Capítulo 14

Mientras me preparaba para ir a trabajar -sí, incluso después de una noche como la que había pasado-, llamaron a la puerta. Había oído algo grande aproximándose a mi casa por el camino de acceso, de modo que me até rápidamente las zapatillas deportivas.

La furgoneta de FedEx no solía visitar mi casa y la mujer delgada que salió de ella era una desconocida. Abrí con cierta dificultad la maltrecha puerta principal. Nunca iba a ser lo mismo después de la entrada que había hecho Quinn la noche anterior. Tomé mentalmente nota de llamar a los Lowe, de Clarice, para que la cambiaran. Tal vez Jason me ayudara a colocarla. Cuando por fin abrí, la mujer de FedEx se quedó mirando un buen rato la puerta astillada.

– ¿Puede firmar la recepción de esto? -dijo entregándome un paquete, sin hacer ningún comentario sobre el mismo.

– Por supuesto. -Acepté la caja, un poco perpleja. Venía de Fangtasia. Vaya. Abrí el paquete tan pronto la furgoneta desanduvo Hummingbird Road. Era un teléfono móvil de color rojo. Estaba programado con mi número. Iba acompañado por una nota. «Siento lo ocurrido con el otro, amante», decía. E iba firmado con una gran «E». Llevaba incluido un cargador. Y también un cargador para el coche. Y un papelito que decía que la factura de los seis primeros meses ya estaba pagada.

Estupefacta, oí que se acercaba una segunda furgoneta. No me tomé ni la molestia de abandonar el porche. La furgoneta era del establecimiento de Home Depot de Shreveport. Se trataba de una puerta de entrada nueva, muy bonita, y dos hombres venían a instalarla. Estaba todo pagado.

Me pregunté si Eric se encargaría también de limpiar la rejilla de ventilación de mi secadora.

Llegué temprano al Merlotte's para poder tener una charla con Sam. Pero la puerta del despacho estaba cerrada y oí voces en el interior. Aunque no era excepcional, la puerta del despacho tampoco solía estar cerrada. Al instante sentí tanto preocupación como curiosidad. Leí enseguida la firma mental de Sam, y había otra que ya había captado en alguna ocasión. Oí sillas arrastrándose y corrí a meterme en el almacén antes de que la puerta se abriera.

Vi salir a Tanya Grissom.

Esperé un par de segundos y decidí que mi asunto era tan urgente que tenía que correr el riesgo de charlar con Sam aunque él no estuviera de humor para ello. Mi jefe seguía sentado en su chirriante silla de madera con ruedas, con los pies puestos encima de la mesa. Llevaba el pelo aún más alborotado de lo habitual. Se le veía además pensativo y preocupado, pero cuando le dije que tenía que comentarle unos temas, asintió y me pidió que cerrara la puerta.

– ¿Te has enterado de lo que sucedió anoche? -le pregunté.

– Me han dicho que hubo una especie de golpe de estado -dijo Sam. Se recostó sobre los muelles de su silla de ruedas, que chirriaron de manera irritante. La verdad es que tenía los nervios de punta y tuve que morderme el labio para no soltarle cualquier cosa.

– Sí, podría llamarse así. -Un golpe de estado era una forma perfecta de describirlo. Le conté lo que había sucedido en mi casa.

Sam se mostró preocupado.

– Jamás me meto en los asuntos de vampiros -dijo-. Los seres de dos naturalezas y los vampiros no nos llevamos bien. Siento mucho que te vieras metida en eso, Sookie. Ese Eric es un imbécil. -Me dio la impresión de que quería añadir algo más, pero cerró la boca con fuerza.

– ¿Sabes algo sobre el rey de Nevada? -le pregunté.

– Sé que es dueño de un imperio editorial -respondió Sam enseguida-. Y que posee como mínimo un casino y varios restaurantes. Es además propietario de una sociedad gestora que lleva artistas especializados en vampiros. Ya sabes, los de Elvis Undead Revue, con todos esos actores que rinden tributo a Elvis, gracioso si piensas en ello, y algunos grupos de bailarines. -Ambos sabíamos que el verdadero Elvis seguía aún entre nosotros, aunque su forma actual no era la más adecuada para cantar-. De tener que haber un golpe contra un estado turístico, Felipe de Castro es el vampiro más adecuado para hacerlo. Se encargará de que Nueva Orleans se reconstruya tal y como debe ser, pues querrá obtener beneficios de ello.

