Sam tenía ropa de recambio en la camioneta y se vistió sin darle más importancia.
– Tengo que volver a acostarme -dijo entonces Claudine, como si se hubiese despertado simplemente para dejar salir al gato o para ir al baño y «¡Pop!», desapareció.
– Conduciré yo -me ofrecí, pues Sam estaba herido.
Me entregó las llaves.
Iniciamos el camino en silencio. Me costó un buen esfuerzo recordar la ruta para tomar de nuevo la interestatal y regresar a Bon Temps, pues seguía conmocionada a diversos niveles.
– Es una reacción normal a la batalla -dijo Sam-. La oleada de lujuria.
Tuve cuidado de no mirar el regazo de Sam para comprobar si también él sentía esa oleada.
– Sí, ya lo sé. He asistido ya a unas cuantas batallas. A demasiadas.
– Además, Alcide ha ascendido al puesto de líder de la manada. -Un motivo más para sentirse «feliz».
– Pero si se metió en todo este asunto de la batalla fue por la muerte de María Estrella. -Por lo tanto, a mi entender, debería estar deprimido y sin ganas de celebrar la muerte del enemigo.
– Se metió en todo este asunto de la batalla porque se sentía amenazado -dijo Sam-. Fue una verdadera estupidez por parte de Alcide y Furnan que no se sentaran a hablar antes de llegar a estos extremos. De haberlo hecho, habrían adivinado mucho antes qué sucedía. Si no les hubieses convencido tú, todavía estarían picados y habrían iniciado una guerra en toda regla. Le habrían hecho prácticamente todo el trabajo a Priscilla Hebert.
Estaba harta de los hombres lobo, de su agresividad y su testarudez.
– Sam, te has visto involucrado en todo esto por mi culpa. Habría muerto de no ser por ti. Te debo muchísimo. Y lo siento mucho.
– Para mí es importante mantenerte con vida -dijo Sam. Cerró los ojos y durmió el resto del trayecto hasta que llegamos a su tráiler. Subió cojeando y sin ayuda los peldaños y cerró la puerta a sus espaldas. Sintiéndome un poco desamparada y un mucho deprimida, subí a mi coche y volví a casa, preguntándome cómo encajar en el resto de mi vida lo que había sucedido aquella noche.
Amelia y Pam estaban sentadas en la cocina. Amelia había preparado té y Pam estaba bordando. La mano que manejaba la aguja volaba y yo no sabía muy bien qué era lo que más me sorprendía de la escena: su habilidad o el tipo de pasatiempo elegido.
– ¿Qué os lleváis entre manos Sam y tú? -preguntó Amelia con una gran sonrisa-. Parece que hayas ido a montar y te hayas caído en un charco.
Entonces, me miró con más atención y dijo:
– ¿Qué ha pasado, Sookie?
Incluso Pam dejó de lado su bordado y me miró con cara muy seria.
– Hueles -dijo-. Hueles a sangre y guerra.
Me miré y me di cuenta de que iba hecha unos zorros. Tenía la ropa ensangrentada, rota y sucia, y me dolía la pierna. Había llegado el momento de someterme a una sesión de primeros auxilios y no podía estar mejor cuidada que en manos de la enfermera Amelia y la enfermera Pam. La herida había excitado un poco a Pam, pero se contuvo, como todo buen vampiro. Sabía que se lo contaría a Eric, pero descubrí que me daba igual. Amelia pronunció un hechizo para curarme la pierna. Me explicó con modestia que lo de la curación no era lo que mejor se le daba, pero el hechizo me ayudó. La pierna dejó de darme punzadas.
– ¿No estás preocupada? -preguntó Amelia-. Te ha mordido un lobo. ¿Y si te has contagiado?
– Es más difícil contagiarse de eso que de una enfermedad -dije, pues había preguntado a prácticamente todas las criaturas cambiantes que conocía sobre las probabilidades de que su condición pudiera ser transmitida a partir de un mordisco. Al fin y al cabo, también ellos tienen médicos. E investigadores-. Normalmente, para contagiarse una persona tiene que ser mordida diversas veces y por todo el cuerpo e, incluso así, no existe total seguridad. -No es como la gripe o el resfriado común. Además, si limpias la herida enseguida, las probabilidades de contagio descienden de forma considerable. Antes de subir al coche, me había limpiado la herida con una botella de agua-. Así que no estoy preocupada, pero me duele y pienso que es posible que me quede cicatriz.
– A Eric no le gustará nada -dijo Pam con una sonrisa de anticipación-. Te has puesto en peligro por culpa de los hombres lobo. Sabes que los tiene en muy baja estima.
– Sí, sí, sí-dije. Me importaba un pimiento-. Que se vaya a freír espárragos.
El rostro de Pam se iluminó.
– Se lo diré así -dijo.
