Capítulo 13

Sentí la tensión evaporarse a toda velocidad, igual que el aire que sale de un neumático pinchado.

– Victor -dijo Eric-, ordena a tu gente que se retire. Quiero oírte decirlo.

Victor, más resplandeciente que nunca, extrajo un móvil diminuto de su bolsillo y llamó a alguien llamada Delilah para darle órdenes. Eric utilizó su propio móvil para llamar a Fangtasia. Le explicó a Clancy el cambio de liderazgo.

– No te olvides de decírselo a Pam -dijo muy claramente Eric-, a fin de que no mate a más gente de Victor.

Hubo una pausa incómoda. Todo el mundo se preguntaba qué sucedería a continuación.

Ahora que estaba bastante segura de que seguiría con vida, esperaba que Quinn mutase a su forma humana para poder hablar con él. Había mucho de qué hablar. No tenía muy claro si estaba en mi derecho de sentirme así, pero me sentía traicionada.

No soy de las que creen que todo el mundo gira en torno a mí. Comprendía que se había visto forzado a vivir en aquella situación.

Los vampiros siempre estaban rodeados de situaciones forzosas de aquel tipo.

Bajo mi punto de vista, era la segunda vez que la madre de Quinn, aun sin darse cuenta, le tendía una trampa relacionada con los vampiros. Comprendía que ella no era la responsable; de verdad, lo entendía. Nunca había querido ser violada, y tampoco había elegido convertirse en una enferma mental. No conocía a esa mujer, y probablemente jamás la conocería, pero era a buen seguro una persona impredecible. Quinn había hecho lo que había podido. Había enviado a su hermana para avisarnos, aunque no estaba segura del todo de que su intercesión nos hubiera ayudado en algo.

Pero era un punto a su favor, de todos modos, por haberlo intentado.

Ahora, viendo cómo el tigre acariciaba a Frannie con el hocico, sabía que había cometido un montón de errores con Quinn. Y sentía la rabia de la traición; por mucho que tratase de razonar conmigo misma, la imagen de mi novio del lado de unos vampiros a los que tenía que considerar como enemigos había encendido en mí una chispa. Me estremecí y miré a mi alrededor.

Amelia había corrido al baño tan pronto como había sido capaz de soltar a Frannie, que seguía llorando. Sospechaba que la tensión había sido demasiado para mi compañera de casa y los sonidos procedentes del aseo del vestíbulo lo confirmaron. Eric seguía hablando por teléfono con Clancy, fingiendo estar ocupado mientras absorbía el trascendente cambio de sus circunstancias. No podía leer su mente, pero lo sabía. Se dirigió al pasillo, tal vez deseoso de un poco de privacidad para reevaluar su futuro.

Victor había salido para hablar con sus cohortes, y oí a uno de ellos decir «¡Sí! ¡Sí!», como si su equipo acabara de marcar el gol de la victoria; me suponía que en el fondo era eso.

En cuanto a mí, sentía un poco de debilidad en las rodillas y en mis pensamientos reinaba tal tumulto que a duras penas podía calificar aquello de pensamientos. Bill me rodeó con el brazo cuando me ayudó a sentarme en la silla que Eric había dejado vacía. Noté sus fríos labios rozándome la mejilla. Para que no me hubiera afectado el discursillo que había hecho ante Victor -no lo había olvidado, por aterradora que hubiese sido la noche-, tendría que haber tenido un corazón de piedra, y el mío no era precisamente así.

Bill se arrodilló a mis pies, volviendo su cara blanca hacia mí.

– Espero que algún día vuelvas a mí -dijo-. Nunca te forzaré ni te obligaré a aguantar mi compañía. -Y se levantó y salió de la casa para conocer a sus nuevos compañeros vampiros.

De acuerdo.

Que Dios me bendiga; la noche no había terminado aún.

Me arrastré hacia mi habitación y abrí la puerta con la intención de lavarme la cara, cepillarme los dientes o hacer algo para peinarme, pensando que cualquiera de estas cosas me haría sentir menos machacada.

