Capítulo 19

Amelia y Octavia estuvieron un par de días revoloteando por casa hasta que decidieron que la mejor política que podían seguir era dejarme sola. Leer sus pensamientos ansiosos sólo servía para ponerme aún más arisca, pues no deseaba aceptar el consuelo de nadie. Tenía que sufrir yo misma lo que había hecho y esto significaba no poder aceptar nada que aminorara mi tristeza. De modo que me dediqué a pasear por toda la casa mi estado de humor triste, enfurruñado y ensimismado.

Mi hermano se pasó una vez por el bar, y le di la espalda. Dove Beck decidió no beber más en el Merlotte's, una decisión que me parecía bien, pese a ser para mí el menos culpable de todos ellos (lo que no lo convertía en un personaje libre de toda culpa). Cuando entró por la puerta Alcee Beck comprendí enseguida que su hermano se había confesado con él, pues Alcee estaba todavía más malhumorado que de costumbre y me miraba a los ojos cada vez que podía, simplemente para darme entender que se encontraba en la misma posición que yo.

Calvin no apareció, a Dios gracias. No lo habría soportado. Me bastaba con las conversaciones de sus compañeros de trabajo de Norcross en las que se mencionaba el accidente que había sufrido trabajando en casa con su camioneta.

La tercera noche, y de la forma más inesperada, Eric se presentó en el Merlotte's. Una sola mirada y de repente noté la garganta floja y los ojos llenos de lágrimas. Pero Eric entró como si fuese el propietario del local y fue directamente al despacho de Sam. Instantes después, Sam asomó la cabeza indicándome con señas que pasara yo también.

Entré, sin esperar que Sam cerrase la puerta de su despacho.

– ¿Qué sucede? -me preguntó Sam. Llevaba días intentando averiguarlo y yo me había defendido en todo momento de sus bienintencionadas preguntas.

Eric se había colocado a un lado, con los brazos cruzados sobre su pecho. Realizó un gesto con una mano que quería decir: «Cuéntanoslo, estamos esperando». A pesar de su brusquedad, su presencia sirvió para relajar el nudo que sentía en mi interior, el nudo que había mantenido las palabras encerradas en mi estómago.

– Le hice pedazos la mano a Calvin Norris -dije-. Con un ladrillo.

– Eso es que…, él fue el representante de tu cuñada en la boda -dijo Sam, atando rápidamente cabos. Eric ponía cara de no entender nada. Los vampiros saben alguna que otra cosa sobre cambiantes (necesitan saberlo) pero se consideran muy superiores a ellos, por lo que no se esfuerzan en aprender detalles concretos sobre los rituales y el ritmo que comporta ser un cambiante.

– Tuvo que partirle la mano, que no es más que la representación de la garra cuando adoptan la forma de pantera -explicó Sam con impaciencia-. Ella representaba a Jason. -Sam y Eric intercambiaron una mirada que me asustó por su total consonancia. A ninguno de los dos le gustaba Jason ni una pizca.

Sam me miró a mí y luego a Eric, como si esperara que Eric hiciera alguna cosa para que yo me sintiera mejor.

– No le pertenezco -dije de forma cortante, pues todo aquello me hacía sentirme manejada en cierto sentido-. ¿Creías que la presencia de Eric me haría sentir feliz y despreocupada?

– No -respondió Sam, también algo enojado-. Pero esperaba que te ayudara a hablar de lo que te pasa.

– Lo que me pasa -dije en voz baja-. De acuerdo, lo que me pasa es que mi hermano lo dispuso todo para que Calvin y yo fuéramos a ver a Crystal, que está embarazada de cuatro meses, y lo arregló de tal manera que coincidiéramos allí al mismo tiempo. Y que cuando llegáramos, nos encontráramos a Crystal en la cama con Dove Beck. Como Jason sabía que sucedería.

– Y por esto -dijo Eric- le tuviste que partir los dedos al hombre pantera. -Con el mismo tono podría haberme preguntado también si tuve que hacerlo adornada con huesos de pollo y dando tres vueltas antes en torno a él, pues era evidente que aquello eran las extravagantes costumbres de una tribu primitiva.

