Capítulo 2

Empezamos a recoger con tranquilidad y tratando de no molestar, pues aún quedaban invitados.

– Ya que hablamos de parejas, ¿qué ha sido de Quinn? -preguntó Sam mientras seguíamos trabajando-. Te veo cabizbaja desde que volviste de Rhodes.

– Ya te dije que resultó gravemente herido por la explosión. -La división de Quinn en E(E)E se ocupaba de la preparación de eventos especiales para la comunidad de los seres sobrenaturales: bodas entre la realeza de los vampiros, fiestas de mayoría de edad de hombres lobo, concursos para la elección de líderes de la manada y asuntos similares. Por eso Quinn se encontraba en el Pyramid of Gizeh cuando la Hermandad del Sol nos jugó aquella mala pasada.

Los miembros de la Hermandad del Sol eran contrarios a los vampiros, pero no tenían ni idea de que los vampiros no eran más que la punta visible y pública del iceberg del mundo sobrenatural. Nadie lo sabía; o, como mínimo, lo sabían muy pocas personas, como yo, aunque cada vez éramos más los que compartíamos el gran secreto. Estaba segura de que si los fanáticos de la Hermandad supieran de su existencia, odiarían a los hombres lobo o a los cambiantes como Sam tanto como hacían con los vampiros. Y el momento de que se enteraran podía llegar pronto.

– Sí, pero pensaba…

– Lo sé, yo también pensaba que lo de Quinn y yo estaba asentado -dije, y si mi tono de voz sonaba deprimido era porque pensar en mi hombre tigre desaparecido me hacía sentir así-. Sigo creyendo que en cualquier momento tendré noticias suyas. Pero por ahora ni palabra.

– ¿Tienes aún el coche de su hermana? -Frannie Quinn me había prestado su automóvil para regresar a casa después del desastre de Rhodes.

– No, desapareció una noche mientras Amelia y yo estábamos trabajando. Lo llamé y le dejé un mensaje en el contestador para decirle que me lo habían robado, pero no he tenido respuesta.

– Lo siento, Sookie -dijo Sam. Sabía que era una respuesta inadecuada, pero ¿qué decir sino?

– Sí, yo también -dije, tratando de no parecer más deprimida aún. Reconstruir un terreno mental trillado suponía un gran esfuerzo. Sabía que Quinn no me culpaba en absoluto de haber resultado herido. Lo había visto en el hospital de Rhodes antes de irme, y estaba al cuidado de su hermana, Fran, que en aquel momento no parecía odiarme. Pero ¿por qué no había ningún tipo de comunicación?

Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Intenté pensar en otra cosa. Estar ocupada siempre había sido el mejor remedio para mis preocupaciones. Empezamos a meter las cosas en la camioneta de Sam, que estaba aparcada a una manzana de distancia. Él cargó con lo más pesado. Sam no es un tipo grande, pero sí muy fuerte, como todos los cambiantes.

Hacia las diez y media casi habíamos acabado. Por los gritos de alegría que se oían en la parte delantera de la casa, supe que las novias habían bajado las escaleras cambiadas ya para marcharse de luna de miel, que habían lanzado al aire sus ramos y que se habían ido. Portia y Glen iban a San Francisco y Halleigh y Andy a Jamaica. No podía evitar saberlo.

Sam me dijo que podía marcharme.

– Le diré a Dawson que me ayude a desmontar la barra -dijo. Dawson, que había sustituido a Sam en el Merlotte's aquella noche, era fuerte como un roble y pensé que no era mala idea.

Nos repartimos las propinas y reuní unos trescientos dólares. Había sido una velada lucrativa. Me guardé el dinero en el bolsillo del pantalón. Era un buen fajo, pues prácticamente todo eran billetes de un dólar. Me alegraba de vivir en Bon Temps y no en una gran ciudad, pues así no tenía que preocuparme de que alguien me diera un golpe en la cabeza antes de llegar al coche.

– Buenas noches, Sam -dije, y busqué en el bolsillo las llaves del coche. No me había molestado en llevar un bolso. Mientras descendía por la pendiente del jardín trasero hacia el camino de acceso a la casa, me toqué tentativamente el pelo. No había logrado impedir que la señora del blusón rosa hiciera lo que quisiera, de modo que me había hecho un peinado con volumen y ondulado, al estilo de Farrah Fawcett. Me sentía como una tonta.

Pasaban coches, en su mayoría de invitados de la boda que empezaban a desfilar. Había además el tráfico normal de un sábado por la noche. La hilera de vehículos aparcados junto al arcén se prolongaba calle abajo y el tráfico avanzaba lentamente. Yo había aparcado ilegalmente con el lado del conductor junto al arcén, aunque esto no solía ser un problema en nuestra pequeña ciudad.

Me incliné para abrir la puerta del coche y oí un leve sonido a mis espaldas. En un único movimiento, guardé las llaves en el hueco de mi mano y apreté el puño, me volví y golpeé con todas mis fuerzas. Las llaves dieron fuerza a mi puño y el hombre que tenía detrás se tambaleó en la acera hasta caer de culo sobre la pendiente del césped.

