Era medianoche de aquel mismo día y estaba a punto de meterme en la boca del lobo. La culpa era absolutamente mía. A través de una serie de rápidas llamadas telefónicas, Alcide y Furnan habían decidido dónde encontrarse. Me los había imaginado sentados a lado y lado de una mesa, con sus lugartenientes acompañándolos y solucionando la situación. La señora Furnan aparecería y la pareja volvería a encontrarse. Todo el mundo estaría satisfecho o, como mínimo, menos hostil. Yo no aparecería por allí.
Pero aquí estaba yo, en un centro de oficinas abandonado de Shreveport, el mismo donde había tenido lugar la competición para elegir al líder de la manada. Al menos iba acompañada por Sam. Estaba oscuro y frío y el viento me despeinaba el pelo. Cambié el peso de mi cuerpo de un pie a otro, ansiosa por acabar de una vez con todo aquello. Y aunque Sam no parecía mostrarse tan nervioso como yo, sabía que también lo estaba.
Estaba allí por mi culpa. Debido a su insistencia y curiosidad por conocer qué se cocía entre los hombres lobo, había tenido que contárselo. Al fin y al cabo, si alguien cruzaba la puerta del Merlotte's con la intención de pegarme un tiro, creía que Sam se merecía saber por qué su bar quedaba lleno de agujeros. Había discutido fuertemente con él cuando me dijo que pensaba acompañarme, pero al final, ambos nos encontrábamos allí.
Tal vez esté mintiéndome a mí misma. Tal vez simplemente deseaba tener un amigo conmigo, alguien que con toda seguridad estuviese de mi lado. Tal vez estaba asustada. De hecho, nada de «tal vez» por lo que a esto último se refiere.
Era una noche fresca y ambos llevábamos chaquetas impermeables con capucha. No es que necesitáramos las capuchas, pero si enfriaba más, nos sentiríamos a gusto con ellas. El recinto de oficinas abandonado se extendía en lúgubre silencio ante nosotros. Estábamos en el muelle de carga de una empresa que se dedicaba a realizar grandes envíos de alguna cosa. Las gigantescas puertas metálicas desplegables que daban acceso al lugar donde descargaban los camiones parecían enormes ojos brillantes bajo el destello de las escasas luces de seguridad que quedaban encendidas.
De hecho, aquella noche había muchos ojos enormes y brillantes. Los Sharks y los Jets estaban negociando. Ay, perdón, quería decir los hombres lobo de Furnan y los hombres lobo de Herveaux. Los dos bandos de la manada podían llegar a un entendimiento, o no. Y justo en medio de todo aquel lío, estaban Sam, el cambiante, y Sookie, la telépata.
Cuando sentí aproximarse, tanto desde el norte como desde el sur, el latido rojizo que desprendían los cerebros de los hombres lobo, me volví hacia Sam y le dije, desde el fondo de mi corazón:
– Nunca debería haber dejado que me acompañases. Nunca debería haber abierto la boca.
– Has cogido la costumbre de no contarme nada, Sookie. Quiero que me cuentes lo que te pasa. Sobre todo si hay peligro. -El pelo rojizo dorado de Sam lucía alborotado alrededor de su cabeza por la brisa fresca que soplaba entre los edificios. Percibía su diferencia más que nunca. Sam es un cambiante realmente excepcional. Puede transformarse en cualquier cosa. Prefiere transformarse en perro, porque éstos son familiares y amistosos y la gente no suele dispararles. Miré sus ojos azules y vi en ellos su lado más salvaje-. Están aquí -dijo, levantando la nariz para husmear la brisa.
Los dos grupos estaban a unos tres metros de distancia de nosotros, uno a cada lado. Había llegado el momento de concentrarse.
Reconocí las caras de algunos de los lobos de Furnan, que eran más numerosos. Cal Myers, el policía detective, estaba entre ellos. Se necesitaba valor por parte de Furnan, que pretendía proclamar su inocencia, para haber traído con él a Cal. Reconocí también a la adolescente que Furnan se había beneficiado como parte de la celebración de su victoria después de la derrota de Jackson Herveaux. Aquella noche, parecía un millón de años más vieja.