– Sí, Eric, eso es lo que tuve que hacer -dije apesadumbrada-. Tuve que partirle los dedos a mi amigo con un ladrillo y delante de un montón de gente.

Por primera vez, Eric pareció darse cuenta de que no había enfocado bien el tema. Sam lo miraba exasperado.

– Y yo que pensaba que serías de gran ayuda -dijo.

– Tengo muchos temas en marcha en Shreveport -replicó Eric algo a la defensiva-. Entre ellos, ser el anfitrión del nuevo rey.

Sam murmuró entre dientes algo que me sonó sospechosamente similar a «Jodidos vampiros».

Aquello era totalmente injusto. Esperaba recibir toneladas de compasión al confesar finalmente el motivo de mi malhumor. Pero Sam y Eric estaban tan ofuscados, enfadados el uno con el otro, que ninguno de los dos me prestó ni un momento de atención.

– Bueno, gracias, chicos -dije-. Ha sido muy divertido. Eric, has sido de gran ayuda…, aprecio mucho tus palabras amables. -Y salí, como hubiera dicho mi abuela, dejando el pabellón muy alto. Regresé al bar y atendí las mesas con una cara tan seria que me di cuenta de que algunos me tenían tanto miedo que se reprimieron incluso de pedirme más bebidas.

Viendo que Sam seguía en su despacho con Eric, decidí limpiar las superficies de detrás de la barra… Era muy posible, de todos modos, que Eric se hubiese marchado ya por la puerta de atrás. Fregué, froté y preparé algunas cervezas para Holly, y lo coloqué todo tan meticulosamente bien que pensé que Sam tendría algún pequeño problema para encontrar las cosas. Quizá durante un par de semanas.

Sam apareció listo para ocupar su puesto, miró el mostrador con muda insatisfacción y sacudió la cabeza para indicar que me largara de detrás de la barra. Mi mal humor iba en aumento.

¿Sabes lo qué sucede a veces cuando alguien intenta animarte…? ¿Y tú ya has decidido que por narices nada en el mundo te hará sentirte mejor? Sam me había puesto a Eric delante como si éste fuera una pildora de la felicidad que se me pudiera administrar sin más, y estaba molesto porque no me la había tragado. Y yo, en lugar de sentirme agradecida al ver que Sam me tenía tanto cariño, hasta el punto de haber llamado a Eric, me enfadaba con él por haber dado por sentado aquello.

Estaba de un humor completamente negro.

Quinn no estaba. Lo había hecho desaparecer. ¿Un error estúpido o una decisión inteligente? El veredicto estaba aún por ver.

En Shreveport había muerto un montón de hombres lobo por culpa de Priscilla, y yo había sido testigo de la muerte de varios de ellos. Créeme, esas cosas te calan hondo.

Habían muerto además varios vampiros, incluyendo algunos con los que había tenido bastante trato.

Mi hermano era un cabrón taimado y manipulador.

Mi bisabuelo jamás me llevaría de pesca con él.

De acuerdo, empezaba a ponerme tonta. De pronto, sonreí al imaginarme al príncipe de las hadas vestido con un viejo pantalón vaquero con peto y una gorra de béisbol de los Bon Temps Hawks, con una lata de gusanos en una mano y un par de cañas de pescar en la otra.

Miré a Sam de reojo mientras retiraba los platos de una mesa. Le guiñé el ojo.

Sam dio media vuelta, moviendo la cabeza de un lado a otro, pero capté un amago de sonrisa en las comisuras de su boca.

Y así fue cómo mi mal humor se dio por terminado oficialmente. Mi sentido común empezó a funcionar. Fustigarme aún más por el incidente de Hotshot no tenía ningún sentido. Tendría que seguir adelante con lo que había hecho. Calvin lo comprendía todo mejor que yo. Mi hermano era un imbécil y Crystal una fulana. Eran hechos con los que tendría que vivir. Eran dos personas infelices que se comportaban así porque habían elegido la pareja equivocada pero, por otro lado, ambos eran también cronológicamente adultos, y yo no podía hacer para solucionar su matrimonio más de lo que había hecho para impedirlo.

Los hombres lobo habían gestionado sus problemas a su manera y yo había hecho lo posible por ayudarlos. Los vampiros, lo mismo…, más o menos.