– No pretendía hacerte ningún daño -dijo Jonathan.

No es fácil mantener un aspecto digno y poco amenazador cuando tienes sangre en la comisura de la boca y estás sentado en el suelo, pero el vampiro asiático lo consiguió.

– Me ha sorprendido -dije, lo que era un gran eufemismo.

– Ya lo veo -respondió él, incorporándose con facilidad. Sacó un pañuelo y se secó la boca.

No pensaba pedirle disculpas. La gente que me sorprende estando sola de noche se merece lo que recibe. Pero me lo replanteé. Los vampiros se mueven en silencio.

– Siento haber supuesto lo peor -dije por compromiso-. Debería haberle identificado.

– No, podría haber sido demasiado tarde -dijo Jonathan-. Una mujer sola debe defenderse.

– Agradezco su comprensión -dije con cautela. Miré más allá de él, intentando que mi cara no revelara nada. He oído tantas cosas raras en el cerebro de la gente, que estoy acostumbrada a hacerlo. Miré directamente a Jonathan-. ¿Ha…? ¿Qué hacía aquí?

– Estoy cruzando Luisiana y vine a la boda como invitado de Hamilton Tharp -dijo-. Estoy en la Zona Cinco con el permiso de Eric Northman.

No tenía ni idea de quién era Hamilton Tharp (seguramente algún amigo de los Bellefleur). Pero conocía bastante bien a Eric Northman. (De hecho, lo había conocido de la cabeza a los pies, pasando por todos los puntos intermedios). Eric era el sheriff de la Zona Cinco, un área que ocupaba una gran parte del norte de Luisiana. Estábamos unidos de una manera compleja, algo de lo que me resentía a diario.

– En realidad, lo que intentaba preguntar es por qué me aborda aquí y ahora. -Me quedé a la espera, sin soltar todavía las llaves. Decidí mirarle a los ojos. Incluso los vampiros son vulnerables en este sentido.

– Sentía curiosidad -dijo por fin Jonathan. Tenía los brazos cruzados. Aquel vampiro empezaba a no gustarme en absoluto.

– ¿Porqué?

– En Fangtasia he oído hablar sobre la mujer rubia que Eric tanto valora. Y él es tan poco sentimental que me parecía imposible que una mujer humana pudiera interesarle.

– ¿Y cómo sabía que yo iba a estar aquí, en esta boda, esta noche?

Parpadeó. Vi que no esperaba que insistiese tanto con mis preguntas. Confiaba en poder apaciguarme, tal vez en estos momentos intentaba coaccionarme con su atractivo. Pero esas tretas no funcionaban conmigo.

– La joven que trabaja para Eric, su hija Pam, lo mencionó.

«Mentira cochina», pensé. Llevaba un par de semanas sin hablar con Pam y nuestra última conversación no había sido precisamente una típica de chicas sobre mi agenda social y laboral. Ella estaba recuperándose de las heridas que había sufrido en Rhodes. Su recuperación, así como la de Eric y la de la reina, habían sido nuestro único tema de conversación.

– Claro -dije-. Pues buenas noches. Tengo que irme. -Abrí la puerta y entré con cuidado en el coche, intentando no apartar la vista de Jonathan en ningún momento para estar preparada en el caso de que se produjera algún movimiento repentino. Él permaneció inmóvil como una estatua e inclinó la cabeza hacia mí después de que pusiera el coche en marcha y arrancara. Me até el cinturón en cuanto encontré una señal de Stop. No había querido sujetarme mientras lo tuviera cerca. Cerré las puertas del coche y miré a mi alrededor. «No hay vampiros a la vista», pensé. «Esto es muy, pero que muy extraño». Tendría que llamar a Eric y comentarle el incidente.

¿Y sabes cuál es la parte más extraña de todo esto? Que durante todo el rato, el anciano de largo pelo rubio había permanecido escondido entre las sombras detrás del vampiro. Nuestras miradas incluso se habían encontrado en una ocasión. Su hermoso rostro resultaba ilegible. Sabía que él no quería que reconociese su presencia. No le había leído la mente -no podía hacerlo-, pero lo sabía de todos modos.

Y lo más extraño es que Jonathan no sabía que él estaba allí. Teniendo en cuenta el agudo sentido del olfato de los vampiros, la ignorancia de Jonathan resultaba simplemente extraordinaria.

Seguía aún reflexionando sobre aquel raro episodio cuando giré hacia Hummingbird Road y enfilé el largo camino entre los bosques que daba acceso a mi vieja casa. La parte principal del edificio había sido construida hacía más de ciento sesenta años, aunque poco quedaba ya en pie de la estructura original. Había habido añadidos, remodelaciones y el techo se había cambiado un montón de veces con el paso de las décadas. Empezó como una pequeña granja de dos habitaciones y ahora era mucho más grande, aunque seguía siendo sencilla.

