Capítulo 3

Sabía que Amelia había vuelto y estaba de pie junto al sillón orejero que ocupaba su padre, y también que se había quedado paralizada sin poder moverse. Me di cuenta de que pasé un segundo sin respirar.

– Nunca le conocí-dije. Tenía la sensación de estar caminando por la selva y acabar de caer en una trampa escondida. Me alegraba de ser la única telépata de la casa. No le había contado a nadie, absolutamente a nadie, lo que había encontrado en la caja de seguridad de Hadley el día que la vacié en un banco de Nueva Orleans-. Llevaban un tiempo divorciados cuando Hadley murió.

– Algún día tendrías que buscar tiempo para conocerlo. Es un hombre interesante -dijo Cope, como si no fuera consciente de estar lanzándome un auténtico obús. Naturalmente, esperaba mi reacción. Se imaginaba que yo desconocía por completo aquel matrimonio, que me había sorprendido del todo-. Es muy buen carpintero. Me gustaría recuperar su pista y contratarlo de nuevo.

El sillón en el que estaba sentado estaba tapizado en un tejido de color crema con un bordado de diminutas florecitas azules con tallos verdes. Seguía siendo bonito, aunque estaba descolorido. Me concentré en aquel estampado para no demostrarle a Copley Carmichael lo rabiosa que me sentía.

– No significa nada para mí, por muy interesante que sea -dije, con un tono de voz tan plano que podría incluso haberse jugado al billar sobre él-. Su matrimonio terminó. Como estoy segura de que ya sabe, Hadley tenía otra pareja cuando murió. -Fue asesinada. Pero el gobierno no solía tomarse la molestia de perder el tiempo con las muertes de los vampiros, a menos que dichas muertes estuvieran causadas por humanos. Los vampiros regulaban su propio orden.

– Pensé que de todos modos querrías ver al bebé -dijo Copley.

Gracias a Dios que capté aquello en la cabeza de Copley un segundo o dos antes de que pronunciara esas palabras. Pero incluso sabiendo lo que iba a decir, su comentario tan «despreocupado» me sentó como una patada en el estómago. No quería, sin embargo, darle la satisfacción de verme mal.

– Mi prima Hadley era una cabeza loca. Jugaba con las drogas y con la gente. No era precisamente la persona más estable del mundo. Era guapa, y tenía estilo, por eso siempre tuvo admiradores. -Ya estaba, lo había dicho todo sobre mi prima Hadley, los pros y los contras. Y no había pronunciado la palabra «bebé». ¿Qué bebé?

– ¿Cómo le sentó a la familia que se convirtiera en vampiro? -preguntó Cope.

La transformación de Hadley fue un asunto de dominio público. Teóricamente, los vampiros «convertidos» tenían que registrarse cuando entraban en su estado alterado de vida. Tenían que decir quién había sido su creador. Era una especie de control gubernamental de natalidad de vampiros. Estaba segura de que el Despacho de Asuntos Vampíricos caería como una tonelada de ladrillos sobre aquel que se dedicase a crear demasiados vampiritos. Hadley había sido convertida por Sophie-Anne Leclerq en persona.

Amelia había dejado la copa de vino al alcance de su padre y había vuelto a sentarse en el sofá, a mi lado.

– Papá, Hadley vivió en el piso de arriba de mi casa durante dos años -dijo-. Obviamente sabíamos que era una vampira. Por el amor de Dios, creía que vendrías a contarme las novedades de la ciudad.

Bendita sea Amelia. Me estaba resultando difícil contenerme y si lo iba consiguiendo era gracias a mis muchos años de hacerlo siempre que oía telepáticamente cualquier comentario horroroso.

– Tengo que ir a mirar la comida. Si me disculpan -murmuré, me levanté y abandoné el salón. Confié en que no se notaran mis prisas e intenté caminar con normalidad. Pero en cuanto llegué a la cocina, seguí caminando hacia la puerta trasera y el porche, atravesé la puerta mosquitera y salí al jardín.

Si esperaba escuchar la voz fantasmagórica de Hadley diciéndome qué hacer, me equivocaba. Los vampiros no dejan fantasmas, al menos que yo sepa. Esto depende de Dios. Pero aquí me encontraba yo balbuceando para mis adentros, porque no quería pensar en el bebé de Hadley, en el hecho de que desconocía la existencia de ese niño.

