Capítulo 7

La camioneta de Dawson, una Dodge Ram, aunque maltrecha exteriormente, tenía el interior bien cuidado. No era en absoluto un vehículo nuevo -tendría unos cinco años-, pero estaba muy bien conservado, tanto bajo la capota como en la cabina.

– Tú no eres miembro de la manada, ¿verdad, Dawson?

– Tray, Tray Dawson.

– Oh, lo siento.

Dawson se encogió de hombros, como queriendo decir con ello: «No tiene importancia».

– Nunca fui un buen animal de manada -dijo-. Nunca supe mantenerme a raya. Me resulta imposible seguir la cadena de mando.

– ¿Y por qué estás ahora metido en esta lucha? -le pregunté.

– Patrick Furnan intentó acabar con mi negocio -dijo Dawson.

– ¿Por qué motivo?

– En la zona ya no van quedando tantos talleres de motos, sobre todo desde que Furnan adquirió la distribución de Harley-Davidson en Shreveport -me explicó Dawson-. Es muy avaricioso. Lo quiere todo para él. No le importa que los demás se arruinen. Cuando se dio cuenta de que mi taller seguía adelante, me mando un par de sus chicos. Me dieron una paliza, me reventaron el taller.

– Debían de ser muy buenos -dije. Resultaba difícil creer que alguien pudiera superar a Tray Dawson-. ¿Llamaste a la policía?

– No. No puede decirse que la poli de Bon Temps esté loca por mí. Pero me puse del lado de Alcide.

El detective Cal Myers, evidentemente, estaba al corriente de los trabajos sucios de Furnan. Fue él quien colaboró con Furnan en el engaño del concurso para ser el líder de la manada. Pero lo que me sorprendía de verdad es que estuviese dispuesto a llegar hasta el extremo de cometer el asesinato de María Estrella, cuyo único pecado había sido que Alcide se enamorara de ella. Pero lo habíamos visto con nuestros propios ojos.

– ¿Qué problema tienes con la policía de Bon Temps? -pregunté, ya que estábamos hablando sobre el cumplimiento de la ley.

Se echó a reír.

– Fui policía, ¿lo sabías?

– No -contesté, realmente sorprendida-. ¿Bromeas?

– De verdad -dijo-. Fui miembro de la policía de Nueva Orleans. Pero no me gustaba el politiqueo y mi capitán era un auténtico hijo de puta, perdón por la expresión.

Asentí, muy seria. Hacía mucho tiempo que nadie se disculpaba ante mí por utilizar un lenguaje soez.

– ¿Y qué pasó?

– Al final, la situación llegó a un punto crítico. El capitán me acusó de coger un dinero que un tipo repugnante había dejado sobre una mesa cuando lo arrestamos en su casa. -Tray movió la cabeza, asqueado-. Tuve que marcharme. Pero me gustaba el trabajo.

– ¿Qué es lo que te gustaba del trabajo?

– No había dos días iguales. Sí, bueno, andábamos patrullando con los coches. Eso siempre era parecido. Pero cada vez que salíamos sucedía algo distinto.

Moví afirmativamente la cabeza. Comprendía a qué se refería. También cada día en el bar era un poco distinto, aunque quizá no tanto como las jornadas de Tray en el coche patrulla.

Continuamos en silencio durante un rato. Adiviné que Tray estaba pensando en las probabilidades que tenía Alcide de superar a Furnan en la lucha por el dominio. Estaba pensando que Alcide era un tipo afortunado por haber salido con María Estrella y conmigo, y más afortunado aún desde la desaparición de aquella desgraciada de Debbie Pelt. Se había librado de una buena, pensaba Tray.

– Ahora soy yo quién debe formularte una pregunta -dijo Tray.

– Me parece justo.

– ¿Tienes algo que ver con la desaparición de Debbie?

Respiré hondo.

– Sí. Defensa propia.

– Bien hecho, alguien tenía que hacerlo.

Nos quedamos de nuevo en silencio, un silencio que se prolongó como mínimo diez minutos. No era mi intención traer de vuelta el pasado, pero Alcide había roto con Debbie Pelt antes de que yo le conociera. Luego salió poco tiempo conmigo. Debbie decidió que yo era su enemiga e intentó matarme. Pero yo llegué primero. Había conseguido resignarme a aquel hecho… en la medida en que pueda ser posible. Pero Alcide nunca había podido volver a mirarme de la misma manera, ¿y por qué culparle por ello? Después había encontrado a María Estrella, y yo me había alegrado por ellos.

Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas y miré por la ventana. Habíamos pasado el circuito de carreras y el desvío hacia el centro comercial Pierre Bossier. Dejamos atrás otro par de salidas y Tray enfiló la rampa para salir de la autopista.

