25

Aquello sucedió el lunes por la noche. No recuerdo exactamente cuándo hablé con Jack Diebold, pero debió de ser el martes o el miércoles. Lo llamé a la comisaría, pero acabé localizándolo en su casa. Discutimos un poco y entonces dije:

– ¿Sabes? Se me ha ocurrido cómo pudo haberlo hecho.

– ¿Dónde has estado? Tenemos uno muerto y el otro ha confesado; todo esto ya es historia.

– Lo sé -dije-, pero escucha. -Y le expliqué, como en un ejercicio de lógica aplicada, cómo Tommy Tillary podría haber asesinado a su mujer. Tuve que repetirlo varias veces antes de que él lo cogiera, pero incluso entonces no se quedó demasiado entusiasmado con mi propuesta.

– No sé -dijo-. Suena bastante complicado. La tiene allí encerrada en el ático durante, ¿cuántas? ¿Ocho horas? Eso es mucho tiempo sin tenerla vigilada. Supón que ella consigue liberarse. Entonces él habría acabado con el culo en el talego, ¿no?

– No por asesinato. Ella puede presentar cargos por atarla, pero ¿cuándo ha sido la última vez que un marido ha acabado en la cárcel por eso?

– Sí, él realmente no corre ningún riesgo hasta que la mata y para entonces ya está muerta. Entiendo lo que quieres decir. Aun así, Matt, es bastante retorcido, ¿no crees?

– Bueno, simplemente estaba pensando en el modo en que podría haber ocurrido.

– Pero esas cosas nunca suceden así en la vida real.

– Supongo que no.

– Y si lo hicieran, no llegarías a ningún lado con ellas. Mira lo que te ha costado explicármelo a mí, y eso que yo estoy metido en este mundo. ¿Quieres probar a explicarlo en un juzgado con algún abogado gilipollas interrumpiéndote cada treinta segundos con alguna objeción? Lo que a un jurado le gusta… a un jurado le gusta alguien con el pelo grasiento, la piel color aceituna y un cuchillo en una mano y sangre en su camisa. Eso es lo que le gusta a un jurado.

– Ya.

– Y, de todos modos, todo esto es historia. ¿Sabes lo que tengo ahora? A esa familia de Borough Park. ¿Lo has leído?

– ¿Los judíos ortodoxos?

– Tres judíos ortodoxos: madre, padre e hijo; el padre tiene la barba, el hijo tiene los aladares, están todos sentados en la mesa del comedor y todos reciben un disparo en la cabeza por detrás. Eso es lo que tengo. En lo que respecta a Tommy Tillary, ahora mismo no me importa si mató a Cock Robin y a los dos Kennedy.

– Bueno, no era más que una idea -dije.

– Y es buena, eso no te lo discuto. Pero no es muy realista y, aunque lo fuera, ¿quién tiene un momento que dedicarle?


Supuse que era momento de tomar un trago. Mis dos casos estaban cerrados, aunque no de manera satisfactoria. Mis hijos estaban de camino al campamento. No debía nada en el hotel, todas las cuentas que tenía en los bares estaban abonadas y me quedaban algunos dólares en el banco. Tenía, o eso me parecía, todas las razones del mundo para irme del hotel una semana o así y permanecer borracho.

Pero mi cuerpo parecía saber que aún faltaba algo más por venir y, aunque no me mantuve sobrio, tampoco me lancé a pasarme el día de juerga, aunque me sentía completamente con derecho a ella. Así, un par de días después, tenía entre mis manos un café aderezado con burbon en mi mesa en el Armstrong's cuando Skip Devoe entró.

Me saludó con la cabeza desde la puerta. Luego fue hacia la barra y se tomó una rápida allí de pie. Entonces vino hacia mi mesa, cogió una silla y se dejó caer en ella.

– Toma -dijo y puso un sobre marrón de papel manila sobre la mesa, entre los dos. Un sobre pequeño, como los que te dan en los bancos.

Yo dije:

– ¿Qué es esto?

– Para ti.

Lo abrí. Estaba lleno de dinero. Saqué un fajo de billetes y lo abrí en forma de abanico.