Aquella noche, la casa tenía un aspecto tranquilo bajo el resplandor de la luz exterior de seguridad que Amelia Broadway, mi compañera de casa, había dejado encendida. El coche de Amelia estaba aparcado en la parte de atrás y aparqué el mío a su lado. Saqué las llaves por si acaso ella había subido ya a dormir. Había dejado la puerta mosquitera sin el pestillo corrido y yo lo cerré a mis espaldas. Abrí la puerta trasera y volví a cerrarla con llave. Nos obsesionaba la seguridad, a Amelia y a mí, sobre todo por la noche.

Me sorprendió ver que Amelia me esperaba sentada junto a la mesa de la cocina. Después de semanas de convivencia habíamos desarrollado una rutina y normalmente Amelia ya tenía que haber subido arriba a aquellas horas. Allí disponía de su propia televisión, su teléfono móvil y su ordenador portátil y, como se había sacado el carné de la biblioteca, contaba con lectura de sobra. Además, tenía su trabajo con los hechizos, sobre el que nunca le preguntaba. Jamás. Amelia es bruja.

– ¿Qué tal ha ido? -me preguntó, removiendo el té como si tratara de crear un remolino diminuto.

– Pues bien, se han casado. Nadie se ha arrepentido en el último momento. Los clientes vampiros de Glen se han comportado y la señora Caroline se ha mostrado amable con todo el mundo. Pero a mí me ha tocado sustituir a una de las damas de honor.

– ¡Caray! Cuéntamelo.

Y así lo hice. Nos reímos juntas un buen rato. Pensé en contarle a Amelia lo de aquel hombre tan guapo, pero no lo hice. ¿Qué podía decirle? ¿Que me miró? Pero lo que sí acabé contándole fue lo de ese tal Jonathan de Nevada.

– ¿Qué piensas que quería en realidad? -preguntó Amelia.

– No tengo ni idea. -Me encogí de hombros.

– Tienes que descubrirlo. Sobre todo si nunca has oído hablar al que dice que es su anfitrión sobre este tipo.

– Voy a llamar a Eric…, si no esta noche, mañana.

– Es una pena que no comprases una copia de esa base de datos que Bill anda vendiendo. Ayer vi un anuncio de ella en Internet, en una página para vampiros. -Podría parecer un repentino cambio de tema, pero la base de datos de Bill contenía imágenes y/o biografías de todos los vampiros a los que había conseguido localizar por todo el mundo. Yo había oído hablar de unos cuantos de ellos. El pequeño CD de Bill estaba proporcionándole a su jefa, la reina, más dinero del que jamás me habría imaginado. Pero para adquirir una copia era necesario ser vampiro, y tenían métodos para verificarlo.

– Bien, dado que Bill cobra quinientos dólares la unidad y hacerse pasar por vampiro comporta un grave peligro… -dije.

Amelia agitó la mano.

– Eso es que merece la pena -dijo.

Amelia es mucho más sofisticada que yo…, al menos en ciertas cosas. Se crió en Nueva Orleans y había pasado allí casi toda su vida. Ahora vivía conmigo porque había cometido un error gigantesco. Había tenido que abandonar Nueva Orleans después de que su inexperiencia provocara una catástrofe mágica. Tuvo suerte de marcharse cuando lo hizo, pues el Katrina llegó poco después. Desde que se produjo el huracán, su inquilino vivía en el apartamento del piso superior de la casa de Amelia. El apartamento de Amelia, en la planta baja, había sufrido daños. Ahora, no le cobraba nada a su inquilino, pues se ocupaba de supervisar las obras de reparación de la casa.

Y en ese momento apareció por allí el motivo por el cual Amelia no regresaba de momento a Nueva Orleans. Bob entró en la cocina para decir hola, restregándose cariñosamente contra mis piernas.

– Hola, cariñito peludo -dije, cogiendo el gato de pelo largo blanco y negro-. ¿Cómo está mi preciosidad? ¡Es una monada!

– Voy a vomitar -dijo Amelia. Pero sabía de sobra que cuando yo no estaba, ella también le hablaba a Bob de la misma manera.

– ¿Algún avance? -pregunté, separando la cabeza del pelaje de Bob. Aquella tarde Amelia lo había bañado…, se adivinaba por lo esponjoso que estaba.

– No -contestó en un tono de voz plano y descorazonado-. Me he pasado una hora trabajando en él y sólo he conseguido ponerle un rabo de lagartija. He hecho todo lo posible para volver a cambiarlo.

Bob era en realidad un tío, es decir, un hombre. Un hombre con aspecto de sabelotodo con cabello oscuro y gafas, aunque Amelia me confió que tenía unos atributos sobresalientes que no se dejaban ver cuando iba vestido de calle. Cuando Amelia convirtió a Bob en gato, no estaba practicando la magia transformadora, sino que supuestamente estaban disfrutando de una aventurera sesión de sexo. Yo nunca había tenido el valor necesario para preguntarle qué estaban intentando hacer. Aunque era evidente que se trataba de algo bastante exótico.

