Envía flores sin tarjeta -dijo ella-. Me llama desde teléfonos públicos. El muy hijo de puta.
– A lo mejor el florista olvidó meter la tarjeta.
– Venga, Matt. No lo disculpes.
– Y está en un hotel, así que está claro que utiliza un teléfono público.
– Pero podría llamar desde su habitación. Dijo que no quería que la llamada pasara por la centralita del hotel, por si acaso la teleoperadora estaba escuchando. No había tarjeta con las flores porque no quiere que se refleje nada por escrito. Vino a mi apartamento la otra noche, pero dice que nadie puede verlo conmigo, que no puede salir conmigo y… ¡oh! ¡Qué hipócrita! ¡Qué bebedor de güisqui, hijo de puta!
Billie me llamó para que me apartara y decirme algo.
– No querría echarla -dijo-. No a una mujer tan agradable y en el estado en que está, pero creo que tengo que hacerlo. ¿Puedes asegurarte de que llega bien a su casa?
– Claro.
Primero tuve que dejarla que nos invitara a otra ronda. Ella insistió. Después la saqué de allí y juntos doblamos la esquina que daba a su edificio. Iba a llover, se podía oler en el aire y, cuando pasamos del aire acondicionado del Armstrong's a la sofocante humedad que anuncia una tormenta de verano, pareció embargada por la aflicción. Me agarró del brazo mientras caminábamos, se aferró a él casi con desesperación. En el ascensor, se dejó caer de espaldas contra la pared.
– Oh, Dios -dijo.
Le cogí las llaves y abrí la puerta. La metí dentro. Se quedó en el sofá, medio sentada, medio tumbada. Tenía los ojos abiertos, pero no sé si llegaba a ver algo. Tuve que usar el baño y cuando volví sus ojos estaban cerrados y ella roncaba suavemente.
Le quité los zapatos, la llevé a una silla, me peleé con el sofá hasta que logré convertirlo en cama y la tendí sobre él. Supuse que tenía que aflojarle la ropa, pero ya que estaba, la desvestí completamente. Permaneció inconsciente todo ese rato y recordé lo que un trabajador de una funeraria me contó una vez sobre lo difícil que era vestir y desvestir a los muertos. Sentí nauseas ante la imagen y pensé que iba a vomitar, pero me senté y mi estómago se calmó.
La cubrí con la sábana y me volví a sentar. Había una cosa más que hubiera querido hacer, pero no pude saber qué era. Intenté pensar y supongo que acabé quedándome dormido. No creo que fueran más de unos pocos minutos; solamente el tiempo suficiente para perderme en un sueño que se desvaneció en el momento en que abrí los ojos y parpadeé.
Salí de allí. Su puerta tenía una cerradura de resbalón. Había un pestillo añadido que se podía echar con la llave para más seguridad, pero me limité a cerrarla. Con eso ya estaba razonablemente segura. Cogí el ascensor, bajé y salí a la calle.
No había empezado a llover. En la esquina de la Novena Avenida pasó un hombre haciendo footing, corría obstinadamente hacia el norte, a la contra del poco tráfico que había en aquel momento. Su camiseta estaba impregnada de sudor y el hombre parecía que fuera a caerse. Pensé en O'Bannon, el antiguo compañero de Jack Diebold, que se puso en forma antes de volarse los sesos.
Y entonces recordé lo que había querido hacer en el apartamento de Carolyn. Había estado pensando en llevarme la pequeña pistola que le había dado Tommy. Si iba a beber tanto y a deprimirse de ese modo, lo que menos necesitaba era tener un arma en la mesilla de noche.
Pero la puerta estaba cerrada. Y ella estaba inconsciente, no iba a despertarse y a suicidarse.
Crucé la calle. El cierre del Armstrong's estaba medio echado y las luces de fuera estaban apagadas, pero dentro había luz. Me acerqué. Vi que las sillas estaban encima de las mesas, listas para que el chico dominicano que llegaba a primera hora de la mañana barriera el bar. Al principio no vi a Billie, pero luego lo vi sentado en un taburete al final de la barra. La puerta estaba cerrada, pero él me vio y vino a abrirme.
Volvió a cerrar con llave cuando entré, me acompañó a la barra y se metió detrás. Sin decirle nada, me sirvió un vaso de burbon. Lo rodeé con mi mano, pero no lo levanté de la barra.
– Ya no me queda café -dijo él.
– Vale. Ya no quería tomar más.
– ¿Está bien? ¿Carolyn?
– Bueno, mañana tendrá una buena resaca.
– Casi todo el mundo que conozco tendrá resaca mañana -dijo-. Hasta puede que yo tenga resaca mañana. Va a llover, así que creo que me quedaré en casa y me inflaré a aspirinas.
Alguien aporreó la puerta. Billie hizo un gesto con la cabeza, indicándole que se fuera. El hombre volvió a llamar. Billie lo ignoró.