– ¿Por qué te gusta provocarlo de esta manera? -pregunté, percatándome de que mi debilidad me hacía hablar más lentamente.
– Nunca había dispuesto de una munición como ésta para provocarlo -respondió, y Amelia y ella abandonaron mi habitación y me encontré por fin sola, en mi cama, vivita y coleando. Caí dormida enseguida.
La ducha que me di a la mañana siguiente fue una experiencia sublime. En la lista de «Grandes duchas que me he dado», ésa ocuparía al menos el número cuatro. (La mejor ducha fue una que compartí con Eric, y no podía pensar en ella sin estremecerme). Froté mi cuerpo hasta sentirme limpia. La pierna tenía buen aspecto y aunque estaba incluso dolorida por haber tirado de músculos que normalmente utilizo poco, tenía la sensación de que se había evitado un desastre y de que se había vencido al mal, aunque fuese de un modo algo turbio.
Bajo el chorro caliente, mientras me aclaraba el pelo, pensé en Priscilla Hebert. Según la breve ojeada que había echado a su mundo había visto que, al menos, había tratado de encontrar un lugar donde ubicar a su alineada manada y que había llevado a cabo una investigación para encontrar un terreno débil donde afianzarse. A lo mejor, si se lo hubiera suplicado a Patrick Furnan, él le habría ofrecido un hogar a su manada. Aunque jamás habría abandonado su posición de liderazgo. Había matado a Jackson Herveaux para conseguirlo, por lo que con toda seguridad nunca habría llegado a un acuerdo de cooperación con Priscilla, ni siquiera en la circunstancia de que la sociedad lobuna lo permitiera (algo que me parecía dudoso, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba del extraño caso de una líder de manada… que había dejado de serlo).
Sobre el papel, admiraba su intento por tratar de ofrecer un nuevo hogar a sus lobos. Pero en la práctica, habiendo conocido personalmente a Priscilla, me alegraba de que no lo hubiera conseguido.
Limpia y refrescada, me sequé el pelo y me maquillé. Tenía el turno de día, lo que implicaba estar en el Merlotte's a las once. Me puse mi habitual uniforme de pantalón negro y camiseta blanca, decidí dejarme el pelo suelto por una vez y me até mis Reebok negras.
Teniendo en cuenta todo lo que había pasado, mi aspecto no estaba mal.
Había muerto mucha gente y los sucesos de la noche anterior habían resultado dolorosos para muchos, pero al menos la manada usurpadora había sido derrotada y Shreveport viviría en paz durante una temporada. La guerra había terminado enseguida. Y el resto del mundo seguía sin conocer la existencia de los hombres lobo, aun siendo un paso que tarde o temprano éstos deberían dar. Cuanto más tiempo llevaban los vampiros siendo públicos, más posibilidades había de que alguien revelara la existencia de los hombres lobo.
Añadí aquel hecho a la caja gigantesca llena de cosas que no eran en absoluto mi problema.
El arañazo de la pierna había cicatrizado ya, bien fuera por su propia naturaleza, bien por los cuidados de Amelia. Tenía moratones en brazos y piernas, pero el uniforme los tapaba. De todas formas, podía ir con manga larga, pues hacía frío. De hecho, no me habría sobrado una chaqueta y de camino al trabajo me arrepentí de no haberla cogido. Amelia no rondaba por allí cuando me fui y no tenía ni idea de si Pam dormía en el escondite secreto para vampiros que yo tenía en el dormitorio de invitados. ¡No era mi problema!
Mientras conducía, fui añadiendo más cosas a la lista de temas sobre los que no tenía que preocuparme ni tener en cuenta. Pero cuando llegué al trabajo, me detuve en seco. Una oleada de pensamientos que no fui capaz de prever se apoderó de mí en cuanto vi a mi jefe. No porque Sam tuviera mal aspecto o algo por el estilo. Cuando me detuve en su despacho para dejar el bolso en el cajón habitual, vi que tenía más o menos su aspecto habitual. De hecho, era como si la trifulca le hubiera dado energía. A lo mejor le había sentado bien lo de transformarse en algo más agresivo que un perro pastor escocés. A lo mejor se lo había pasado en grande pegando patadas al culo de algún que otro hombre lobo, destripando algún que otro estómago…, partiendo más de una espalda.
De acuerdo, tienes razón: ¿a quién le salvó la vida con tanto destripar y partir? Mis pensamientos se aclararon rápidamente. De un modo impulsivo, me incliné hacia él y le di un beso en la mejilla. Sentí el olor de Sam: loción para después del afeitado, bosque, algo salvaje que, pese a ello, me resultaba familiar.
– ¿Cómo te encuentras? -me preguntó, como si siempre le saludara con un beso.
– Mejor de lo que me imaginaba -respondí-. ¿Y tú?