Eric estaba sentado en mi cama, con la cara escondida entre las manos.

Levantó la vista para mirarme en cuanto entré; estaba conmocionado. No era de extrañar, con la repentina toma de poder y el traumático cambio de guardia que acababa de vivir.

– Sentado aquí en tu cama, oliendo tu aroma -dijo, hablando tan bajito que tuve que esforzarme para oír qué decía-. Sookie…, lo recuerdo todo.

– Oh, mierda -dije, y entré en el baño y cerré la puerta. Me cepillé el pelo y los dientes y me lavé la cara, pero tenía que salir. Si no me enfrentaba al vampiro, sería tan cobarde como Quinn.

Eric empezó a hablar en cuanto salí.

– No puedo creer que yo…

– Sí, sí, lo sé, amara a una simple humana, hiciera todas esas promesas, fuera tan dulce como un pastel y quisiese estar con ella para siempre -murmuré. A buen seguro tenía que existir un atajo hacia esta escena.

– Me cuesta creer que sintiera algo tan fuerte y fuera tan feliz por vez primera en cientos de años -dijo Eric con cierta dignidad-. Déjame al menos reconocer esto.

Me rasqué la frente. Estábamos en plena noche, hacía nada creía estar a punto de morir y la imagen del hombre al que consideraba mi novio acababa de dar un vuelco. Aunque ahora «sus» vampiros estaban en el mismo bando que «mis» vampiros, me había alineado emocionalmente junto a los vampiros de Luisiana, pese a que algunos de ellos resultaban terriblemente aterradores. ¿Acaso Victor Madden y su pandilla eran menos espeluznantes? Me daba la sensación de que no. Aquella misma noche habían matado a unos cuantos vampiros a los que conocía y que me caían bien.

Y además de tantos acontecimientos, tenía la impresión de que me resultaría complicado lidiar con un Eric que acababa de tener una revelación.

– ¿Podríamos hablar del tema en otro momento, si es que realmente tenemos que hablar de ello? -le pregunté.

– Sí -respondió después de una prolongada pausa-. Sí. Éste no es el mejor momento.

– No sé si llegará a existir un buen momento para esta conversación.

– Pero tendremos que tenerla -dijo Eric.

– Eric…, oh, de acuerdo. -Hice con la mano el movimiento de «borrar»-. Me alegro de que el nuevo régimen quiera seguir contando contigo.

– ¿Te dolería si muriese?

– Sí, tenemos el vínculo de sangre y todo ese rollo.

– No sólo por lo del vínculo.

– De acuerdo, tienes razón. Tu muerte me dolería. Además, lo más probable es que también yo hubiera muerto, de modo que no me habría dolido por mucho tiempo. Y ahora, ¿puedes largarte, por favor?

– Oh, sí -dijo, regresando al tono del antiguo Eric-. Me largaré por el momento, pero te veré luego. Y ten por seguro, amante, que llegaremos a un entendimiento. Por lo que a los vampiros de Las Vegas se refiere, son ideales para dirigir otro estado que depende básicamente del turismo. El rey de Nevada es un hombre poderoso y Victor no es un tipo al que pueda tomarse a la ligera. Es despiadado, pero nunca destruiría algo que pudiera serle de provecho. Sabe controlar su temperamento a la perfección.

– ¿Así que no estás insatisfecho del todo con el cambio de posiciones? -Me costó disimular mi sorpresa.

– Lo hecho, hecho está -dijo Eric-. No tiene ningún sentido encontrarse ahora «insatisfecho». No puedo devolver a la vida a los que ya no están, ni puedo derrotar solo a Nevada. No pienso pedirle a mi gente que muera en un vano intento.

Me costaba ponerme al nivel del pragmatismo de Eric. Comprendía su punto de vista y, de hecho, cuando hubiera descansado un poco, era muy posible que estuviera de acuerdo con él, pero no aquí, ni ahora; me parecía excesivamente frío. Naturalmente, había dispuesto de unos cuantos centenares de años para llegar a ser así, y era incluso posible que hubiera pasado ya varias veces por aquel proceso.

