En los periódicos no salió nada sobre el atraco al Morrissey's, pero durante los días que siguieron, en el vecindario parecía que no se hablaba de otra cosa. La cantidad que se les había robado a Tim Pat y a sus hermanos aumentaba por días. Las cifras que yo pude oír oscilaban entre los diez mil y los cien mil dólares. Dado que los Morrissey y los atracadores eran los únicos que lo sabían y que ninguno de ellos iba a decir nada, daba igual lo que se dijese.
– Creo que son unos cincuenta -me dijo Billie Keegan la noche del Cuatro de Julio-. Pero la cifra sigue subiendo. ¿Sabes que ahora resulta que todos estuvieron allí y lo vieron?
– ¿Qué quieres decir?
– Que, hasta el momento, al menos tres tíos me han asegurado que estaban allí cuando ocurrió, pero yo sí que estaba allí y puedo jurar que ellos no estaban. Y dan pelos y señales de cosas que, de algún modo, a mí se me pasaron. ¿Sabías que uno de los atracadores golpeó a una mujer al salir?
– ¿En serio?
– Eso me han dicho. ¡Ah! y dispararon a uno de los hermanos Morrissey pero fue nada más una herida superficial. A mí ya me parecía lo suficientemente emocionante del modo en que sucedió, pero supongo que cuando no estás allí te lo imaginas de otra forma y lo exageras todo. Sabes que, diez años después de la revolución de 1916, dicen que era difícil encontrar a un hombre en Dublín que no hubiera participado en ella. Fue en la mañana de aquel glorioso lunes, cuando treinta hombres valerosos irrumpieron en la oficina de correos y al final resulta que fueron diez mil. ¿Y tú, qué opinas, Matt? ¿Crees que han sido cincuenta mil?
Tommy Tillary había estado allí y me imaginé que no dejaría de hablar de aquello. Y a lo mejor lo hizo. Sin embargo, cuando lo vi después de varios días, no mencionó nada del robo. Había descubierto el secreto de las apuestas de béisbol. Eso era lo que no dejaba de contar a la gente. Si apostabas contra los Mets y también contra los Yankees, uno de los dos nunca te fallaría.
A comienzos de la siguiente semana, Skip se pasó por el Armstrong's a media tarde y me encontró en mi mesa, al fondo. Se había pedido una cerveza negra en la barra. Se sentó enfrente de mí y me dijo que había estado en el Morrissey's la noche antes.
– No he estado allí desde que fuimos juntos -le dije.
– Bueno, yo tampoco había ido hasta anoche. Ya han arreglado el techo. Tim Pat me preguntó por ti.
– ¿Por mí?
– Ajá -se encendió un cigarrillo-. Le gustaría que te pasaras por allí.
– ¿Para qué?
– Eso no me lo dijo. Tú eres detective, ¿no? A lo mejor quiere que averigües algo. ¿Qué crees que puede haber perdido?
– Yo no quiero meterme en esto.
– Me lo imagino.
– Un conflicto entre irlandeses. Lo último que me faltaba.
El se encogió de hombros.
– No tienes que ir. Únicamente me dijo que te pidiera que te pasaras a cualquier hora a partir de las ocho de la tarde.
– Imagino que hasta esa hora están durmiendo.
– Si es que duermen.
Dio un trago y se secó el labio superior con la palma de la mano.
Yo le dije:
– ¿Cómo estaban las cosas por allí anoche?
– Como siempre. Ya te he dicho que habían arreglado el techo y la verdad es que les ha quedado bien. Tim Pat y sus hermanos se mostraron tan simpáticos como de costumbre. Simplemente les dije que te daría el recado cuando te viera. Tú puedes ir o no ir.
– No creo que vaya -dije.
Pero a la noche siguiente, sobre las diez o las diez y media, se me ocurrió pasarme por allí. En la planta baja, el grupo de teatro estaba ensayando El hombre del amanecer, de Brendan Behan. El estreno estaba previsto para el jueves por la noche. Llamé al timbre y esperé a que uno de los hermanos bajara y abriera la puerta. Me dijo que estaba cerrado, que no abrían hasta las dos. Le dije que me llamaba Matthew Scudder y que Tim Pat había dicho que quería verme.