En el grupo de Alcide estaba Amanda, con su pelo castaño, que me saludó muy seria con un ademán de cabeza, y algunos hombres lobo que había visto en El Pelo del Perro la noche en que Quinn y yo estuvimos en ese bar. La chica huesuda que aquella noche iba vestida con un corpiño de cuero rojo estaba justo detrás de Alcide y me di cuenta de que se sentía tan excitada como tremendamente asustada. Dawson, sorprendiéndome, estaba también presente. No era un lobo tan solitario como pretendía parecer.
Alcide y Furnan avanzaron unos pasos para alejarse de sus respectivos grupos.
Era el formato acordado para la negociación, o sentada, o como quieras llamarle: yo me situaría entre Furnan y Alcide. Los líderes de ambos bandos me darían la mano y yo actuaría a modo de detector de mentiras humano mientras ellos conversaban. Había jurado avisarlos si mi habilidad detectaba que alguno de ellos mentía. Yo era capaz de leer mentes, pero las mentes pueden resultar engañosas y complicadas, o simplemente densas. Nunca había hecho nada parecido a aquello y recé para que mi habilidad fuera aquella noche de lo más precisa y para que supiera utilizarla con inteligencia para acabar de una vez por todas con aquella situación.
Alcide se acercó a mí muy rígido, dejando ver sus facciones duras bajo la áspera iluminación de las luces de seguridad. Por vez primera me di cuenta de que había envejecido y estaba más delgado. En su pelo negro asomaban algunas canas que no estaban presentes cuando su padre vivía. Tampoco Patrick Furnan tenía muy buena cara. Siempre le había notado cierta tendencia a la obesidad, pero ahora parecía haber ganado siete u ocho kilos. Ser el líder de la manada no le sentaba nada bien. Y la conmoción del secuestro de su esposa había hecho mella en él.
Hice entonces algo que jamás habría imaginado que fuera a hacer. Le tendí mi mano derecha. Furnan la cogió y su flujo de ideas me invadió al instante. Estaba tan concentrado que incluso su retorcido cerebro de lobo resultaba fácil de leer. Tendí la mano izquierda hacia Alcide y me la cogió también con fuerza. Me sentí inundada durante un interminable minuto. Entonces, con un enorme esfuerzo, canalicé todos los pensamientos en una corriente para no sentirme abrumada. Tal vez les resultara fácil mentir en voz alta, pero mentir mentalmente no es cosa sencilla. Cerré los ojos. Se habían jugado a cara o cruz quién preguntaría primero, y la suerte había caído a favor de Alcide.
– ¿Por qué mataste a mi mujer, Patrick? -Las palabras cortaban la garganta de Alcide-. Era una mujer lobo pura y era bondadosa en extremo.
– Jamás ordené a nadie de los míos matar a ninguno de los tuyos -respondió Patrick Furnan. Parecía tan cansado que apenas podía mantenerse en pie, y sus pensamientos actuaban de la misma manera: con lentitud, con cansancio, siguiendo un camino que él mismo había trazado en su propio cerebro. Resultaba más fácil de leer que Alcide. Y hablaba en serio.
Alcide lo escuchó con gran atención y dijo a continuación:
– ¿Le dijiste a alguien externo a la manada que matase a María Estrella, a Sookie y a la señora Larrabee?
– Nunca di órdenes de matar a ninguno de los tuyos, jamás -respondió Furnan.
– Cree lo que dice -dije.
Por desgracia, Furnan no se calló.
– Te odio -dijo, con la voz tan agotada como antes-. Me alegraría si te atropellase un camión. Pero yo no he matado a nadie.
– También cree lo que acaba de decir -añadí, un poco más secamente.
Alcide le preguntó:
– ¿Cómo puedes proclamar tu inocencia si tienes a Cal Myers entre los de tu bando? Acuchilló y dio muerte a María Estrella.