De acuerdo. No todo había salido bien, pero sí bastante bien.

Cuando salí de trabajar, no me molestó mucho encontrarme a Eric esperándome junto a mi coche. Daba la impresión de estar a gusto con el frío de la noche. Yo temblaba por no haber cogido una chaqueta gruesa. Mi cortavientos no era suficiente.

– Ha estado bien estar un rato a solas -dijo Eric inesperadamente.

– Supongo que en Fangtasia siempre estás rodeado de gente -dije.

– Siempre rodeado de gente que quiere cosas -dijo.

– Pero te gusta, ¿verdad? Lo de ser el gran jefe.

Eric se quedó reflexionando.

– Sí, me gusta eso. Me gusta ser el jefe. No me gusta que me… supervisen. ¿Es ésa la palabra? Cuando Felipe de Castro y su acólito se larguen, me alegraré. Victor se quedará para hacerse con Nueva Orleans.

Eric compartía el poder, una solución sin precedentes. Era un toma y daca normal entre iguales.

– ¿Cómo es el nuevo rey? -Con el frío que hacía, no podía resistirme a seguir con la conversación.

– Es guapo, cruel e inteligente -dijo Eric.

– Como tú. -Me habría arreado un buen bofetón.

Eric asintió pasado un momento.

– Pero más -dijo Eric muy serio-. Tendré que estar muy alerta si quiero permanecer por delante de él.

– Es gratificante oírte decir eso -dije forzando mi entonación.

Era un «Momento ¡Oh, mierda!», definitivamente. (Un MOM, como lo llamo yo). De entre los árboles emergió un hombre atractivo y pestañeé al verlo. Mientras Eric lo saludaba con una reverencia, examiné a Felipe de Castro desde sus relucientes zapatos hasta su rostro valiente. Mientras hacía yo también mi reverencia, aun con cierto retraso, me di cuenta de que Eric no exageraba cuando dijo que el nuevo rey era guapo. Felipe de Castro era un latino capaz de hacer sombra al actor Jimmy Smits, y eso que me considero una gran admiradora del señor Smits. Aunque quizá no mediría más de metro setenta, Castro se movía con aires de tanta importancia y tan erguido que nadie podría decir de él que era bajito, sino más bien que los demás hombres a su lado resultaban excesivamente altos. Tenía el pelo oscuro y abundante, engominado, llevaba bigote y perilla. Su piel era de color caramelo, tenía ojos oscuros, cejas tupidas y arqueadas y una nariz marcada. Llevaba capa (no va en broma, llevaba una capa negra hasta los pies). Era un personaje tan impresionante que ni siquiera se me ocurrió sonreírle. Además de la capa, parecía ir vestido para una noche de fiesta en la que se incluiría baile flamenco: camisa blanca, chaqueta negra, pantalones negros. Llevaba una piedra oscura en una oreja a modo de pendiente. La luz de seguridad no me permitía hacerme una idea mejor de lo que era. ¿Un rubí? ¿Una esmeralda?

Me enderecé y me quedé mirándolo de nuevo. Cuando vi de reojo a Eric, me di cuenta de que seguía aún con su reverencia. Caramba. Yo no era su súbdita y no pensaba volver a repetirla. Hacerla una sola vez había ido ya en contra de mi estatus de ciudadana norteamericana.

– Hola, soy Sookie Stackhouse -dije al ver que el silencio empezaba a hacerse incómodo. Le tendí automáticamente la mano. Recordé entonces que los vampiros no se estrechaban la mano y la retiré enseguida-. Perdón -dije.

El rey inclinó la cabeza.

– Señorita Stackhouse -dijo, rasgueando con su acento mi nombre de un modo delicioso: «Miiis Stekhuss».

– Sí, señor. Siento tener que irme tan poco tiempo después de conocerlo, pero hace mucho frío y tengo ganas de llegar pronto a casa. -Le dirigí una sonrisa radiante, una de esas sonrisas luminosas y lunáticas que me salen cuando estoy nerviosa de verdad-. Adiós, Eric -dije, y me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla-. Llámame cuando tengas un momento. A menos que necesites que me quede por algún motivo.