– La cuestión es… -dijo de repente Amelia, y me puse en alerta. Estaba a punto de revelarme el verdadero motivo por el que se había quedado levantada esperándome. Amelia era muy buena transmisora, de modo que lo capté enseguida en su cerebro. Pero dejé que siguiera hablando, porque en realidad a la gente no le gusta que les diga que no es necesario que me lo cuenten, sobre todo cuando el tema es algo en lo que han estado concentrándose-. Mi padre estará mañana en Shreveport y quiere pasarse por Bon Temps para verme -dijo de corrido-. Vendrán él y su chófer, Marley. Quiere venir a cenar.

El día siguiente era domingo. El Merlotte's abriría sólo por la tarde, aunque, de todos modos, y según vi echándole un vistazo al calendario, a mí no me tocaba trabajar.

– Saldré -dije-. Iré a visitar a J.B. y a Tara. Ningún problema.

– Quédate aquí, por favor -dijo con rostro suplicante. No me explicó por qué. Pero leí enseguida sus motivos. Amelia tenía una relación muy complicada con su padre; de hecho, había tomado el apellido de su madre, Broadway, aunque en parte era porque su padre era un personaje muy conocido. Copley Carmichael tenía mucho peso político y era rico, aunque no sabía hasta qué punto el Katrina habría afectado sus ingresos. Carmichael era el propietario de unos almacenes madereros gigantescos y era además constructor. Era posible que el Katrina hubiera destrozado sus negocios. Por otro lado, la verdad es que toda la zona estaba necesitada de madera y reconstrucción.

– ¿A qué hora llegará? -pregunté.

– A las cinco.

– ¿Sabes si el chófer compartirá mesa con él? -Jamás en mi vida había tenido trato con este tipo de empleados. Teníamos otra mesa en la cocina. No pensaba dejar a aquel hombre sentado en la escalera del porche.

– Oh, Dios mío -dijo Amelia. Era evidente que no se le había ocurrido-. ¿Qué haremos con Marley?

– Por eso te lo pregunto. -Tal vez mi voz sonó un poco impaciente.

– Mira -dijo Amelia-. No conoces a mi padre. No sabes cómo es.

El cerebro de Amelia estaba dándome a entender que sus sentimientos respecto a su padre eran variados. Era muy difícil discernir cuál era la verdadera actitud de Amelia entre tanto amor, miedo y ansiedad. Yo, por mi parte, conocía a muy pocas personas ricas, y mucho menos a personas ricas con chófer.

Sería una visita interesante.

Le deseé buenas noches a Amelia, me fui a la cama y, pese a que había mucho a lo que darle vueltas, mi cuerpo estaba cansado y me dormí enseguida.

El domingo amaneció precioso. Pensé en los recién casados, lanzados hacia su nueva vida, y en la anciana señora Caroline, que disfrutaba de la compañía de un par de primos (jóvenes sexagenarios) a modo de perros guardianes y acompañantes. Cuando Portia y Glen regresasen, los primos volverían a su humilde morada, probablemente aliviados. Halleigh y Andy se trasladarían a vivir a su casita.

Me pregunté por Jonathan y el atractivo hombre maduro.

Me recordé que por la noche tenía que llamar a Eric, cuando éste se hubiera levantado.

Pensé en las inesperadas palabras de Bill.

Por enésima vez, hice especulaciones sobre el silencio de Quinn.

Pero antes de que me diera tiempo a deprimirme, fui atrapada por el huracán Amelia.

Hay muchas cosas que me gustan, que incluso adoro de Amelia. Es directa y entusiasta, y está llena de talento. Lo sabe todo sobre el mundo sobrenatural y sobre el lugar que yo ocupo en el mismo. Considera mi extraño «talento» como algo realmente atractivo. Puedo hablar con ella de todo. Nunca reacciona ni con repugnancia ni horrorizada. Por otro lado, Amelia es impulsiva y testaruda, pero a la gente debe aceptársela tal y como es. Me gusta que Amelia viva conmigo.

En el aspecto práctico, es una cocinera bastante decente, separa muy bien lo que es de cada una y es muy pulcra. Lo que Amelia hace realmente bien es limpiar. Cuando está aburrida, limpia; cuando está nerviosa, limpia; y también limpia cuando se siente culpable. Yo no me quedo manca en cuanto a llevar la casa, pero Amelia es excelente. Un día que estuvo a punto de sufrir un accidente de coche, limpió todo el mobiliario del salón, tapicería incluida. Cuando la llamó su inquilino para decirle que era imprescindible cambiar el tejado de su casa, bajó a EZ Rent y volvió a casa con una máquina para encerar y dar brillo a los suelos de madera de arriba y de abajo.