Furnan parecía confuso.
– Cal no estuvo allí -dijo.
– Cree lo que dice -le expliqué a Alcide. Me volví hacia Furnan-. Cal estaba allí y asesinó a María Estrella. -Aunque no me atrevía a perder mi concentración, oí el murmullo creciendo alrededor de Cal Myers y vi a los lobos de Furnan alejándose de él.
Ahora era el turno de Furnan de formular una pregunta.
– Mi esposa -dijo, y su voz se quebró-. ¿Por qué ella?
– Yo no he secuestrado a Libby -dijo Alcide-. Jamás secuestraría a una mujer, y menos aún a una mujer lobo con hijos. Jamás ordenaría a nadie que lo hiciera.
Creía lo que decía.
– Alcide no lo ha hecho, ni ha ordenado que se hiciera.
Sin embargo, Alcide odiaba con rabia a Patrick Furnan. Este no tenía ninguna necesidad de matar a Jackson Herveaux durante la competición para la elección del líder de la manada, y aun así lo había hecho. Mejor iniciar su liderazgo con la eliminación de su rival. Jackson nunca se habría sometido a su gobierno y habría sido una espina clavada durante muchos años. Recibía pensamientos de ambos lados, oleadas de ideas tan potentes que la cabeza me ardía. Dije entonces:
– Calmaos, los dos. -Notaba a Sam detrás de mí, su calor, el contacto de su mente y dije-: No me toques, Sam, por favor.
Lo comprendió enseguida y se apartó.
– Ninguno de los dos ha asesinado a ninguna de las personas muertas. Y ninguno de los dos ordenó que se hiciese. Es todo lo que puedo decir.
Dijo entonces Alcide:
– Interroguemos a Cal Myers.
– ¿Y dónde está entonces mi esposa? -rugió Furnan.
– Muerta y desaparecida -dijo claramente una voz-. Y estoy lista para ocupar su lugar. Cal es mío.
Todos levantamos la vista, pues la voz provenía del tejado plano del edificio. Allá arriba había cuatro lobos, y la mujer lobo de pelo castaño que había hablado estaba en el extremo del tejado. Transmitía dramatismo, debo aceptarlo. Las mujeres lobo tienen poder y estatus, pero no pueden ser líderes de la manada… jamás. Era una mujer grande e importante, aunque quizá no llegaría ni al metro sesenta de altura. Estaba lista para transformarse; es decir, iba desnuda. O a lo mejor simplemente quería que Alcide y Furnan vieran lo que podían obtener. Que era mucho, tanto en cantidad como en calidad.
– Priscilla -dijo Furnan.
Me pareció un nombre tan poco apropiado para aquella mujer lobo que me di cuenta de que mi rostro esbozaba una sonrisa; una mala idea bajo aquellas circunstancias.
– ¿La conoces? -le preguntó Alcide a Furnan-. ¿Forma parte de tu plan?
– No -respondí yo por él. Mi mente navegó entre los diversos pensamientos que podía leer y siguió el rastro de uno en particular-. Furnan, Cal está a sus órdenes -dije-. Le ha traicionado.
– Pensé que si conseguía matar a un par de brujas clave, los dos acabaríais matándoos -dijo Priscilla-. Ha sido una pena que no resultase.
– ¿ Quién es? -volvió a preguntarle Alcide a Furnan.
– Es la pareja de Arthur Hebert, el líder de la manada del condado de St. Catherine. -St. Catherine estaba muy hacia el sur, al este de Nueva Orleans. Había sufrido las terribles consecuencias del Katrina.
– Arthur ha muerto. Ahora no tenemos hogar -dijo Priscilla Hebert-. Queremos el vuestro.
Estaba clarísimo.
– ¿Por qué has hecho esto, Cal? -le preguntó Furnan a su lugarteniente. Cal debería haberse encaramado al tejado mientras le fue posible. Los lobos de Furnan y los lobos de Herveaux habían formado ya un círculo a su alrededor.