Una perspectiva desoladora.

Eric se detuvo de camino a la puerta para agacharse y darme un beso en la mejilla. Una noche de besos.

– Siento lo del tigre -dijo, y aquella fue la puntilla de la noche. Continué sentada en la sillita del rincón de mi habitación hasta que todo el mundo abandonó la casa. Cuando comprobé que solamente quedaba la presencia de un cerebro caliente, el de Amelia, me asomé por la puerta para realizar una comprobación visual. Sí, todo el mundo se había ido.

– ¿Amelia? -dije.

– Sí -me respondió, y corrí a su encuentro. Estaba en la sala de estar, tan agotada como yo.

– ¿Podrás dormir? -le pregunté.

– No lo sé. Voy a intentarlo. -Agitó la cabeza de un lado a otro-. Esto lo cambia todo.

– ¿Qué «esto»? -Sorprendentemente, me comprendió.

– El golpe de estado de los vampiros. Mi padre tenía muchos negocios con los vampiros de Nueva Orleans. Iba a trabajar para Sophie-Anne en la reparación de sus cuarteles generales. Y también en la del resto de sus propiedades. Lo mejor es que lo llame enseguida para decírselo. Tendrá que ponerse enseguida en contacto con el nuevo.

A su estilo, Amelia era tan práctica como Eric. Yo tenía la sensación de ir al revés del mundo. No se me ocurría nadie a quien poder llamar que se sintiese un poco afligido por la pérdida de Sophie-Anne, Arla Yvonne, Cleo… Y la lista continuaba. Por primera vez me pregunté si los vampiros estarían acostumbrados a este tipo de pérdidas. A ver cómo la vida pasaba de largo de ellos y los demás desaparecían. Generación tras generación acababa en la tumba, pero los no muertos seguían con vida. Eternamente.

La verdad es que me sentía como una humana agotada -que algún día acabaría también en la tumba- que necesitaba dormir por encima de todo. Si aquella noche se producía un nuevo movimiento hostil, tendrían que prescindir de mí. Volví a cerrar las puertas con llave, le di las buenas noches a Amelia y me metí en la cama. Permanecí despierta durante al menos media hora, pues mis músculos se estremecían cada vez que estaba a punto de conciliar el sueño. Me despertaba por completo con la idea de que alguien entraría de un momento a otro en mi habitación para alertarme sobre cualquier nuevo desastre.

Pero finalmente, ni los estremecimientos pudieron mantenerme despierta por más tiempo. Caí profundamente dormida. Cuando me desperté, los rayos de sol inundaban mi habitación a través de la ventana y Quinn estaba sentado en la silla del rincón en la que yo me había dejado caer la noche anterior mientras intentaba hablar con Eric.

Empezaba a ser una costumbre desagradable. No me gustaba que los chicos entrasen y saliesen de mi habitación como si cualquier cosa. Quería uno que entrase y se quedase.

– ¿Quién te ha dejado entrar? -le pregunté, incorporándome y apoyando sobre un codo el peso de mi cuerpo. Tenía buen aspecto pese a haber dormido poco. Era un hombre grande, con la cabeza rapada y suave y unos ojos enormes de color púrpura. Siempre me había gustado su aspecto.

– Amelia -respondió-. Sé que no debería haber entrado, que debería haber esperado a que te despertases. Tal vez no me quieras en tu casa.

Me dirigí al baño para concederme un minuto de tiempo, otro recurso que empezaba a resultarme excesivamente familiar. Cuando salí, algo más limpia y más despierta que cuando había entrado, vi que Quinn me tenía preparada una taza de café. Bebí un sorbo y al instante me sentí más capaz de enfrentarme a lo que pudiera suceder. Pero no en mi dormitorio.