– Un poco dolorido, pero saldré de ésta.
Holly asomó la cabeza por la puerta.
– Hola, Sookie, Sam. -Entró para dejar su bolso.
– Holly, me he enterado de que estás saliendo con Hoyt -dije, confiando en estar sonriendo y sonar satisfecha.
– Sí, nos va bien -dijo, tratando de mostrar cierta indiferencia-. Se porta muy bien con Cody y su familia es muy agradable. -A pesar de su pelo en punta y agresivamente teñido de negro y su exagerado maquillaje, el rostro de Holly tenía algo melancólico y vulnerable.
Me resultó fácil decirle:
– Espero que funcione. -Holly se quedó muy satisfecha. Sabía tan bien como yo que si se casaba con Hoyt se convertiría en mi cuñada a todos los efectos, pues el vínculo entre Jason y Hoyt era muy fuerte.
Entonces Sam empezó a hablarnos sobre un problema que tenía con uno de sus distribuidores de cerveza y Holly y yo nos atamos el delantal e iniciamos nuestra jornada laboral. Introduje la cabeza por la ventanilla pasaplatos para saludar al personal de cocina. El actual cocinero del Merlotte's era un tipo que había estado en el ejército y que se llamaba Carson. Los cocineros de cocina rápida iban y venían. Carson era uno de los mejores. Dominó enseguida las hamburguesas Lafayette (hamburguesas con una salsa especial que había ideado un cocinero anterior) y preparaba a la perfección las tiras de pollo rebozadas y las patatas fritas; por otro lado, no tenía rabietas ni había intentado apuñalar nunca al chico que limpiaba las mesas. Era puntual y dejaba la cocina limpia al final de su turno, y eso era tan importante que Sam le habría perdonado a Carson muchas rarezas.
No teníamos muchos clientes, de modo que Holly y yo estábamos ocupándonos de las bebidas mientras Sam hablaba por teléfono desde su despacho cuando cruzó la puerta Tanya Grissom. Menuda y curvilínea, tenía el aspecto sano y bello de una nodriza. Tanya utilizaba poco maquillaje y estaba muy segura de sí misma.
– ¿Dónde está Sam? -preguntó. Su boquita se curvó para formar una sonrisa. Le devolví una sonrisa poco sincera. Bruja.
– En el despacho -respondí, como si yo tuviera que saber siempre dónde se encontraba exactamente Sam.
– Esa tía… -dijo Holly, deteniéndose a mi lado de camino hacia la ventanilla de la cocina-. Esa tía es un pozo sin fondo.
– ¿Por qué lo dices?
– Vive en Hotshot, comparte casa con una de las mujeres de allí -dijo Holly. De todos los ciudadanos normales de Bon Temps, Holly era una de las pocas que sabía de la existencia de criaturas como los hombres lobo y los cambiantes. No estaba segura de si había descubierto que los habitantes de Hotshot eran hombres pantera, pero sí era consciente de que estaban cruzados entre ellos y que eran extraños, pues el tema era la comidilla del condado de Renard. Y consideraba a Tanya (una mujer zorro) culpable por asociación o, como mínimo, sospechosa por asociación.
Sentí una punzada de ansiedad. Pensé: «Tanya y Sam podrían transformarse juntos. A Sam le gustaría. De quererlo, podría incluso transformarse en zorro».
Me costó un gran esfuerzo seguir sonriendo a la clientela después de que me viniese aquella idea a la cabeza. Y me avergoncé de mí misma al darme cuenta de que debería alegrarme por ver a una mujer interesada por Sam, una mujer capaz de apreciar su verdadera naturaleza. No decía mucho de mí que no me alegrara en absoluto. Pero aquella mujer no era lo bastante buena para él y ya le había advertido a Sam sobre ella.
Tanya regresó por el pasillo que llevaba al despacho de Sam y salió por la puerta, no tan segura de sí misma como cuando había entrado. Le sonreí a la espalda. ¡Ja! Sam salió a continuación para reponer cervezas. Tampoco se le veía muy feliz.
Y al verlo la sonrisa se esfumó de mi cara. Mientras servía la comida al sheriff Bud Dearborn y a Alcee Beck (que no dejó de sonreírme ni un instante), empecé a preocuparme. Decidí echar una ojeada a la cabeza de Sam, pues estaba mejorando en cuanto a enfocar mi talento de determinadas maneras. Y ahora que estaba vinculada a Eric, y por poco que me gustara admitirlo, también me resultaba más fácil bloquearlo y mantenerlo alejado de mis actividades diarias. No es agradable meterse en los pensamientos de los demás, pero siempre lo he hecho; es un acto reflejo.
Sé que es una excusa mala. Pero estaba acostumbrada a saber, no a preguntarme. Las mentes de los cambiantes resultan más complicadas de leer que las de la gente normal, y Sam era además un cambiante sofisticado, pero conseguí captar que se sentía frustrado, inseguro y pensativo.
