Al día siguiente me levanté con los ojos pesados. Estaba grogui y me dolía la cabeza. Tenía resaca emocional. Debía hacer algo para cambiar la situación. No podía pasar otra noche como aquélla. Me pregunté si debería llamar a Alcide para ver si había montado ya el campamento con sus soldados. A lo mejor me dejaban un rinconcito para mí. Pero la idea de tener que hacer eso para sentirme segura me ponía rabiosa.
No podía impedir que me pasase constantemente por la cabeza la siguiente idea: «Si Quinn estuviera aquí, podría permanecer tranquila en casa sin ningún miedo». Y por un momento, no me sentí tan sólo preocupada por mi novio herido y desaparecido, sino que además me enfadé con él.
En realidad, podía estar enfadada con cualquiera. El ambiente estaba cargado de excesivas emociones.
Vaya, parecía el comienzo de un día muy especial, ¿verdad?
No tenía noticias de Amelia. Cabía suponer que había pasado la noche con Pam. Que tuvieran una relación no me suponía ningún problema. Pero me habría gustado que Amelia estuviera en casa para no sentirme tan sola y asustada. Su ausencia dejaba un puntito negro en mi paisaje personal.
El aire era más fresco. Se notaba que se acercaba el otoño, que estaba a punto de invadir el suelo y reclamar para él hojas, hierba y flores. Me puse un jersey por encima del camisón y salí al porche para disfrutar de mi primera taza de café. Permanecí un rato escuchando el canto de los pájaros; no resultaban tan ruidosos como en primavera, pero sus canciones y sus discusiones sirvieron para darme a entender que aquella mañana no sucedía nada anormal en el bosque. Terminé el café e intenté planificar la jornada, pero chocaba continuamente con mi bloqueo mental. Resulta complicado hacer planes cuando sospechas que alguien intenta matarte. Si lograra dejar de lado el tema de mi posible muerte inminente, podría pasar el aspirador en la planta baja, poner una lavadora e ir a la biblioteca. Y si sobrevivía a esas tareas, después tendría que ir a trabajar.
Me pregunté dónde estaría Quinn.
Me pregunté cuándo volvería a tener noticias de mi nuevo bisabuelo.
Me pregunté si durante la noche habrían muerto más lobos.
Me pregunté cuándo sonaría el teléfono.
Viendo que no pasaba nada en el porche, volví a entrar en casa y seguí mi rutina matutina habitual. Cuando me miré al espejo, sentí lástima al verme con una cara tan preocupada. No estaba ni descansada ni relajada. Tenía el aspecto de una persona inquieta que no había logrado conciliar el sueño. Me puse un poco de corrector en las ojeras, más sombra de ojos de la habitual y colorete para tener un poco más de color. Pero enseguida decidí que parecía un payaso y me lavé de nuevo la cara. Después de darle de comer a Bob y de regañarle por lo de los cachorrillos, repasé de nuevo todas las puertas y ventanas y subí al coche para ir a la biblioteca.
La sucursal de Bon Temps de la biblioteca parroquial de Renard no es un edificio grande. Nuestra bibliotecaria se graduó por la Luisiana Tech de Ruston y es una dama estupenda, que roza los cuarenta y se llama Barbara Beck. Su esposo, Alcee, es detective de la policía de Bon Temps, y confío sinceramente en que Barbara no sepa lo que su marido se lleva entre manos. Alcee Beck es un hombre duro que hace cosas buenas… a veces. También hace bastantes cosas malas. Alcee tuvo suerte cuando consiguió que Barbara aceptara casarse con él, y lo sabe.
Barbara es la única empleada a tiempo completo de la biblioteca y no me sorprendió encontrarla sola cuando abrí la pesada puerta. Estaba colocando libros en las estanterías. Barbara vestía con un estilo que yo calificaría de «chic cómodo»: conjuntos de punto de colores alegres y zapatos a juego. Le gustaba también la bisutería llamativa.
– Buenos días, Sookie -me dijo sonriendo.
– Barbara -dije, tratando de devolverle la sonrisa. Se dio claramente cuenta de que yo no estaba de muy buen humor, pero no comentó nada. Aunque, debido a mi pequeña tara, y pese a que no lo dijo en voz alta, supe lo que pensaba. Dejé los libros que devolvía en la correspondiente mesa y empecé a mirar las estanterías de las novedades. En su mayoría eran obras de distintos tipos de autoayuda. A tenor de lo populares que eran y de lo mucho que se prestaban, todo el mundo en Bon Temps debería haber alcanzado la perfección a estas alturas.