– Cal es mi hermano -gritó Priscilla-. Mejor que no le toquéis ni un pelo. -Su voz tenía un matiz de desesperación que no estaba antes presente. Cal levantó la vista en dirección a su hermana. Se daba cuenta de que se había metido en un buen lío y estaba segura de que le habría gustado cerrarle el pico. Aquél sería su último pensamiento.
De pronto, el brazo de Furnan apareció fuera de su manga y cubierto de pelo. Con una fuerza enorme, se abalanzó hacia su antiguo secuaz, destripando al hombre lobo. La mano acabada en garra de Alcide se hizo con la parte trasera de la cabeza de Cal cuando el traidor cayó al suelo. La sangre de Cal me roció por completo. A mi espalda, Sam hervía con la energía de su próxima transformación, desencadenada por la tensión, el olor a sangre y mi involuntaria ayuda.
Priscilla Hebert rugía de rabia y angustia. Con elegancia inhumana, saltó hasta el aparcamiento desde las alturas del edificio, seguida por sus secuaces.
La guerra había empezado.
Sam y yo nos habíamos mezclado con los lobos de Shreveport. Cuando Sam vio que la manada de Priscilla empezaba a aproximarse por ambos lados, me dijo:
– Voy a transformarme, Sookie.
No me imaginaba para qué serviría un perro pastor escocés en aquella situación, pero de todos modos le dije:
– De acuerdo, jefe.
Me lanzó una sonrisa ladeada, se quitó la ropa y se inclinó. A nuestro alrededor, todos los hombres lobo estaban haciendo lo mismo. El aire gélido de la noche se inundó del sonido amorfo que caracteriza la transformación de hombre en animal, el sonido que emiten los objetos sólidos cuando avanzan en un líquido pesado y pegajoso. A mi alrededor veía lobos enormes enderezándose y sacudiéndose; reconocí a Alcide y a Furnan en su forma de lobo. Intenté contar los lobos de la manada repentinamente reunificada, pero no había manera de conseguirlo porque daban vueltas por todas partes, posicionándose para el combate.
Me volví hacia Sam para darle una palmadita en el lomo y me encontré junto a un león.
– Sam -susurré, y él rugió a modo de respuesta.
Todo el mundo se quedó paralizado durante un interminable momento. Al principio, los lobos de Shreveport se quedaron tan asustados como los de St. Catherine, pero pronto se dieron cuenta de que Sam estaba de su lado y entre los edificios vacíos resonaron gritos de excitación.
La lucha comenzó.
Sam intentó rodearme, lo que resultaba imposible, pero fue un intento galante. Como humana desarmada que era, no podía hacer nada en aquella pelea. Era una sensación desagradable…, de hecho, era una sensación aterradora.
Yo era la más frágil del lugar.
Sam estaba magnífico. Sus enormes garras centelleaban y en cuanto atacó a un lobo, éste cayó de inmediato. Yo iba de un lado a otro como una loca, tratando de mantenerme apartada de todo. Ver la totalidad de lo que estaba sucediendo me resultaba imposible. Los lobos de St. Catherine se organizaron en grupos y fueron directamente hacia Furnan, Alcide y Sam, mientras que a nuestro alrededor se libraban batallas individuales. Me di cuenta de que aquellos grupos tenían como objetivo acabar con los líderes y comprendí que todo estaba cuidadosamente planificado. Priscilla Hebert no había logrado sacar de allí a su hermano con la rapidez suficiente, pero eso no iba a ralentizarla.