– Felipe de Castro…, suena exótico -dije.

– No lo conozco personalmente, pero tengo entendido que es muy… carismàtico -dijo Sam-. Me pregunto si vendrá a vivir a Luisiana o si Victor Madden actuará a modo de representante suyo. Sea como sea, nada de esto afectará al bar. Aunque, sin duda, te afectará a ti, Sookie. -Sam descruzó las piernas y se enderezó en su silla, que chirrió a modo de protesta-. Me gustaría encontrar la manera de alejarte del círculo de los vampiros.

– De haber sabido todo lo que ahora sé, habría actuado de otra forma la noche en que conocí a Bill -dije-. Tal vez hubiera dejado que los Rattray se hiciesen con él. -Había rescatado a Bill de una pareja de tipos asquerosos que no sólo resultaron ser asquerosos, sino que eran además asesinos. Eran drenadores de sangre de vampiro, gente que camelaba a los vampiros hasta arrastrarlos a lugares donde podían someterlos con cadenas de plata y extraerles toda la sangre, que luego vendían por cantidades de dinero impresionantes en el mercado negro. Los drenadores llevaban una vida muy peligrosa. Y los Rattray pagaron las consecuencias.

– No hablas en serio -dijo Sam. Volvió a moverse en su asiento (¡ñic!, ¡ñic!) y se levantó-. No lo habrías hecho nunca.

Resultaba agradable oír algo bueno sobre mí misma, especialmente después de la conversación que había mantenido aquella misma mañana con Quinn. Me sentí tentada de comentarle también eso a Sam, pero vi que se dirigía hacia la puerta. Hora de ponerse a trabajar, para los dos. Me levanté también de mi silla. Salimos del despacho e iniciamos la rutina habitual. Aunque no tenía la cabeza muy centrada en ello.

Para revivir mis decaídos ánimos, intenté pensar en algo bueno del futuro, en algo que tuviera ganas de que llegara. Pero no se me ocurrió nada. Durante un largo y desapacible momento, permanecí de pie junto a la barra, con la mano posada sobre mi libretita de pedidos, tratando de no caer en el abismo de la depresión. Entonces me di un bofetón en la mejilla. «¡Idiota! Tengo una casa, y amigos, y un trabajo. Soy más afortunada que millones de personas en este planeta. Todo irá bien».

La solución me sirvió un rato. Me dediqué a sonreír a todo el mundo, y aun tratándose de una sonrisa frágil, seguía siendo una sonrisa.

Pasadas un par de horas, Jason entró en el bar acompañado por su esposa, Crystal. A ella empezaba a notársele el embarazo y Jason parecía… La verdad es que tenía un aspecto duro, esa mirada mezquina que le salía a veces cuando se sentía frustrado.

– ¿Qué tal va todo? -le pregunté.

– Oh, como siempre -respondió Jason efusivamente-. ¿Nos traes un par de cervezas?

– Por supuesto -dije, pensando que Jason nunca solía pedirle una cerveza a Crystal. Era una chica bonita varios años menor que mi hermano. Era una mujer pantera, aunque de mala calidad, básicamente debido a la endogamia de la comunidad de Hotshot. A Crystal le costaba transformarse cuando no era luna llena y había abortado dos veces, que yo supiera. Me daba lástima por ello, sobre todo porque sabía que la comunidad de panteras la consideraba un ser débil. Crystal estaba embarazada por tercera vez. Y ésa era quizá la única razón por la que Calvin le había permitido casarse con Jason, que no era hombre pantera de nacimiento, sino por mordisco. Es decir, se había convertido en pantera porque había sido mordido repetidamente por un hombre celoso que quería a Crystal sólo para él. Jason no podía transformarse en una pantera de verdad, sino en una versión medio animal medio humana. Pero le gustaba.

Les serví las cervezas en dos jarras heladas y esperé a ver si querían pedir alguna cosa más. Me pregunté si Crystal hacía bien bebiendo alcohol, pero decidí que no era asunto mío.