Me levanté a las nueve y vi enseguida que la inminente visita de su padre había sumergido a Amelia en un frenesí de limpieza. Cuando a las once menos cuarto me fui a la iglesia, Amelia estaba a cuatro patas en el baño del vestíbulo, una escena realmente anticuada teniendo en cuenta las diminutas baldosas octogonales en blanco y negro y la enorme bañera con patas; pero (gracias a mi hermano Jason), el lavabo era moderno. Era el baño que utilizaba Amelia, ya que arriba no había. Yo tenía uno pequeño en mi habitación, un añadido de la década de 1950. En mi casa podían verse las principales tendencias decorativas de las últimas décadas en un solo edificio.

– ¿De verdad crees que estaba sucio? -le dije desde el umbral de la puerta. Era una conversación con el trasero de Amelia.

Amelia levantó la cabeza y se pasó por la frente la mano cubierta con el guante de goma para apartarse su corto cabello.

– No, no estaba mal, pero quiero que esté estupendo.

– Mi casa es una casa vieja, Amelia. No creo que pueda tener un aspecto estupendo. -No tenía sentido que estuviese disculpándome por la antigüedad de la casa y su mobiliario. Era lo mejor que podía tener, y me encantaba.

– Es una casa antigua maravillosa, Sookie -dijo acaloradamente Amelia-. Pero necesito estar ocupada con algo.

– De acuerdo -dije-. Me voy a la iglesia. Estaré de vuelta hacia las doce y media.

– ¿Puedes pasarte a hacer la compra al salir de la iglesia? La lista está sobre el mostrador de la cocina.

Accedí, contenta de tener algo que hacer que me mantuviera lejos de casa por más tiempo.

La mañana parecía más del mes de marzo (del mes de marzo en el sur, claro está) que de octubre. Cuando al llegar a la iglesia metodista salí del coche, levanté la cara para recibir el impacto de la suave brisa. El ambiente tenía un toque de invierno, un leve sabor a invierno. Las ventanas de la modesta iglesia estaban abiertas. Cuando nos pusimos a cantar, el coro de nuestras voces flotó por encima de la hierba y los árboles. Mientras el pastor predicaba, vi pasar volando unas cuantas hojas.

Francamente, no siempre escucho el sermón. A veces, la hora que paso en la iglesia se convierte en un rato para pensar, un rato para reflexionar hacia dónde va mi vida. Pero, al menos, esos pensamientos están dentro de un contexto. Y cuando observas cómo caen las hojas de los árboles, el contexto se estrecha.

Aquel día me dediqué a escuchar. El reverendo Collins habló sobre darle a Dios lo que es de Dios, igual que aquello de darle al César lo que es del César. Me pareció un sermón típico del quince de abril y me sorprendí preguntándome si el reverendo Collins pagaría trimestralmente sus impuestos. Al cabo de un rato, sin embargo, comprendí que estaba hablando sobre las leyes que quebrantamos constantemente sin sentirnos culpables (como superar el límite de velocidad, o poner una carta junto con los regalos de una caja que envías por correo sin pagar el franqueo adicional de dicha carta).

Al salir de la iglesia sonreí al reverendo Collins. Cuando me ve, siempre parece preocupado.

En el aparcamiento, saludé a Maxine Fortenberry y a su marido Ed. Maxine era grande y estupenda y Ed era tan tímido y callado que resultaba prácticamente invisible. Su hijo, Hoyt, era el mejor amigo de mi hermano Jason. Hoyt caminaba detrás de su madre. Iba vestido con un buen traje y se había peinado. Muy interesante.

– ¡Dame un abrazo, cariño! -dijo Maxine, y por supuesto que lo hice. Maxine había sido buena amiga de mi abuela, aun siendo más de la edad que mi padre tendría en la actualidad. Sonreí a Ed y saludé a Hoyt con la mano.

– Estás muy guapo -le dije, y me sonrió. Me parece que nunca había visto a Hoyt sonreír de aquella manera y miré de reojo a Maxine. Estaba radiante.

– Hoyt está saliendo con Holly, la de tu trabajo -dijo Maxine-. Ella tiene un hijo pequeño, un tema en el que hay que pensar, pero a Hoyt siempre le han gustado los niños.

– No lo sabía -dije. La verdad es que últimamente estaba desconectada-. Es estupendo, Hoyt. Holly es una chica encantadora.

No estoy muy segura de que hubiese dicho lo mismo de haber tenido más tiempo para pensarlo, pero tal vez fue una suerte que no lo tuviera. Holly tenía muchas cosas positivas (estaba absolutamente entregada a su hijo, Cody, era una persona fiel a sus amigos, trabajadora). Se había divorciado hacía ya varios años, de modo que no salía con Hoyt por despecho. Me pregunté si Holly le habría contado a Hoyt que era wiccana. No, no lo había hecho; de haber sido así, Maxine no estaría tan risueña.