– ¿Pero es que no ven que está cerrado? -protestó-. Aparta ese dinero, Matt. Estamos cerrados. La caja registradora está cerrada. Esto es como una fiesta privada. -Alzó su vaso hacia la luz y lo miró-. Un color precioso -dijo-. Qué graciosa, Carolyn. Así que uno que bebe burbon es un caballero y uno que bebe güisqui es un… ¿Qué dijo que era uno que bebía güisqui?
– Creo que dijo hipócrita.
– Y luego va y me dice que uno que bebe güisqui irlandés es irlandés.
– Bueno, fuiste tú el que lo preguntó.
– En lo que sí se convierte uno que bebe güisqui irlandés es en un borracho, pero un borracho simpático. Yo solo me emborracho de la manera más agradable posible. ¡Vaya, Matt! ¡Jesús! Estos son los mejores momentos del día. Puedes quedarte con tu Morrissey's. Esto es como tener tu after hours privado, ¿sabes? El garito vacío y oscuro, la música apagada, las sillas sobre las mesas, una o dos personas haciéndote compañía, y un cerrojo separándonos del resto del mundo. Genial, ¿eh?
– No está mal.
– No, no lo está.
Estaba llenándome el vaso. Aunque, no recordaba haber bebido nada.
– ¿Sabes? Mi problema es que no puedo irme a casa -dije.
– Eso fue lo que dijo Thomas Wolfe: «No puedes volver a casa otra vez». Ese problema lo tiene todo el mundo.
– No, pero yo lo digo en serio. Mis pies siempre me llevan a un bar. He estado en Brooklyn, he llegado a casa tarde, estaba cansado, ya estaba casi a punto de irme a la cama, he empezado a caminar hacia mi hotel, pero he doblado la esquina y he venido aquí. Y luego la he llevado a dormir, a Carolyn, y he tenido que salir corriendo antes de quedarme dormido en su silla; pero en lugar de irme a casa, como habría hecho toda persona normal, he vuelto aquí como una paloma mensajera atontada.
– Pues eres una golondrina y esto es Capistrano.
– ¿Es eso lo que soy? Ya no sé qué más soy.
– Venga, no digas gilipolleces. Eres un tío, eres un ser humano. Otro pobre hijo de puta que no quiere estar solo cuando el antro sagrado cierra.
– ¿El qué? -Comencé a reírme-. ¿Eso es lo que es este sitio? ¿El antro sagrado?
– ¿No conoces esa canción?
– ¿Qué canción?
– La canción de Van Ronk: «Y así hemos pasado otra noche…». -Se detuvo-. Joder, no puedo cantarla, no me sale el tono. Last Call, de Dave van Ronk. ¿No la conoces?
– No sé de qué estás hablando.
– ¡Dios! -dijo-. Tienes que oírla. ¡Joder! Tienes que oír esta canción. Es de lo que hemos estado hablando y, por encima de todo, es el jodido himno nacional. Venga.
– Venga ¿qué?
– Venga -dijo. Sacó un bolso de mano de las Aerolíneas Piedmont y salió de la barra con dos botellas sin abrir, una de su apreciado Jameson de doce años y otra de Jack Daniel's-. ¿Te parece bien? -me preguntó.
– ¿Bien para qué?
– Para echártela por la cabeza y usarla como matapiojos. ¿Para qué crees? Para bebería. Has estado tomando Forrester, pero no puedo encontrar ninguna botella cerrada y Ta ley no permite sacar a la calle botellas de alcohol sin el precinto.
– ¿Existe esa ley?
– Debería. Nunca robo botellas abiertas ¿Podrías responder a mi pregunta? ¿Te parece bien el Jack Black?
– Pues claro que me parece bien, pero ¿adónde demonios vamos?
– A mi casa -respondió-. Tienes que oír ese disco.
– Los camareros beben gratis -dijo-. Incluso en casa. Es un incentivo. A otros les dan planes de pensiones o seguros dentales. Nosotros tenemos todo el alcohol que podemos robar. Te va a encantar esta canción, Matt.
Estábamos en su apartamento, un estudio en forma de «L» con suelos de madera y una chimenea. Vivía en el piso veintidós y su ventana daba al sur. Tenía una buena vista del Empire State Building y, más a la derecha, del World Trade Center.
Estaba escasamente amueblado. Tenía una cama y un aparador de mica blanca en el hueco habilitado para dormir y un sofá y una silla en medio de la habitación. Libros y discos desbordaban una estantería y se amontonaban formando columnas sobre el suelo. Había partes del equipo de música por todo el estudio: un tocadiscos sobre una de esas cajas que se utilizan para guardar las botellas de leche de cristal y altavoces por el suelo.
– ¿Dónde lo habré puesto? -se preguntó Billie.
Fui hacia la ventana y contemplé la ciudad. Llevaba reloj, pero preferí no mirarlo porque no quería saber qué hora era. Supongo que debían de ser cerca de las cuatro. Aún no había empezado a llover.