– No, amante, tienes que ir a casa y entrar en calor -dijo Eric, encerrando mis dos manos entre la suya-. Te llamaré cuando el trabajo me lo permita.

Cuando me soltó, realicé una especie de torpe inclinación en dirección al rey (¡Americanos! ¡No estamos acostumbrados a las reverencias!) y me metí en el coche antes de que cualquiera de los dos vampiros cambiara de idea respecto a mi partida. Mientras me retiraba a mi espacio y salía del aparcamiento, me sentí como una auténtica cobarde (una cobarde muy aliviada, de todos modos). Cuando tomé Hummingbird Road, empezaba ya a debatir si mi partida había sido muy inteligente.

Me sentía preocupada por Eric. Un fenómeno bastante novedoso, que me hacía sentir incómoda y que había empezado a manifestarse la noche del golpe de estado. Preocuparse por Eric era como hacerlo por el bienestar de una piedra o de un tornado.

¿Acaso me había preocupado por él anteriormente? Era uno de los vampiros más poderosos que había conocido en mi vida. Pero Sophie-Anne era aún más poderosa que él, y estaba además protegida por el guerrero gigante Sigebert, y mira lo que le había ocurrido. De repente me sentí tremendamente triste. ¿Qué me pasaba?

Y tuve entonces una idea terrible. ¿Y si resultaba que estaba preocupada simplemente porque Eric estaba también preocupado? ¿Y si me sentía triste porque Eric se sentía triste? ¿Era posible que pudiera captar sus emociones con tanta fuerza y con una distancia tan grande entre nosotros? ¿Debía dar media vuelta y averiguar qué sucedía? No podría ser de gran ayuda en el caso de que el rey se estuviera comportando con crueldad con Eric. Tuve que pararme en el arcén. Era incapaz de seguir conduciendo.

Nunca había sufrido un ataque de pánico y me dio la sensación de que aquél debía de ser el primero. La indecisión me paralizaba, y no es que pueda decirse de mí que sea una persona indecisa. Luchando conmigo misma, intentando pensar con claridad, me di cuenta de que, lo quisiera o no, tenía que dar media vuelta. Era una obligación que no podía ignorar, no porque estuviera unida a Eric, sino porque Eric me gustaba.

Giré el volante y realicé un cambio de sentido en medio de Hummingbird Road. Teniendo en cuenta que desde que había salido del bar sólo me había cruzado con dos coches, no lo consideré una infracción grave de tráfico. Realicé el camino de vuelta a bastante más velocidad que el de ida y cuando llegué al Merlotte's, vi que el aparcamiento estaba completamente vacío. Aparqué delante del bar y saqué de debajo del asiento mi viejo bate de softball. Mi abuela me lo regaló cuando cumplí los dieciséis. Era un bate muy bueno, aunque había vivido tiempos mejores. Rodeé el edificio, escondiéndome entre los arbustos que crecían en el suelo. Adelfas. Odio las adelfas. Crecen desordenadamente, son feas y les tengo alergia. Pese a ir vestida con el cortavientos, pantalones y calcetines, en el instante en que empecé a avanzar entre las plantas, comencé a moquear.

Al llegar a la esquina, asomé la cabeza con mucha cautela.

Y me quedé conmocionada. No podía creer lo qué veían mis ojos.

Sigebert, el guardaespaldas de la reina, no había muerto en el golpe de estado. No, señor, seguía aún entre los no muertos. Y estaba en el aparcamiento del Merlotte's, pasándoselo la mar de bien con el nuevo rey, Felipe de Castro, Eric y Sam, que seguramente se había visto capturado en la red al salir del bar y dirigirse a su tráiler.

Respiré hondo (un suspiro profundo pero silencioso) y me obligué a analizar lo que tenía ante mí. Sigebert era una mole y había sido el guardaespaldas de la reina durante siglos. Su hermano, Wybert, había muerto a su servicio y yo estaba segura de que Sigebert tenía que ser uno de los objetivos de los vampiros de Nevada: lo habían dejado bien marcado. Los vampiros se curan a gran velocidad, pero Sigebert había resultado tan mal herido que incluso días después de la pelea seguía visiblemente afectado. Tenía un corte enorme en la frente y una cicatriz de aspecto horripilante justo por encima de donde me imaginaba tendría el corazón. Iba casi vestido en harapos, manchado y sucio. Tal vez los vampiros de Nevada creyeron que se había desintegrado cuando en realidad consiguió huir y esconderse. «No tiene importancia», me dije para mis adentros.