Serpenteamos por un barrio modesto durante un buen rato, y Tray miraba tan a menudo por el retrovisor que me di cuenta de que vigilaba si alguien nos seguía. De pronto, giró por una calle y se detuvo detrás de una de las casas algo más grandes, tímidamente pintada de blanco. Aparcamos debajo de un espacio cubierto, al lado de otra camioneta. Más allá estaba aparcado un pequeño Nissan. Había también un par de motos y Tray las observó con interés profesional.

– ¿Quién vive aquí? -Dudaba si formular esa pregunta, pero quería saber dónde me encontraba.

– Es la casa de Amanda -respondió. Esperó a que pasara yo delante, de modo que subí las tres escaleras que ascendían hasta la puerta trasera y llamé al timbre.

– ¿Quién es? -preguntó una voz apagada.

– Sookie y Dawson -respondí.

La puerta se abrió con cautela y Amanda bloqueó la entrada de tal modo que me impidió ver el interior. No sé mucho de pistolas, pero vi claramente que Amanda me apuntaba al pecho con un gran revólver. Era la segunda vez en dos días que me encañonaban. De pronto, sentí mucho frío y sensación de mareo.

– De acuerdo -dijo Amanda después de observarnos con detalle.

Alcide estaba detrás de la puerta, armado con una escopeta. Apareció en cuanto entramos y se tranquilizó al vernos. Dejó la recortada sobre el mostrador de la cocina y se sentó junto a la mesa.

– Siento lo de María Estrella, Alcide -dije, obligándome a hablar a pesar de tener la boca agarrotada. Que te apunten con un arma es espeluznante, sobre todo si es a bocajarro.

– Aún no lo he digerido -dijo con un tono de voz plano. Comprendí que no había captado todavía el impacto de su muerte-. Estábamos pensando en irnos a vivir juntos. Si lo hubiéramos hecho antes, ahora estaría viva.

No tenía ningún sentido ponerse a imaginar lo que podría haber sido y no fue. Sólo servía para torturarse. Y lo que había sucedido ya era bastante terrible de por sí.

– Sabemos quién lo hizo -dijo Dawson, y un escalofrío recorrió la estancia. En la casa había más licántropos, los percibía, y todos se pusieron en estado de alerta al escuchar las palabras de Tray Dawson.

– ¿Qué? ¿Cómo? -Sin que me diera ni cuenta, Alcide se había puesto en pie.

– Sookie le pidió a sus amigas brujas que hicieran una reconstrucción -dijo Tray, haciendo un ademán en mi dirección-. Y yo he podido presenciarlo. Fueron dos tipos. A uno de ellos no lo había visto en mi vida, lo que da a entender que Furnan contrató a hombres lobo de otra parte. El segundo era Carl Myers.

Alcide contrajo sus grandes manos en un puño. Su conjunto de reacciones era tal, que no sabía ni por dónde empezar a hablar.

– Furnan ha contratado ayuda -dijo finalmente Alcide-. Por lo que estamos en nuestro derecho a acabar con ellos. Cogeremos a uno de esos cabrones y lo obligaremos a hablar. Aquí no podemos traer a ningún rehén; alguien podría darse cuenta. ¿Dónde, Tray?

– En El Pelo del Perro -respondió.

A Amanda no le entusiasmaba mucho la idea. Era la propietaria de ese bar y utilizarlo como lugar de ejecución o tortura era algo que no le atraía mucho. Abrió la boca dispuesta a protestar. Pero Alcide se encaró con ella y gruñó, retorciendo su rostro hasta que dejó de parecer el suyo. Amanda se encogió de miedo y asintió.

Alcide levantó aún más la voz para seguir hablando.

– Cal Myers es hombre muerto.

– Es un miembro de la manada, y los miembros de la manada se someten a juicio -dijo Amanda, y volvió a encogerse de miedo, anticipando el rugido de rabia de Alcide.

– No me has preguntado sobre el hombre que intentó matarme -dije. Quería reducir la tensión de la situación, si era posible.

Aun furioso como estaba, Alcide fue lo bastante decente como para no recordarme que yo seguía con vida, mientras que María Estrella no, o que había amado a María Estrella mucho más de lo que pudiera haberle llegado a interesar yo. Pero ambos pensamientos le pasaron por la cabeza.

– Era un hombre lobo -dije-. Mediría un metro setenta y cinco, de unos veinte y pico años. Iba bien afeitado. Tenía el pelo castaño, los ojos azules y una gran marca de nacimiento en el cuello.

– Oh -dijo Amanda-. Me parece que quienquiera que sea, es el nuevo mecánico del taller de Furnan. Empezó a trabajar allí la semana pasada. Lucky Owens, ¡ja! ¿Con quién estabas cuando sucedió?

– Estaba con Eric Northman -dije.

Se produjo un largo silencio, no del todo amistoso. Los hombres lobo y los vampiros son rivales naturales, si no enemigos consumados.

– ¿Y dices que el tipo está muerto? -preguntó Tray, siempre muy práctico, y yo asentí.

– ¿Cómo os abordó? -preguntó Alcide, con un tono de voz más racional.