Nadie me hacía ni caso, pues yo no suponía ninguna amenaza. Pero cabía la posibilidad de que los combatientes me dieran accidentalmente y resultara herida con la misma gravedad con la que lo resultaría de ser yo el objetivo. Priscilla, transformada en un lobo gris, iba a por Sam. Me imagino que al dirigirse al objetivo más grande y más peligroso quería demostrar que tenía más pelotas que nadie. Pero cuando Priscilla avanzó entre la melé, Amanda le mordió las patas traseras. Priscilla respondió volviendo la cabeza e hincándole los dientes a la otra loba, que era de menor tamaño que ella. Amanda se alejó y Priscilla dio media vuelta para seguir avanzando. Pero Amanda corrió enseguida para morderle de nuevo la pata. El mordisco de Amanda podía llegar a partir un hueso y Priscilla, rabiosa, se revolvió con todas sus fuerzas. Y antes de que me diera incluso tiempo a decir mentalmente «Oh, no», Priscilla agarró a Amanda entre sus mandíbulas de hierro y le partió el pescuezo.
Contemplé horrorizada cómo Priscilla dejaba caer al suelo el cuerpo de Amanda y giraba para lanzarse sobre la espalda de Sam. Él se sacudió una y otra vez, pero ella le había hundido los colmillos en el cuello y no lo soltaba.
Algo se partió en mí igual que se habían partido los huesos del cuello de Amanda. Perdí cualquier sentido común que pudiera tener y me lancé en el aire como si yo también fuese un lobo. Para no caer fuera del amasijo creciente de animales, rodeé con los brazos el cuello peludo de Priscilla y con las piernas su torso, y tensé los brazos hasta el punto de acabar uniendo las manos. Priscilla no estaba dispuesta a soltar a Sam y se agitó de un lado a otro para desprenderse de mí. Pero yo estaba pegada a ella como un mono homicida.
Al final, no le quedó otro remedio que soltar el cuello para encargarse de mí. Apreté y apreté con más fuerza, ella intentó morderme pero, al estar yo montada sobre su lomo, no conseguía alcanzarme. Fue capaz de girarse lo suficiente, eso sí, como para arañarme la pierna con los colmillos, pero no para apresarme. Apenas noté dolor alguno. Pese a que tenía los brazos magullados como un demonio, la abracé con más fuerza si cabe. Si la soltaba, aunque fuera un poquito, acabaría siguiendo el mismo destino que Amanda.
Aunque todo esto tuvo lugar tan rápidamente que resultaba difícil de creer, tenía la sensación de haber intentado matar a esta mujer lobo para siempre. En realidad no estaba pensando «Muérete, muérete», sino que simplemente quería que dejara de hacer lo que estaba haciendo, y ella no paraba, maldita sea. Escuché entonces un nuevo rugido y vi unos dientes enormes brillando a un par de centímetros de mis brazos. Comprendí que tenía que soltarla y en el instante en que mi abrazó se aflojó, me despegué de la loba y caí rodando al suelo a un par de metros de distancia.
Hubo una especie de «¡Pop!» y apareció Claudine a mi lado. Iba con una camiseta sin mangas y pantalón de pijama, despeinada como si acabara de levantarse. Entre las perneras rayadas del pantalón, vi al león arrancar casi de cuajo la cabeza de la loba con los dientes y escupirla a continuación, asqueado. Se volvió entonces para inspeccionar el aparcamiento y evaluar la siguiente amenaza.
Uno de los lobos saltó sobre Claudine, que demostró estar completamente despierta. Mientras el animal estaba en el aire, ella lo agarró por las orejas y lo balanceó de un lado a otro, aprovechando su propia inercia. Claudine volteó al enorme lobo con la misma facilidad con la que un universitario jugaría con una lata de cerveza. El lobo se estampó contra el muelle de carga con un sonido definitivamente fatídico. La velocidad de aquel ataque y su conclusión fueron absolutamente increíbles.
Claudine seguía de pie con las piernas separadas y fue lo bastante inteligente como para permanecer inmóvil. Yo estaba agotada, asustada y ensangrentada, aunque sólo la sangre del rasguño de mi pierna parecía ser mía. Las peleas se desarrollan en un espació de tiempo muy breve, pero agotan las reservas del cuerpo con una velocidad asombrosa. O, como mínimo, así funciona con los humanos. Claudine estaba de lo más animada.
