15

A las ocho y seis minutos, el teléfono del escritorio de Skip sonó. Billie Keegan había estado hablando de una chica a la que había conocido el año anterior durante unas vacaciones de tres semanas en el oeste de Irlanda. Detuvo su historia en mitad de una frase. Skip colocó la mano sobre el teléfono y me miró. Yo cogí el teléfono que estaba sobre el archivador. Me hizo una señal con la cabeza y los dos levantamos los auriculares a la vez.

Él dijo:

– Sí.

Una voz masculina preguntó:

– ¿Devoe?

– Sí.

– ¿Tienes el dinero?

– Está listo.

– Entonces coge un lápiz y toma nota. Tenéis que meteros en el coche y conducir hasta…

– Espera -dijo Skip-. Primero tenéis que demostrarme que tenéis lo que decís que tenéis.

– ¿Qué quieres decir?

– Léeme las entradas de la primera semana de junio. De este junio. De junio del 75.

Hubo un silencio. Entonces la voz, ahora con un tono muy tenso, dijo:

– No nos des órdenes. Sois vosotros los que tenéis que hacer lo que os digamos.

Skip se echó hacia delante en su silla. Alcé una mano para indicarle que se guardara lo que estaba a punto de decir.

Dije:

– Queremos confirmar que estamos tratando con la gente que corresponde. Queremos comprar siempre que sepamos que tenéis algo que vendernos. Dejadnos eso claro y soltaremos la pasta.

– Tú no eres Devoe. ¿Quién coño eres?

– Soy un amigo del señor Devoe.

– ¿Y tienes nombre, amigo?

– Scudder.

– Scudder. ¿Quieres que leamos algo?

Skip volvió a decir lo que quería que leyera.

– Ya hablaremos -dijo el hombre y la comunicación se cortó.

Skip me miró con el auricular todavía en la mano. Yo colgué el mío. Él se pasó el suyo de una mano a otra, como si se tratara de una patata caliente. Tuve que decirle que colgara.

– ¿Por qué han hecho eso? -quería saber.

– A lo mejor tenían que reunirse -sugerí-, o ir a por los libros para poder leerte lo que quieres oír.

– O a lo mejor es que nunca los han tenido.

– No lo creo. En ese caso habrían intentado rajarse.

– Pues colgarle el teléfono a alguien puede ser una buena forma de hacerlo. -Encendió un cigarrillo y se guardó el paquete en el bolsillo de su camisa. Llevaba una camisa de manga corta color verde con las palabras «Estación de servicio Texaco» bordadas sobre el bolsillo-. A ver, ¿por qué han colgado? -preguntó con aire petulante.

– A lo mejor pensaba que podíamos localizar la llamada.

– ¿Podríamos hacerlo?

– Ya es difícil hasta para la pasma que tiene la ayuda de la compañía telefónica -dije-. Así que imagínate para nosotros. Pero ellos eso no tienen por qué saberlo.

– ¡Nosotros localizando la llamada! -terció John Kasabian-. Con lo que nos ha costado instalar el segundo teléfono esta tarde.

Lo habían hecho unas horas antes; habían sacado unos cables desde la terminal de la pared y le habían añadido una extensión que habían tomado prestada del apartamento de la novia de Kasabian para añadirla a la línea y que Skip y yo pudiéramos escuchar la misma conversación a la vez. Mientras Skip y John se habían estado ocupando de eso, Bobby había ido a su audición para el papel de entrenador en el anuncio ese de la fraternidad y Billie Keegan había estado buscando a alguien que lo sustituyera detrás de la barra en el Armstrong's. Yo había dedicado ese tiempo a donar doscientos cincuenta dólares a una parroquia, a encender unas velas y a telefonear para dar otro informe insignificante a Drew Kaplan en Brooklyn. Pero ya estábamos los cinco en el despacho del Miss Kitty's, esperando a que el teléfono sonara otra vez.

– Parecía un acento sureño -dijo Skip-. ¿Te has fijado?

– Creo que era fingido.

– ¿Eso crees?