Lo importante del tema era que había conseguido encadenar con cadenas de plata tanto a Eric como a Felipe de Castro. ¿Cómo? «No tiene importancia», volví a repetirme para mis adentros. Tal vez esta tendencia a formularme mentalmente tantas preguntas me venía de Eric, que tenía un aspecto mucho más maltrecho que el rey. Naturalmente, Sigebert consideraba a Eric un traidor.

La cabeza de Eric sangraba y era evidente que tenía un brazo roto. Castro sangraba abundantemente por la boca, por lo que imaginé que era posible que Sigebert le hubiera dado un pisotón. Eric y Castro estaban tendidos en el suelo y bajo la cruda luz de seguridad parecían más blancos que la nieve. Sam estaba atado al parachoques de su furgón y no había sufrido daño alguno, al menos hasta el momento. Gracias a Dios.

Intenté pensar en cómo abatir a Sigebert con mi bate de softball de aluminio, pero no se me ocurrió nada. Si me abalanzaba corriendo hacia él, se echaría a reír. Incluso gravemente herido como estaba, seguía siendo un vampiro y yo no era rival para él a menos que se me ocurriera alguna idea fabulosa. De modo que me limité a observar, y a esperar, pero al final no pude soportar más ver cómo le hacía daño a Eric; créeme, cuando un vampiro te arrea un puntapié, hace daño de verdad. Además, Sigebert se lo estaba pasando en grande con un cuchillo enorme que tenía en la mano.

¿Cuál era la mayor arma que tenía a mi disposición? Podía ser mi coche. Sentí una punzada de lástima, pues era el mejor coche que había tenido en mi vida, y Tara me lo había vendido por un dólar cuando se compró otro nuevo. Pero era lo único que se me ocurría para arremeter contra Sigebert.

De modo que retrocedí, rezando para que Sigebert siguiera enfrascado en sus torturas y no oyera el ruido de la puerta del coche al cerrarse. Apoyé la cabeza en el volante y me esforcé en pensar. Reflexioné sobre el aparcamiento y su topografía y pensé en el lugar exacto donde estaban situados los vampiros heridos. Respiré hondo y moví la llave en el contacto. Rodeé el edificio, deseando que mi coche pudiera arrastrarse a escondidas entre las adelfas igual que había hecho antes yo, tracé una curva amplia para tener espacio para acelerar. Los focos delanteros captaron la silueta de Sigebert, pisé el acelerador y fui directa hacia él. El vampiro intentó apartarse de mi trayectoria, pero no era un tipo brillante, de modo que lo pillé con los pantalones bajados (literalmente: nunca me hubiera imaginado cuál era la siguiente tortura que tenía planeada) y le di con fuerza. Saltó por los aires y aterrizó sobre el techo del coche con un golpe duro y sordo.

Grité y frené, pues mi plan no iba más allá de aquello. El vampiro se deslizó por la parte trasera del coche dejando un horrible rastro de sangre oscura y desapareció de mi vista. Temerosa de que su imagen apareciera de nuevo por el retrovisor, puse la marcha atrás y pisé de nuevo el acelerador. «Bump, bump». Paré el coche y salí del mismo, bate en mano, y descubrí que las piernas y la mayor parte del torso de Sigebert habían quedado atrapadas debajo del coche. Corrí hacia Eric y empecé a pelearme con la cadena de plata, mientras él me miraba con los ojos abiertos de par en par. Castro maldecía sin parar en español y Sam me decía: «¡Corre, Sookie, corre!», un detalle que poco bien le hacía a mi concentración.