– Por el amor de Dios -dijo-. No hagas eso, ¿quieres que todo el mundo te siga hasta casa? Guárdalo en el bolsillo y cuéntalo cuando estés en casa.

– ¿Qué es?

– Tu parte. Guárdalo, ¿quieres?

– ¿Mi parte de qué?

Él suspiró, mostrándose impaciente conmigo. Estaba fumando un cigarrillo y le dio una calada furioso antes de apartar su cabeza para evitar echarme el humo en la cara.

– Tu parte de los diez mil -dijo-. Tú te quedas con la mitad. La mitad de diez de los grandes son cinco de los grandes y cinco de los grandes es lo que hay en el sobre, así que, ¿por qué no nos haces un favor a los dos y lo guardas de una puta vez?

– ¿Mi parte de qué, Skip?

– De la recompensa.

– ¿Qué recompensa?

Sus ojos me desafiaron.

– Bueno, podía recuperar algo, ¿no? De ningún modo les debía nada a esos cabrones, ¿verdad?

– No sé de lo que me estás hablando.

– Atwood y Cutler -dijo-. Los he delatado ante Tim Pat Morrissey. Por la recompensa.

Lo miré.

– No podía ir a ellos y pedirles que me devolvieran el dinero. No podía sacarle ni diez centavos al cabrón de Ruslander, ya se lo había gastado todo. Fui y me senté con Tim Pat, le pregunté si él y sus hermanos todavía querían pagar esa recompensa. Sus ojos se encendieron como dos jodidas estrellas. Le di nombres y direcciones, y llegué a pensar que iba a besarme.

Puse el sobre marrón sobre la mesa, en medio de los dos. Lo empujé hacia él y él lo arrastró hacia mí. Dije:

– Esto no me pertenece, Skip.

– Claro que sí. Ya le he dicho a Tim Pat que la mitad de la recompensa es tuya, que tú hiciste todo el trabajo. Cógelo.

– No lo quiero. Ya he cobrado por lo que hice. La información era tuya. Tú la compraste. Si se la vendiste a Tim Pat, la recompensa es para ti.

Le dio una calada al cigarrillo.

– Ya le he dado la mitad a Kasabian. Los cinco mil que le debía. Él tampoco quería cogerlos. Le dije: «Escucha, coge esto y estamos en paz». Lo cogió. Y esto de aquí es tuyo.

– No lo quiero.

– Es dinero. Pero, ¿qué coño pasa?

No dije nada.

– Mira -dijo-, cógelo y punto, ¿quieres? Si no quieres quedártelo, no te lo quedes. Quémalo, tíralo, regálalo, me importa una mierda lo que hagas con él. Porque yo no puedo quedármelo. No puedo. ¿Lo entiendes?

– ¿Por qué no?

– Oh, mierda -dijo-. ¡Mierda! ¡Joder! No sé por qué lo he hecho.

– ¿De qué estás hablando?

– Pero lo volvería a hacer. Fue una locura. Me está consumiendo, pero si tuviera que hacerlo otra vez, ¡joder que lo haría!

– ¿Hacer qué?

Él me miró.

– Le di a Tim Pat tres nombres -dijo- y tres direcciones.

Cogió su cigarrillo entre su pulgar y su dedo índice y lo miró.

– Jamás quiero verte hacer esto -añadió y tiró la colilla dentro de mi taza de café-. Jesús, pero ¿qué estoy haciendo? Todavía te quedaba media taza de café. Estaba pensando que era mi taza y ni siquiera tengo taza. ¿Qué me pasa? Lo siento. Espera, voy a traerte otro café.

– Olvida el café.

– Ha sido un acto reflejo. No estaba pensando, yo…

– Skip, olvídate del café. Siéntate.

– ¿Estás seguro de que no quieres…?

– Olvídate del café.

– Sí, vale -dijo. Sacó otro cigarrillo y le dio unos golpecitos contra el reverso de su muñeca.

Yo dije:

– Le diste tres nombres a Tim Pat.

– Sí.

– Atwood, Cutler y…

– Y Bobby -dijo-. He vendido a Bobby Ruslander.