– Oh, claro, no te había reconocido bajo esa luz -dijo-. Pasa. Le diré que estás aquí.
Esperé en el bar que ocupaba la segunda planta. Estaba fijándome en el techo, buscando los agujeros de bala tapados, cuando Tim Pat entró y encendió más luces. Llevaba su típico atuendo, pero sin el delantal de carnicero.
– Gracias por venir -dijo-. ¿Te tomarás una copa conmigo? Bebes burbon, ¿verdad?
Sirvió las copas y nos sentamos en una mesa. A lo mejor era sobre la que se había caído su hermano cuando la puerta lo golpeó al abrirse. Tim Pat alzó la copa y se la bebió de un trago.
– Estuviste aquí la noche del incidente.
– Sí.
– Uno de esos jovencitos se dejó una gorra, pero por desgracia su mamá no le había bordado su nombre en la etiqueta, así que es imposible devolvérsela.
– Ya.
– Ojalá supiera quién es y dónde encontrarlo. Me aseguraría de que recibe lo que le pertenece.
Seguro que lo harías, pensé.
– Fuiste policía.
– Pero ya no.
– A lo mejor has oído algo. La gente habla, ¿no? Y un hombre con los ojos y los oídos bien abiertos se podría hacer mucho bien a sí mismo.
No dije nada.
Se atusó la barba.
– Mis hermanos y yo -dijo, con la mirada clavada en algún punto por encima de mi hombro- estaríamos encantados de pagarte diez mil dólares por los nombres y los paraderos de los dos chavales que nos visitaron la otra noche.
– Simplemente para devolverles una gorra.
– ¡Claro! Nos sentimos en la obligación de hacerlo – dijo-. ¿No fue vuestro George Washington el que caminó kilómetros para devolverle un penique a un hombre?
– Creo que fue Abraham Lincoln.
– Claro. George Washington fue el otro, el del cerezo. «Padre, no puedo mentir.» Los héroes de esta nación destacan por su honestidad.
– Antes sí.
– Y luego va y nos dice a todos que no es ningún sinvergüenza. ¡Jesús! -Sacudió la cabeza-. Bueno, entonces, ¿crees que podrás ayudarnos?
– No entiendo cómo podría ayudaros.
– Estuviste aquí y los viste.
– Llevaban gorras y la cara cubierta. Es más, juraría que cuando se fueron los dos seguían con las gorras puestas. ¿No crees que a lo mejor encontrasteis la gorra de otro?
– A lo mejor al chico se le cayó por las escaleras. Si oyes algo, Matt, ¿nos lo contarás?
– ¿Por qué no?
– ¿Eres irlandés, Matt?
– No.
– Había pensado que tal vez alguno de tus antepasados fue de Ferry. El hombre de Ferry es famoso por responder una pregunta con otra pregunta.
– No sé quiénes son, Tim Pat.
– Si te enteras de algo…
– Si me entero de algo.
– ¿Hay alguna pega con el precio? ¿Es una cantidad razonable?
– Ninguna pega -respondí-. Es una cantidad razonable.
Y era una cantidad buena, a pesar de lo que suponía. La próxima vez que vi a Skip se lo conté todo.
– No quería contratarme -dije-. Quería poner una recompensa. Diez mil para el hombre que le diga quiénes son y dónde puede engancharlos.
– ¿Lo harías?
– ¿El qué? ¿Buscarlos? Ya te dije el otro día que no aceptaría ese trabajo por nada. No voy a investigar nada.
El sacudió la cabeza.
– Pero, ¿y si descubres algo sin querer? ¿Y si doblas una esquina al ir a comprar el periódico y te cruzas con ellos?
– ¿Y cómo iba a reconocerlos?
– ¿Acaso has visto a muchos tipos con pañuelos rojos a modo de máscara? No, ahora en serio, imagínate que los reconoces. O que te enteraras de algún modo, o que uno de tus antiguos contactos te comentara algo. Porque tú tenías soplones, ¿verdad?