– Buena pregunta -dije-. Eric y yo íbamos en coche por la interestatal, volviendo de Shreveport. Habíamos ido a cenar allí.

– ¿Y quién podía saber dónde y con quién estabas? -preguntó Amanda, mientras Alcide bajaba la vista con el ceño fruncido, inmerso en sus pensamientos.

– ¿O que anoche tenías que volver a casa por la interestatal? -Tray estaba ganando puntos en mi opinión; daba justo en el clavo, con ideas prácticas y pertinentes.

– Yo sólo le comenté a mi compañera de casa que iba a salir a cenar, pero no le conté adonde iba -dije-. En el restaurante quedamos con alguien, pero podemos descartarlo. Eric lo sabía, porque hizo de chófer. Pero conozco a Eric y el otro hombre tampoco se lo comentaría a nadie.

– ¿Cómo puedes estar tan segura? -preguntó Tray.

– Porque Eric recibió un disparo por protegerme -dije-. Y porque la persona con la que nos encontramos es un familiar.

Amanda y Tray no sabían lo pequeña que era mi familia, por lo que no captaron lo trascendental de mi declaración. Pero Alcide, que me conocía mejor, me miró de reojo.

– Te lo estás inventando -dijo.

– No, en absoluto. -Le lancé una mirada. Sabía que era un día terrible para Alcide, pero no tenía por qué explicarle mi vida. De repente, me vino una idea a la cabeza-. Espera, el camarero… era un hombre lobo. -Eso explicaría muchas cosas.

– ¿Cómo se llama el restaurante?

– Les Deux Poissons. -Lo pronuncié con mal acento, pero los lobos asintieron.

– Kendall trabaja allí-dijo Alcide-. Kendall Kent. ¿Cabello largo y pelirrojo? -Moví afirmativamente la cabeza y la expresión de Alcide se tornó triste-. Creía que Kendall estaría de nuestro lado. Hemos tomado cervezas juntos un par de veces.

– Es el hijo mayor de Jack Kent. Le bastaría con haber hecho una llamada -dijo Amanda-. Tal vez no supiera que…

– Eso no es excusa -dijo Tray. Su voz profunda reverberó en la pequeña cocina-. Kendall sabe quién es Sookie, estaba en el concurso para la elección del líder de la manada. Sookie es amiga de la manada. En lugar de decirle a Alcide que ella estaba en nuestro territorio y debía ser protegida, llamó a Furnan y le explicó dónde estaba Sookie, y a lo mejor le dijo incluso cuándo había salido para su casa. Se lo puso fácil a Lucky para estar al acecho.

Quise protestar para decir que nadie podía asegurar que todo hubiera sido así, pero cuando lo pensé un poco más comprendí que tenía que haber sido exactamente de aquella manera, o de una muy similar. Sólo para asegurarme de que lo recordaba todo correctamente, llamé a Amelia y le pregunté si le había contado a alguien por teléfono dónde estaba yo la noche anterior.

– No -dijo-. Llamó Octavia, que no te conocía. Recibí la llamada de un chico pantera que conocí en la boda de tu hermano. Créeme, no saliste para nada a relucir en nuestra conversación. Llamó Alcide, realmente disgustado. Y Tanya, pero no le dije nada.

– Gracias, compi -dije-. ¿Ya te has recuperado?

– Sí, ya me encuentro mejor, y Octavia se ha ido ya a casa de la familia con la que vive en Monroe.

– Perfecto, nos vemos luego.

– ¿Llegarás a tiempo para ir a trabajar?

– Sí, tengo que llegar a tiempo para ir a trabajar. -Había pasado aquella semana en Rhodes y tenía que cumplir escrupulosamente con mis horarios durante una buena temporada; de lo contrario, las demás camareras me echarían en cara que Sam me daba todos los días libres que yo quería. Colgué-. No se lo contó a nadie -dije.

– De modo que tú… y Eric, tuvisteis una placentera cena en un restaurante caro, junto con otro hombre.

Lo miré con incredulidad. Aquello no venía a cuento. Me concentré. Nunca me había inmerso en una investigación mental que estuviera tan confusa. Alcide estaba dolido por María Estrella, se sentía culpable por no haberla protegido, estaba enfadado por que yo hubiera sido arrastrada a ese conflicto y, por encima de todo, tenía ganas de partir unas cuantas cabezas. Y como guinda del pastel, Alcide -de forma completamente irracional- odiaba la idea de que yo hubiera salido con Eric.

Intenté mantener la boca cerrada por respeto a su pérdida; eso de las emociones en conflicto no era desconocido para mí. Pero descubrí que de repente me había cansado totalmente de él.