– Tomaré una hamburguesa con queso y patatas fritas -dijo Jason. Su elección habitual.

– ¿Y tú, Crystal? -pregunté, con toda la simpatía que me era posible. Al fin y al cabo, era mi cuñada.

– Oh, no tengo dinero para tomar nada más -respondió.

Me quedé sin saber qué decir. Lancé una mirada inquisitiva a Jason y él se encogió de hombros, un movimiento con el que quería decirme: «He cometido una estupidez y me he equivocado, pero no pienso echarme atrás, porque soy tozudo como una muía».

– Te invito yo, Crystal -dije en voz baja-. ¿Qué te apetece?

Miró de reojo a su marido.

– Lo mismo que él, Sookie.

Tomé nota de su pedido en una hoja aparte y me acerqué a la ventanilla pasaplatos para llevarlo a cocina. Tenía los nervios a flor de piel y Jason había encendido una cerilla y la había lanzado para encender mi malhumor. Pude leer con claridad la historia en sus respectivas cabezas y, cuando comprendí qué sucedía, me enfadé con la actitud de ambos.

Crystal y Jason se habían instalado en casa de Jason, pero Crystal se desplazaba casi a diario a Hotshot, el lugar donde se sentía cómoda y donde no tenía que fingir nada. Estaba acostumbrada a vivir rodeada de los suyos y sobre todo echaba de menos a su hermana y a los niños de su hermana. Tanya Grissom había alquilado una habitación a la hermana de Crystal, la habitación en la que había vivido Crystal hasta que se casó con Jason. Crystal y Tanya se habían hecho amigas al instante. La ocupación favorita de Tanya era ir de compras y Crystal la había acompañado ya varias veces. De hecho, se había gastado todo el dinero que Jason le había dado para los gastos de la casa. Y a pesar de sus múltiples escenas y promesas, lo había hecho dos meses seguidos.

Ahora, Jason se negaba a darle más dinero. Era él quien se encargaba de la compra, de la comida y de recoger la ropa en la tintorería, y pagaba personalmente todas las facturas. Le había dicho a Crystal que si quería dinero para sus gastos, tendría que buscarse un trabajo. Crystal, sin experiencia y embarazada, no había logrado encontrar nada y estaba sin un céntimo.

Jason intentaba imponer sus principios, pero con lo de humillar a su esposa en público se equivocaba de todas todas. Mi hermano podía llegar a ser un idiota rematado.

¿Y qué podía hacer yo para mejorar la situación? La verdad es que nada. Tenían que solucionarlo ellos solitos. Tenía ante mí a dos personas estúpidas que nunca madurarían y era muy poco optimista respecto a las posibilidades de éxito de la pareja.

Con una intensa punzada de inquietud, recordé sus excepcionales votos de matrimonio. A mí, al menos, me parecieron extraños, aunque imaginé que debían de ser la norma en Hotshot. Como pariente más próxima a Jason, había tenido que prometer que aceptaría el castigo si Jason se portaba mal, del mismo modo que Calvin, el tío de Crystal, había tenido que prometer lo mismo en nombre de ella. Realizar aquella promesa había sido una imprudencia por mi parte.

Cuando les llevé los platos a la mesa, vi que los dos estaban en esa fase de pelea de «mandíbulas apretadas y mirar a cualquier parte menos al otro». Serví los platos con cuidado, les dejé un frasco de kétchup Heinz y salí pitando. Ya me había entrometido demasiado pagándole la comida a Crystal.

Pero había una persona implicada a la que sí podía abordar, y en aquel mismo momento me prometí que lo haría. Toda mi rabia e infelicidad se concentró en Tanya Grissom. Me apetecía de verdad hacerle algo terrible a aquella mujer. ¿Qué demonios andaba buscando revoloteando en torno a Sam? ¿Cuál era su objetivo al querer arrastrar a Crystal hacia aquella espiral de gastos? (Y ni por un momento pude creerme que fuera casualidad que la mejor nueva amiga de Tanya resultara ser mi cuñada). ¿Estaría Tanya tratando de sacarme de mis casillas? Era como tener un tábano zumbando a tu alrededor y posándose sobre ti de vez en cuando… pero nunca el tiempo suficiente como para aplastarlo. Mientras seguía realizando mi trabajo con el piloto automático, reflexioné sobre qué podía hacer para alejarla de mi órbita. Por primera vez en mi vida, me pregunté si podía inmovilizarla a la fuerza para leerle su mente. No sería fácil, pues Tanya era una cambiante, pero me serviría para descubrir qué era lo que quería. Y tenía la convicción de que la información que obtuviera me ahorraría muchos dolores de cabeza, muchos.