– ¡Ven, acércate, culo peludo! -gritó, llamando con las dos manos a un hombre lobo que avanzaba sigilosamente hacia ella por detrás. Se había vuelto sin mover las piernas, una maniobra que sería imposible en un cuerpo humano normal y corriente. El hombre lobo se abalanzó sobre ella y recibió exactamente el mismo trato que su compañero de manada. Que yo viera, Claudine ni siquiera respiraba con dificultad. Tenía los ojos más abiertos y la mirada más intensa de lo habitual y el cuerpo ligeramente agazapado, claramente listo para entrar en acción.
Hubo más rugidos, ladridos, gruñidos, gritos de dolor y sonidos desgarradores en los que ni siquiera merece la pena pensar. Pero transcurridos unos cinco minutos de batalla, el barullo se amortiguó.
Durante todo aquel tiempo, Claudine ni me había mirado, pues estaba concentrada en protegerme. Cuando por fin lo hizo, puso mala cara. Mi aspecto no debía de ser muy bueno.
– He llegado tarde -dijo, cambiando de posición para colocarse a mi lado. Me tendió la mano y se la di. Me encontré de pie en un abrir y cerrar de ojos. La abracé. No sólo deseaba hacerlo, sino que lo necesitaba, además. Claudine siempre olía de maravilla y su cuerpo era curiosamente más firme que la carne humana. Vi que estaba feliz de devolverme el abrazo y permanecimos unidas un largo momento mientras yo recuperaba mi equilibrio.
Entonces levanté la cabeza para mirar a mi alrededor, temiendo lo que pudiera llegar a ver. Los caídos formaban montones de piel. Las manchas oscuras del suelo no eran manchas de aceite. Aquí y allá, un despeinado lobo olisqueaba los cadáveres, buscando a alguien en concreto. El león estaba agazapado a un par de metros de nosotras, jadeando. Tenía la piel manchada de sangre. Tenía una herida abierta en el hombro, la que le había provocado Priscilla. Y tenía otro mordisco en la espalda.
No sabía qué hacer primero.
– Gracias, Claudine -dije, y le di un beso en la mejilla.
– No siempre puedo conseguirlo -me alertó Claudine-. No cuentes conmigo como un rescate automático.
– ¿Acaso tengo alguna especie de Botón de Alerta Vital? ¿Cómo has sabido que tenías que venir? -Supe enseguida que no iba a responder-. Da lo mismo, la verdad es que te agradezco mucho el rescate. ¿Sabes? He conocido a mi bisabuelo. -Ya estaba chismorreando, pero es que me moría de alegría por estar viva.
Inclinó la cabeza.
– El príncipe es mi abuelo -dijo.
– Oh -dije-. ¿Así que somos primas?
Se quedó mirándome, con aquellos ojos transparentes, oscuros y tranquilos. No parecía en absoluto una mujer que acabara de matar dos lobos con la rapidez con la que cualquiera chasquea los dedos.
– Sí -respondió-. Supongo que sí.
– ¿Y cómo lo llamas tú? ¿Abuelo? ¿Abuelito?
– Lo llamo «mi señor».
– Oh.
Se apartó un poco para ver los lobos que había eliminado (estaba segura de que estaban perfectamente muertos) y yo aproveché para ir a ver al león. Me agaché a su lado y le pasé el brazo por el cuello. Ronroneó. Automáticamente, le rasqué la parte superior de la cabeza y detrás de las orejas, igual que solía hacer con Bob. El ronroneo se intensificó.
– Sam -dije-. Muchas gracias. Te debo la vida. ¿Crees que tus heridas son graves? ¿Qué puedo hacer por ti?
Sam suspiró. Apoyó la cabeza en el suelo.
– ¿Estás cansado?