A lo mejor sucedía que Copley era así. A lo mejor siempre quería exhibir hasta dónde llegaban sus conocimientos, como una forma de demostrar su poder a la gente con la que trataba.

Tenía que volver a entrar por el bien de Amelia. Me armé de valor, volví a esbozar mi sonrisa -aun sabiendo que era una sonrisa extraña y nerviosa- y entré. Me senté junto a Amelia y les sonreí a los dos. Me miraron con expectación, y me di cuenta de que la conversación había quedado en punto muerto.

– Oh -dijo de repente Cope-. Amelia, había olvidado decirte que la semana pasada llamó alguien a casa preguntando por ti, alguien a quien yo no conocía.

– ¿Cómo se llamaba?

– Oh, déjame que piense. La señorita Beech lo anotó. ¿Ophelia? ¿Octavia? Octavia Fant. Eso es. Un nombre poco corriente.

Creí que Amelia iba a desmayarse. Se quedó blanca y se agarró al brazo del sofá.

– ¿Estás seguro? -dijo.

– Sí, estoy seguro. Le di tu número de móvil y le dije que ahora vivías en Bon Temps.

– Gracias, papá -gimoteó Amelia-. Ah, la cena ya debe de estar; voy a mirar.

– ¿No acaba de mirar Sookie la comida? -Lucía esa amplia sonrisa de tolerancia que esbozan los hombres cuando piensan que las mujeres son tontas.

– Sí, claro, pero es que está en su fase final -dije, mientras Amelia salía corriendo de la estancia a la misma velocidad en que lo había hecho yo antes-. Sería terrible que se quemase. Amelia se ha esforzado tanto en que quede bien.

– ¿Conoces a esa tal señorita Fant? -preguntó Cope.

– No, la verdad es que no.

– Amelia parecía casi asustada. Nadie estará intentando hacerle algún daño a mi hija, ¿no?

Cuando dijo aquello parecía otro hombre, un hombre que casi podía ser de mi agrado. Por muchas cosas que fuera, Cope no quería que nadie le hiciese daño a su hija. Nadie, excepto él, claro está.

– No creo. -Sabía quién era Octavia Fant porque el cerebro de Amelia acababa de decírmelo, pero ella no lo había pronunciado en voz alta y, por lo tanto, no podía compartirlo. A veces, las cosas que oigo decir y las que oigo mentalmente se confunden de gran manera…; ése es uno de los motivos por los que tengo reputación de ser casi una loca-. Es usted constructor, ¿verdad, señor Carmichael?

– Cope, por favor. Sí, entre otras cosas.

– Me imagino que su negocio irá ahora viento en popa -comenté.

– Aunque mi empresa fuera el doble de grande de lo que es, no podríamos siquiera con todo el trabajo que hay que hacer -dijo-. Pero aborrezco ver Nueva Orleans en el estado en que ha quedado.

Por extraño que parezca, le creí.

La cena no fue mal. Si el padre de Amelia se quedó perplejo por tener que comer en la cocina, no dio muestras de ello. Al ser constructor, se percató enseguida de que la parte de la cocina era nueva y tuve que contarle lo del incendio… Podía haberle sucedido a cualquiera, ¿no? Omití la parte sobre el pirómano.

A Cope le gustó la comida y felicitó a Amelia, que se quedó satisfecha. Tomó otra copa de vino con la cena, pero no más, y comió también con moderación. Amelia y él estuvieron hablando sobre amigos de la familia y sobre parientes, de modo que aproveché el tiempo para pensar. Créeme, tenía mucho en que pensar.

El certificado de matrimonio y la sentencia de divorcio de Hadley estaban en la caja de seguridad del banco cuando la abrí después de su fallecimiento. También había cosas de familia: unas cuantas fotografías, la necrológica de su madre, diversas joyas… Y un mechón de pelo, fino y oscuro, unido mediante un poco de cinta adhesiva. Estaba en el interior de un pequeño sobre. Cuando vi lo fino que era aquel pelo, me sorprendió. Pero no había ningún certificado de nacimiento ni ninguna otra prueba que pudiera indicar que Hadley había tenido un bebé.