Se puso el cigarrillo en la boca, sacó su mechero y lo encendió. Con los ojos medio cerrados por el humo añadió:

– Lo he delatado, Matt. A mi mejor amigo, aunque resulta que no es mi amigo, y he ido y lo he delatado. Le dije a Tim Pat que Bobby fue el que lo organizó. -Me miró-. ¿Crees que soy un cabrón?

– Yo no creo nada.

– Era algo que tenía que hacer.

– Vale.

– Pero puedes entender que no puedo quedarme con el dinero.

– Sí, supongo que puedo entenderlo.

– Él podría librarse, ¿sabes? Es muy bueno escurriendo el bulto. La otra noche, ¡joder!, salió de la oficina de mi bar como si el local fuera suyo. El actor, veamos cómo sale de esta, ¿eh?

No dije nada.

– Podría ocurrir. Podría lograrlo.

– Podría.

Se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Quería a ese tío -dijo-. Creía, creía que él me quería a mí. -Respiró hondo y soltó el aire-. De aquí en adelante -dijo-, no querré a nadie. -Se levantó-. Creo que tiene bastantes posibilidades, de todos modos. A lo mejor sale de esta.

– A lo mejor.


Pero no lo hizo. Ninguno de ellos lo hizo. Para cuando llegó el fin de semana, habían aparecido en los periódicos: Gary Michael Atwood, Lee David Cutler, Robert Joel Ruslander; los tres encontrados en distintas partes de la ciudad, con sus cabezas cubiertas por capuchas negras, las manos atadas a sus espaldas con alambre y cada uno con un disparo en la nuca de una automática del calibre 25. Rita Donegian fue encontrada con Cutler, también encapuchada, atada y con el disparo. Supongo que ella estorbaba.

Cuando lo leí aún tenía el dinero en el sobre marrón del banco. Aún no había decidido qué hacer con él. No sé si tomé alguna decisión al respecto estando consciente, pero al día siguiente doné quinientos dólares para los pobres en la iglesia de San Pablo. Después de todo, tenía muchas velas que encender. Y algo del dinero fue a Anita, otra parte de él al banco y en algún punto dejó de ser dinero manchado de sangre para convertirse en… bueno, dinero nada más.

Supuse que era el final. Pero seguí suponiéndolo y seguí equivocándome.


La llamada se produjo en mitad de la noche. Llevaba dormido un par de horas, pero el teléfono me despertó y lo busqué a tientas. Me llevó un minuto reconocer la voz al otro lado de la línea.

Era Carolyn Cheatham.

– Tenía que llamarte -dijo- dado que eres bebedor de burbon y un caballero. Te debía una llamada.

– ¿Qué ocurre?

– Nuestro amigo en común me ha dejado -dijo- y ha hecho que me despidan de Tannahill & Co., así que ya no tendrá que buscarme por la oficina. Una vez que no me necesitó, ha roto la cuerda y ¿sabes que lo ha hecho por teléfono?

– Carolyn…

– Todo está en la nota -dijo ella-. He dejado una nota.

– Mira, no hagas nada todavía -dije. Ya había salido de la cama y estaba buscando a tientas mi ropa-. Estoy allí enseguida. Nos sentaremos y hablaremos de ello.

– No puedes detenerme, Matthew.

– No voy a intentar detenerte. Hablaremos un poco y entonces podrás hacer lo que quieras.

Oí el clic del teléfono al colgar.

Me puse la ropa, salí corriendo de allí, esperando que fuera a utilizar pastillas, ya que tardan en hacer efecto. Rompí un pequeño cristal en las escaleras de abajo y entré; luego usé una tarjeta de crédito vieja para hacer resbalar el pestillo de su cerradura. Si hubiera echado el candado, habría tenido que derribar la puerta, pero no lo había hecho y eso me facilitó las cosas.

Olí la cordita antes de haber abierto la puerta. Dentro, la habitación apestaba. Ella estaba tirada en el sofá, con la cabeza colgando de un lado. La pistola seguía en su mano sin vida y había un agujero bordeado de negro en su sien.