Cogí dos novelas románticas nuevas y un par de libros de misterio, e incluso uno de ciencia ficción, un tema del que rara vez leo. (Me imagino que porque considero que mi realidad es más loca que cualquier cosa que pueda imaginar un autor de ciencia ficción). Mientras miraba la solapa de un libro de un escritor al que no había leído nunca, oí un ruido de fondo y adiviné que alguien acababa de entrar en la biblioteca por la puerta trasera. No le presté atención; había gente que solía utilizar aquella puerta.
Barbara emitió un sonido y levanté la vista. Tenía detrás de ella un hombre enorme, de casi dos metros, seco como un palillo. Llevaba un cuchillo de gran tamaño que sujetaba contra la garganta de Barbara. Por un segundo pensé que se trataba de un ladrón, y me pregunté a quién se le ocurriría robar en una biblioteca. ¿Buscaría el dinero de los recargos por retraso en las devoluciones?
– No grites -dijo entre unos dientes largos y afilados. Barbara estaba muerta de miedo. Estaba completamente aterrorizada. Pero entonces percibí la actividad de otro cerebro en el interior del edificio.
Alguien acababa de entrar sigilosamente por la puerta de atrás.
– El detective Beck le matará si le hace daño a su esposa -dije gritando. Y lo dije con total seguridad-. Considérese muerto.
– No sé de quién me hablas, ni me importa -dijo el gigante.
– Pues mejor que vayas enterándote, cabrón -dijo Alcee Beck, que acababa de aparecer silenciosamente detrás de él. Apuntaba a la cabeza del hombre con su pistola-. Suelta a mi mujer ahora mismo y deja caer el cuchillo.
Pero Dientes Afilados no tenía la mínima intención de hacerlo. Se volvió, empujó a Barbara en dirección a Alcee y echó a correr directamente hacia mí, cuchillo en mano.
Le lancé un libro de tapa dura de Nora Roberts que le golpeó en la cabeza. Extendí la pierna. Cegado por el impacto del libro, Dientes Afilados tropezó con mi pie, tal y como esperaba.
Y cayó sobre su propio cuchillo, un detalle que no había planificado.
La biblioteca se quedó en completo silencio, sólo interrumpido por la respiración entrecortada de Barbara. Alcee Beck y yo nos quedamos mirando el espeluznante charco de sangre que empezaba a surgir de debajo del cuerpo del hombre.
– Caramba -dije.
– Vaya…, mierda -dijo Alcee Beck-. ¿Dónde aprendiste a lanzar así, Sookie Stackhouse?
– Jugando al softball -dije, y era la pura verdad.
Como puedes imaginarte, llegué tarde al trabajo. Estaba más cansada si cabe que por la mañana, pero me veía capaz de superar la jornada. Hasta el momento, y por dos veces seguidas, el destino había intervenido para impedir mi asesinato. Suponía que Dientes Afilados había aparecido en la biblioteca con la intención de matarme y la había pifiado, igual que el falso policía de la autopista. Tal vez la suerte no fuera a acompañarme una tercera vez, aunque existía una probabilidad de que lo hiciera. ¿Qué posibilidades había de que otro vampiro recibiera la bala que iba dirigida a mí o que, por pura casualidad, Alcee Beck pasara por allí para traerle a su mujer la comida que se había dejado olvidada en casa sobre el mostrador de la cocina? Escasas, ¿verdad? Pero ya la suerte había jugado a mi favor dos veces.
Independientemente de lo que la policía supusiera oficialmente (teniendo en cuenta que yo no conocía a aquel tipo y nadie podía afirmar lo contrario… y que además había agarrado a Barbara y no a mí), Alcee Beck me tendría en su punto de mira a partir de ahora. Era muy bueno interpretando situaciones, y había visto con claridad que Dientes Afilados iba a por mí. Barbara había sido un medio para llamar mi atención y Alcee no me lo perdonaría nunca, por mucho que yo no tuviera culpa alguna. Además, yo había arrojado el libro con una fuerza y una puntería más que sospechosas.
De estar yo en su lugar, es probable que pensara lo mismo que él.