En aquel momento me sentí horrorizada ante mi audacia y mi carencia de buenos modales. Sam había arriesgado su vida por mí la noche anterior. Me había salvado la vida. Y aquí estaba yo, husmeando en su cabeza igual que un niño fisga el interior de una caja llena de juguetes. Me sonrojé de pura vergüenza y perdí el hilo de lo que me estaba diciendo la chica de la mesa que atendía hasta que muy educadamente me preguntó si me encontraba bien. Lo dejé correr y me concentré en tomar nota del pedido de chile, galletas saladas y un vaso de té frío con azúcar. Su amiga, una mujer de unos cincuenta años, pidió una hamburguesa Lafayette y una ensalada de acompañamiento. Tomé nota del tipo de salsa de aliño y de cerveza que querían y corrí hacia la ventanilla para pasar el pedido. Cuando llegué al lado de Sam, le pedí la cerveza con un ademán de cabeza y me la entregó un segundo después. Estaba demasiado nerviosa para hablar con él. Sam me miró con curiosidad.
Me alegré de salir del bar una vez terminado mi turno. Después de pasar el relevo a Arlene y Danielle, Holly y yo recogimos nuestros respectivos bolsos. Salimos y estaba prácticamente oscuro. Las luces de seguridad ya estaban encendidas. Iba a ponerse a llover y las estrellas quedaban ocultas por las nubes. Se oía la voz de Carrie Underwood en la máquina de discos. Pedía en la canción que Jesús se sentara al volante…, una buena idea, a mi entender.
Nos quedamos un momento junto a los coches. El viento soplaba con fuerza y hacía mucho frío.
– Sé que Jason es el mejor amigo de Hoyt -dijo Holly. Su voz sonaba insegura y aunque la expresión de su rostro era difícil de descifrar, me di cuenta de que no estaba muy convencida de si a mí me iba a gustar oír lo que se disponía a decirme-. Hoyt siempre me gustó. Era un buen chico en el instituto. Supongo…, y espero de verdad que no te enfades conmigo, supongo que lo que me impidió salir con él antes fue que estuviese tan unido a Jason.
No sabía cómo responder.
– Jason no te gusta -dije finalmente.
– Oh, sí, claro que me gusta Jason. ¿A quién no? Pero ¿es bueno para Hoyt? ¿Puede Hoyt ser feliz si se debilita ese vínculo que los une? Porque no me imagino ir más allá con Hoyt a menos que crea que puede estar unido a mí de la manera en que siempre estuvo unido a Jason. ¿Entiendes a qué me refiero?
– Sí -dije-. Quiero a mi hermano. Pero sé que Jason no tiene la costumbre de pensar en el bienestar de los demás. -Y dije aquello por no decir algo peor.
– Me gustas -dijo Holly-. Y no pretendo herir tus sentimientos. Me imaginaba que lo sabrías, de todos modos.
– Sí, creo que sí-dije-. Tú también me gustas, Holly. Eres una buena madre. Has trabajado duro para sacar a tu hijo adelante. Te llevas bien con tu ex. Pero ¿qué me dices de Danielle? Diría que estabas tan unida a ella como Hoyt a Jason. -Danielle era otra madre divorciada y ella y Holly habían sido uña y carne desde el colegio. Danielle disponía de un sistema de apoyo mejor que el de Holly; sus padres seguían aún sanos y encantados de ayudarla con sus dos hijos. Danielle llevaba también un tiempo saliendo con un chico.
– Nunca habría pensado que algo pudiera interponerse entre Danielle y yo, Sookie. -Holly se puso su cortavientos y buscó las llaves en el fondo del bolso-. Pero nos hemos distanciado un poco. Seguimos viéndonos para comer de vez en cuando, y nuestros niños siguen jugando juntos. -Holly suspiró-. No sé. Cuando empecé a interesarme por cosas distintas al mundo de Bon Temps, el mundo en el que nos criamos, Danielle empezó a pensar que mi curiosidad no estaba bien. Y luego, cuando decidí convertirme en wiccana, aborreció la idea, y lo sigue haciendo. Si supiese lo de los hombres lobo, si supiese lo que me ha pasado… -Una bruja cambiante había intentado chantajear a Eric para que le entregara una parte de sus negocios. Había obligado a todas las brujas de la ciudad a ayudarla, incluyendo entre ellas a una muy poco dispuesta Holly-. Todo aquello me cambió -dijo Holly.
– Te cambia, ¿verdad? Eso de tratar con seres sobrenaturales.
– Sí. Pero forman parte de nuestro mundo. Algún día toda la gente lo sabrá. Algún día… el mundo entero será distinto.
Pestañeé. Aquello no me lo esperaba.