Hasta ahora, no había tenido una razón claramente definida para ponerme en contacto con el antiguo marido de Hadley. Ni siquiera conocía su existencia hasta que abrí la caja de seguridad. No aparecía mencionado en el testamento. No lo conocía. No había venido a verme mientras yo estaba en Nueva Orleans.

¿Por qué no habría mencionado a su hijo en el testamento? Cualquier madre lo haría. Y pese a que nos había nombrado al señor Cataliades y a mí sus administradores, a ninguno de los dos -o al menos no a mí- nos había dicho que hubiera renunciado a los derechos que tenía sobre su hijo.

– ¿Podrías pasarme la mantequilla, Sookie? -me pidió Amelia, y por su tono de voz adiviné que no era la primera vez que me lo pedía.

– Por supuesto -dije-. ¿Un poco más de agua, otra copa de vino?

Ambos declinaron mi oferta.

Después de cenar, me ofrecí voluntaria para lavar los platos. Amelia lo aceptó después de un breve momento de reflexión. Ella y su padre tenían que tener algo de tiempo a solas, por mucho que a Amelia no le apeteciera la idea.

Lavé, sequé y guardé los platos en relativa paz. Limpié la cocina, retiré el mantel de la mesa y lo metí en la lavadora que tenía en el porche trasero. Fui a mi habitación y leí un rato, aunque sin captar bien lo que ponía en el libro. Finalmente, lo dejé correr y cogí una caja que guardaba en el cajón de la ropa interior. En ella estaba todo lo que había en la caja de seguridad de Hadley. Leí el nombre que aparecía en el certificado de matrimonio. Por un impulso, llamé a información.

– Necesito el número de Remy Savoy -dije.

– ¿En qué ciudad?

– Nueva Orleans.

– El número está fuera de servicio.

– Pruebe en Metairie.

– Nada, señora.

– De acuerdo, gracias.

Naturalmente, después del Katrina mucha gente había abandonado la ciudad y muchos de aquellos traslados se habían convertido en permanentes. En muchos casos, la gente que había huido del huracán no tenía ningún motivo para regresar. Y en muchísimos más, no tenía dónde vivir, ni trabajo que atender.

Me pregunté cómo encontrar al ex marido de Hadley.

Me vino a la cabeza una solución muy poco agradable. Bill Compton era un genio de los ordenadores. A lo mejor podía encontrar la pista de Remy Savoy, averiguar dónde estaba ahora, descubrir si el niño estaba con él.

Le di vueltas a la idea en mi cabeza como si fuera un trago de vino de dudoso paladar. Teniendo en cuenta la conversación de la noche anterior, en la boda, no me imaginaba abordando a Bill para pedirle un favor, por mucho que fuese el hombre adecuado para realizar aquel trabajo.

A punto estuvo de tumbarme una oleada de deseo de Quinn. Quinn era un hombre inteligente y experto que a buen seguro sabría aconsejarme bien. Si es que volvía a verlo algún día.

Me estremecí. Acababa de oír un coche deteniéndose en la zona de aparcamiento junto al bordillo, delante de la casa. Tyrese Marley regresaba para recoger a Cope. Enderecé la espalda y salí de mi habitación, dibujando una sonrisa con firmeza en la cara.

La puerta estaba abierta, Tyrese la llenaba casi en su totalidad. Era un hombre grande. Cope estaba inclinado para darle a su hija un beso en la mejilla, que ella aceptó sin la mínima sonrisa. Bob, el gato, apareció entonces en la puerta y se sentó a su lado. El gato miraba al padre de Amelia con los ojos como platos.

– ¿Tienes un gato, Amelia? Creía que odiabas los gatos.

Bob miró entonces a Amelia. Nada hay equiparable a la mirada de un gato.

– ¡Papá! ¡De eso hace muchos años! Es Bob. Es estupendo. -Amelia cogió el gato blanco y negro y lo abrazó contra su pecho. Bob se mostró satisfecho y empezó a ronronear.

– Hmmm. Te llamaré. Cuídate. No me gusta pensar que estás instalada en el otro extremo del estado.

– No está más que a unas horas de viaje -dijo Amelia, como si tuviera diecisiete años.