También había una nota; una hoja arrancada de un cuaderno de espiral y sujetada a la mesa de café con una botella vacía de burbon Maker's Mark. Había un vaso vacío junto a la botella vacía. En su letra se notaban los efectos del alcohol y también en la sombría redacción de su nota de suicidio.

Leí la nota. Me quedé allí unos minutos, no demasiados, y luego cogí un paño de la cocina y lo pasé por la botella y por el vaso. Cogí otro vaso, lo aclaré, lo sequé y lo puse en el escurreplatos sobre la encimera.

Me metí la nota en mi bolsillo. Le quité la pequeña pistola de entre los dedos, le comprobé el pulso de manera automática y luego envolví una almohada del sofá cama alrededor de la pistola para amortiguar su detonación.

Disparé sobre el suave tejido bajo su tórax y también dentro de su boca abierta. Me metí la pistola en un bolsillo y salí de allí.


Encontraron la pistola en la casa de Tommy Tillary en Colonial Road, metida entre los cojines del sofá del salón. Se le habían limpiado las huellas a la superficie de la pistola, pero encontraron una huella identificable dentro, en el clip, y resultó ser de Tommy.

Los de balística dieron en el clavo. Las balas pueden hacerse añicos cuando dan en un hueso, pero el disparo dentro de su abdomen no dio en ningún hueso y se recuperó intacta.

Después de que la historia llegara a los periódicos, cogí el teléfono y llamé a Drew Kaplan.

– No lo entiendo -dije-. Estaba libre y había quedado limpio, ¿por qué coño fue y mató a la chica?

– Pregúntaselo tú -dijo Kaplan. No parecía muy contento-. Si quieres mi opinión, es un lunático. De verdad que no pensaba que lo fuera. Me imaginé que tal vez había matado a su mujer, o que tal vez no, mi trabajo no era juzgarlo, ¿sabes? Pero no creía que el muy hijo de puta fuera a ser un maniaco homicida.

– ¿No hay duda de que él mató a la chica?

– Que yo sepa, no la hay. La pistola es una prueba bastante contundente. A veces se encuentra a alguien con la prueba del delito en la mano y en este caso se ha encontrado en el sofá de Tommy. ¡El muy imbécil!

– Es curioso que se la quedara.

– A lo mejor quería disparar a más gente. Supón que está loco. No, la pistola es una jodida evidencia, y alguien llamó para dar parte del tiroteo; dijo que vio a un hombre salir corriendo del edificio y dio una descripción que encajaba a la perfección con Tommy. Describió su ropa. Esa hortera bléiser roja que le hace parecer un acomodador del viejo Brooklyn Paramount.

– Parece que va a ser difícil defenderlo.

– Bueno, alguien tendrá que intentarlo -dijo Kaplan-. Yo le he dicho que no sería conveniente para mí defenderlo esta vez. En resumidas cuentas, que me lavo las manos en esto.


Pensé en todo esto justo cuando el otro día leí que Ángel Herrera había salido. Cumplió diez años de una pena de entre cinco y diez porque dentro de aquellas paredes había sido tan bueno metiéndose en problemas como lo había sido fuera.

Alguien mató a Tommy Tillary con un cuchillo improvisado después de haber cumplido dos años y tres meses por homicidio sin premeditación. En aquel momento me pregunté si habría sido una venganza de Herrera y supongo que jamás lo sabré. A lo mejor dejaron de recibirse los cheques en Santurce y Herrera se lo tomó mal. O a lo mejor Tommy le hizo algún comentario desafortunado a algún chiflado y lo hizo cara a cara en lugar de hacerlo por teléfono.

Tantas cosas han cambiado y hay tantas personas que ya no están…

Antares & Spiro's, el bar griego de la esquina, ya no está. Ahora es una frutería coreana. El Polly's Cage es ahora el Café 57; ha pasado de sórdido a elegante y ya no están ni el papel de pared rojo ni el loro de neón. El Red Flame ha desaparecido y también el Blue Jay. Hay un restaurante especializado en carnes llamado Desmond's donde antes estaba el McGovern's. El Miss Kitty's cerró como un año y medio después de comprar sus libros. John y Skip lo traspasaron y se marcharon. Los nuevos propietarios abrieron un club gay llamado Kid Gloves y dos años después lo cerraron y pusieron allí otra cosa.

