Eric se había vuelto para llenar el espacio de la ventanilla e impedir que el resto del coche quedara dentro del alcance del atacante y recibió por ello un disparo en el cuello. Durante un terrible momento, se derrumbó en el asiento, con el rostro libido y la sangre oscura resbalando por su piel blanca. Grité como si el sonido pudiera protegerme y me encontré con el arma apuntándome en el instante en que el atacante se inclinó y se adentró en el coche.
Había que ser idiota. En un abrir y cerrar de ojos, la mano de Eric ya sujetaba la muñeca del hombre y empezaba a apretarla. El «policía» comenzó también a gritar y a combatir inútilmente a Eric con la mano que le quedaba libre. El arma cayó encima de mí. Tuve suerte de que no se disparara al hacerlo. No sé mucho de pistolas, pero aquella era grande y tenía un aspecto letal. Conseguí enderezarme y apunté con ella al atacante.
Se quedó helado, con el cuerpo medio metido en el coche. Eric le había partido ya el brazo y seguía sujetándolo con fuerza. Aquel imbécil debería haber temido más al vampiro que lo sujetaba que a la camarera que apenas sabía cómo disparar la pistola, pero era el arma lo que seguía reteniendo su atención.
Estaba bastante segura de que si la patrulla de la autopista hubiera decidido empezar a disparar a todo aquel que sobrepasara la velocidad en lugar de detenerlo para multarle me habría enterado.
– ¿Quién eres? -dije, sin que nadie fuera a culparme si mi voz sonaba algo temblorosa-. ¿Quién te ha enviado?
– Ellos me dijeron que lo hiciera -dijo con voz entrecortada el hombre lobo. Ahora que tenía tiempo para observar los detalles, me di cuenta de que no llevaba el uniforme reglamentario. Era del color adecuado, y el sombrero era también el correcto, pero los pantalones no eran los de la policía.
– ¿Quiénes son ellos? -pregunté.
Eric clavó los colmillos en el hombro del hombre lobo. A pesar de su herida. Eric seguía empujando al falso agente contra el coche centímetro a centímetro. Me parecía justo que recuperara algo de sangre después de haber perdido tanta. El asesino se puso a llorar.
– No dejes que me convierta en uno de ellos -me suplicó.
– Ojalá tuvieras esa suerte -dije, no porque pensara que era estupendo ser vampiro, sino porque estaba segura de que Eric tenía algo mucho peor en mente.
Salí del coche porque no tenía sentido tratar de convencer a Eric para que soltara al hombre lobo. Con ese ansia de sangre tan fuerte, no me haría ni caso. Mi vínculo con Eric era el factor crucial de la decisión. Me alegraba de que Eric estuviera disfrutando, de que obtuviera la sangre que necesitaba. Estaba furiosa porque hubiesen intentado hacerle daño. Y ya que estos dos sentimientos no formaban normalmente parte de mi paleta emocional, comprendí cuál era el motivo de que aparecieran.
El interior del Corvette resultaba cada vez más sofocante e incómodo, pues lo ocupábamos Eric, yo y la mayor parte del hombre lobo.
Milagrosamente, no pasaron coches mientras yo corría por la calzada en dirección al vehículo del atacante, que -no me sorprendió- resultó ser un coche blanco, normal y corriente, con una sirena ilegal adherida al techo. Apagué las luces del coche y, tocando o desconectando todos los cables y botones que fui capaz de encontrar, logré hacer lo mismo con las luces intermitentes. Ya no éramos tan llamativos. Eric también había apagado las luces del Corvette momentos antes del ataque.
Miré rápidamente el interior del coche blanco pero no vi ningún sobre en el que pusiera: «Revelación de quién me contrató, por si acaso me atrapan». Necesitaba una pista. Tenía que haber al menos un número de teléfono apuntado en un pedazo de papel, un número de teléfono que buscar en un listín. Si tan sólo supiera cómo encontrarlo… Regresé al coche de Eric, percatándome, gracias a las luces de un semirremolque que pasaba en aquel momento, de que por la ventanilla del conductor ya no asomaban piernas, lo que volvía al Corvette mucho menos sospechoso. Teníamos que salir de allí.