– Está bien -dije-. Lucha tú tus propias batallas. Vine cuando me lo pediste. Te he ayudado cuando me pediste que lo hiciera, tanto en la batalla para elegir el líder de la manada como hoy, a costa de mi propio dolor emocional. Que te jodan, Alcide. A lo mejor Furnan es mejor lobo que tú. -Giré sobre mis talones y capté la mirada que Tray Dawson le lanzaba a Alcide cuando yo salía de la cocina, bajaba las escaleras y me dirigía al cobertizo donde estaban aparcados los coches. De haber encontrado una lata por el suelo, le hubiera atizado un puntapié.

– Te llevaré a casa -dijo Tray, apareciendo de repente a mi lado. Seguí mi camino hacia el lado del pasajero, agradecida de que me proporcionara un medio para marcharme de allí. Cuando salí de estampida de la casa, no pensé en lo que sucedería a continuación. Quedaría fatal en una salida tan buena tener que volver a entrar y buscar en el listín el número de teléfono de algún taxi.

Creía que después de la debacle de Debbie, Alcide me odiaría de verdad. Pero, al parecer, aquel odio no era total.

– Vaya ironía, ¿no te parece? -dije después de un buen rato de silencio-. Anoche casi me pegan un tiro porque Patrick Furnan piensa que con eso fastidiaría a Alcide. Hasta hace diez minutos, ni se me habría ocurrido que pudiera ser así.

Tray tenía más el aspecto de estar cortando cebollas que de estar metido en la conversación. Después de otra pausa, dijo:

– Alcide actúa como un imbécil, pero debes tener en cuenta que tiene muchas cosas en la cabeza.

– Lo entiendo -dije, y cerré la boca antes de pronunciar una palabra más.

Y resultó que llegué a tiempo para ir a trabajar aquella noche. Estaba tan enfadada mientras me cambiaba que a punto estuve de romper el pantalón negro, de tanto que tiré de él. Me cepillé el pelo con una fuerza tan innecesaria, que no sé cuánto dejé en el cepillo.

– Los hombres son unos idiotas incomprensibles -le dije a Amelia.

– ¿No me digas? -dijo ella-. Cuando hoy buscaba a Bob por el bosque, encontré una gata con cachorritos. ¿Y sabes qué? Todos eran blancos y negros.

La verdad es que no supe qué responderle.

– De modo que al infierno con la promesa que le hice, ¿o no? Voy a divertirme. Si él puede andar follando por ahí, yo también. Y si vuelve a vomitar encima de mi colcha, le perseguiré con la escoba.

Intenté no mirar directamente a Amelia.

– No te culparé por ello -dije, tratando de no alterarme. Era bueno estar a punto de estallar en carcajadas en lugar de querer pegar a alguien. Cogí mi bolso, estudié en el espejo del baño del vestíbulo cómo me había quedado la cola de caballo y salí por la puerta trasera para coger el coche e ir al Merlotte s.

Me sentía cansada incluso antes de cruzar la puerta de empleados, una mala manera de iniciar mi turno.

No vi a Sam cuando guardé el bolso en el cajón grande del escritorio que todas utilizábamos para ello. Cuando salí del vestíbulo que daba acceso a los aseos, al despacho de Sam, al almacén y a la cocina (aunque la puerta de ésta estaba cerrada con llave desde dentro la mayoría de las veces), no vi tampoco a Sam; lo encontré por fin detrás de la barra. Lo saludé con un movimiento de cabeza mientras me ataba el delantal blanco que acababa de coger del montón donde había docenas de ellos. Guardé en el bolsillo mi libreta para tomar nota de los pedidos y un lápiz, miré a mi alrededor en busca de Arlene, a quien me tocaba sustituir, y examiné con la vista las mesas de nuestra sección.

Mi corazón dio un vuelco. No sería una noche tranquila. En una de las mesas había unos cuantos imbéciles con camisetas de la Hermandad del Sol. La Hermandad era una organización radical que creía que los vampiros (a) eran pecaminosos por naturaleza, casi demonios, y (b) debían ser ejecutados. Los «predicadores» de la Hermandad no proclamaban eso en público, pero la Hermandad defendía la erradicación completa de los no muertos. Había oído decir que incluso existía un librito elemental que asesoraba a los miembros sobre cómo llevar eso a cabo. Después del atentado de Rhodes, su odio se había vuelto más descarado.

El grupo de la Hermandad del Sol aumentaba en número a medida que los norteamericanos batallaban por aceptar algo que resultaba imposible comprender… y a medida que centenares de vampiros llegaban al país que, de entre todas las naciones del planeta, les había dado la recepción más favorable. Desde que unos pocos países decididamente musulmanes y católicos habían adoptado la política de matar en el acto a los vampiros, Estados Unidos había empezado a aceptar a éstos como refugiados y víctimas de la persecución política o religiosa; la reacción contra esta política estaba siendo violenta. Recientemente había visto una pegatina en un coche que decía: «Diré que los vampiros están vivos cuando arranques mis fríos dedos de muerto de mi garganta desgarrada».