Mientras tramaba, planeaba y me subía por las paredes, Crystal y Jason comían en silencio y Jason pagó con mordacidad su cuenta mientras yo me ocupaba de la de Crystal. Se marcharon, y me pregunté cómo sería el resto de su velada. Me alegré de no tener ningún papel que desempeñar en la misma.

Sam lo había observado todo desde detrás de la barra y me preguntó en voz baja:

– ¿Qué les pasa a esos dos?

– Es la tristeza de los recién casados -dije-. Graves problemas de adaptación.

Se quedó preocupado.

– No permitas que te metan en ello -dijo, aunque luego me pareció que se arrepentía de haber abierto la boca-. Lo siento, no pretendía darte un consejo que no me habías pedido -dijo.

Empezaron a picarme los ojos. Sam me daba consejos porque yo le importaba. Y en un estado tan desquiciado como el mío, eso provocaba lágrimas sentimentales.

– Tranquilo, jefe -dije, tratando de que mi comentario sonase alegre y despreocupado. Giré sobre mis talones y fui a controlar mis mesas. El sheriff Bud Dearborn estaba sentado en mi sección, lo cual era excepcional. Normalmente, si veía que estaba yo de turno, elegía sentarse en la otra parte. Bud tenía delante de él una cestita con aros de cebolla, regados con kétchup, y estaba leyendo un periódico de Shreveport. El artículo de portada rezaba: «LA POLICÍA BUSCA A SEIS PERSONAS», y me detuve para pedirle a Bud si podría dejarme el periódico cuando hubiera terminado con él.

Me miró con recelo. Sus ojitos en su cara machacada me miraron como si sospechara que iba a encontrar un cuchillo de carnicero ensangrentado colgado en mi cinturón.

– Por supuesto, Sookie -dijo después de una prolongada pausa-. ¿Tienes quizá a alguno de los desaparecidos escondidos en tu casa?

Le lancé una radiante sonrisa, transformando mi ansiedad en ese gesto luminoso de quien no está completamente cuerdo.

– No, Bud, sólo quería saber qué sucede en el mundo. Últimamente no me entero de nada.

– Te lo dejaré sobre la mesa -dijo Bud, y se puso a leerlo de nuevo. Creo que me habría colgado el muerto de Jimmy Hoffa [1] de haberse imaginado la manera de poder hacerlo. No quiero decir con ello que me tuviera por una asesina, pero sí por una persona sospechosa y tal vez implicada en asuntos que no quería que sucediesen en su jurisdicción. Bud Dearborn y Alcee Beck opinaban lo mismo al respecto, sobre todo desde la muerte de aquel hombre en la biblioteca. Por suerte para mí, acabó resultando que el hombre tenía un historial delictivo más largo que mi brazo; y no sólo de delitos normales, sino lleno de crímenes violentos. Aunque Alcee sabía que yo había actuado en defensa propia, no confiaba en mí… como tampoco lo hacía Bud Dearborn.

Cuando Bud hubo terminado su cerveza y sus aros de cebolla y partió dispuesto a sembrar el terror entre los malhechores del condado de Renard, cogí el periódico, me lo llevé a la barra y leí el artículo acompañada de Sam que leía por encima de mi hombro. Sam se había mantenido deliberadamente alejado de las noticias después del baño de sangre que había tenido lugar en el parque empresarial vacío. Estaba segura de que la comunidad de hombres lobo no conseguiría ocultar algo tan grande; lo único que podían hacer era embarrar las pistas que la policía iba a seguir. Y resultó ser así.


Transcurridas más de veinticuatro horas, la policía continúa desconcertada en su búsqueda de los seis ciudadanos de Shreveport desaparecidos. El mayor obstáculo es la dificultad de encontrar a alguien que viera a cualquiera de los desaparecidos después de las diez de la noche del miércoles.