– ¿A qué te refieres?
– Cuando todos salgan a la luz -dijo Holly, sorprendida por mi falta de perspicacia-. Cuando todos salgan a la luz y admitan su existencia. Todos, todo el mundo, tendrá que adaptarse a ello. Aunque habrá gente que no querrá. Es posible que haya reacciones violentas. Guerras, tal vez. Quizá los hombres lobo se enfrenten a otros cambiantes, o tal vez los humanos ataquen a los hombres lobo y a los vampiros. O tal vez los vampiros (ya sabes que los lobos no les gustan en absoluto) esperen la llegada de una noche propicia para matarlos a todos y los humanos se lo agradezcan.
Holly tenía ciertos aires de poetisa. Y era una visionaria, aunque bastante pesimista, es evidente. No me imaginaba que Holly fuera tan profunda y volví a avergonzarme de mí misma. No es normal sorprender a una lectora de mentes. Me había esforzado tanto últimamente por mantenerme alejada de la cabeza de la gente, que empezaba a perderme señales importantes.
– Todo o nada -dije-. Tal vez la gente se limite a aceptarlo. No en todos los países, claro está. Basta con ver lo que les ha sucedido a los vampiros en Europa del Este y en parte de América del Sur…
– El Papa no ha dejado clara su postura -comentó Holly.
Asentí.
– Tiene que ser difícil saber qué decir, me imagino. -La mayoría de las iglesias lo habían tenido muy jodido (pido perdón por la expresión) para decidir su política escrituraria o teológica con respecto a los no muertos. El anuncio de los hombres lobo no haría más que añadir aún más leña al fuego. Y era evidente que estaban vivos, de eso no cabía la menor duda… Aunque quizá en su caso casi podía decirse que les sobraba vida, al contrario de los vampiros, que ya habían muerto una vez.
Cambié el peso de mi cuerpo sobre el otro pie. En ningún momento había sido mi intención estar allí fuera intentando resolver los problemas del mundo y especulando sobre el futuro. Estaba aún cansada de la noche anterior.
– Nos vemos, Holly. ¿Qué tal si alguna noche vamos al cine a Clarice Amelia, tú y yo?
– Claro que sí-dijo algo sorprendida-. Esa Amelia… no le gustan mucho mis artes, pero al menos podríamos charlar un poco.
Demasiado tarde, tenía la convicción de que el trío no funcionaría, pero qué demonios. Valía la pena intentarlo.
Volví a casa preguntándome si habría alguien esperándome. La respuesta llegó cuando aparqué en la entrada trasera junto al coche de Pam. Usaba un modelo de automóvil conservador, naturalmente, un Toyota con una pegatina de Fangtasia en el parachoques. Lo que me sorprendía era que no se hubiera decidido por un monovolumen.
Pam y Amelia estaban viendo un DVD en la sala de estar. Estaban sentadas en el sofá, pero no exactamente abrazadas. Bob estaba acurrucado en la butaca. Amelia tenía un recipiente con palomitas en el regazo y Pam una botella de TrueBlood en la mano. Di la vuelta para mirar qué estaban viendo. Underworld. Hmmm.
– Kate Beckinsale está buenísima -dijo Amelia-. Hola, ¿qué tal el trabajo?
– Bien -dije-. Pam, ¿cómo te lo has montado para librar dos noches seguidas?
– Me lo merezco -respondió Pam-. Llevaba dos años sin tomarme ni una noche libre. Eric ha accedido sin problemas. ¿Cómo crees que me quedaría ese vestido negro?
– Oh, tan bien como a Beckinsale -dijo Amelia, y volvió la cabeza para sonreírle a Pam. Estaban en la fase del enamoramiento. Considerando que ese estado no iba últimamente conmigo, prefería no rondar por allí.
– ¿Sabes si Eric ha descubierto algo más sobre ese tipo llamado Jonathan? -pregunté.
– No lo sé. ¿Por qué no le llamas y se lo preguntas? -respondió Pam, completamente despreocupada.
– Tienes razón, estás de vacaciones -murmuré, y salí hacia mi habitación, malhumorada y algo avergonzada. Marqué el número de Fangtasia sin siquiera tener que mirarlo. Vaya, vaya. También lo tenía guardado en mi teléfono móvil, entre los números de marcación rápida. Caramba. Mejor no ponerse a pensar en eso en aquel momento.
Sonó el teléfono y dejé de lado mis terribles cavilaciones. Para hablar con Eric necesitas tener los cinco sentidos alerta.
– Fangtasia, el bar con mordisco, le habla Lizbet. -Una colmillera. Revolví mi armario mental, tratando de encontrarle una cara a ese nombre. Ya está: alta, redondita y orgullosa de ello, cara de luna, atractivo pelo castaño.
– Lizbet, soy Sookie Stackhouse -dije.