– Vamos a comer a Sizzler para conocerla -dijo, refiriéndose al restaurante especializado en carnes a la parrilla que había junto a la carretera interestatal-. Holly no es de ir a la iglesia, pero estamos intentando animarla para que venga con nosotros y traiga con ella a Cody. Mejor nos vamos yendo o no llegaremos a tiempo.

– ¡Bien hecho, Hoyt! -dije, dándole unos golpecitos en el brazo cuando pasó por mi lado. Me miró satisfecho.

Todo el mundo se casaba o se enamoraba. Me sentía feliz por ellos. Feliz, feliz, feliz. Con una sonrisa dibujada en la cara, me dirigí a Piggly Wiggly. Busqué la lista de Amelia en el bolso. Era larga y estaba segura de que aún se le habrían ocurrido más cosas. La llamé por el teléfono móvil y, efectivamente, ya había pensado en un par de artículos más que añadir, de modo que pasé un buen rato en la tienda.

Cargada con bolsas de plástico, subí las escaleras del porche trasero. Amelia salió corriendo hacia el coche para coger las demás bolsas.

– ¿Dónde estabas? -me preguntó, como si me hubiera estado esperando con impaciencia.

Miré el reloj.

– Salí de la iglesia y fui a comprar -dije a la defensiva-. Es sólo la una.

Amelia me adelantó, cargadísima. Movió la cabeza con exasperación, emitiendo un sonido que sólo puede describirse como «Urrrrg».

El resto de la tarde transcurrió igual, como si Amelia estuviera preparándose para la cita de su vida.

No soy mala cocinera, pero Amelia únicamente me dejó realizar las tareas más sencillas durante la preparación de la cena. Me tocó cortar cebollas y tomates. Ah, sí, y me dejó lavar los platos que íbamos a utilizar. Siempre me había preguntado si Amelia sería capaz de lavar los platos como las hadas madrinas de La Bella Durmiente, pero se limitó a resoplar cuando saqué el tema a relucir.

La casa estaba limpia como una patena, y aunque intenté no darle importancia, me di cuenta de que Amelia le había dado un repaso incluso al suelo de mi habitación. Como norma, nunca invadimos el territorio de la otra.

– Siento haber entrado en tu habitación -dijo Amelia de repente, y me sobresaltó…, a mí, que era la telépata. Amelia me había derrotado en mi propio terreno-. Fue uno de esos impulsos locos que me dan. Estaba pasando el aspirador y pensé en hacerlo también en tu habitación. Y antes de darme cuenta, ya lo había hecho. Te he dejado las zapatillas debajo de la cama.

– De acuerdo -dije, tratando de mantener un tono de voz neutro.

– Oye, que lo siento.

Moví afirmativamente la cabeza y continué secando los platos y amontonándolos. El menú decidido por Amelia consistía en ensalada verde variada con tomates y zanahoria rallada, lasaña, pan de ajo caliente y verduras al vapor. No tengo ni idea de cómo se preparan las verduras al vapor, pero había dispuesto todo el material en crudo: calabacines, pimientos, champiñones y coliflor.

A última hora de la tarde, fui considerada capaz de remover la ensalada y de poner el mantel, el ramito de flores y los platos en la mesa para cuatro personas.

Me ofrecí para llevarme al señor Marley al salón conmigo, y comer en bandejas mientras veíamos la televisión, pero debió de ser como si me hubiera ofrecido a lavarle los pies, a juzgar por lo horrorizada que se quedó Amelia.

– No, tú te quedarás conmigo -dijo.

– Bien, pero tú tendrás que hablar con tu padre -dije-. En algún momento, tendré que dejaros solos.

Respiró hondo y soltó el aire.

– De acuerdo, soy una mujer adulta -murmuró.

– Y asustadiza como un gato -dije.

– Aún no lo conoces.

A las cuatro y cuarto Amelia subió a su habitación para prepararse. Yo estaba sentada en el salón leyendo un libro de la biblioteca cuando oí un coche avanzar por la gravilla del camino de acceso. Miré el reloj de la repisa de la chimenea. Eran las cuatro cuarenta y ocho. Grité por el hueco de la escalera y me quedé mirando por la ventana. Empezaba a oscurecer, pero como no habíamos cambiado aún de hora, me resultó fácil ver el Lincoln Town Car aparcado delante de casa. Del asiento del conductor salió un hombre de pelo corto y oscuro, vestido de traje. Debía de ser Marley. Para mi frustración, no llevaba la típica gorra de chófer. Abrió la puerta trasera. Y apareció Copley Carmichael.

El padre de Amelia no era muy alto y tenía un pelo corto, grueso y canoso que recordaba a una alfombra de buena calidad, densa, suave y perfectamente nivelada. Estaba muy moreno y sus cejas seguían siendo oscuras. No llevaba gafas. No tenía labios. Bueno, claro está, todo el mundo tiene labios, pero los suyos eran increíblemente finos, dando a su boca el aspecto de una trampa.

El señor Carmichael miró a su alrededor como si estuviera realizando una valoración fiscal.