– Cuando se cabreó -dije- o fingió que se había cabreado, no sé. Cuando dijo eso de que eran ellos los que mandaban.

– Pues no era el único que estaba cabreado en ese momento.

– Ya me he fijado. Pero la primera vez que se ha enfadado, no tenía el acento y luego, cuando ha empezado a decir que nosotros obedeciéramos le ha vuelto a salir, pero como más exagerado, más marcado que al principio.

El frunció el ceño, parecía como si estuviera recapitulando.

– Tienes razón -dijo secamente.

– ¿Era el mismo tipo con el que hablaste la primera vez?

– No sé. Aquella vez su voz también parecía fingida, pero no era la misma que he oído hoy. A lo mejor es el hombre de las mil voces, aunque no logre convencer con ninguna.

– Ese tío podría poner la voz en off en esos jodidos anuncios de fraternidades -sugirió Bobby.

El teléfono volvió a sonar.

En esa ocasión ya no nos molestamos en sincronizarnos para levantar el auricular, porque yo ya me había dado a conocer. Cuando ya tenía el auricular junto a mi oreja, Skip dijo: «¿Sí?» y la voz que ya había oído antes preguntó qué tenía que leer. Skip respondió y la voz comenzó a leer las entradas del libro de contabilidad. Skip tenía la otra colección de libros, los que guardaban los datos falsos, sobre el escritorio.

Después de medio minuto, el lector se detuvo y nos preguntó si ya estábamos satisfechos. Skip pareció sentirse ofendido por la pregunta, pero se limitó a encogerse de hombros y a asentir con la cabeza. Yo dije que ya estábamos seguros de que estábamos tratando con las personas indicadas.

– Pues esto es lo que tenéis que hacer -dijo, y los dos cogimos un lápiz y anotamos las direcciones.

– Dos coches -estaba diciendo Skip-. Lo único que saben es que Matt y yo vamos a ir, así que nosotros dos iremos en mi coche. John, tú llevas a Billie y a Bobby. ¿Tú qué opinas, Matt? ¿Crees que nos seguirán?

Sacudí la cabeza.

– Puede que alguien nos vea salir de aquí -dije-. John, ¿por qué no vais saliendo vosotros tres? ¿Tienes el coche por aquí?

– Lo tengo aparcado a dos calles de aquí.

– Los tres podéis salir ya. Bobby, tú y Bill adelantaos y esperad en el coche. Creo que es mejor que no salgáis los tres juntos, por si hay alguien vigilando la puerta. Vosotros os adelantáis y tú, John, dales dos o tres minutos, y luego ve a reunirte con ellos en el coche.

– Y luego vamos hasta… ¿dónde? ¿La avenida Emmons?

– En la bahía Sheepshead. ¿Sabéis dónde está?

– No muy bien. Sé que está en la otra punta de Brooklyn. Alguna vez he salido a pescar desde allí, pero he ido en el coche de otros, así que no me he fijado en el camino.

– Podéis tomar la Shore Parkway.

– Vale.

– Y luego saliros… déjame pensar… creo que lo mejor es que salgáis por la avenida Ocean. Supongo que veréis la señal.

– Espera -dijo Skip-, creo que tengo un mapa por algún lado, lo vi el otro día.

Encontró un mapa y los tres lo estudiamos. Bobby Ruslander se apoyó en el hombro de Kasabian. Billie Keegan cogió una cerveza que alguno nos habíamos dejado hacía un rato, le dio un trago y puso cara de asco. Marcamos una ruta y Skip le dijo a John que se llevara el mapa.

– Nunca puedo doblar estas cosas bien -dijo Kasabian.

Skip preguntó:

– ¿A quién le importa si puedes o no doblar este puto mapa? -Le quitó el mapa a su socio y lo rompió siguiendo la marca de algunos dobleces. Luego le entregó a Kasabian un trozo cuadrado de unos veinte centímetros y tiró el resto de papeles al suelo-. Toma. La bahía Sheepshead. ¿Quieres saber por dónde salirte de la carretera, no? Pues entonces, ¿para qué necesitas un mapa entero del jodido Brooklyn?