Dejé correr las malditas cadenas, cogí el cuchillo y liberé a Sam para que pudiera ayudarme. El cuchillo se acercó lo bastante a su piel como para provocarle un respingo un par de veces. Yo lo hacía lo mejor que sabía y la verdad es que no le hice sangre. Hay que reconocer que Sam corrió hasta donde estaba Castro en un tiempo récord y que empezó a liberarle mientras yo volvía con Eric. Dejé el cuchillo en el suelo, a mi lado. Ahora que ya tenía un aliado capaz de utilizar manos y piernas, pude concentrarme mejor y desaté por fin las piernas de Eric (pensando que de este modo, al menos, podría echar a correr) y después, más lentamente, sus brazos y sus manos. La plata le había herido en varios puntos y Sigebert había procurado que le tocase las manos. Tenían un aspecto horroroso. Las cadenas habían castigado a Castro más si cabe, pues Sigebert le había despojado de su preciosa capa y de prácticamente toda la camisa.

Justo cuando estaba liberándolo del último eslabón, Eric me empujó hacia un lado, se hizo con el cuchillo y se puso en pie a tal velocidad que no vi más que una imagen confusa. Lo siguiente que vi fue a Eric encima de Sigebert, que había levantado el coche para liberar sus piernas. Había empezado a salir de debajo del vehículo y en poco tiempo habría empezado a andar.

¿He mencionado que había un cuchillo enorme? Y debía de estar bien afilado, además, pues oí a Eric decirle a Sigebert:

– Ve con tu creadora. -Y le cortó la cabeza al vampiro.

– Oh -dije temblorosa, y caí sentada de golpe sobre la fría gravilla del aparcamiento-. Oh, caray. -Todos nos quedamos donde estábamos, jadeantes, durante unos buenos cinco minutos. Entonces, Sam, que estaba junto a Felipe de Castro, se enderezó y le ofreció una mano. El vampiro la cogió y se presentó a Sam, que automáticamente se presentó a su vez.

– Señorita Stackhouse -dijo el rey-, estoy en deuda con usted.

Tenía toda la razón.

– No tiene importancia -repliqué, con un tono de voz que no sonó tan estable como a mí me habría gustado.

– Gracias -dijo-. Si el coche ha quedado inservible, hasta el punto de no poder repararse, le compraré muy complacido otro nuevo.

– Oh, gracias -dije con total sinceridad mientras me incorporaba-. Intentaré volver a casa con él. No sé cómo podré explicar los daños. ¿Cree que en el taller se lo creerán si les cuento que choqué contra un caimán? -Sucedía de vez en cuando. ¿No resultaba extraño que ahora me preocupara el seguro del coche?

– Dawson se ocupará del tema -dijo Sam. Su voz sonaba tan extraña como la mía. También él había creído que iba a morir-. Ya sé que habitualmente repara motos, pero estoy seguro de que podrá arreglarte el coche. Trabaja siempre por su cuenta.

– Hagan lo que sea necesario -dijo con grandilocuencia Castro-. Lo pagaré. Eric, ¿te importaría explicarme lo que acaba de suceder? -Su voz sonaba notablemente más intransigente.

– Eso tendrías que preguntárselo a los tuyos -replicó Eric, con cierta justificación-. ¿No te dijeron que Sigebert, el guardaespaldas de la reina, había muerto? Pues aquí lo tienes.

– Tienes razón. -Castro miró el cuerpo en el suelo-. De modo que se trataba del legendario Sigebert. Se reunirá con su hermano, Wybert. -Se le veía satisfecho.

Realmente, aquel par de hermanos eran únicos, pero no sabía que fuesen famosos entre los vampiros. Su descomunal físico, su inglés cortado y primitivo, su profunda devoción hacia la mujer que los convirtió hace tantos siglos… Era una historia capaz de fascinar a cualquier vampiro en sus cabales, por supuesto. Noté entonces que empezaba a flaquear y Eric, veloz como una centella, corrió a cogerme en brazos. Un momento muy al estilo de Scarlet y Rhett, estropeado sólo por el hecho de que estaban presentes dos hombres más, de que nos encontrábamos en un insípido aparcamiento y de que me sentía infeliz por los daños sufridos por mi coche. Y también un poco conmocionada.

– ¿Cómo lo ha hecho para poder con tres tipos fuertes como vosotros? -pregunté. No me molestaba que Eric me hubiera cogido en brazos. Me hacía sentirme diminuta, una sensación de la que no disfrutaba muy a menudo.