– Aquí está -dijo, con el disco en la mano-. Dave van Ronk. ¿Lo conoces?
– Jamás había oído ese nombre.
– Tiene nombre holandés, físicamente parece irlandés y al cantar blues suena como un negro. También lleva un guitarrista, pero en este tema no toca nada. Last Call. La canta al fresco.
– Muy bien.
– No, al fresco, no. He olvidado esa expresión. ¿Cómo se dice cuando cantas sin acompañamiento?
– ¿Y qué más da?
– ¿Cómo se me puede olvidar algo así? Tengo una memoria que parece un puto colador. Te va a encantar esta canción.
– Me encantará si es que alguna vez puedo oírla.
– A capela. Eso es. A capela. En cuanto he dejado de pensar en ello, se me ha venido a la cabeza ¿Dónde he puesto el irlandés?
– Justo detrás de ti.
– Gracias. ¿Te apetece el Daniel's? Lo tienes justo ahí. Vale, escucha esto. ¡Huy! Me he equivocado de ranura al poner la aguja. Es la última del disco. Como tiene que ser. Porque después de esto, no podría venir nada más. Escucha.
Y así hemos tenido otra noche
De poesía y poses,
y cada hombre sabrá que estará solo
cuando cierre el antro sagrado.
La melodía sonaba como una canción tradicional irlandesa. Era cierto que el cantante cantaba sin acompañamiento. Tenía una voz áspera, pero delicada.
– Ahora escucha esto -dijo Billie.
Y así nos beberemos la última copa,
a su salud y a su pesar,
y esperaremos que el entumecimiento dure
hasta que vuelva a abrir mañana.
– ¡Jesús! -exclamó Billie.
Y cuando volvemos a tropezar
como bailarines paralíticos.
cada uno sabe la pregunta que debe formular
y cada uno sabe la respuesta.
Tenía una botella en una mano y un vaso en la otra. Me serví un trago mientras Billie decía:
– Atento a lo que viene ahora.
Y así nos beberemos la última copa,
la que corta el cerebro en pedazos,
donde las respuestas no significan nada
y ya no hay preguntas.
Billie estaba diciendo algo, pero sus palabras se perdían. Lo único que se oía era la canción.
El otro día rompí mi corazón,
mañana se recuperará.
Si hubiera estado borracho cuando nací,
desconocería lo que es el dolor.
– Ponla otra vez -dije. -Espera. Hay más.
Y así beberemos después de hacer el último brindis.
el que nunca se puede decir,
por el corazón que es lo suficientemente sabio
como para saber cuándo está mucho mejor roto.
– ¿Y? -preguntó.
– Quiero escucharla otra vez.
– «Tócala otra vez, Sam. La tocaste para ella, ahora tócala para mí. ¡Tócala!» ¿No es genial?
– Otra vez, por favor.
La escuchamos unas cuantas veces más. Al final, él quitó el disco, lo metió en su funda y me preguntó si entendía por qué me había llevado hasta su casa y me había puesto el disco. Yo me limité a asentir.
– Escucha -dijo-. Puedes quedarte a dormir, si quieres. Ese sofá es más cómodo de lo que parece.
– Me iré a casa.
– No sé… ¿Está lloviendo ya? -Miró por la ventana-. No, pero podría empezar de un momento a otro.
– Correré el riesgo. Quiero estar en mi cama cuando me despierte.
– Tengo que respetar a un hombre que puede hacer planes a tan largo plazo. ¿Estás bien como para salir a la calle? Sí, seguro que estás bien. Toma, te daré una bolsa de papel para que te lleves a casa el Jack Daniel's. O toma, el bolso de mano. Así parecerá que eres un piloto.
– No, quédatela, Billie.
– ¿Y qué voy a hacer yo con ella? Yo no bebo burbon.
– Ya he bebido suficiente.
– Pero a lo mejor te apetece un trago antes de irte a dormir. O a lo mejor te apetece mañana por la mañana. Venga, es como si hubieras estado en un restaurante y te llevaras las sobras en una bolsa. ¡Por Dios! ¿Desde cuándo te has vuelto tan fino como para no llevarte a casa la bolsa con las sobras?
– Es que alguien me dijo que es ilegal sacar a la calle una botella abierta.
– No te preocupes. En tu caso sería la primera vez que cometes un delito. Tendrías todas las de ganar para que te dejaran en libertad condicional. Matt. Gracias por venir.
Volví a casa con las frases de la canción resonando en mi cabeza. «Si hubiera estado borracho cuando nací, desconocería lo que es el dolor.» ¡Jesús!
Volví a mi hotel, subí las escaleras sin parar antes en la recepción para comprobar si tenía mensajes. Me quité la ropa, la tiré en la silla, bebí un trago de la botella y me metí en la cama.
Cuando me estaba quedando dormido, la lluvia comenzó a caer.