– ¡Por Dios! -dijo Kasabian.

– Lo siento, Johnny. Joder, estoy muy nervioso. Johnny, ¿llevas un arma?

– No quiero llevar ningún arma.

Skip abrió el cajón del escritorio y puso una pistola automática de acero azul sobre la mesa.

– La guardamos detrás de la barra -me dijo-, por si acaso queremos volarnos los sesos después de haber hecho el recuento de la noche. ¿No la quieres, John?

Kasabian sacudió la cabeza.

– ¿Matt?

– No creo que yo vaya a necesitarla.

– ¿No quieres llevarla?

– Preferiría no hacerlo.

Levantó la pistola y buscó un lugar donde ponerla. Era una 45 y parecía de esas que les dan a los oficiales en el Ejército. Un arma grande y pesada, con una potencia que compensaría la mala puntería ya que puede derribar a un hombre solo con darle en el hombro.

– ¡Joder! Pesa una tonelada -dijo Skip. La metió entre la cinturilla de sus vaqueros y puso cara rara cuando vio la impresión que daba. Se sacó la camisa y dejó que cayera por encima tapando la pistola. Sin embargo, no era la clase de camisa que se lleva por fuera de los pantalones y resultaba sospechoso.

– ¡Jesús! -se quejó-, ¿dónde voy a poner esta cosa?

– Ya se te ocurrirá algo -le dijo Kasabian-. Mientras, nosotros nos vamos. ¿No crees, Matt?

Yo estaba de acuerdo. Volvimos a repasarlo todo mientras Keegan y Ruslander se iban adelantando. Conducirían hasta la bahía Sheepshead y aparcarían delante del restaurante, pero no justo enfrente. Esperarían allí, con el motor y las luces apagadas, y se quedarían vigilando.

– No intentéis hacer nada -le dije-. Si veis algo sospechoso, limitaos a observar.

– ¿Debería intentar seguirlos?

– ¿Y cómo sabrías a quién estás siguiendo?

Él se encogió de hombros.

– Ya iremos viendo sobre la marcha -dije-, pero sobre todo mantened los ojos bien abiertos.

– Entendido.

Cuando se fue, Skip colocó un maletín encima del escritorio y lo abrió. Estaba lleno de fajos de billetes.

– Ahí tienes cincuenta de los grandes -dijo-. ¿A que viéndolos ahí, no parece tanto?

– No es más que papel.

– ¿Mirarlo no te dice nada?

– La verdad es que no.

– A mí tampoco. -Puso la 45 encima de los billetes y cerró el maletín. Pero la pistola no encajaba bien. Colocó los billetes en forma de nido, puso la pistola dentro y volvió a cerrarlo.

– La dejaré ahí hasta que subamos al coche -dijo-. No quiero ir caminando por la calle como si fuera Gary Cooper en Solo ante el peligro. -Volvió a meterse la camisa por dentro del pantalón. De camino al coche, dijo-: A lo mejor piensas que la gente me está mirando. Voy vestido como un ayudante de mecánico y llevo un maletín de banquero.

Pero no. Estos cabrones de Nueva York no se volverían para mirarme, ni aunque llevara puesto un disfraz de gorila. Oye, recuérdame en cuanto entremos al coche que saque la pistola del maletín.

– Vale.

– Ya es malo que nos disparen, así que ¡solamente faltaba que encima lo hagan con mi pistola!

Tenía el coche en un garaje de la calle Cincuenta y Cinco. Le dio al chico un dólar de propina, salió y se detuvo delante de una boca de incendios. Abrió el maletín, sacó la pistola y comprobó el cargador antes de dejarla sobre el asiento, en medio de los dos. Se lo pensó mejor y la metió en el hueco que quedaba entre el asiento y el respaldo.

El coche era un Chevy Impala con unos dos años de antigüedad. Era blanco, largo, bajo y flojo de muelles. Tenía el interior en beis y blanco, y parecía que no hubiera pasado por un túnel de lavado desde que salió de Detroit. [18] En el cenicero no cabía una colilla más y el suelo estaba lleno de porquería.