Consideraba a los miembros de la Hermandad del Sol intolerantes e ignorantes y odiaba a los que se contaban entre sus filas. Pero estaba acostumbrada a mantener la boca cerrada sobre el tema cuando estaba en el bar, igual que también a evitar discusiones sobre el aborto, el control de las armas o la presencia de gays en el ejército.

Naturalmente, aquellos tipos de la Hermandad del Sol eran probablemente colegas de Arlene. Mi indecisa ex amiga había mordido el anzuelo y había caído en la pseudoreligión que los de la Hermandad propagaban.

Arlene me informó brevemente sobre las mesas mientras se dirigía a la puerta trasera, mostrando una expresión dura. Viéndola marchar, me pregunté qué tal les iría a sus hijos. Hace tiempo yo solía ser su canguro con frecuencia. Pero ahora, lo más seguro era que, si hacían caso a su madre, me aborrecieran.

Me sacudí la melancolía, pues Sam no me pagaba para estar malhumorada. Pasé por turnos por todos los clientes, les serví más bebidas, me aseguré de que todo el mundo tuviera la comida que había pedido, le llevé un tenedor limpio a una mujer a la que se le había caído el suyo al suelo, y más servilletas a la mesa donde Catfish Hennessy comía tiras de pollo rebozado e intercambié unas animadas palabras con los tipos sentados en la barra. Traté a los de la mesa de la Hermandad del Sol igual que trataba a todo el mundo, y no me pareció que me prestaran especial atención, lo que me pareció estupendo. Confiaba en que se marcharan sin causar más problemas… hasta que llegó Pam.

Pam es blanca como una hoja de papel y tiene el aspecto que tendría Alicia en el País de las Maravillas si al hacerse mayor se hubiera convertido en vampiro. De hecho, aquella noche Pam llevaba incluso una cinta azul en su pelo rubio y liso, y se había puesto un vestido en lugar de su habitual conjunto con pantalón. Estaba encantadora…, a pesar de que pareciera un vampiro salido de Las desventuras de Beaver. El vestido tenía manguitas abullonadas con el ribete blanco, y un cuello con idéntico remate. Los diminutos botones de la parte frontal del vestido eran blancos, conjuntados con los topitos de la falda. Iba sin medias, me fijé, porque cualquier media que se comprara resultaría extraña, dada la palidez de su piel.

– Hola, Pam -dije al ver que se acercaba directamente a mí.

– Sookie -dijo cariñosamente, y me dio un beso tan ligero como un copo de nieve. Noté la frialdad de sus labios en mi mejilla.

– ¿Qué sucede? -le pregunté. Normalmente, Pam trabajaba en Fangtasia por las noches.

– Tengo una cita -dijo-. ¿Crees que voy bien? -Se dio la vuelta.

– Por supuesto que sí -contesté-. Tú siempre estás bien, Pam. -Era la pura verdad. Aunque la vestimenta que Pam elegía era a menudo ultraconservadora y raramente salía con nadie, eso no quería decir que no despertase interés. Tenía un encanto dulce, pero letal-. ¿Quién es el afortunado?

Puso una cara tan picara como un vampiro de doscientos años puede llegar a poner.

– ¿Y quién te ha dicho que sea un chico? -dijo.

– Oh, claro. -Miré a mi alrededor-. ¿Quién es la persona afortunada?

Justo en aquel momento apareció mi compañera de casa. Amelia llevaba unos pantalones preciosos de lino negro, tacones, un jersey de color hueso y un par de pendientes de ámbar y carey. Un conjunto también conservador, pero de un estilo más moderno. Amelia avanzó hacia nosotras, sonrió a Pam y dijo:

– ¿Has pedido ya una copa?

Pam sonrió como nunca antes la había visto sonreír, de una forma… tímida.

– No, estaba esperándote.

Se sentaron en la barra y las atendió Sam. Enseguida se pusieron a charlar y se levantaron para irse en cuanto terminaron sus bebidas.

Cuando, de camino hacia la salida, pasaron por mi lado, dijo Amelia:

– Ya nos veremos. -Era su manera de decirme que tal vez no pasaría la noche en casa.

– Estupendo, que os divirtáis -dije. Su salida fue seguida por más de un par de ojos masculinos. Si las córneas se empañasen con la humedad como los cristales, todos los tíos del bar estarían viendo borroso.

Volví a hacer la ronda de mis mesas, llevando más cervezas a una, la cuenta a otra, hasta que llegué a la mesa ocupada por los dos tipos con camisetas de la Hermandad del Sol. Seguían mirando la puerta, como si esperaran que Pam volviera a entrar y les gritara: «¡UUH!».

– ¿He visto realmente lo que creo que acabo de ver? -me preguntó uno de los dos hombres. Tendría treinta y pico años, iba bien afeitado, pelo castaño, un tipo corriente. Al otro, le habría mirado con recelo de haber compartido juntos un ascensor. Era delgado, tenía una barbita continuándole la mandíbula, llevaba algunos tatuajes de aspecto casero (típicos de cárcel) y un cuchillo sujeto con correas al tobillo, algo que no me habría resultado difícil de detectar en cuanto hubiera captado mentalmente que iba armado.