Miré en el interior del vehículo y lo encontré vacío. El único recordatorio de lo que acababa de pasar era una mancha de sangre en el asiento de Eric. Cogí un pañuelo de papel de mi bolso, escupí y froté la sangre; una solución poco elegante, pero práctica.
De pronto, percibí a Eric a mi lado y me vi obligada a sofocar un grito. Seguía excitado por el ataque inesperado y me clavó contra el costado del coche, sujetando mi cabeza en el ángulo adecuado para darme un beso. Sentí una oleada de deseo y a punto estuve de decir: «¡Qué demonios! Tómame aquí mismo, vikingo». No era únicamente el vínculo de sangre lo que me inclinaba a aceptar su explícita oferta, sino mi recuerdo de lo maravilloso que era Eric en la cama. Pero pensé en Quinn y, con gran esfuerzo, aparté de la boca de Eric.
Pensé por un segundo que no iba a soltarme, pero lo hizo.
– Veamos -dije con voz temblorosa, y retiré el cuello de la camisa para observar la herida de bala. Estaba casi cicatrizada, aunque, claro está, la camisa seguía manchada de sangre.
– ¿Qué ha sido todo eso? -preguntó-. ¿Era un enemigo tuyo?
– No tengo ni idea.
– Te apuntaba a ti -dijo Eric, como si yo no me hubiera enterado-. Te quería a ti ante todo.
– ¿Y si hizo eso para hacerte daño? ¿Y si luego te hubiera culpado de mi muerte? -Estaba tan cansada de ser el objeto de tantas tramas que supongo que quería que Eric fuera el objetivo a cualquier precio. Y entonces pensé en otra cosa-: ¿Y cómo nos ha encontrado?
– Es alguien que sabía que esta noche regresaríamos a Bon Temps por este camino -dijo Eric-. Alguien que sabía qué coche conducía yo.
– Podría haber sido Niall -dije, y reconsideré mi destello de lealtad hacia mi recién autoproclamado bisabuelo. Al fin y al cabo, podría haberme mentido durante toda la cena. ¿Cómo saberlo? Me había resultado imposible penetrar su mente. Y esa ignorancia me resultaba extraña.
Pero no creía que Niall mintiera.
– Yo tampoco creo que haya sido el hada -dijo Eric-. Pero mejor que hablemos de ello en el coche. No me parece un buen lugar para quedarnos mucho rato.
Y tenía razón al respecto. No tenía ni idea de dónde había dejado el cuerpo, y me di cuenta de que me daba lo mismo. Un año atrás, me habría destrozado la idea de abandonar un cadáver y largarnos a toda velocidad por la interestatal. Pero ahora me alegraba de que fuera aquel tipo y no yo quien se hubiera quedado tirado en el bosque.
Como cristiana yo debía de ser horrorosa pero no era mala como superviviente.
Mientras avanzábamos en la oscuridad, reflexioné sobre el abismo que se abría justo delante mí a la espera de que diese un paso más. Estaba varada en el borde. Cada vez me resultaba más difícil aferrarme a lo correcto cuando lo que más sentido tenía era ser expeditivo. «¿De verdad no comprendes que Quinn te ha plantado?», me preguntaba implacable mi cerebro. ¿No se habría puesto ya en contacto de habernos considerado aún una pareja? ¿No había sentido siempre una debilidad por Eric, que hacía el amor como un tren entrando en estampida en un túnel? ¿No tenía ya bastantes evidencias de que Eric podía defenderme mejor que nadie?
Apenas podía reunir la energía suficiente para sorprenderme de mí misma.