– El coche es mi vida -dijo cuando pillamos un semáforo en la Décima Avenida-. Es un desastre bastante acogedor. Bueno, ¿qué hacemos? ¿Seguimos la misma ruta que le hemos trazado a Kasabian?

– No.

– ¿Te sabes un camino mejor?

– No es que sea mejor, es diferente. Tomamos la carretera del West Side, pero luego en vez de ir por el Belt, iremos callejeando para atravesar Brooklyn.

– Pero tardaremos más, ¿no?

– Puede. Dejemos que lleguen antes.

– Lo que digas. ¿Por alguna razón en particular?

– Así nos será más fácil ver si nos están siguiendo.

– ¿Crees que nos siguen?

– No lo entendería si lo hicieran porque ya saben a dónde vamos. Pero no hay forma de saber si vamos a enfrentarnos a un hombre o a todo un ejército.

– Tienes razón.

– Gira por la primera a la derecha y coge la carretera del West Side en la calle Cincuenta y Seis.

– Vale. Matt, ¿quieres algo?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Te apetece un trago? Mira en la guantera, debería tener algo ahí.

Había una botella de Black & White en la guantera. Recuerdo la botella: de cristal verde, ligeramente curvada, como una petaca para encajar perfectamente en un bolsillo.

– No sé tú -dijo-, pero yo estoy nervioso. No quiero emborracharme, aunque tampoco me vendría mal algo para calmarme.

– Vale. Un trago y ya está. -Y abrí la botella.


Tomamos la carretera del West Side hasta Canal Street, cruzamos Brooklyn por el puente de Manhattan y cogimos la avenida Flatbush hasta que se cruza con la avenida Ocean. Seguimos pillando semáforos en rojo y en ocasiones me fijé en que Skip dirigía la mirada hacia la guantera. Pero no dijo nada, así que dejamos la botella de Black & White intacta tras el trago que los dos habíamos dado al principio.

Condujo con su ventanilla bajada todo el camino, con su codo izquierdo apoyado en ella y sus dedos enganchados al techo del coche, sobre el que, de vez en cuando, tamborileaban. Unas veces hablamos y otras nos quedamos en silencio.

En un momento dijo:

– Matt, quiero saber quién ha montado todo esto. Tiene que ser alguien conocido, ¿no crees? Alguien que vio una oportunidad y la aprovechó, alguien que le echó un vistazo a los libros y que sabía lo que estaba haciendo. Alguien que trabajaba para mí, aunque de ser así, ¿cómo habrían entrado? Si echo a algún cabrón, a un camarero borracho o a una camarera tarada, ¿cómo van a entrar en mi bar pavoneándose, meterse en mi despacho y salir con mis libros? ¿Cómo crees que puede pasar eso?

– No es tan difícil entrar en tu despacho, Skip. Cualquiera que conozca la distribución del local puede hacer que va al baño y colarse en tu despacho sin que nadie se dé cuenta.

– Supongo. Supongo que tuve suerte de que no se mearan dentro del cajón de arriba mientras estuvieron allí. -Sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo de su camisa y le dio un golpecito contra el volante-. Le debo cinco mil dólares a Johnny -dijo.

– ¿Y eso?

– Por el rescate. Él puso treinta y yo veinte. Su caja de seguridad del banco estaba en mejores condiciones que la mía. Y, por lo que sé, tiene otros cincuenta guardados. -Frenó para dejar a un taxista cambiar de carril delante de nosotros-. Fíjate en ese gilipollas -dijo, sin rencor-. ¿Es que todo el mundo conduce así o esto solamente pasa en Brooklyn? Seguro que la gente empieza a hacer el loco al volante en cuanto cruza el río. ¿De qué te estaba hablando?

– Del dinero que ha puesto Kasabian.

– Ah, sí. Así que se quedará con unos cuantos billetes de más cada semana hasta que reúna los cinco mil. Matt, tenía veinte mil dólares en el banco y ahora los tengo guardados para entregárselos a alguien y en unos minutos dejarán de ser míos. Esto no tiene sentido. ¿Entiendes lo que digo?