– Cierto -dijo él, intentando mostrarse compungido pero encantador. Le faltó bastante para lograrlo-. Gracias por la velada, Sookie -dijo por encima del hombro de su hija.

Marley había ido al Merlotte's para ver si podía obtener más información sobre mí; su cerebro lo transmitía con claridad. Había logrado atar unos cuantos cabos sueltos. Había hablado con Arlene, lo cual era malo, y con nuestro actual cocinero. Y con el chico que limpiaba las mesas, lo cual era bueno. Y con varios clientes del bar. Tenía un informe variado que transmitir.

En el momento en que el coche arrancó, Amelia se dejó caer aliviada en el sofá.

– Gracias a Dios que se ha marchado -dijo-. ¿Ves ahora a lo que me refería?

– Sí -dije. Me senté a su lado-. Es una persona influyente, ¿verdad?

– Siempre lo ha sido -dijo Amelia-. Intenta mantener la relación, pero nuestras ideas no pegan ni con cola.

– Tu padre te quiere.

– Lo sé. Pero también ama el poder y el control.

Me pareció un comentario conservador.

– Pero él no sabe que tú también tienes tu propia forma de poder.

– No, no cree para nada en eso -dijo Amelia-. Siempre dice que es un católico devoto, pero no es verdad.

– En cierto sentido, eso es bueno -dijo-. Si creyera en tu poder como bruja, intentaría que hicieses para él todo tipo de cosas. Y estoy segura de que te negarías a hacer más de una. -Podría haberme mordido la lengua, pero Amelia no se lo tomó como una ofensa.

– Tienes razón -dijo-. No quiero ayudarlo con sus planes. Es perfectamente capaz de hacerlo sin mi ayuda. Me sentiría feliz si me dejara tranquila. Pero siempre intenta mejorar mi vida, bajo su punto de vista, claro. Yo ya estoy bien así.

– ¿Quién fue esa persona que te llamó a Nueva Orleans? -Aunque lo sabía, tenía que fingir-. ¿Fant, dijo que se apellidaba?

Amelia se estremeció.

– Octavia Fant es mi mentora -dijo-. Es la razón por la que me fui de Nueva Orleans. Me imaginé que las brujas de mi aquelarre harían algo terrible cuando descubrieran lo de Bob. Octavia es la jefa de mi aquelarre. O de lo que queda de él. Si es que queda algo.

– Vaya.

– Sí, es una mierda. Ahora tendré que pagar por lo hecho.

– ¿Crees que vendrá?

– Me sorprende que aún no lo haya hecho.

Pese al miedo que expresaba, Amelia había estado muy preocupada por el bienestar de su mentora después del Katrina. Había hecho un esfuerzo enorme para seguirle la pista a esa mujer, pese a no querer que Octavia la encontrara.

Amelia temía que la descubrieran, sobre todo porque Bob seguía siendo un gato. Me había contado que debido a su escarceo con la magia de transformación podía ser considerada merecedora de un gran castigo, pues ella era todavía una interna, o algo así…, una novata, vamos. Amelia no me había hablado de la infraestructura de las brujas.

– ¿No se te ocurrió decirle a tu padre que no revelara dónde estabas?

– Pedirle que lo hiciera habría despertado hasta tal punto su curiosidad que habría puesto mi vida patas arriba con tal de descubrir por qué se lo pedía. Nunca se me ocurrió que Octavia pudiera llamarle, pues ella sabe perfectamente cómo es la relación que mantengo con él.

Que era, como mínimo, conflictiva.

– Tengo que decirte una cosa que olvidé por completo -dijo de repente Amelia-. Hablando de llamadas telefónicas, te llamó Eric.

– ¿Cuándo?

– Anoche. Antes de que llegaras a casa. Cuando llegaste venías con tantas noticias que me olvidé de decírtelo. Además, como tú dijiste que ibas a llamarlo… Y yo estaba tan preocupada por la visita de mi padre… Lo siento, Sookie. Te prometo que la próxima vez escribiré una nota.

No era la primera vez que Amelia se olvidaba de decirme que había llamado alguien. No me gustó, pero era agua pasada, y la jornada ya había sido bastante estresante. Confiaba en que Eric hubiera averiguado lo sucedido con el dinero que la reina me debía por los servicios prestados en Rhodes. Seguía sin recibir el talón y no me apetecía molestarla después de que hubiese resultado tan malherida. Fui a mi habitación para llamar desde allí a Fangtasia, que debía de estar lleno hasta los topes. El club abría todas las noches excepto los lunes.