Si te descubres planteándote elegir un amante por su capacidad para defenderte, significa que estás acercándote mucho a elegir esa pareja porque piensas que es quien posee los mejores rasgos para transmitir a generaciones futuras. Y de haber existido la posibilidad de poder tener un hijo con Eric (una idea que me hacía temblar), él habría ocupado el primer puesto de la lista, una lista que ni siquiera suponía haber estado elaborando. Me imaginé como una pava que busca el pavo real con la mejor cola, o como una loba a la espera de que la monte el líder de la manada (el más fuerte, más inteligente y más valiente).
Vaya asco. Era una mujer humana. Intentaba ser buena persona. Tenía que encontrar a Quinn porque me había comprometido con él… más o menos.
¡No…, basta ya de poner pegas!
– ¿En qué piensas, Sookie? -preguntó de repente Eric-. Por tus gestos veo pasar pensamientos a una velocidad que es imposible seguir.
El hecho de que pudiera verme -no sólo en la oscuridad, sino también mientras se suponía que debía estar al tanto de la carretera- resultaba exasperante y amedrentador. Y una prueba de su superioridad, dijo la mujer de las cavernas que vivía en mi interior.
– Eric, llévame a casa, y ya está. Tengo una sobrecarga emocional.
No dijo nada más. Tal vez porque pensaba que era lo mejor, tal vez porque la curación de su herida le resultaba dolorosa.
– Tenemos que hablar de nuevo de esto en otra ocasión -dijo cuando llegamos al camino de acceso a mi casa. Aparcó delante y se volvió hacia mí todo lo que daba de sí aquel pequeño coche-. Sookie, me duele… ¿Puedo…? -Se inclinó hacia mí, me acarició el cuello.
Y sólo de pensarlo, mi cuerpo me traicionó. Empecé a sentir un latido allí abajo, y eso era fatal. Nadie debería excitarse ante la idea de ser mordida. Eso está muy mal, ¿verdad? Apreté los puños con tanta fuerza que me clavé incluso las uñas.
Ahora que podía verlo mejor, ahora que el interior del coche estaba iluminado por el resplandor de la luz de seguridad, me di cuenta de que Eric estaba más pálido de lo habitual. Y mientras lo miraba, la bala empezó a salir de la herida. Se recostó en su asiento, con los ojos cerrados. Milímetro a milímetro, la bala fue saliendo hasta caer en mi mano. Recordé cómo Eric me había pedido que le chupara el brazo para extraerle una bala, ¡Ja! ¡Cómo me había engañado! La bala habría salido sola. Mi indignación me hizo sentir más como era yo siempre.
– Pienso que puedes llegar a casa -dije, aun sintiendo una necesidad casi irresistible de inclinarme sobre él y ofrecerle mi cuello o mi muñeca. Apreté los dientes y salí del coche-. Puedes parar en el Merlotte's y comprarte una botella de sangre, si realmente tanto la necesitas.
– Eres muy dura -dijo Eric, aunque no parecía enfadado ni ofendido.
– Lo soy -dije, y le sonreí-. Ve con cuidado, ¿me has oído?
– Naturalmente -respondió-. Y si la policía intenta pararme, no pienso detenerme.
Me obligué a avanzar hacia mi casa sin mirar atrás. Cuando crucé la puerta y la cerré a mis espaldas, sentí una sensación inmediata de alivio. Gracias a Dios. A cada paso que había dado me había preguntado si dar la vuelta y correr hacia él. Eso del vínculo de sangre resultaba verdaderamente molesto. Si no me andaba con cuidado, acabaría haciendo algo de lo que luego me arrepentiría.
– Soy toda una mujer, ¿no me has oído rugir? -dije.
– Caramba, ¿a qué viene esto? -preguntó Amelia, y di un salto sorprendida. Apareció en el vestíbulo procedente de la cocina, vestida con camisón y bata a juego, ambos de color melocotón con encaje beis. Todo lo que tenía Amelia era bonito. Y aunque nunca se mofaba de lo que compraban los demás, tampoco la vi jamás vestir algo de Wal-Mart.
– He tenido una noche difícil -dije. Me miré. Sólo un poco de sangre sobre la camiseta de seda azul. Tendría que ponerla en remojo-. ¿Qué tal todo por aquí?