– Creo que sí.

– No es simplemente papel. Es más que papel. Si simplemente fuera papel, la gente no cometería locuras por él. Pero cuando estaba guardado en el banco no parecía de verdad, no parecía real y tampoco lo será cuando ya no lo tenga. Tengo que saber quién me está haciendo esto, Matt.

– A lo mejor lo descubrimos.

– ¡Joder! Tengo que saberlo. Confío en Kasabian, ¿sabes? Porque en este negocio, si no confías en tu socio, estás muerto. Dos tíos llevando un bar y vigilándose continuamente el uno al otro pueden acabar locos en seis meses. Y además, aunque estuvieras vigilando a tu socio veintitrés horas al día, él podría robarte sin que te dieras cuenta en esa hora que te has despistado. ¡Por el amor de Dios! Kasabian se encarga de las compras para el bar.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tengo una voz en mi cabeza que me dice que a lo mejor con esto Johnny me está quitando veinte mil dólares limpiamente, pero es que eso no tiene sentido, Matt. Tendría que dividirlo con su cómplice, tendría que poner parte de su propio dinero para hacerlo y, ¿por qué montaría esta trama para robarme? Además, confío en él, no tengo razones para no confiar en él. Siempre ha sido muy recto conmigo y si quería sacarme pasta podría haberlo hecho de muchas otras formas que le dieran más dinero y sin que yo me enterara. Pero aun así, sigo escuchando esa voz en mi cabeza y apuesto a que él se está dando cuenta porque antes lo he pillado mirándome de una forma rara y puede que a lo mejor yo lo haya estado mirando a él de la misma manera. Y esto es lo último que necesitamos. Lo que quiero decir es que esto es peor que el hecho del dinero que nos está costando. Es la clase de cosa que hace que un bar cierre de la noche a la mañana.

– Creo que la siguiente es la avenida Ocean.

– ¿Sí? Y pensar que llevamos solamente seis días y seis noches conduciendo. ¿Giro a la izquierda?

– A la derecha.

– ¿Estás seguro?

– Seguro.

– Siempre me pierdo en Brooklyn -dijo-. Me apuesto lo que sea a que este sitio lo colonizaron las diez tribus perdidas. No podían encontrar el camino de vuelta a casa, así que abrieron caminos y construyeron casas. Instalaron un sistema de alcantarillado y de electricidad. Se pusieron todas las comodidades de su hogar.

Los restaurantes de la avenida Emmons estaban especializados en marisco. Uno de ellos, el Lundy's, era un sitio enorme donde los comilones se hinchaban de mariscadas sentados en unas mesas gigantes. El lugar al que nos dirigíamos estaba a dos calles de allí, en una esquina. Se llamaba Carlo's Clam House y su letrero de luz de neón roja parpadeaba mostrando una almeja que se abría y se cerraba.

Kasabian estaba aparcado al otro lado de la calle, dos locales más arriba del restaurante. Nos detuvimos junto a ellos. Bobby estaba en el asiento del copiloto. Billie Keegan estaba sentado solo detrás. Y Kasabian, por supuesto, estaba sentado tras el volante. Bobby dijo:

– Habéis tardado mucho. Si pasa algo, desde aquí no se puede ver nada.

Skip asintió. Avanzamos un poco y se detuvo junto a una boca de incendios.

– Aquí no se lleva el coche la grúa, ¿no?

– Creo que no.

– Lo que nos faltaba -dijo. Apagó el motor, intercambiamos miradas y luego miró hacia la guantera.

Preguntó:

– ¿Has visto a Keegan? ¿En el asiento de atrás?

– Sí.

– Seguro que se ha tomado ya dos copas desde que se marcharon.

– Probablemente.

– Nosotros vamos a esperar, ¿vale? Ya lo celebraremos más tarde.

– Claro.

Se metió la pistola entre la cinturilla de los pantalones y se sacó la camisa para taparla.