Hubo un momento de desconcierto general.

– Yo estaba de pie de espaldas al bosque -explicó Castro-. El tenía las cadenas preparadas para tirarlas… con un lazo. Lanzó primero sobre mí y, naturalmente, fue una auténtica sorpresa. Antes de que Eric pudiera abalanzarse sobre él, lo cogió también. El dolor provocado por la plata… enseguida nos tuvo sometidos. Cuando él -realizó un ademán con la cabeza en dirección a Sam- llegó en nuestra ayuda, Sigebert lo golpeó, lo dejó inconsciente, cogió una cuerda del maletero del furgón de Sam y lo ató.

– Estábamos demasiado inmersos en nuestra discusión para estar alerta -dijo Eric. Su voz sonaba lúgubre, y no lo culpé de ello. Pero decidí mantener la boca cerrada.

– Vaya ironía que necesitemos que una chica humana venga a rescatarnos -dijo despreocupadamente el rey, pronunciando el mismo pensamiento que yo había decidido no expresar en voz alta.

– Sí, muy gracioso -dijo Eric con una voz en absoluto graciosa-. ¿Por qué has vuelto, Sookie?

– Sentí tu…, tu rabia al ser atacado. -Una «rabia» que yo interpreté como «desesperación».

El nuevo rey parecía muy interesado.

– Un vínculo de sangre. Qué interesante.

– No, en realidad no -dije-. Sam, me pregunto si te importaría llevarme a casa. No sé dónde habrán dejado sus coches estos caballeros, o si han venido hasta aquí volando. Me pregunto cómo habrá averiguado Sigebert dónde estabais.

Felipe de Castro y Eric compartían una expresión casi idéntica de estar pensando profundamente en el tema.

– Lo averiguaremos -dijo Eric, y me dejó en el suelo-. Y cuando lo hagamos, rodarán cabezas. -Eric sabía cómo hacer rodar cabezas. Era una de sus aficiones favoritas. Apostaría dinero a que Castro compartía esa misma predilección, pues vi que el rey se regocijaba sólo de pensarlo.

Sam buscó las llaves en su bolsillo sin decir palabra y subí con él a su furgón. Dejamos a los dos vampiros enfrascados en su conversación. El cadáver de Sigebert, todavía parcialmente oculto debajo de mi pobre coche, había casi desaparecido, dejando un residuo graso y oscuro sobre la gravilla del aparcamiento. Es lo bueno que tienen los vampiros: nadie tiene que ocuparse de hacer desaparecer el cadáver.

– Llamaré a Dawson esta misma noche -dijo inesperadamente Sam.

– Oh, Sam, muchas gracias -dije-. Me alegro mucho de que estuvieras aquí.

– Es el aparcamiento de mi bar -dijo, y tal vez fuera sólo por mi reacción de culpabilidad, pero creí detectar cierto tono de reproche. De pronto me di cuenta de que Sam se había encontrado en aquella situación en su propia casa, una situación en la que él no se jugaba nada y por la que no tenía ningún interés, y que había estado a punto de morir como resultado de ello. ¿Y por qué estaba Eric en el aparcamiento de la parte trasera del Merlotte's? Porque quería hablar conmigo. Y Felipe de Castro había aparecido por allí porque quería hablar con Eric…, aunque no estaba muy segura acerca de qué. Pero el caso era que si estaban allí era por mi culpa.

– Oh, Sam -dije casi llorando-. Lo siento mucho. No sabía que Eric estaría esperándome y es evidente que tampoco sabía que el rey llegaría detrás. Aún no sé qué hacía allí. Lo siento mucho -repetí, y lo repetiría un centenar de veces si con ello conseguía eliminar aquel tono de la voz de Sam.

– No ha sido culpa tuya -dijo-. Fui yo quien le pidió a Eric que viniese. Es culpa de ellos. No sé qué hacer para alejarte de ellos.

– Ha sido horrible, pero me parece que no te lo estás tomando como deberías.