«Resulta imposible encontrar alguna cosa que tuvieran en común», afirma el detective Willie Cromwell.

Entre los desaparecidos de Shreveport se encuentra un detective de la policía, Cal Myers; Amanda Whatley, propietaria de un bar en el centro de Shreveport; Patrick Furnan, propietario del concesionario de Harley-Davidson de la ciudad, así como su esposa, Libby; Christine Larrabee, viuda de John Larrabee, inspectora escolar jubilada; y Julio Martínez, piloto de la base aérea de Barksdale. Vecinos de los Furnan han declarado que durante el día previo a la desaparición de Patrick Furnan no vieron en ningún momento a Libby Furnan, y la prima de Christine Larrabee afirma que lleva tres días sin conseguir contactar por teléfono con Larrabee, por lo que la policía especula que ambas mujeres pudieron sufrir una acción criminal antes de la desaparición de los demás.

La desaparición del detective Cal Myers tiene ansiosa a la policía. Su pareja de patrulla, el detective Mike Loughlin, ha declarado: «Myers era uno de los detectives recientemente ascendidos y aún no habíamos tenido tiempo para conocernos muy bien. No tengo ni idea de lo que puede haberle ocurrido». Myers, de 29 años de edad, llevaba siete años en el cuerpo de policía de Shreveport. No estaba casado.

«Si han muerto todos, a estas alturas cabría esperar como mínimo la aparición de un cuerpo», declaró ayer el detective Cromwell. «Hemos inspeccionado sus viviendas y sus puestos de trabajo en busca de pistas, y hasta el momento no hemos encontrado nada».

Para intensificar el misterio, el lunes resultó asesinada otra ciudadana de Shreveport, María Estrella Cooper, ayudante de fotógrafo, que falleció apuñalada en su apartamento situado junto a la Autopista 3. «El apartamento parecía una carnicería», dijo el casero de Cooper, que fue de los primeros en llegar a la escena del crimen. Hasta el momento, el asesinato carece de sospechosos. «Todo el mundo quería a María Estrella», afirmó su madre, Anita Cooper. «Era inteligente y bonita».

La policía no sabe aún si la muerte de Cooper está relacionada con las desapariciones.

Aparte de todo esto, Don Dominica, propietario de Don's RV Park, informó de la ausencia de los propietarios de tres autocaravanas que llevan una semana estacionadas en su camping. «No estoy seguro de cuánta gente había en cada vehículo», declaró. «Llegaron todos juntos y alquilaron las parcelas por un mes. El nombre que aparece en el contrato de alquiler es Priscilla Hebert. Creo que en cada autocaravana había como mínimo seis personas. Me parecieron gente normal».

Ante la pregunta de si sus pertenencias seguían allí, Dominique respondió: «No lo sé; no lo he mirado. No tengo tiempo para esas cosas. Pero hace días que no se les ve el pelo».

Otros residentes en el camping comentaron que no se habían relacionado con los recién llegados. «Eran muy reservados», dijo uno de ellos.

El jefe de la policía, Parfit Graham, dijo: «Estoy seguro de que resolveremos los crímenes. Acabará surgiendo esa pieza de información que necesitamos. Mientras tanto, si alguien conoce el paradero de alguna de estas personas, se ruega llame a la policía».


Reflexioné sobre el tema. Me imaginé la llamada: «Toda esa gente murió como resultado de la guerra de los hombres lobo», diría. «Todos eran lobos, y todo empezó cuando una manada hambrienta y sin hogar del sur de Luisiana decidió que podía sacar provecho a los desacuerdos entre las filas de la manada de Shreveport».

No creo que me escucharan.

– De modo que aún no han encontrado el lugar de los hechos -dijo en voz muy baja Sam.

– Me imagino que era un lugar perfecto para el encuentro. -Pero tarde o temprano… -Sí. Me pregunto qué quedará por allí. -La gente de Alcide ha tenido hasta ahora tiempo suficiente -dijo Sam-. Poca cosa, me imagino. Seguramente habrán incinerado los cadáveres en cualquier lugar apartado. O los habrán enterrado en el terreno de alguien.

