Para cuando volvimos a casa, la botella de medio litro de Teacher's estaba vacía. Yo no había bebido mucho. Skip no había dejado de beber y al final la había tirado vacía al asiento trasero. Creo que tiraba las botellas por la ventanilla solo cuando estaba al otro lado del río.
No habíamos hablado mucho desde nuestra conversación sobre Dom, el Carnicero. El alcohol ya estaba empezando a hacerle efecto y se reflejaba en su forma de conducir. Se saltó algún que otro semáforo y tomó una curva demasiado deprisa, pero no chocamos con nada ni con nadie. Tampoco nos paró la policía de tráfico. Aquel año en Nueva York no te citaban por haber cometido una infracción a menos que hicieras algo muy grave como, por ejemplo, atropellar a una monja.
Cuando habíamos aparcado delante del Miss Kitty's, él se echó hacia delante y apoyó los codos en el volante.
– Bueno, el garito sigue abierto -dijo-. Encontré a un chaval para que trabajara esta noche, seguro que me ha birlado tanto como hicieron los chicos de Bensonhurst. Vamos dentro, quiero esconder los libros.
En su despacho sugerí que guardara los libros en la caja fuerte. Él me miró y marcó la combinación.
– Los dejo aquí por esta noche -dijo-. Mañana toda esta mierda irá directa a dos incineradores distintos. Nada de libros que registren los datos reales del negocio. Lo único que consigues con eso es exponerte demasiado.
Metió los libros en la caja fuerte y comenzó a cerrar la enorme puerta. Le puse la mano sobre su brazo para detenerlo.
– A lo mejor también deberías meter esto -dije, y le di la 45.
– Olvídate de eso -dijo él-. No la voy a guardar en la caja fuerte. No se le puede decir a un atracador: «Por favor, discúlpame un minuto. Quiero ir a sacar la pistola de la caja fuerte para volarte la cabeza». La guardamos detrás de la barra. -Me la quitó y se quedó pensando en la forma menos sospechosa de llevarla encima. Había una bolsa de papel blanco sobre el escritorio, manchada de los vasos de café y de los sándwiches que había contenido, y Skip metió la pistola dentro.
– Ahí -dijo. Cerró la caja fuerte, giró la rueda de la combinación y tiró de la puerta para asegurarse de que la caja había quedado cerrada-. Perfecto -dijo-. Ahora déjame que te invite a una copa.
Salió del despacho y se metió detrás de la barra. Sirvió dos copas del mismo güisqui que habíamos tomado en el coche.
– A lo mejor te apetecía más burbon -dijo-. No lo he pensado. Y tampoco se me ha ocurrido antes cuando he comprado la botella.
– No pasa nada.
– ¿Seguro? -Se alejó un poco y escondió la pistola en alguna parte detrás de la barra. El camarero que tenía trabajando aquella noche se acercó porque quería hablar con él, así que se apartaron y conversaron unos minutos. Skip volvió, se terminó su copa y dijo que quería meter su coche en el garaje antes de que se lo llevara la grúa, pero que volvería en unos minutos. Me dijo también que si quería, podía acompañarlo.
– Ve -le dije-. Creo que yo me voy a ir a casa.
– ¿Hoy vas a acabar pronto la noche?
– No sería mala idea.
– No. Bueno, si cuando vuelva ya te has ido, te veo mañana.
No me fui a casa directo. Primero me pasé por algunos bares. No fui al Armstrong's.
No me apetecía hablar con nadie. Y tampoco quería emborracharme. No estoy seguro de lo que quería.
Estaba saliendo del Polly's Cage cuando vi pasar por la Cincuenta y Siete un coche que se parecía al Buick de Tommy. No me fijé mucho en la persona que iba detrás del volante. Caminé tras él y vi que se detuvo en una zona de aparcamiento en medio de la siguiente manzana. Para cuando el conductor salió y cerró el coche, yo ya estaba lo suficientemente cerca como para ver que se trataba de Tommy. Llevaba una chaqueta, una corbata y cargaba con dos paquetes. Uno, en forma de abanico, parecía un ramo de flores.
Lo vi entrar en el apartamento de Carolyn.
Por alguna razón, fui hasta la acera de enfrente del edificio y me quedé allí. Localicé su ventana, o la que creía que era su ventana. Tenía la luz encendida. Me quedé allí un rato, hasta que la luz se apagó.
Fui a una cabina de teléfono y marqué el 411. La teleoperadora de información me dijo que efectivamente aparecía una Carolyn Cheatham con la dirección que yo le había dado, pero que el número de teléfono no había sido facilitado. Volví a llamar, hablé con otra teleoperadora y seguí el procedimiento que emplea un policía para conseguir un número que no figura en la guía. Me lo dieron y lo anoté en mi libreta, en la misma página en la que tenía mi estúpido boceto de las orejas. La verdad es que eran unas orejas bastante corrientes, no tenían nada de especial. Pasarían totalmente desapercibidas.
Eché una moneda de diez centavos y marqué el número. Sonaron cuatro o cinco tonos y, entonces, ella lo cogió y dijo «hola». No sé que más me esperaba oír. No dije nada, ella volvió a decir hola una segunda vez y colgó.
Sentía tensión en la espalda y en los hombros. Quería meterme en una pelea. Quería golpear algo.
¿De dónde venía toda esa rabia? Quería subir allí, apartarlo de ella y golpearlo en la cara, pero, ¿qué coño me había hecho él? Hacía unos días había estado furioso con él por haberla desatendido. Y ahora me había enfurecido por no hacerlo.
¿Estaba celoso? Pero, ¿por qué? Si yo no estaba interesado en ella.
Debía de estar loco.
Volví y me fijé en la ventana. La luz seguía apagada. Una ambulancia que venía por Roosevelt aceleró en la Novena Avenida; la sirena no paraba de gemir. Música rock resonaba dentro de un coche esperando a que el semáforo cambiara. Entonces el coche salió a toda prisa, la sirena de la ambulancia se desvaneció en la distancia y, por un momento, la ciudad pareció sumirse en un absoluto silencio. Pero ese silencio se perdió en cuanto fui consciente de todos los sonidos de fondo que nunca llegan a desaparecer del todo.
Me vino a la mente aquella canción que Keegan me había puesto. No la canción entera. No me salía la melodía y no recordaba más que algunos fragmentos de la letra. Decía algo sobre una noche de poesía. Sí, algo así. Y algo sobre saber que estás solo cuando el antro sagrado cierra.
De camino a casa, me paré a comprar unas cervezas.