– Me ha llamado Octavia -dijo Amelia, y a pesar de que intentaba que no le temblara la voz, percibí oleadas de tensión.
– Tu mentora. -No estaba yo para muchos cuentos.
– Sí, la misma que viste y calza. -Se agachó para coger a Bob, que siempre rondaba por ahí cuando Amelia estaba enfadada. Se lo acercó al pecho y hundió la cara entre su pelaje-. Se ha enterado, naturalmente. Incluso después del Katrina y de todos los cambios que éste ha ocasionado en su vida, ha tenido que sacar a relucir el error. -Así lo llamaba Amelia: «el error».
– Me pregunto cómo lo llamará Bob -dije.
Amelia me miró por encima de la cabeza de Bob y supe al instante que mi comentario no había sido nada diplomático.
– Lo siento -dije-. Lo he dicho sin pensar. Aunque quizá sea poco realista creer que puedes salir de ésta sin tener que dar explicaciones, ¿no?
– Es cierto -dijo. No parecía muy feliz por tener que conceder que yo tenía razón, pero al menos lo reconocía-. Me equivoqué. Intenté hacer algo que no debería haber hecho y Bob ha pagado las consecuencias.
Caray, cuando Amelia decidía confesar, llegaba hasta el final.
– Voy a tener que asumir lo sucedido -dijo-. Tal vez me impidan practicar la magia durante un año. Más tiempo, quizá.
– Oh, me parece un castigo muy severo -dije. En mi fantasía, su mentora simplemente había regañado a Amelia delante de una sala llena de magos, hechiceros, brujas y otros, y luego se había limitado a transformar de nuevo a Bob en hombre. Él perdonaba sin problemas a Amelia y le decía que la amaba. Y como él la perdonaba, el resto de los reunidos lo hacía también, y Amelia y Bob regresaban a mi casa y vivían aquí juntos… durante mucho tiempo. (En cuanto a esta última parte, no lo tenía del todo concretado).
– Es el castigo más leve posible -dijo Amelia.
– Oh.
– Estoy segura de que no te apetecería escuchar los demás castigos posibles. -Tenía razón. No me apetecía-. Y bien, ¿qué me cuentas de ese misterioso recado de Eric? -preguntó Amelia.
Amelia no podía haber informado a nadie de nuestro destino o de la ruta que íbamos a seguir.
– Oh… sólo quería llevarme a un nuevo restaurante de Shreveport. Tenía un nombre francés. Era muy bonito.
– ¿De modo que ha sido una especie de cita? -Sabía que estaba preguntándose qué papel desempeñaba Quinn en mi relación con Eric.
– Oh, no, no ha sido una cita -dije de forma poco convincente, incluso para mí misma-. Nada del tipo chico-chica. Salir, simplemente. -Besarse. Ser atacados.
– La verdad es que es guapo -dijo Amelia.
– Sí, eso no hay quien lo niegue. Conozco a varios tíos buenos. ¿Te acuerdas de Claude? -Le había enseñado a Amelia el póster que había llegado por correo hacía dos semanas, una fotografía de la portada de la novela romántica para la que había posado Claude. Se había quedado impresionada… ¿Y qué mujer no?
– La semana pasada fui a ver a Claude actuar como stripper. -Amelia no podía mirarme a los ojos.
– ¡Y no me llevaste! -Claude era una persona muy desagradable, especialmente si se le comparaba con su hermana, Claudine, pero era atractivo a más no poder. Estaba en la estratosfera de belleza masculina de Brad Pitt. Era gay, por supuesto. ¿A que no lo habías adivinado?-. ¿Fuiste mientras yo trabajaba?
– Pensé que no aprobarías que fuera -dijo, agachando la cabeza-. Porque eres amiga de su hermana. Fui con Tara. J.B. estaba trabajando. ¿Estás enfadada?
– No, no me importa. -Mi amiga Tara era propietaria de una tienda de ropa y su recién estrenado marido, J.B., trabajaba en un gimnasio femenino-. Me gustaría ver a Claude actuando como si se divirtiera con ello.