– A lo mejor este estilo se lleva por aquí -dijo al abrir la puerta y sacar el maletín-. La bahía Sheepshead, el lugar donde se llevan las camisas tipo faldón. ¿Estás nervioso, Matt?

– Un poco.

– Bien. No quiero ser el único.


Cruzamos la ancha calle y nos acercamos al restaurante. Esa noche hacía una temperatura agradable y se podía oler el salitre del mar. Me pregunté por un momento si debería ser yo el que llevara la pistola. Me pregunté si él llegaría a disparar o si únicamente la llevaba porque le hacía sentirse más seguro. Me pregunté si sabría hacerlo. Había hecho la mili, pero eso no significaba que supiera dominar un arma.

A mí se me habían dado bien los revólveres. Bueno, exceptuando aquella vez en la que rebotó la bala.

– Fíjate en el cartel -dijo-. Una almeja que se abre y se cierra. ¡Qué obscenidad! «Venga, cielo, a ver cómo abres tu almeja.» Parece que este sitio está vacío.

– Es lunes por la noche y ya es tarde.

– Seguro que por aquí el mediodía también lo consideran tarde. ¿Alguna vez te has fijado en lo que pesa una pistola? Si parece que se me vayan a caer los pantalones y todo.

– ¿Quieres dejarla en el coche?

– ¿Estás de coña? «Esta es tu arma, soldado. Puede salvarte la vida.» Estoy bien, Matt. Solamente un poco nervioso.

– Vale.

Abrió la puerta y la sostuvo para que yo pasara. El local era poco más que un simple restaurante con pretensiones, todo de formica y de acero inoxidable, con una gran barra a nuestra izquierda, reservados a la derecha y más mesas en la parte trasera. Cuatro chicos que no llegaban a los veinte años estaban sentados en un reservado comiendo con los dedos patatas fritas de un mismo plato. Algo más atrás, una mujer canosa con un montón de anillos en ambas manos estaba leyendo un libro de tapa dura forrado con un plástico que decía que pertenecía a una biblioteca.

El hombre que estaba tras la barra era alto, gordo y completamente calvo. Supongo que se había afeitado la cabeza. El sudor cubría su frente y le estaba calando la camisa. En el local hacía bastante fresco; el aire acondicionado estaba al máximo. Había dos clientes en la barra; uno era un hombre de hombros caídos que vestía una camisa blanca de manga corta y tenía aspecto de contable fracasado. El otro era una chica con las piernas enormes y una piel muy estropeada. Al final de la barra, la camarera estaba tomándose un descanso y fumando un cigarrillo.

Nos sentamos en la barra y pedimos café. Alguien se había dejado la edición vespertina del Post en el taburete de al lado.

Skip encendió un cigarrillo y se lo fumó mientras miraba a la puerta cada pocos segundos. Los dos nos tomamos nuestros cafés. El cogió una carta y la ojeó.

– Tienen un millón de cosas distintas -dijo-. Di lo que sea, seguro que está aquí. ¿Pero qué estoy mirando? Sería incapaz de comer nada ahora mismo.

Encendió otro cigarrillo y dejó el paquete sobre la barra. Yo cogí uno y lo coloqué entre mis labios. El enarcó las cejas, sorprendido, pero no dijo nada. Se limitó a darme fuego. Le di dos o tres caladas y lo apagué.

Debí de haber oído el teléfono sonar, pero no me di cuenta realmente hasta que la camarera, que ya había contestado, se dirigió al hombre de hombros caídos y le preguntó si era Arthur Devoe. El se quedó sorprendido. Skip fue a atender la llamada y yo lo seguí.

Cogió el teléfono, escuchó por un momento y luego me hizo señas para que cogiera papel y lápiz. Saqué mi libreta y anoté lo que él me repetía.

Desde el fondo del restaurante nos llegó una risotada. Los chavales se estaban tirando patatas fritas. El camarero de la barra, con su mole de cuerpo apoyada sobre la formica, les estaba diciendo algo. Aparté mi mirada de ellos y me concentré en anotar lo que Skip me estaba diciendo.

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