– ¿Y qué cree haber visto? -le pregunté con dulzura. Cabello Castaño me tomaba por una simplona. Pero era un buen camuflaje, y significaba que Arlene no había ido contándole a todo el mundo mis pequeñas peculiaridades. Nadie en Bon Temps diría que la telepatía existe si te ponías a preguntar un domingo a la salida de cualquier iglesia. Pero, en caso de hacerlo a la salida del Merlotte's un sábado por la noche, más de uno te habría dicho que sí.

– Me ha parecido ver entrar una vampira, como si tuviera derecho a hacerlo. Y creo haber visto a una mujer salir feliz de aquí acompañándola. Juro por Dios que me cuesta creerlo. -Me miró como si yo tuviera que compartir su indignación. Tatuado Carcelero asintió con vigor.

– Perdone…, han visto a dos mujeres saliendo juntas de un bar, ¿y eso les molesta? No entiendo dónde está el problema. -Por supuesto que lo entendía, pero a veces toca fingir.

– ¡Sookie! -Sam estaba llamándome.

– ¿Desean los caballeros alguna cosa más? -pregunté, ya que sin duda alguna Sam trataba de reclamarme de un modo u otro.

Los dos hombres me miraron con extrañeza después de haber deducido correctamente que yo no compartía exactamente sus creencias.

– Supongo que vamos a marcharnos ya -dijo Tatuado Carcelero, confiando claramente en que los clientes tenían que hacerme sufrir para cobrar-. ¿Tienes la cuenta preparada? -Tenía la cuenta preparada y la deposité sobre la mesa, entre los dos. Ambos le echaron un vistazo, pusieron cada uno un billete de diez y retiraron las sillas.

– En un segundo vuelvo con su cambio -dije, y di media vuelta.

– Quédate el cambio -contestó Cabello Castaño, con tono amargado y no muy emocionado por mis servicios.

– Imbéciles -murmuré entre dientes de camino a la caja registradora de la barra.

– Sookie, tienes que cerrar el pico -dijo Sam.

Me sentí tan sorprendida que me quedé mirándolo. Ambos estábamos detrás de la barra y Sam andaba preparando un combinado de vodka. Continuó tranquilamente su trabajo, con la mirada fija en sus manos.

– Tienes que atenderlos como a cualquier cliente.

No era muy frecuente que Sam se dirigiera a mí como una empleada, pues solía tratarme más bien como un socio de confianza. Dolía, sobre todo si me daba cuenta de que tenía razón. Aunque superficialmente me había mostrado educada, tendría (y debería) que haberme tragado sus últimos comentarios sin rechistar… si no hubieran llevado aquellas camisetas de la Hermandad. El Merlotte's no era mi negocio. Era el negocio de Sam. Y el que sufriría las consecuencias si los clientes no volvían sería él.

– Lo siento -dije, aunque me costara decirlo. Le sonreí a Sam y me dispuse a hacer una nueva e innecesaria ronda a mis mesas, una ronda en la que probablemente cruzaría la línea que separaba ser atenta de ser pesada. Pero si me encerraba en el baño de empleados o en los lavabos de señoras, acabaría llorando, porque que te amonesten, duele, y duele también equivocarse; pero, por encima de todo, lo que más duele es que te pongan en tu debido lugar.

Cuando aquella noche cerramos, me marché lo más rápida y silenciosamente posible. Sabía que tenía que superar el sentirme dolida, pero prefería superarlo sola en mi propia casa. No me apetecía tener una «charla» con Sam…, ni con nadie, en realidad. Holly me observaba con curiosidad extrema.

De modo que salí hacia el aparcamiento con mi bolso y sin quitarme ni el delantal. Tray estaba apoyado en mi coche y di un salto antes de que pudiera evitarlo.

– ¿Te marchas corriendo y asustada?

– No, me marcho corriendo y enfadada -dije-. ¿Qué haces aquí?

– Voy a seguirte hasta casa -dijo-. ¿Está Amelia?

– No, esta noche ha quedado con alguien.

– En ese caso, vigilaré la casa -dijo el hombretón, y subió a su furgoneta para seguirme hacia Hummingbird Road.

No veía ningún motivo para objetar lo contrario. De hecho, tener a alguien conmigo, a alguien en quien confiaba, me hacía sentir bien.

La casa estaba tal y como la había dejado o, mejor dicho, tal y como Amelia la había dejado. Las luces de seguridad exteriores se habían encendido automáticamente y Amelia había dejado encendida tanto la luz que había sobre el fregadero de la cocina como la del porche trasero. Llaves en mano, me dirigí hacia la puerta de la cocina.

La manaza de Tray me agarró por el brazo justo cuando empezaba a girar el pomo.

– No hay nadie -dije, pues lo había comprobado a mi manera-. Y Amelia lo ha dejado todo tal y como tiene que estar.