– Oh, hola -dijo, sorprendida e impresionada a la vez.
– Hmmm…, hola. Oye, ¿podría hablar con Eric, por favor?
– Veré si el amo está disponible -jadeó Lizbet en un intento de sonar reverente y misteriosa.
«Amo», y una leche.
Los «colmilleros» eran hombres y mujeres que adoraban los vampiros hasta tal punto que querían vivir a su lado cada minuto que éstos pasaban despiertos. Un puesto de trabajo en un lugar como Fangtasia era lo habitual para ese tipo de gente, que consideraba casi sagrada la oportunidad de recibir un mordisco de vez en cuando. El código de los colmilleros les exigía aceptar como un «honor» que un chupador de sangre quisiera utilizarlos; y consideraban asimismo un honor morir como consecuencia de ello. Detrás de todo el patetismo y complicada sexualidad del típico colmillero vivía la esperanza subyacente de que algún vampiro lo considerase «merecedor» de ser convertido en vampiro. Como si tuvieses que pasar una prueba de carácter.
– Gracias, Lizbet-dije.
Lizbet dejó el teléfono con un golpe seco y salió a buscar a Eric. No podía haberla hecho más feliz.
– ¿Sí? -dijo Eric pasados unos cinco minutos.
– ¿Estabas ocupado?
– Ah…, cenando.
Arrugué la nariz.
– Pues espero que hayas tenido suficiente -dije con una falta total de sinceridad-. ¿Has descubierto alguna cosa sobre Jonathan?
– ¿Has vuelto a verlo? -preguntó Eric de forma seca.
– Ah, no, es sólo que me acordé.
– Si lo ves, tengo que saberlo de inmediato.
– De acuerdo, entendido. ¿Qué has averiguado?
– Ha sido visto en otros lugares -dijo Eric-. Incluso se presentó una noche aquí cuando yo no estaba. Pam está en tu casa, ¿verdad?
Noté una sensación de desazón interior. Tal vez Pam no se acostaba con Amelia por pura atracción. Tal vez había combinado los negocios con una buena historia que le servía de tapadera y estaba simplemente con Amelia para tenerme vigilada. «Malditos vampiros», pensé enfadada, porque ese escenario se parecía demasiado a un incidente de mi pasado reciente que me dolía muchísimo.
No pensaba preguntar. Saberlo sería peor que sospechar.
– Sí -dije con la boca rígida-. Está aquí.
– Bien -dijo Eric con cierta satisfacción-. Si vuelve a aparecer, sé que Pam dará buena cuenta de él. Pero no es que esté ahí por eso -añadió de forma poco convincente. Con aquella ocurrencia tardía tan evidente Eric intentaba tranquilizar mi aparente enfado; pero no había surgido, a buen seguro, de ningún sentimiento de culpa.
Miré con el ceño fruncido la puerta de mi vestidor.
– ¿Piensas darme alguna información veraz sobre por qué ese tipo te tiene tan inquieto?
– No has visto a la reina desde lo de Rhodes… -dijo Eric.
Aquello no mostraba indicios de ir a ser una conversación agradable.
– No -dije-. ¿Qué tal evolucionan sus piernas?
– Están creciéndole de nuevo -dijo Eric después de un breve momento de duda.
Me pregunté si le crecerían los pies directamente después de los muñones o si primero le crecerían las piernas y al final del proceso le aparecerían los pies.
– Eso es bueno, ¿no? -dije. Tener piernas tenía que ser bueno.
– Cuando pierdes determinadas partes de tu cuerpo y luego vuelven a salir -dijo Eric- es muy doloroso. Tarda un tiempo. Está muy…, está discapacitada -dijo, pronunciando muy lentamente la última palabra, como si fuera una que conocía pero que nunca había articulado en voz alta.
Reflexioné sobre lo que estaba diciéndome, tanto superficialmente como en profundidad. Las conversaciones con Eric jamás tenían un único nivel.
– No se encuentra en condiciones para gobernar -dije a modo de conclusión-. ¿Quién está al cargo entonces?
– Los sheriffs hemos estado ocupándonos de todo hasta ahora -dijo Eric-. Gervaise falleció en la explosión, naturalmente; eso nos deja a Cleo, a Arla Yvonne y a mí. La cosa habría estado más clara de haber sobrevivido Andre. -Sentí una punzada de dolor y culpabilidad. Podría haber salvado a Andre. Lo temía y lo odiaba, y por ello no lo había hecho. Había dejado que lo mataran.
Eric se quedó un minuto en silencio y me pregunté si estaría captando mi sentimiento de miedo y culpabilidad. Sería terrible que se enterara algún día dé que Quinn había matado a Andre por mi seguridad. Eric siguió hablando:
– Andre podría haber tomado el mando porque estaba completamente establecido como mano derecha de la reina. De haber podido elegir cuál de sus acólitos tenía que morir, habría escogido a Sigebert, que tiene mucho músculo pero nada de cerebro. Al menos, es capaz de protegerla físicamente, aunque Andre podría haber hecho esto y, a la vez, haber defendido también el territorio.