Oí a Amelia bajar las escaleras detrás de mí; yo seguía observando cómo aquel hombre realizaba su inspección. Marley, el chófer, estaba de frente a la casa. Vio mi cara en la ventana.

– Podría decirse que Marley es nuevo -dijo Amelia-. Sólo lleva dos años con mi padre.

– ¿Y tu padre siempre ha tenido chófer?

– Sí. Marley es además guardaespaldas -dijo Amelia sin darle importancia, como si todos los padres llevaran escolta.

Caminaban ya por el camino de gravilla, sin siquiera mirar su pulcro remate de acebo. Subieron los peldaños de madera. Llegaron al porche delantero. Llamaron.

Pensé en todas las criaturas espeluznantes que habían estado en mi casa: hombres lobo, cambiantes, vampiros, incluso un par de demonios. ¿Por qué preocuparme por aquel hombre? Enderecé la espalda, enfrié mi ansioso cerebro y me dirigí a la puerta, aunque Amelia casi me empuja hasta ella. Al fin y al cabo, era mi casa.

Puse la mano en el pomo y esbocé mi sonrisa antes de abrir la puerta.

– Pasen, por favor -dije, y Marley le abrió la puerta mosquitera al señor Carmichael, que entró y abrazó a su hija no sin antes lanzar una mirada exhaustiva al salón.

Transmitía con la misma claridad que su hija.

Estaba pensando que aquello le parecía un poco desvencijado para una hija suya… Amelia vivía con una chica bonita… Se preguntó si Amelia tendría relaciones sexuales con ella… Aquella chica no era a buen seguro mejor que su hija… No tenía antecedentes policiales, aunque había salido con un vampiro y tenía un hermano gamberro…

Naturalmente, un hombre rico y poderoso como Copley Carmichael tenía que hacer investigar a la compañera de casa de su hija. No se me había ocurrido, simplemente, igual que no se me pasaban por la cabeza muchas cosas que los ricos debían de hacer.

Respiré hondo.

– Soy Sookie Stackhouse -dije educadamente-. Usted debe de ser el señor Carmichael. ¿Y usted es…? -Después de estrechar la mano del señor Carmichael, se la tendí a Marley.

Por un segundo, pillé a contrapié al padre de Amelia. Pero se recuperó en tiempo récord.

– Es Tyrese Marley -dijo el señor Carmichael sin alterarse.

El chófer me estrechó la mano con delicadeza, como si tuviera miedo de romperme los huesos, y a continuación hizo un gesto de asentimiento en dirección a Amelia.

– Señorita Amelia -dijo, y Amelia puso cara de enfado, como si fuera a decirle que se ahorrara lo de «señorita», aunque al final lo reconsideró. Tantos pensamientos, yendo de un lado a otro… Tenía de sobra para estar bien distraída.

Tyrese Marley era un afroamericano de piel muy, muy clara. De negro tenía poco; su piel era más bien del color del marfil antiguo. Tenía los ojos de un tono avellana. Aunque tenía el pelo negro, no era para nada rizado, y tenía un matiz rojizo. Marley era un hombre de los que se hacen mirar dos veces.

– Iré con el coche a la ciudad para echarle gasolina -le dijo a su jefe-. Mientras usted está con la señorita Amelia. ¿A qué hora desea que esté de vuelta?

El señor Carmichael miró el reloj.

– De aquí a un par de horas.

– Puede quedarse a cenar -dije, consiguiendo que mi voz sonara muy neutra. Deseaba que todo el mundo se sintiese cómodo.

– Tengo que hacer algunos recados -dijo sin alterarse Tyrese Marley-. Gracias por la invitación. Hasta luego. -Y se fue.

De acuerdo, fin de mi intento de democracia.

Tyrese no podía imaginarse hasta qué punto habría preferido ir a la ciudad con él en lugar de quedarme en casa. Me armé de valor e inicié los consabidos requisitos sociales.

– ¿Le apetece una copa de vino, señor Carmichael, o cualquier otra cosa? ¿Y a ti, Amelia?

– Llámame Cope -dijo el señor Carmichael, sonriendo. Se parecía demasiado a la sonrisa de un tiburón como para calentarme el corazón-. Por supuesto, una copa de lo que tenga abierto. ¿Y tú, pequeña?

– Un poco de blanco -dijo Amelia, y mientras me dirigía a la cocina oí que le decía a su padre que tomara asiento.

Serví el vino y lo coloqué en la bandeja junto con nuestros entrantes: crackers, queso brie caliente para untar y mermelada de albaricoque mezclada con chile. Teníamos unos cuchillitos muy monos que quedaban estupendos en la bandeja y Amelia había comprado servilletas de cóctel para las bebidas.

Cope tenía apetito y disfrutó con el brie. Probó el vino, que era de una marca de Arkansas, e hizo un educado gesto de aprobación. Bueno, al menos no lo escupió. Yo apenas bebo y no soy para nada una experta en vinos. De hecho, no soy una experta en nada. Pero disfruté de aquel vino, sorbito a sorbito.