Me estremecí. Di gracias a Dios por no haber tenido que formar parte de aquello; al menos, no sabía dónde habían enterrado los cuerpos. Después de repasar mis mesas y servir algunas bebidas más, volví a coger el periódico y lo abrí por la sección de necrológicas. Y cuando leí la columna con el titular «Fallecimientos en el estado», me quedé tremendamente sorprendida.


SOPHIE-ANNE LECLERQ, destacada mujer de negocios, residente en Baton Rouge desde el paso del Katrina, falleció de Sino-SIDA en su casa. Leclerq, vampiro, poseía extensas propiedades en Nueva Orleans y en muchos lugares del estado. Fuentes próximas a ella dicen que llevaba más de cien años residiendo en Luisiana.


Nunca había visto la necrológica de un vampiro. Y aquella era una invención de cabo a rabo. Sophie-Anne no había muerto de Sino-SIDA, la única enfermedad que los humanos podían transmitir a los vampiros. Sophie-Anne seguramente había sufrido más bien un ataque agudo de «Estaca». Los vampiros temían al Sino-SIDA, claro está, pero no era tan fácil de transmitir. En este caso, al menos proporcionaba una explicación aceptable para la comunidad de los hombres de negocios en cuanto a por qué las posesiones de Sophie-Anne estaban siendo gestionadas por otro vampiro, y era una aclaración que nadie iba a cuestionar con detalle, pues no había quien pudiera desmentir aquella afirmación. Para salir en el periódico de hoy, alguien tenía que haber llamado justo después de su asesinato, quizá incluso antes de que estuviera muerta. Qué asco. Me estremecí.

Me pregunté qué le habría sucedido realmente a Sigebert, el leal guardaespaldas de Sophie-Anne. Victor había insinuado que había fallecido junto a la reina, pero no lo había llegado a decir. Me costaba creer que el guardaespaldas siguiera con vida. Jamás habría permitido que alguien se acercara lo suficiente a Sophie-Anne como para matarla. Sigebert llevaba tantos años a su lado, centenares y centenares, que no creía que hubiera podido sobrevivir a su pérdida.

Dejé el periódico sobre la mesa del despacho de Sam abierto por la página de las necrológicas, imaginándome que el bar era un lugar demasiado frecuentado como para ponernos a hablar del tema, aun teniendo tiempo. Había entrado una riada de clientes. Iba como una loca intentando servirlos a todos y recibiendo, también, buenas propinas. Pero después de la semana que había tenido, no sólo me costaba sentirme satisfecha con aquel dinero, como hubiera sucedido en condiciones normales, sino que además me resultaba imposible sentirme tan alegre como habitualmente lo hacía en el trabajo. Me limité, pues, a hacer todo lo posible para sonreír y responder cuando me hablaban.

Cuando salí del trabajo, no me apetecía hablar con nadie de nada.

Aunque, naturalmente, no tuve elección.

Al llegar a casa me encontré con dos mujeres esperándome en el jardín, y ambas irradiaban malhumor. A una de ellas la conocía: Frannie Quinn. La mujer que la acompañaba debía de ser la madre de Quinn. El severo resplandor de la luz de seguridad me ofreció una buena imagen de la mujer cuya vida había sido un desastre. Caí entonces en la cuenta de que nunca nadie me había mencionado su nombre. Seguía siendo guapa, pero tenía un estilo gótico que no encajaba en absoluto con su edad. Aparentaba cuarenta y pico años, su rostro estaba demacrado y los ojos enmarcados por las sombras. Tenía el pelo oscuro con canas y era muy alta y delgada. Frannie llevaba una camiseta de tirantes que dejaba entrever el sujetador, pantalones vaqueros ceñidos y botas. Su madre iba vestida prácticamente igual pero con colores distintos. Me imaginé que Frannie era la encargada de vestir a su madre.

Aparqué a su lado, pues no tenía la mínima intención de invitarlas a entrar en casa. Salí del coche a regañadientes.

– ¡Bruja! -dijo Frannie con pasión. Su joven rostro se había quedado tenso de la rabia-. ¿Cómo has podido hacerle eso a mi hermano? ¡Con todo lo que él ha hecho por ti!

Era una forma de verlo, la verdad.