– Tú quédate aquí mientras yo echo un vistazo -dijo con amabilidad. Asentí y le dejé entrar. Pasados unos segundos de silencio, abrió la puerta para decirme que podía pasar a la cocina. Me disponía ya a seguirlo por toda la casa, cuando me dijo-: Lo que si te agradecería es un vaso de Coca-Cola, si es que tienes.

Me había eludido a la perfección, pasando de seguirme a rogar mi hospitalidad. Mi abuela me habría pegado con un cazamoscas de no haberle servido al instante una bandeja con una Coca-Cola.

Cuando reapareció en la cocina y declaró que la casa estaba libre de intrusos, el refresco con hielo estaba ya servido en la mesa, acompañado por un sándwich de pastel de carne. Y una servilleta doblada.

Sin decir palabra, Tray se sentó, colocó la servilleta sobre sus rodillas, comió el sándwich y bebió la Coca-Cola. Yo me senté delante de él con mi bebida.

– Me han dicho que tu chico ha desaparecido -dijo Tray mientras se secaba la boca con la servilleta.

Moví afirmativamente la cabeza.

– ¿Qué crees que le ha pasado?

Le expliqué las circunstancias.

– Así que, ya ves, no tengo noticias de él -dije para finalizar. El relato empezaba a salirme casi automático, como si lo tuviera grabado.

– Una pena. -Fue todo lo que dijo. Por alguna razón, aquella discusión tranquila y sin dramatismos de un tema tan sensible me hizo sentirme mejor. Pasado un minuto de pensativo silencio, dijo Tray-: Espero que lo encuentres pronto.

– Gracias. Estoy ansiosa por saber qué es de él. -Un eufemismo enorme.

– Bueno, mejor que me vaya -dijo-. Si por la noche te pones nerviosa, llámame. Estoy aquí en diez minutos. No es bueno que estés aquí sola con esta guerra en ciernes.

Tuve una imagen mental de tanques avanzando por el camino de acceso a mi casa.

– ¿Crees que la cosa podría ponerse muy mal? -pregunté.

– Mi padre me contó lo de la última guerra, que fue cuando su padre era pequeño. La manada de Shreveport se enfrentó a la manada de Monroe. En la manada de Shreveport eran unos cuarenta, contando los medios. -«Medios» era el término comúnmente empleado para los hombres lobo que se convertían en tales a través de mordedura. Sólo podían convertirse en un ser medio hombre, medio lobo, y no alcanzaban a conseguir la forma perfecta de lobo que los hombres lobo de nacimiento consideraban inmensamente superior-. Pero la manada de Monroe contaba con un puñado de universitarios, de modo que alcanzaban también los cuarenta o cuarenta y cinco. Al final de la batalla, ambas manadas quedaron reducidas a la mitad.

Pensé en todos los lobos que conocía.

– Confío en que la guerra no vaya a más -dije.

– No parará -dijo Tray, siempre muy práctico-. Han probado el sabor de la sangre, y asesinar a la chica de Alcide en lugar de hacerlo con él ha sido una forma cobarde de iniciar la lucha. E intentar acabar contigo…, eso sólo ha servido para empeorar las cosas. No tienes ni una gota de sangre de lobo en tus venas. Eres amiga de la manada. Eso debería convertirte en intocable, no en blanco de los ataques. Y esta misma tarde, Alcide ha encontrado muerta a Christine Larrabee.

Me quedé de nuevo conmocionada. Chistine Larrabee era -había sido- la viuda de uno de los anteriores líderes de la manada. Ocupaba una posición destacada en la comunidad de los lobos y había apoyado a regañadientes a Jackson Herveaux para que fuera el líder de la manada. Se la habían devuelto con creces.

– ¿No ataca a los hombres? -conseguí decir por fin.

El rostro de Tray se ensombreció de puro desprecio.

– No -dijo-. Yo sólo puedo interpretarlo de la siguiente manera: Furnan pretende que Alcide pierda los estribos, predisponer a todo el mundo a responder con violencia, mientras que él permanece frío y controlado. Y está a punto de conseguir lo que quiere. Entre el dolor y el insulto personal, Alcide acabará explotando como una bomba de relojería. Cuando en realidad tendría que actuar más bien como un francotirador.

– ¿Crees que la estrategia de Furnan es realmente… inusual?

– Sí -respondió Tray con contundencia-. No sé qué le ha dado. Por lo que parece, no quiere enfrentarse a Alcide en un combate personal. No quiere simplemente derrotar a Alcide. Por lo que veo, pretende matar a Alcide y a toda su gente. Algunos hombres lobo, los que tienen hijos pequeños, se han puesto ya de su lado. Temen lo que pueda hacerles a sus hijos, después de los ataques contra mujeres. -Se levantó-. Gracias por la comida. Tengo que ir a dar de comer a mis perros. Cierra bien cuando me vaya, ¿entendido? ¿Y dónde tienes el teléfono móvil?