– Amelia, cuéntame a qué te dedicas mientras esperas a que te arreglen la casa -dijo Cope, una forma de iniciar una conversación que me pareció razonable.

Iba a decirle que, para empezar, no se dedicaba a enrollarse conmigo, pero me pareció que quizá resultaría demasiado directo. Me esforcé por no leerle los pensamientos pero, lo juro, con él y su hija en la misma estancia, era como estar escuchando las noticias de la tele.

– He estado haciendo un trabajo de archivo para un agente de seguros de la ciudad. Y trabajo a tiempo parcial en el bar Merlotte's -dijo Amelia-. Sirvo copas y pollo frito de vez en cuando.

– ¿Te resulta interesante trabajar en un bar? -Cope no lo dijo con sarcasmo, tengo que admitirlo. Estaba segura, sin embargo, de que también había investigado a Sam.

– No está mal -dijo Amelia con una leve sonrisa. Veía a Amelia muy comedida, de modo que examiné su cerebro y vi que estaba esforzándose en seguir el tono coloquial de la conversación-. Me dan buenas propinas.

Su padre asintió.

– ¿Y usted, señorita Stackhouse? -me preguntó con educación Cope.

Lo sabía todo sobre mí, excepto el tono de laca de uñas que utilizaba, y estaba segura de que lo añadiría con gusto a mi ficha de poder hacerlo.

– Trabajo a tiempo completo en el Merlotte's -dije, como si él no lo supiera-. Llevo años allí.

– ¿Tiene familia en la zona?

– Oh, sí, somos de aquí de toda la vida -dije-. Vamos, siempre y cuando pueda decirse que los americanos somos de aquí de toda la vida. Pero la familia ha ido menguando. Ahora sólo quedamos mi hermano y yo.

– ¿Un hermano mayor? ¿Menor?

– Mayor -respondí-. Casado, hace muy poco.

– Así que es probable que pronto haya pequeños Stackhouse -dijo, tratando de transmitir que aquello era bueno.

Moví afirmativamente la cabeza como si la posibilidad también me complaciera. No me gustaba mucho la esposa de mi hermano y veía muy probable que los niños que pudieran tener fueran malísimos. De hecho, ya había uno en camino, siempre y cuando Crystal no volviera a sufrir un aborto. Mi hermano era un hombre pantera (por mordisco, no por nacimiento) y su esposa era una mujer pantera pura (es decir, por nacimiento). Criarse en la pequeña comunidad de seres pantera de Hotshot no era cosa fácil, y sería más complicado si cabe para los niños que no fuesen cambiantes puros.

– ¿Te sirvo un poco más de vino, papá? -Amelia se levantó de su asiento como un tiro y corrió hacia la cocina con la copa de vino medio vacía. Bien, tiempo a solas con el padre de Amelia.

– Sookie -dijo Cope-, ha sido muy amable al permitir que mi hija viva con usted todo este tiempo.

– Amelia paga un alquiler -dije-. Compra la mitad de la comida. Paga su parte.

– De todos modos, me gustaría que me permitiera darle algo a cambio.

– Lo que Amelia me da en concepto de alquiler es suficiente. Al fin y al cabo, también ha pagado algunas mejoras que hemos hecho en la propiedad.

El rostro del padre de Amelia se afiló entonces, como si estuviera olisqueando la pista de algo importante. ¿Pensaría que había convencido a Amelia para instalar una piscina en el jardín?

– Ha instalado un aparato de aire acondicionado de ventana en la habitación de arriba -dije-. Y ha conseguido una línea telefónica adicional para el ordenador. Y creo que ha comprado también una alfombra y unas cortinas para su habitación.

– ¿Vive arriba?

– Sí -respondí, sorprendida de que no lo supiera ya. A lo mejor su red de inteligencia no lo había averiguado completamente todo-. Yo vivo aquí abajo y ella vive arriba. Compartimos la cocina y el salón, aunque creo que Amelia también tiene un televisor arriba. ¿Amelia? -grité.

– ¿Sí? -Su voz flotó por el aire procedente de la cocina.

– ¿Sigues teniendo arriba aquel televisor pequeño?

– Sí, lo he conectado a la televisión por cable.

– Simplemente me lo preguntaba.

Sonreí a Cope, indicándole con ello que la pelota de la conversación estaba en su campo. El hombre estaba pensando en varias cosas que preguntarme y le daba vueltas también a la mejor manera de abordarme para conseguir el máximo de información. De pronto apareció un nombre en la superficie de su remolino de pensamientos y tuve que esforzarme mucho para que mi expresión siguiera siendo educada.

– La primera inquilina que Amelia tuvo en la casa en Chloe… era su prima, ¿verdad? -dijo Cope.

– Hadley. Sí. -Asentí sin perder la calma-. ¿La conocía?

– Conozco a su marido -dijo, y sonrió.

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