– Frannie -dije, manteniendo mi voz lo más calmada y equilibrada posible-, lo que suceda entre Quinn y yo no es asunto tuyo.

En aquel momento se abrió la puerta de la casa y Amelia salió al porche.

– ¿Me necesitas, Sookie? -me preguntó, y olí enseguida que estaba rodeada de magia.

– Entro en un segundo -dije con claridad, pero no le dije que volviera a entrar en casa. La señora Quinn era una mujer tigre de pura sangre y Frannie lo era a medias; ambas tenían mucha más fuerza que yo.

La señora Quinn dio un paso al frente y me miró con perplejidad.

– Tú eres a la que amaba John -dijo-. Tú eres la que has roto con él.

– Sí, señora. Lo nuestro no podía funcionar.

– Dicen que tengo que regresar a aquel lugar en medio del desierto -dijo-. Donde almacenan a los cambiantes locos.

«No me digas…».

– ¿Ah, sí? -dije, para dejar claro que yo no tenía nada que ver con el tema.

– Sí -replicó ella, y se quedó en silencio, lo que suponía un gran alivio.

Frannie, sin embargo, no había terminado todavía conmigo.

– Te presté mi coche -dijo-. Vine a avisarte.

– Y te lo agradezco -dije. El corazón me dio un vuelco. No se me ocurría ninguna palabra mágica que pudiera aliviar el dolor que flotaba en el ambiente-. Créeme, me gustaría que todo hubiera sido distinto. -Poco convincente, pero cierto.

– ¿Qué tiene de malo mi hermano? -preguntó Frannie-. Es guapo, te quiere, tiene dinero. Es un gran chico. ¿Qué te pasa a ti que no lo quieres?

La respuesta sincera -que realmente admiraba a Quinn, pero que no quería desempeñar un papel secundario con respecto a sus necesidades familiares- era simplemente inexpresable por dos razones: era innecesariamente dolorosa y podría tener como consecuencia que yo resultara gravemente herida. La señora Quinn tal vez no estuviera en sus cabales, pero seguía la conversación con creciente atención. No quería ni imaginarme lo que podía suceder si adoptaba la forma de tigre. Podía huir hacia el bosque, o podía atacar. La escena me pasaba por la cabeza en pequeñas imágenes. Tenía que decir alguna cosa.

– Frannie -dije lenta y deliberadamente, pues no tenía ni idea de cómo seguir-. Tu hermano no tiene nada de malo. Pienso que es el mejor. Pero tenemos demasiadas cosas en contra como pareja. Y yo deseo que tenga la oportunidad de encontrar a alguien que le acompañe; será una mujer muy, muy afortunada. Por eso le he dado la carta de libertad. Créeme, también yo lo estoy pasando mal. -Y era cierto. Confiaba, no obstante, en que Amelia tuviera en la punta de los dedos algún tipo de magia que me ayudara. Y confiaba en que no se equivocara con su hechizo. Por si acaso, empecé a alejarme de Frannie y su madre.

Frannie estaba a punto de entrar en acción y su madre parecía cada vez más inquieta. Amelia estaba ya en las escaleras del porche. El olor a magia se intensificó. Durante un largo momento, fue como si la noche contuviera la respiración.

Y entonces, Frannie dio media vuelta.

– Vámonos, mamá -dijo, y ambas mujeres entraron en el coche de Frannie. Aproveché el momento para subir corriendo al porche. Amelia y yo nos quedamos pegadas, hombro con hombro, hasta que Frannie puso en marcha el coche y desapareció.

– Bien -dijo Amelia-. Por lo que entiendo, has roto con él.

– Sí. -Me sentía agotada-. Su equipaje era excesivo. -Hice entonces una mueca-. Caray, jamás me imaginé diciendo esto, pensando solamente en mí.

– Tenía que cargar con su madre. -Aquella noche, Amelia estaba muy perceptiva.

– Sí, es por lo de su madre. Oye, gracias por salir de la casa y arriesgarte a acabar vapuleada.

– ¿Para qué sirven si no las compañeras de casa? -Amelia me abrazó y continuó diciendo-: Me parece que lo que necesitas es un buen tazón de caldo y meterte en cama.

– Sí -dije-. Me parece buena idea.

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