– Fangtasia, el bar con mordisco -dijo Clancy.

Oh, estupendo. El vampiro que peor me caía. Articulé con cuidado mi solicitud.

– Clancy, soy Sookie. Eric me ha pedido que le devuelva su llamada.

Hubo un instante de silencio. Estaba segura de que Clancy trataba de pensar si podía bloquearme el acceso a Eric. Decidió que no podía.

– Un momento -dijo. Una breve pausa con el sonido de fondo de Strangers in the Night. Eric cogió entonces el teléfono.

– ¿Sí? -dijo.

– Siento no haberte llamado antes. Acabo de recibir tu mensaje. ¿Llamabas por mi dinero?

Un momento de silencio.

– No, por algo completamente distinto. ¿Saldrás conmigo mañana por la noche?

Me quedé mirando el teléfono. Era incapaz de pensar con coherencia. Dije por fin:

– Estoy saliendo con Quinn, Eric.

– ¿Y cuánto tiempo hace que no lo ves?

– Desde Rhodes.

– ¿Cuánto tiempo hace que no tienes noticias de él?

– Desde Rhodes. -Tenía la voz rígida. No me apetecía hablar con Eric de aquello, pero habíamos compartido sangre con la frecuencia suficiente como para tener un vínculo más fuerte del que a mí me gustaría. De hecho, aborrecía aquel vínculo que nos habíamos visto obligados a forjar. Pero cuando oía su voz, me alegraba. Cuando estaba con él, me sentía bella y feliz. Y no podía evitarlo.

– Creo que puedes concederme una noche -dijo Eric-. No me parece que Quinn te tenga muy ocupada.

– Un comentario malvado por tu parte.

– Es Quinn quien es cruel, prometiéndote que estaría aquí y no siendo fiel a su palabra. -La voz de Eric tenía un elemento oscuro, un tono subterráneo de rabia.

– ¿Sabes lo que le ha pasado? -le pregunté-. ¿Sabes dónde está?

Se produjo un silencio significativo.

– No -dijo Eric con delicadeza-. No lo sé. Pero hay alguien que quiere conocerte. Le prometí que me encargaría del encuentro. Me gustaría llevarte personalmente a Shreveport.

De modo que no era una cita «cita».

– ¿Te refieres a ese tipo, Jonathan? Vino a la boda y se presentó. Tengo que decir que no me gusto mucho. Sin ánimo de ofensa, si es amigo tuyo.

– ¿Jonathan? ¿Qué Jonathan?

– Me refiero a ese tipo asiático… ¿quizá tailandés? Estaba anoche en la boda de los Bellefleur. Dijo que quería verme porque estaba en Shreveport y había oído hablar mucho de mí. Dijo que estaba contigo, como cualquier buen vampiro que esté de visita.

– No lo conozco -dijo Eric. Su voz sonó mucho más seca-. Preguntaré por aquí en Fangtasia por si alguien lo ha visto. Y le preguntaré a la reina por tu dinero, aunque no es…, no es ella misma. Y bien, ¿harás, por favor, lo que te pido que hagas?

Le hice una mueca al teléfono.

– Supongo que sí -dije-. ¿Con quién tengo que reunirme? ¿Y dónde?

– Tendré que dejar que el «quién» siga siendo un misterio -respondió Eric-. Y en cuanto al «dónde», iremos a cenar a un buen restaurante. Podría decirse que «informal elegante».

– Tú no comes. ¿Qué harás?

– Te presentaré y me quedaré todo el tiempo que necesites.

Un restaurante con gente me parecía bien.

– De acuerdo -dije, no muy entusiasmada-. Salgo de trabajar hacia las seis, seis y media.

– Te recogeré a las siete.

– Dame hasta las siete y media. Tengo que cambiarme. -Sabía que mi voz sonaba malhumorada, pero era así exactamente como me sentía. Odiaba tanto misterio en torno a aquel encuentro.

– Te sentirás mejor cuando me veas -dijo. Maldita sea, tenía toda la razón.

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