De modo que me encontré en el Merlotte's por inercia pero con cautela, preguntándome adonde ir, qué hacer y por qué Patrick Furnan se había vuelto loco. Y de dónde salían todos aquellos desconocidos. No conocía al hombre lobo que había forzado la puerta de casa de María Estrella. Eric había recibido el disparo de un tipo que llevaba pocos días trabajando en el concesionario de Patrick Furnan. Jamás en mi vida había visto la cara de Dientes Afilados, y eso que era un tipo de los que no se olvidan nunca.
La situación no tenía ningún sentido.
De pronto, tuve una idea. Viendo que mis mesas estaban tranquilas, le pregunté a Sam si podía hacer una llamada y me dijo que sí. Llevaba toda la noche lanzándome miradas, miradas que daban a entender que acabaría cogiéndome por su cuenta y hablándome, pero todavía no, de momento. Entré en el despacho de Sam, busqué el número de casa de Patrick Furnan en el listín de Shreveport y lo llamé.
– ¿Diga?
– Reconocí la voz.
– ¿Patrick Furnan? -dije para asegurarme.
– Al habla.
– ¿Por qué intenta matarme?
– ¿Qué? ¿Quién es?
– Oh, vamos. Soy Sookie Stackhouse. ¿Por qué hace todo esto?
Se produjo una prolongada pausa.
– ¿Quieres hacerme caer en una trampa? -preguntó.
– ¿Cómo? ¿Cree que tengo el teléfono pinchado? Quiero saber por qué. Yo nunca le he hecho nada. Ni siquiera salgo con Alcide. Pero intenta apartarme de su camino como si yo fuera una persona poderosa. Ha matado usted a la pobre María Estrella. Ha matado a Christine Larrabee. ¿Qué sucede? Yo no soy nadie importante.
Patrick Furnan respondió muy despacio:
– ¿De verdad crees que soy yo quién está haciendo todo esto? ¿Matar a los miembros femeninos de la manada? ¿Tratar de matarte?
– Por supuesto que sí.
– No soy yo. Leí lo de María Estrella. ¿Dices que Christine Larrabee ha muerto? -Estaba casi asustado.
– Sí -y le respondí con tanta inseguridad como él-. Y han intentado matarme ya dos veces. Temo que alguien completamente inocente acabe cayendo víctima del fuego cruzado. Y, naturalmente, no me apetece morir en absoluto.
– Mi mujer desapareció ayer -dijo Furnan. Su voz estaba rota por el dolor y el miedo. Y por la rabia-. Alcide la ha secuestrado, y ese cabrón me las va a pagar.
– Alcide nunca haría eso -dije. (Bueno, más bien podría decirse que estaba bastante segura de que Alcide no haría eso)-. ¿Dice que no fue usted quien ordenó los ataques contra María Estrella y Christine? ¿Ni contra mí?
– No, ¿por qué debería ir en contra de las mujeres? Nunca hemos querido matar a mujeres lobo de pura sangre. Excepto, tal vez, a Amanda -añadió Furnan sin tacto alguno-. Si decidiera matar a alguien, me decantaría por los hombres.
– Me parece que usted y Alcide nunca se han sentado a hablar. El no ha secuestrado a su esposa. Piensa que usted se ha vuelto loco y que ha decidido atacar a mujeres.
Se produjo un largo silencio, y dijo entonces Furnan:
– Creo que tienes razón en lo de que deberíamos hablar, a menos que te lo hayas inventado todo para ponerme en una posición en la que Alcide pueda matarme.
– Lo único que pido es seguir con vida y llegar a la semana próxima.
– Accederé a reunirme con Alcide si estás tú presente y si juras decirnos lo que el uno piensa del otro. Eres amiga de la manada, de toda la manada. Y ahora puedes ayudarnos.
Patrick Furnan estaba tan ansioso por encontrar a su esposa, que incluso estaba dispuesto a creer en mí.
Pensé en las muertes que se habían producido. Pensé en las muertes que podían producirse, incluyendo tal vez la mía. Me pregunté qué demonios sucedía allí.
– Lo haré si usted y Alcide acuden a la reunión desarmados -dije-. Si lo que sospecho es verdad, tienen un enemigo en común que pretende que se maten entre ustedes.
– Si ese cabrón de pelo negro accede a ello, haré el intento -dijo Furnan-. Si Alcide tiene a mi mujer, mejor que la traiga con él y sin haberle tocado un pelo. O juro por Dios que lo descuartizo.
– Comprendo. Y me aseguraré de que él lo comprenda también. Le diremos pronto alguna cosa -le prometí, confiando con todo mi corazón en estar diciendo la verdad.