– Vamos a la cocina -dije, y nos dirigimos a la estancia que siempre había sido el corazón de la casa. Acababa de estrenar mi cocina, pero seguía añorando la antigua. La mesa donde mi familia había comido durante años había sido sustituida por una mesa moderna y las nuevas sillas eran muchísimo más cómodas que las antiguas, pero de vez en cuando aún me lamentaba por todo lo que había perdido.

Tenía el siniestro presentimiento de que lo de «lamentarse» acabaría convirtiéndose en el tema del día. Al parecer, durante mi inquieto sueño había absorbido una buena dosis de esa practicidad que tan penosa me había resultado la noche anterior. Para aplazar la conversación que obligatoriamente íbamos a tener, me acerqué a la puerta trasera y miré hacia fuera para comprobar si estaba el coche de Amelia. Al menos, estábamos solos.

Me senté enfrente del hombre que hasta entonces había confiado en amar.

– Parece como si alguien acabara de decirte que había muerto, pequeña -dijo Quinn.

– Podría haber sido el caso -repliqué, pues tenía que sumergirme directamente en el tema y no mirar ni a derecha ni a izquierda. Vi que Quinn se estremecía.

– Dime qué otra cosa podía hacer, Sookie -dijo-. ¿Qué podía hacer? -Su voz tenía cierto matiz de rabia.

– ¿Y qué puedo hacer yo? -pregunté a mi vez, pues no tenía respuesta para él.

– ¡Te envié a Frannie! ¡Intenté avisarte!

– Poca cosa, y demasiado tarde -dije. Me critiqué de inmediato. ¿Estaría siendo excesivamente dura, injusta, desagradecida?-. Si me hubieras llamado hace unas semanas, aunque fuera una sola vez, tal vez me sentiría de otra manera. Pero me imagino que estabas demasiado ocupado tratando de encontrar a tu madre.

– De modo que rompes conmigo debido a mi madre -dijo con amargura, y no lo culpé por ello.

– Sí -repliqué después de verificar interiormente y por un momento mi decisión-. Creo que sí. No es tanto tu madre como toda su situación. Tu madre, debido a su estado, siempre ocupará el primer lugar mientras siga con vida. Siento lástima, créeme. Y lamento que tú y Frannie tengáis que lidiar con un hueso tan duro de roer. Conozco muy bien los huesos duros de roer.

Quinn tenía la mirada fija en su taza de café, su rostro reflejaba una mezcla de rabia y agotamiento. Era seguramente el peor momento para mantener aquella discusión, pero tenía que hacerlo. Dolía demasiado como para dejar que se prolongara por más tiempo.

– Y aun así, sabiendo todo esto, y sabiendo lo que siento por ti, no quieres verme más -dijo Quinn, escupiendo cada palabra-. No quieres intentarlo.

– Yo también albergo sentimientos hacia ti, y confiaba en haber llegado a más -dije-. Pero lo de anoche fue demasiado para mí. ¿Recuerdas que tuve que descubrir tu pasado a través de otra persona? Pienso que es posible que no me lo contaras desde un buen principio porque sabías que sería un problema. No me refiero a lo de las minas…, eso me da igual. Pero lo de tu madre y Frannie… Son tu familia. Dependen… de ti. Te necesitan. Siempre estarán en primer lugar. -Me interrumpí por un momento y me mordí el interior de la mejilla. Ahora venía la parte más dura-. Yo quiero ser lo primero. Sé que es egoísta, y quizá inalcanzable, y quizá frívolo. Pero sólo quiero ser lo primero para alguien. Si está mal por mi parte, que lo esté. Estará mal por mi parte. Pero es lo que siento.

– Entonces no queda nada más de qué hablar -dijo Quinn después de un instante de reflexión. Me miró con tristeza. Era imposible no estar de acuerdo con él. Apoyando sus manos sobre la mesa, se incorporó y se marchó.

Me sentía una mala persona. Me sentía miserable y devastada. Me sentía una bruja egoísta.

Pero lo dejé salir por la puerta.

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