– Chivatos -dije-. Todos los polis los tienen. Sin ellos no tienes nada que hacer. Pero, aun así, yo…
– Pues olvídate de cómo lo descubrirías. Simplemente imagínate que te enteras y ya. ¿Qué harías?
– ¿Qué haría…?
– Los descubrirías. Te quedarías con los diez mil.
– No sé nada de ellos.
– Vale, digamos que no sabes si son unos gilipollas o unos monaguillos. ¿Qué diferencia hay? De cualquier modo sería dinero manchado de sangre. Si los Morrissey encuentran a esos chicos, están muertos, ¿verdad?
– Hombre, pues no creo que Tim Pat quiera saber dónde están para mandarles la invitación de un bautizo.
– O para pedirles que se unan a la Sociedad del Sagrado Nombre. Bueno, entonces, ¿qué? ¿Lo harías?
Negué con la cabeza.
– A eso no puedo responderte. Dependería de quiénes fueran y de cuánto necesitara el dinero.
– Pues yo no creo que lo hicieras.
– Yo tampoco.
– Yo no lo haría -dijo. Tiró la ceniza de su cigarrillo-. Pero hay mucha gente que sí que lo haría.
– Hay gente que mataría por menos que eso.
– Eso mismo estaba pensando yo.
– Aquella noche había dos policías. ¿Qué te apuestas a que se enterarán de lo de la recompensa?
– Eso seguro.
– Digamos que un poli descubre quiénes eran los atracadores. Se los entregaría a Tim Pat y se sacaría el sueldo de medio año. No estoy diciendo que todo el mundo lo hiciera. Pero si te dices a ti mismo que esos tipos son escoria, que probablemente hayan matado a gente y que, si no lo han hecho todavía, puede que lo hagan tarde o temprano, la cosa cambia. Además, tampoco sabes con seguridad si los Morrissey van a matarlos. A lo mejor solamente les rompen algunos huesos, solamente los asustan un poco e intentan recuperar el dinero o algo así. Eso también puedes decírtelo si decides aceptar el trabajo.
– ¿Y creértelo?
– La mayoría de la gente cree lo que quiere creer.
– Sí -dijo él-. Eso no te lo discuto.
Tu mente decide hacer una cosa, pero luego va tu cuerpo y decide hacer otra. En principio no iba a involucrarme en el asunto de Tim Pat, pero acabé olfateando por todas partes como un perro alrededor de una farola. Así que la misma noche que le aseguré a Skip que no me iba a meter, terminé en la calle Setenta y Dos en un lugar llamado Poogan's Pub, sentado en una mesa y pidiendo una copa de vodka Stolichnaya a un diminuto negro albino llamado Danny Boy Bell. Danny Boy siempre era una compañía entretenida, pero además era un soplón de primera, un informador que los conocía a todos y que lo oía todo.
Por supuesto, había oído lo del robo en el Morrissey's. Había oído todo tipo de cifras y, según él, la correcta era una cantidad que rondaba entre los cincuenta y los cien mil dólares.
– Quienquiera que se lo llevara -dijo él- no se lo está gastando en bares. A mí me da que es un asunto entre irlandeses, Matthew. Pero entre irlandeses irlandeses. No me imagino a los Westies metiéndose con Tim Pat.
Los Westies son una banda organizada de matones, la mayoría de ellos irlandeses, y han estado operando en Hell's Kitchen desde comienzos de siglo. A lo mejor desde antes, tal vez desde la Hambruna de la Patata.
– No sé -dije-. Con todo ese dinero de por medio…
– Si fueran los Westies, si fuera alguien del vecindario, se habría sabido en menos de ocho horas. Todo el mundo en la Décima Avenida lo sabría.
– Tienes razón.
– Esto es entre irlandeses. Estoy seguro. Estuviste allí, ¿las máscaras eran rojas?
– Eran pañuelos rojos.
– ¡Vaya! Si hubieran sido verdes o naranjas habría estado claro que estaban haciendo algún tipo de declaración política. Sé que los hermanos están ofreciendo una recompensa generosa. ¿Por eso estás aquí, Matthew?