Se lo entregué, y con unos movimientos sorprendentemente ágiles para unas manos tan grandes como las suyas, Tray grabó su número de móvil en mi agenda. Y a continuación se fue, despidiéndose con la mano. Tenía una casita junto a su taller y me sentí aliviada al pensar que el desplazamiento desde su casa a la mía era sólo de diez minutos. Cerré la puerta con llave y verifiqué las ventanas de la cocina. Amelia se había dejado una abierta. Después de ese descubrimiento, me sentí obligada a verificar todas las ventanas de la casa, incluso las de arriba.

Terminada esa tarea y con sensación de seguridad, encendí el televisor y me senté, aun sin hacer mucho caso a lo que sucedía en la pantalla. Tenía mucho en lo que pensar.

Meses atrás, había asistido a la competición para elegir al líder de la manada porque Alcide me lo había pedido. Quería que le ayudase a discernir las posibles trampas que pudieran producirse. Fue mala suerte que mi presencia acabase descubriéndose y que la traición de Furnan se hiciese pública. No me gustaba haberme visto arrastrada a aquella batalla, en la que yo no tenía nada que ver. En resumen: conocer a Alcide no me había traído más que desgracias.

Casi me sentí aliviada al notar que empezaba a enojarme ante tal injusticia, aunque mi mejor yo me instaba a cortarlo de raíz. No era culpa de Alcide que Debbie Pelt hubiera sido la bruja asesina que era, ni tampoco que Patrick Furnan hubiera decidido hacer trampas en la competición. Por otro lado, Alcide no era responsable de que Furnan quisiera consolidar su manada utilizando métodos tan sangrientos y comunes. Me pregunté, incluso, si aquel comportamiento sería realmente típico de los lobos.

Me imaginé que, simplemente, sería típico de Patrick Furnan.

Sonó el teléfono y di un brinco.

– ¿Diga? -respondí, descontenta al notar que mi voz sonaba asustada.

– Me ha llamado ese hombre lobo, Herveaux -dijo Eric-. Me confirma que está en guerra con el líder de su manada.

– Sí-dije-. ¿Necesitabas la confirmación de Alcide? ¿No te bastaba con mi mensaje?

– Había pensado en una alternativa a la teoría de que fueras atacada por culpa de una lucha contra Alcide. Estoy seguro de que Niall te mencionó que tiene enemigos.

– Sí.

– Me preguntaba si era posible que alguno de esos enemigos hubiera actuado a gran velocidad. Si los hombres lobo tienen espías, también pueden tenerlos las hadas.

Reflexioné sobre la idea.

– Y, por lo tanto, al querer conocerme casi habría provocado mi muerte.

– Pero tuvo la inteligencia de pedirme que te escoltara hasta Shreveport y luego de vuelta a casa.

– De modo que salvó mi vida, aun poniéndola en peligro.

Silencio.

– La verdad -dije, saltando a un terreno emocional más firme- es que me salvaste la vida, y te estoy agradecida por ello. -Casi esperaba que Eric me preguntara cuán agradecida me sentía, que se refiriera al beso… pero seguía sin decir nada.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de soltar una estupidez para romper el silencio, dijo el vampiro:

– Sólo interferiré en la guerra de los hombres lobo para defender nuestros intereses. O para defenderte a ti.

El silencio corrió entonces de mi parte.

– De acuerdo -dije con voz débil.

– Si ves problemas en el horizonte, si intentan involucrarte más en el tema, llámame inmediatamente -me dijo Eric-. La verdad es que creo que el asesino lo envió el líder de la manada. Era un hombre lobo.

– La gente de Alcide lo reconoció por mi descripción. Ese tipo, Lucky no sé qué más, acababa de empezar a trabajar como mecánico para Furnan.

– Me parece extraño que confiara ese encargo a alguien a quien apenas conocía.

– Pues el tipo tuvo mala suerte.

Eric rió entre dientes.

– No tocaré más este tema con Niall. Aunque, naturalmente, le he contado lo sucedido.

Sentí una ridícula punzada de dolor momentánea al pensar que Niall no había corrido a mi lado ni había llamado para preguntarme si estaba bien. Lo había visto sólo una vez pero ahora me entristecía que no actuase como mi niñera.

– Bien, Eric, muchas gracias -dije, y colgué mientras él se despedía de mí. Tendría que haberle preguntado otra vez por mi dinero, pero no me apetecía; además, Eric poco podía hacer al respecto.

Me preparé para irme a la cama sin dejar de estar nerviosa, pero no pasó nada que aumentara mi ansiedad. Me recordé unas cincuenta veces que Amelia había protegido la casa con defensas. Las defensas funcionarían, estuviera ella en casa o no.

Tenía buenas cerraduras.

Estaba cansada.

Al final, me dormí, pero me desperté más de una vez, a la espera de oír la llegada del asesino.

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