– Lo único que quiero es que me dejen en paz -dijo inesperadamente-. No quiero verme involucrado en temas políticos sobrenaturales. No quiero tener que tomar partido en toda esa mierda de los hombres lobo. No soy un hombre lobo. Soy un cambiante, y los cambiantes no están organizados. Somos demasiado distintos. Y odio el politiqueo de los vampiros más aún que el de los hombres lobo.

– Estás enfadado conmigo.

– ¡No! -Me dio la impresión de que le costaba decir lo que iba a decir-. ¡Tampoco quiero todo eso para ti! ¿No eras más feliz antes?

– ¿Te refieres a antes de que conociera a los vampiros? ¿A antes de que conociera todo ese mundo que está más allá de todos los límites?

Sam asintió.

– En cierto sentido sí. Estaba bien eso de tener un camino claro por delante de mí -dije-. El politiqueo y las batallas me tienen harta. Pero mi vida no era ningún regalo, Sam. Cada día tenía que pelear para actuar como si fuera una persona normal y corriente, como si no supiera todo lo que sé sobre las demás personas. El engaño y la infidelidad, los pequeños actos deshonestos, la falta de consideración. Las opiniones realmente horribles que los unos tienen de los otros. Su falta de caridad. Cuando sabes todo eso, resulta complicado salir adelante. Conocer el mundo sobrenatural lo pone todo en una perspectiva distinta. No sé por qué. Las personas no son ni mejores ni peores que los seres sobrenaturales, y tampoco son todo lo que existe.

– Supongo que te comprendo -dijo Sam, aunque algo dubitativo.

– Además -dije muy despacio-, me gusta que me valoren precisamente por lo mismo que lleva a la gente normal a pensar que estoy loca.

– Esto sí que lo entiendo -dijo Sam-. Pero eso tiene un precio.

– Oh, de eso no me cabe la menor duda.

– ¿Estás dispuesta a pagarlo?

– Hasta cierto punto.

Enfilamos el camino de acceso a mi casa. No había luces encendidas. La pareja de brujas debía de haberse acostado ya pues, de lo contrario, estarían charlando o formulando hechizos.

– Llamaré a Dawson -dijo Sam-. Mirará el coche para ver si puedes conducirlo o lo llevará en una grúa hasta su taller. ¿Crees que encontrarás a alguien que te lleve hasta el trabajo?

– Sí, seguro que sí -dije-. Puede llevarme Amelia.

Sam me acompañó hasta la puerta trasera como si me estuviese llevando a casa después de una cita. La luz del porche estaba encendida, todo un detalle por parte de Amelia. Sam me abrazó, lo cual fue para mí una auténtica sorpresa, y acercó su cabeza a la mía. Nos quedamos los dos disfrutando un buen rato de nuestro mutuo calor.

– Sobrevivimos a la guerra de los hombres lobo -dijo-. Superaste el golpe de estado de los vampiros. Ahora nos hemos salvado del ataque del guardaespaldas enloquecido. Espero que sigamos así.

– Ahora eres tú el que empieza a asustarme -dije al recordar todas las demás cosas a las que también había sobrevivido. Podría estar muerta, no me cabe la menor duda.

Me rozó la mejilla con sus cálidos labios.

– A lo mejor es bueno que sea así -dijo, y se volvió para regresar a su coche.

Lo miré subir al mismo y echar marcha atrás. A continuación, abrí la puerta y me dirigí a mi habitación. Después de la adrenalina, el miedo y el ritmo acelerado de vida (y muerte) del aparcamiento del Merlotte's, mi habitación parecía un lugar tranquilo, limpio y seguro. Aquella noche había hecho todo lo posible por matar a alguien. Había sido pura casualidad que Sigebert sobreviviera a mi intento de homicidio con coche. Por dos veces. Me di cuenta de que no sentía ningún tipo de remordimiento. Sería un fallo por mi parte, pero en aquel momento me daba igual. Es evidente que había cosas de mi carácter que no aprobaba y quizá, de vez en cuando, tenía momentos en los que no me gustaba mucho cómo era. Pero afrontaba los días tal y como llegaban, y hasta el momento había sobrevivido a todo lo que la vida me había puesto por delante. Sólo cabía esperar que la supervivencia valiera el precio que tenía que pagar por ella.

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