– Oh, no -dije-. Claro que no.
– ¿Entonces no estás investigándolo?
– Claro que no -respondí.
El viernes por la tarde estaba bebiendo en el Armstrong's y entablé conversación con dos enfermeras de la mesa de al lado. Tenían entradas para una obra de teatro para esa misma noche. Dolores no podía ir y Fran tenía muchas ganas, pero no estaba segura de que le apeteciera ir sola. Además, de cualquier forma, les seguía sobrando una entrada.
Y por supuesto el espectáculo resultó ser El hombre del amanecer. Fue pura coincidencia que la obra se representara justo debajo del after hours y no había sido idea mía, pero al final acabé allí. Me senté en una endeble silla plegable de madera, vi la obra de Behan, que trataba de unos criminales encarcelados en Dublín, y, mientras, me pregunté qué coño estaba haciendo yo entre el público.
Cuando terminó, Fran y yo nos fuimos al Miss Kitty's con un grupo en el que se encontraban dos de los actores. Uno de ellos, una chica delgada y pelirroja con unos enormes ojos verdes era Mary Margaret, amiga de Fran y la razón por la que esta última había tenido tantas ganas de asistir a la función. Esa era la razón de Fran, pero, ¿cuál era la mía?
En la mesa se estuvo hablando del robo. Yo no saqué el tema ni aporté mucho a la conversación, pero tampoco pude mantenerme completamente al margen porque Fran le dijo al grupo que yo era un ex detective y me preguntaron mi opinión sobre el asunto desde un punto de vista profesional. Me mostré un poco evasivo al responder y evité mencionar que había presenciado el atraco.
Skip estaba allí, tan ocupado detrás de la barra con el local abarrotado al ser viernes por la noche, que no me molesté más que en saludarlo con la mano. El lugar estaba a reventar y había mucho ruido, como siempre ocurría los fines de semana, pero todo el mundo había querido ir allí, así que no tuve más remedio que aceptar.
Fran vivía en la Sesenta y Ocho, entre Columbus y Ámsterdam. La acompañé a casa y al llegar a la puerta, ella me dijo:
– Matt, has sido un encanto al acompañarme. La obra ha estado bien, ¿verdad?
– Ha estado bien.
– Y creo que Mary Margaret también. Matt, ¿te importaría mucho que no te invite a subir? Estoy rendida y mañana tengo que levantarme pronto.
– No pasa nada -dije-. Además, ahora que lo dices, yo también tengo que madrugar.
– ¿Te toca hacer de detective?
Negué con la cabeza.
– De padre.
A la mañana siguiente, Anita subió a los niños al tren de Long Island y yo los recogí en la estación de Corona. Los llevé al Shea y vimos cómo los Mets perdían ante los Astros. Los niños se marcharían al campamento durante cuatro semanas en agosto y estaban muy ilusionados. Comimos perritos calientes, cacahuetes y palomitas. Se tomaron unas Coca-Colas y yo un par de cervezas. Ese día había una oferta especial o algo así y a los chicos les regalaron gorras o unos banderines…, no me acuerdo.
Después, volvimos a la ciudad en metro y los llevé a ver una película. Tomamos una pizza en Broadway, después de ver la película, y cogimos un taxi para volver a mi hotel, donde había alquilado una habitación doble para ellos en una planta más abajo que la mía. Una hora más tarde fui a ver cómo estaban. Dormían. Volví a cerrarles la puerta con llave y me fui al Armstrong's. No me quedé mucho tiempo, tal vez una hora. Después regresé a mi hotel, comprobé una vez más cómo estaban los chicos y subí a mi habitación para meterme en la cama.
Por la mañana fuimos a tomar un buen desayuno: tortitas, beicon y salchichas. Los llevé al museo de los Indios Americanos en Washington Heights. Fue en esa zona donde unos años antes me había estado tomando unas copas al terminar mi turno cuando entraron dos tipos, atracaron el bar y mataron al camarero al huir.