Entonces, el ambiente que lo rodeaba se llenó de energía y me aparté de él. Sabía lo que venía a continuación. Pasados unos instantes, el cuerpo que yacía a mi lado se convirtió en humano, dejó de ser animal. Ansiosa, recorrí con la mirada el cuerpo de Sam y vi que las heridas seguían allí, pero que eran mucho más pequeñas que cuando estaba en forma de león. Los cambiantes sanan sus heridas maravillosamente. Tal vez sea un indicio de cómo ha cambiado mi vida, pero la verdad es que no me importaba que Sam estuviera completamente desnudo. Era como si ya lo hubiese superado, lo que estaba muy bien, pues a mi alrededor no había otra cosa que cuerpos desnudos. Los cadáveres estaban transformándose, igual que los lobos heridos.
Me habría resultado más fácil mirar los cuerpos en forma de lobo.
Cal Myers y su hermana Priscilla estaban muertos, naturalmente, igual que los dos hombres lobo que Claudine había eliminado. Amanda había muerto también. La chica flacucha a la que había conocido en El Pelo del Perro estaba viva, aunque gravemente herida en el muslo. Reconocí al camarero del bar de Amanda; parecía ileso. Tray Dawson arrastraba un brazo roto.
Patrick Furnan estaba tendido en medio de un círculo de muertos y heridos, todos ellos lobos de la manada de Priscilla. Con cierta dificultad, empecé a avanzar entre cuerpos destrozados y ensangrentados. Cuando me agaché a su lado, sentí todas las miradas, lobunas y humanas, centradas en mí. Acerqué mis dedos a su cuello y no noté nada. Posé incluso la mano sobre su pecho. Ningún movimiento.
– Se ha ido -dije, y los que permanecían aún en forma de lobo se pusieron a aullar. Mucho más inquietantes resultaron los aullidos procedentes de las gargantas de los hombres lobo que habían recuperado ya su forma humana.
Alcide se acercó a mí tambaleándose. Pese a la sangre que ensuciaba el vello de su pecho, estaba más o menos intacto. Pasó junto a la fallecida Priscilla y le arreó un puntapié al cadáver. Se arrodilló un instante junto a Patrick Furnan, bajando la cabeza, como si estuviera haciéndole un saludo reverencial al cadáver. Se puso entonces de pie: oscuro, salvaje, decidido.
– ¡Soy el líder de esta manada! -dijo con una voz de certidumbre absoluta. El lugar se hundió en un misterioso silencio mientras los lobos supervivientes digerían la noticia.
– Ahora tienes que marcharte -murmuró en voz baja Claudine, detrás de mí. Di un brinco, asustada como un conejo. La belleza de Alcide, el salvajismo primitivo que emanaba me había hipnotizado.
– ¿Qué? ¿Por qué?
– Van a celebrar la victoria y la ascensión al poder del nuevo líder de la manada -dijo Claudine.
La chica flacucha cerró las manos en puños y las hizo descender sobre el cráneo de un enemigo caído, que aún se retorcía de dolor. Los huesos se rompieron con un desagradable crujido. A mi alrededor, los lobos derrotados estaban siendo ejecutados, al menos los que estaban más gravemente heridos. Un pequeño grupo de tres se arrastró hasta arrodillarse delante de Alcide, con las cabezas inclinadas hacia atrás. Dos de ellos eran mujeres. El otro era un adolescente. Ofrecían sus gargantas a Alcide a modo de rendición. Alcide estaba muy excitado. Recordé entonces cómo había celebrado Patrick Furnan su ascenso a líder de la manada. No sabía si Alcide se beneficiaría a las rehenes o las mataría. Respiré hondo dispuesta a gritar. No sé lo que habría dicho, pero la mano mugrienta de Sam me tapó los ojos. Me quedé mirándolo, tan enojada como agitada, y él negó con la cabeza con vehemencia. Me sostuvo la mirada durante un buen rato para asegurarse de que permanecería en silencio y sólo entonces retiró la mano. Me rodeó por la cintura con el brazo y me alejó rápidamente de la escena. Claudine ocupó la retaguardia mientras Sam me obligaba a salir a toda velocidad de allí. Yo seguí con la mirada puesta al frente.
Intenté no escuchar los sonidos.