El gimnasio donde vi a Skip haciendo un montón de poleas en la máquina de dorsales cerró al año. Un estudio de danza moderna ocupó el local y luego, hace un par de años, derribaron el edificio entero y se construyó uno nuevo. De los dos restaurantes franceses que había puerta con puerta, ha cerrado aquel en el que cené con Fran y el último arrendatario es un lujoso restaurante indio. El otro local francés sigue allí y aún no he comido en él.

¡Qué de cambios!

Jack Diebold está muerto. Un infarto al corazón. Murió seis meses antes de que yo me enterara, pero lo cierto es que no tuvimos mucho contacto después del incidente de Tillary.

John Kasabian se marchó de la ciudad después de que él y Skip traspasaran el Miss Kitty's. Abrió un garito similar en los Hamptons y luego oí que se había casado.

El Morrissey's cerró a finales del 77. Tim Pat huyó cuando estaba en libertad bajo fianza por un cargo federal de tráfico de armas y sus hermanos desaparecieron. El teatro de la planta baja sigue funcionando, por extraño que parezca.

Skip está muerto. Después del cierre del Miss Kitty's, se pasó todo el tiempo solo metido en su apartamento. Un día tuvo un ataque de pancreatitis aguda y murió en la mesa de operaciones en el Roosevelt.

Billie Keegan dejó el Armstrong's a comienzos del 76, si no recuerdo mal. Dejó el Armstrong's y también dejó Nueva York. Lo último que oí fue que había salido completamente de la bebida, que vivía en el norte de San Francisco y que hacía velas o flores de seda o algo igual de inverosímil. Y hace un mes o así me encontré con Dennis en una librería de la zona sur de la Quinta Avenida, llena de extraños libros sobre yoga, temas espirituales y sanación holística.

Eddie Koehler se retiró del Departamento de Policía de Nueva York hace unos años. Las primeras dos Navidades recibí unas postales suyas enviadas desde un pequeño pueblo pesquero en el noroeste de Florida; el año pasado no supe nada de él, lo cual probablemente significa que me ha borrado de la lista, cosa que le ocurre a la gente que recibe felicitaciones de Navidad y no las devuelve.

¡Jesús! ¿Adónde se han ido estos diez años? Tengo un hijo en la universidad ahora y otro en el ejército. No podría deciros cuándo fue la última vez que fuimos a un partido juntos, así que no digamos a un museo.

Anita se ha vuelto a casar. Sigue viviendo en Syosset, pero ya no envío dinero allí.

Cuántos cambios minando el mundo. Por el amor de Dios, el verano pasado el antro sagrado cerró, si queréis llamarlo así. Venció el contrato del Armstrong's, Jimmy se fue y ahora hay otro jodido restaurante chino donde antes estaba el viejo garito. El abrió otro una manzana más al oeste, en la esquina de la calle Cincuenta y Siete con la Décima, pero ese bar ya me queda un poco lejos ahora.

Y lo digo en más de un sentido. Porque ya no bebo, en ningún momento del día, y por eso no tengo nada que hacer en antros, ya sean sagrados o profanos. Paso menos tiempo encendiendo velas y más en los sótanos de las iglesias, bebiendo café sin burbon en vasos de Styrofoam.

De modo que cuando miro diez años atrás puedo decir que, con mucha probabilidad, habría llevado las cosas de otra manera, pero ahora todo es distinto. Todo. Todo ha cambiado; ha cambiado completamente. Vivo en el mismo hotel, camino por las mismas calles, voy a ver combates y partidos como siempre hacía, pero hace diez años siempre estaba bebiendo y ahora no bebo nada. No me arrepiento de una sola copa de las que me tomé y le pido a Dios que jamás vuelva a tomarme otra.

Porque ¿sabéis? Esa carretera poco transitada en la que me encuentro estos días es la que lo ha cambiado todo. Oh, sí. Todo.

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