Corrí tras ellos. Hay muchas cuestas en Washington Heights. Tuve que disparar mientras corría cuesta abajo. Los abatí a los dos, pero una de las balas rebotó y mató a una niña llamada Estrellita Rivera.
Esas cosas ocurren. Hubo una vista, siempre la hay cuando matas a alguien, y se concluyó que yo había actuado correctamente y que mis disparos habían estado justificados.
Un poco después, dejé el departamento.
No puedo decir que una cosa propiciara la otra. Lo único que puedo decir es que una cosa llevó a otra. Yo había sido el instrumento involuntario de la muerte de una niña y, después de aquello, algo cambió para mí. La vida que había vivido sin quejarme me dejó de gustar. Y supongo que ya había dejado de gustarme tiempo atrás. Supongo que la muerte de la niña precipitó un cambio en mi vida que debía haber ocurrido mucho antes. De todos modos, no puedo decirlo con seguridad. Solo sé que una cosa llevó a la otra.
Tomamos el tren hasta Penn Station. Les dije a los niños lo maravilloso que había sido pasar algo de tiempo con ellos, y ellos me dijeron lo bien que se lo habían pasado. Los subí al tren, llamé por teléfono y le dije su madre en qué tren regresarían. Me dijo que los recogería, y luego, vacilante, mencionó que le vendría bien que les mandara dinero pronto. «Pronto», le aseguré.
Colgué y pensé en los diez mil dólares que Tim Pat estaba ofreciendo. Sacudí la cabeza, me imaginaba lo que sería tener ese dinero.
Aquella noche me impacienté y bajé al Village, donde fui parando de bar en bar y me tomé una copa en cada uno. Cogí el tren hasta West Fourth Street y empecé mi ruta en el McBell's. De ahí, continué hacia el este con Jimmy Day's, el 55, el Lion's Head, George Hertz's y el Corner Bistro. Me dije que únicamente estaba tomando unas copas, liberándome después de la presión de haber pasado un fin de semana con mis hijos, calmándome después de haber despertado viejos recuerdos con una visita a Washington Heights.
Pero me engañé a mí mismo. Porque lo que estaba haciendo era dar comienzo a una torpe investigación; estaba intentado toparme con una pista que me llevara hasta esos dos que habían atracado el Morrissey's.
Paré en un bar gay llamado Sinthia's. Kenny, el propietario, se ocupaba del local. Estaba sirviendo copas a hombres vestidos con Levi's y camisetas de canalé sin mangas. Kenny era delgado, esbelto, con el pelo teñido de rubio y una cara operada para hacerle parecer no mayor de veintiocho, que era, más o menos, la mitad de años que hacía que había pisado este mundo.
– ¡Matthew! -gritó-. Ya os podéis relajar, chicas. La ley y el orden acaban de llegar a Grove Street.
Por supuesto, él no sabía nada del robo en el Morrissey's. Es más, ni siquiera sabía lo que era el Morrissey's; ningún gay tenía que salir del Village para encontrar un lugar donde tomarse una copa después de cerrar. Pero los atracadores perfectamente podrían haber sido gais. O a lo mejor no. De cualquier modo, podrían estar gastándose el botín en los garitos de los alrededores de Christopher Street. Además, así era como se investigaba: olfateabas por todas partes, contactabas con todas tus fuentes, hacías correr la voz y esperabas a ver si te devolvían algún tipo de información.
Pero, ¿por qué lo estaba haciendo? ¿Por qué estaba malgastando mi tiempo?
No sé qué habría pasado, no sé si habría seguido dándole vueltas, o habría abandonado el asunto; si habría llegado a alguna parte o me habría alejado de las pistas. No parecía estar llegando a ningún lado, pero eso suele pasar, te vas moviendo sin ver ningún progreso hasta que de pronto tienes suerte. A lo mejor algo así habría sucedido. O a lo mejor no.
Sin embargo, sucedieron otras cosas que me hicieron olvidarme de Tim Pat Morrissey y de sus deseos de venganza.
Para empezar, alguien mató a la mujer de Tommy Tillary.