Nunca había oído a Eric tan parlanchín con respecto a los asuntos de los vampiros. Empezaba a tener la horrible sensación de saber hacia dónde se dirigía.
– Esperas algún tipo de golpe de estado -dije, y noté que el corazón me daba un vuelco-. Crees que Jonathan estaba tanteando el terreno.
– Vigila, o empezaré a pensar que puedes leerme la mente. -Pese a que el tono de Eric era suave como una nube de golosina, su significado subyacente era afilado como un cuchillo.
– Eso es imposible -dije, y si pensaba que mentía, no me lo demostró. Era como si Eric se arrepintiera de todo lo que me había contado. El resto de la conversación fue muy breve. Me repitió que lo llamara en cuanto viera a Jonathan y le aseguré que lo haría encantada.
Después de colgar, no tenía sueño. En honor al frío reinante aquella noche, me puse unos pantalones de pijama de lana, blancos con ovejitas de color rosa, y una camiseta blanca. Desenterré el mapa que tenía de Luisiana y busqué un lápiz. A continuación, señalé las áreas que conocía. Mis conocimientos partían de distintos retazos de conversaciones que habían tenido lugar en mi presencia. Eric tenía la Zona Cinco. La reina tenía la Zona Uno, que consistía en Nueva Orleans y sus aledaños. Todo eso tenía sentido. Pero el resto era una mezcolanza. El fallecido Gervaise tenía el área que incluía Baton Rouge, y allí era donde había estado viviendo la reina desde que el Katrina asoló sus propiedades en Nueva Orleans. Me imaginé que, debido a su preeminencia, aquella debía de ser la Zona Dos. Pero la llamaban Zona Cuatro. Tracé una línea fina que luego pudiera borrar, y acabé borrándola después de quedarme mirándola un rato.
Escarbé en mi cabeza en busca de otras piezas de información. La Zona Cinco, en la parte norte del estado, tenía una gran extensión. Eric era más rico y más poderoso de lo que me imaginaba. Debajo de él, y con un territorio semejante, estaban la Zona Tres de Cleo Babbitt y la Zona Dos de Arla Yvonne. Descendiendo hacia el Golfo desde la esquina sudoeste del Misisipi se encontraban las grandes zonas que habían estado antiguamente en manos de Gervaise y la reina, Cuatro y Uno respectivamente. Podía imaginarme el retorcimiento vampírico que había dado lugar a aquella numeración y disposición.
Estuve examinando el mapa unos cuantos minutos más antes de borrar todas las líneas finas que había dibujado. Miré el reloj. Había transcurrido casi una hora desde mi conversación con Eric. Melancólica, me cepillé los dientes y me lavé la cara. Después de meterme en cama y rezar mis oraciones, permanecí despierta un buen rato. Reflexioné sobre la innegable verdad de que, en aquel momento, el vampiro más poderoso del estado de Luisiana era Eric Northman, el rubio que en su día fuera mi amante. Eric había dicho en mi presencia que no quería ser rey, que no quería hacerse con más territorio; y desde que había visto con mis propios ojos la extensión actual de su territorio, comprendía aún más su afirmación.
Creía conocer un poco a Eric, tal vez todo lo que un ser humano puede llegar a conocer a un vampiro, lo que no significa que mi conocimiento fuera profundo. No creía que quisiera hacerse con el estado, pues de desearlo ya lo habría hecho. Estaba claro que su poder significaba llevar una diana gigante clavada en la espalda. Necesitaba intentar dormir. Volví a mirar el reloj. Había pasado una hora y media desde que había hablado con Eric.
Bill se deslizó en silencio en mi habitación.
– ¿Qué sucede? -pregunté, intentando mantener la voz muy tranquila, muy calmada, pese a que hasta el último nervio de mi cuerpo había empezado a temblar.
– Estoy inquieto -dijo con su fría voz; casi me echo a reír-. Pam ha tenido que marcharse a Fangtasia. Me ha llamado para que ocupe su lugar aquí.
– ¿Por qué?
Se sentó en la silla que había en un rincón. Mi habitación estaba casi a oscuras, pero las cortinas entrecerradas permitían el paso de la luz de seguridad del jardín. Tenía, además, una luz de noche en el baño, lo que me permitía adivinar los perfiles de su cuerpo y vislumbrar sus facciones. Bill mostraba cierto resplandor, como todos los vampiros.
– Pam no ha conseguido contactar con Cleo por teléfono -dijo-. Eric ha tenido que ausentarse del club para hacer un recado y Pam tampoco ha logrado localizarlo a él. Pero yo le he dejado un mensaje en el contestador y seguro que responderá. El problema es que Cleo no conteste.