– Me dio la impresión de que se lo pasaba bien -dijo-. No hay nada en el mundo que a Claude le guste más que él mismo, ¿verdad? De modo que tener tantas mujeres mirándolo y admirándolo… Las mujeres no le van, pero seguro que le va que le admiren.
– Cierto. A ver si algún día vamos juntas a verlo.
– De acuerdo -dijo, y noté que volvía a estar contenta-. Ahora, cuéntame qué pediste de comer en ese restaurante tan elegante. -Se lo conté, deseando todo el rato no haberme visto obligada a mantener el silencio respecto a mi bisabuelo. Me moría de ganas de explicarle a Amelia lo de Niall: cómo era, lo que había dicho, que yo tenía una historia pasada que desconocía hasta hoy. Y tardaría un tiempo en procesar lo que había pasado mi abuela, alterar la imagen que tenía de ella para reubicarla a partir de todos los hechos que había descubierto. Y también tenía que reflexionar de nuevo sobre los recuerdos desagradables de mi madre. Se había enamorado como una loca de mi padre, y había tenido a sus hijos porque lo amaba… para acabar descubriendo que no quería compartir a su esposo con ellos, especialmente conmigo, otra chica. O, al menos, así era como veía ahora el tema.
– Ha habido más cosas -dije, mientras un bostezo me separaba la mandíbula en dos partes. Era muy tarde-. Pero tengo que acostarme. ¿Ha habido alguna llamada?
– Ha llamado ese hombre lobo de Shreveport. Quería hablar contigo y le he dicho que habías salido y que podía localizarte en el móvil. Me preguntó si podía quedar contigo, pero le dije que no sabía dónde estabas.
– Alcide -dije-. Me pregunto qué querría. -Pensé que lo llamaría por la mañana.
– Y llamó una chica. Dijo que había trabajado como camarera en el Merlotte's y que te había visto anoche en la boda.
– ¿Tanya?
– Sí, así se llamaba.
– ¿Qué quería?
– No lo sé. Dijo que volvería a llamar mañana o que ya te vería en el bar.
– Mierda. Espero que Sam no la haya contratado como suplente.
– Creía que yo era la camarera suplente del bar.
– Sí, salvo que alguien haya dejado de trabajar allí. Ya te aviso: a Sam le gusta.
– ¿Y a ti no?
– Es una puta traidora.
– Dime qué piensas de verdad.
– En serio, Amelia, empezó a trabajar en el Merlotte's para poder espiarme y pasar información a los Pelt.
– Oh, es ésa. Pues no volverá a espiarte. Daré los pasos necesarios.
Aquello me daba más miedo que trabajar con Tanya. Amelia era una bruja fuerte y habilidosa, no me malinterpretes, pero tendía también a hacer cosas que iban más allá de su nivel de experiencia. Bob era un ejemplo de ello.
– Consúltalo primero conmigo -dije, y Amelia se quedó sorprendida.
– Sí, claro -dijo-. Y ahora, me vuelvo a la cama.
Subió las escaleras con Bob en brazos y yo me dirigí a mi pequeño baño para desmaquillarme y ponerme el camisón. Amelia no se había fijado en las salpicaduras de sangre de la blusa y la dejé en remojo en el lavabo.
Vaya día. Había estado con Eric, que siempre me alteraba un poco, y había descubierto que tenía un nuevo familiar, aunque no fuera humano. Me había enterado de muchas cosas sobre mi familia, desagradables en su mayoría. Había cenado en un restaurante elegante, pese a que apenas recordaba lo que había comido. Y, finalmente, me habían atacado pistola en mano.
Cuando me metí en la cama, recé mis oraciones, tratando de poner a Quinn en lo más alto de mi lista de prioridades. Creí que la excitación de haber conocido a un bisabuelo me mantendría despierta toda la noche, pero el sueño pudo conmigo cuando estaba pidiéndole ayuda a Dios para que me echara un cable para encontrar mi camino entre la maraña moral de formar parte de un asesinato.