– ¿Son amigas Pam y Cleo?
– No, en absoluto -dijo sin darle importancia-. Pero tendría que responder si la llamamos al supermercado que tiene abierto toda la noche. Cleo siempre contesta.
– ¿Y por qué intentaba Pam contactar con ella?
– Se llaman noche sí, noche no -dijo Bill-. Luego, Cleo llama a Arla Yvonne. Tienen una cadena. Que no debería romperse, y menos en los tiempos que corren. -Bill se levantó con una velocidad que me resultó imposible seguir-. ¡Escucha! -susurró, en un tono de voz tan suave como el aleteo de una mosca-. ¿Has oído?
Yo no había oído nada de nada. Permanecí inmóvil bajo las sábanas, deseando ardientemente que todo aquello acabara. Hombres lobo, vampiros, problemas, peleas…, pero no tendría esa suerte.
– ¿Qué has oído? -pregunté, intentando hablar tan flojito como Bill, un esfuerzo condenado al fracaso.
– Alguien se acerca -dijo.
Y entonces oí que llamaban a la puerta principal. Una llamada muy suave.
Retiré las sábanas y me levanté. Estaba tan nerviosa que no encontré mis zapatillas. De modo que me dirigí descalza hacia la puerta del dormitorio. Era una noche gélida y aún no había puesto en funcionamiento la calefacción; las suelas de mis pies chocaron con el frío de la madera pulida del suelo.
– Iré a abrir yo -dijo Bill, y se plantó delante de mí sin que ni siquiera lo viera moverse.
– Por todos los santos -murmuré, y le seguí. Me pregunté dónde estaría Amelia: ¿estaría durmiendo arriba o en el sofá del salón? Confiaba en que estuviera dormida. Estaba tan asustada que me la imaginé muerta.
Bill se deslizó en silencio por la casa oscura, recorrió el pasillo, cruzó el salón (que olía aún a palomitas), se plantó delante de la puerta de entrada y oteó por la mirilla, un gesto que encontré gracioso. Tuve que taparme la boca con la mano para no echarme a reír como una tonta.
Nadie disparó a Bill a través de la mirilla. Nadie intentó echar la puerta abajo. Nadie gritó.
El continuo silencio me puso la carne de gallina. Ni siquiera vi moverse a Bill. Noté su fría voz justo detrás de mi oído derecho.
– Es una mujer joven. Lleva el pelo teñido de blanco o de rubio, muy corto y con las raíces oscuras. Escuálida. Es humana. Está asustada.
Y no era la única.
Me esforcé en pensar quién podía ser aquella chica que llamaba a mi puerta en plena noche. De pronto, me imaginé quién era.
– Frannie -dije con voz entrecortada-. La hermana de Quinn. Tal vez.
– Déjame entrar -dijo una voz de chica-. Déjame entrar, por favor.
Era igual que en una historia de fantasmas que había leído tiempo atrás. Se me pusieron los pelos de punta.
– Tengo que contarte lo que le ha pasado a Quinn -dijo Frannie, y me decidí al instante.
– Abre la puerta -le dije a Bill, esta vez con mi voz normal-. Tenemos que dejarla entrar.
– Es humana -dijo Bill, como si fuese algo extraño-. ¿Hasta qué punto podría ser problemática? -Abrió la puerta.
No voy a decir que Frannie entrara de sopetón, pero sí que no perdió tiempo en cruzar la puerta y cerrarla de un portazo a sus espaldas. Mi primera impresión de Frannie, que había mostrado una actitud agresiva y muy poco encanto, no había sido buena, pero había podido conocerla un poquito mejor cuando acompañó a Quinn en el hospital, después de la explosión. Había tenido una vida complicada, y quería mucho a su hermano.
– ¿Qué ha pasado? -le pregunté escuetamente en cuanto Frannie tropezó con la primera silla que encontró y se derrumbó en ella.
– Tenía que haber un vampiro en tu casa… -dijo-. ¿Puedo tomar un vaso de agua? Después intentaré hacer lo que Quinn quiere que haga.
Corrí a la cocina para prepararle el vaso de agua. Encendí la luz de la cocina pero dejé a oscuras el salón.
– ¿Dónde está tu coche? -preguntó Bill.
– Se averió a un kilómetro y pico de aquí -respondió-. Pero no podía quedarme esperando. He llamado a una grúa y he dejado las llaves puestas en el contacto. Confío en que lo retiren de la carretera y de la vista de todo el mundo.
– Cuéntame ahora mismo qué está pasando -dije.
– ¿La versión corta o la larga?
– La corta.
– Los vampiros de Las Vegas vienen a apoderarse de Luisiana.
Aquello nos aguó la fiesta.