Para consuelo mío, me desperté en una casa vacía. Los impulsos mentales de Amelia y Octavia no estaban bajo mi tejado. Permanecí acostada en la cama disfrutando de aquella idea. Tal vez cuando volviera a tener un día libre, podría pasarlo completamente sola. No me parecía una posibilidad muy factible, pero las chicas podemos soñar, ¿no? Después de planificar la jornada (llamar a Sam para averiguar el estado de mi coche, pagar algunas facturas, ir a trabajar…), me metí en la ducha y me lavé a fondo. Utilicé toda el agua que me apeteció. Me pinté las uñas de los pies y de las manos, me puse unos pantalones de chándal y una camiseta y me preparé café. La cocina estaba reluciente; bendita sea Amelia.
El café estaba estupendo, la tostada untada con mermelada de arándanos, deliciosa. Incluso mis papilas gustativas se sentían felices. Después de limpiar los cacharros del desayuno, canturreaba por el puro placer de estar sola. Regresé a mi habitación para hacer la cama y maquillarme un poco.
Y, naturalmente, fue entonces cuando una llamada a la puerta de atrás casi me hace saltar del susto. Pisé unos zapatos de camino a la puerta.
Era Tray Dawson, sonriente.
– Hola, Sookie, tu coche está bien -dijo-. He tenido que hacer algunos cambios aquí y allá y ha sido la primera vez que saco ceniza de vampiro de un chasis, pero el coche funciona.
– ¡Oh, gracias! ¿Quieres pasar?
– Sólo un minuto -dijo-. ¿Tendrás por casualidad una Coca-Cola en la nevera?
– Claro que sí. -Le serví el refresco, le pregunté si le apetecían unas galletas o un sándwich de mantequilla de cacahuete para acompañarlo y, después de que rechazara mi oferta, me disculpé para poder acabar de maquillarme. Me imaginé que Dawson me acompañaría hasta el coche, pero resultó que había venido con él hasta casa, por lo que era yo quien debía llevarlo de vuelta.
Me senté en la mesa, delante de aquel hombretón, con el talonario abierto y un bolígrafo y le pregunté cuánto le debía.
– Ni un centavo -dijo Dawson-. El nuevo lo ha pagado.
– ¿El nuevo rey?
– Sí, me llamó a media noche. Me contó la historia, más o menos, y me preguntó si podía echarle un vistazo al coche a primera hora de la mañana. Cuando llamó estaba despierto, de modo que no me molestó. Esta mañana me he acercado al Merlotte's y le he dicho a Sam que había desperdiciado una llamada telefónica porque ya estaba al corriente del asunto. Sam ha conducido el coche hasta el taller y yo le he seguido. Lo hemos subido al potro y lo he mirado a fondo.
Un discurso muy largo para Dawson. Guardé el talonario en el bolso y le escuché con atención. Le pregunté si le apetecía más Coca-Cola señalándole el vaso con el dedo. Negó con la cabeza para darme a entender que ya había bebido bastante.
– Hemos tenido que apretar unas cuantas cosas, sustituir el depósito de líquido del limpiaparabrisas. Sabía que en Rusty's Salvage tenían otro coche como el tuyo y no he tardado nada en arreglarlo todo.
No pude sino darle de nuevo las gracias. Acompañé a Dawson a su taller. Desde la última vez que había estado allí, vi que había arreglado el jardín delantero de su casa, una casita modesta pero aseada justo al lado del taller. Dawson había almacenado además en algún lado todas las piezas de moto, en lugar de tenerlas por allí tiradas, una solución útil pero poco atractiva. Y su camioneta estaba impoluta.
Cuando Dawson salió del coche, le dije:
– Te estoy muy agradecida. Sé que los coches no son tu especialidad y aprecio mucho que te hayas ofrecido a reparar el mío. -El mecánico del inframundo, ése era Tray Dawson.
– Lo he hecho porque he querido -dijo Dawson, e hizo una pausa-. Si lo ves posible, me gustaría que le hablaras de mí a tu amiga Amelia.
– No tengo mucha influencia sobre Amelia -dije-. Pero no tendré ningún problema en contarle que eres una persona excelente.
Me respondió con una amplia sonrisa, sin cortarse. Creo que nunca había visto a Dawson esbozar una sonrisa como aquélla.
– Amelia parece muy sana -dijo, y como yo no tenía ni idea de cuáles eran los criterios de admiración de Dawson, aquélla fue una buena pista.
– Tú llámala, que yo le daré referencias -dije.
– Trato hecho.
Nos despedimos contentos y felices y él cruzó dando grandes zancadas el aseado jardín en dirección al taller. No sabía si Dawson sería o no del gusto de Amelia, pero haría lo posible para convencerla de que le diera una oportunidad.
Mientras conducía de vuelta a casa presté atención al coche por si oía algún ruido extraño. Funcionó sin problemas.
Amelia y Octavia llegaron justo cuando yo me iba a trabajar.
– ¿ Qué tal estás? -preguntó Amelia, como si supiera que algo había pasado.
– Bien -respondí automáticamente. Entonces comprendí que pensaba que la noche anterior no la había pasado en casa. Que creía que había estado pasándomelo bien con alguien-. Recuerdas a Tray Dawson, ¿verdad? Lo conociste en el apartamento de María Estrella.
– Claro.
– Te llamará. Sé cariñosa con él.
La dejé sonriendo mientras yo subía en el coche.
Por una vez, el trabajo fue aburrido y normal. Terry ocupaba el puesto de Sam, pues a éste no le gustaba nada trabajar los domingos por la tarde. El Merlotte's tenía un día tranquilo. Los domingos abríamos tarde y cerrábamos temprano, de modo que a las siete ya estaba lista para volver a casa. En el aparcamiento no apareció nadie y pude acercarme directamente al coche sin que nadie se me acercara dispuesto a mantener una larga y estrambótica conversación y sin que nadie me atacara.
Tenía recados que hacer en la ciudad a la mañana siguiente. Me quedaba poco dinero en efectivo, de manera que me acerqué en coche hasta el cajero automático y saludé por el camino a Tara Thornton du Rone. Tara me sonrió y me devolvió el saludo. El matrimonio le sentaba bien y esperaba que ella y J.B. fueran más felices que mi hermano y su esposa. Alejándome en coche del banco, y para mi asombro, vi a Alcide Herveaux saliendo de las oficinas de Sid Matt Lancaster, un anciano y afamado abogado. Me detuve en el aparcamiento de Sid Matt y Alcide se acercó para hablar conmigo.
La conversación fue delicada. Para ser justa, tengo que decir que Alcide había tenido que ocuparse de muchas cosas últimamente. Su novia había muerto brutalmente asesinada. Varios miembros de su manada habían muerto también. Tenía una tapadera enorme que preparar. Pero ahora era el líder de su manada y había celebrado su victoria al estilo tradicional. Visto en retrospectiva, sospecho que debió de sentirse bastante incómodo teniendo que mantener relaciones sexuales en público con una joven, especialmente con la muerte de su novia tan reciente. Leía en su cabeza un embrollo de emociones y cuando se acercó a la ventanilla de mi coche estaba ruborizado.
– Sookie, no había tenido oportunidad de agradecerte toda tu ayuda aquella noche. Fue una suerte para nosotros que tu jefe decidiera acompañarte.
«Sí, y pensando que tú no me habrías salvado la vida como él hizo, también me alegro yo».
– Ningún problema, Alcide -dije, en un tono de voz maravillosamente templado y tranquilo. Pensaba tener un buen día, maldita sea-. ¿Todo solucionado por Shreveport?
– La policía sigue sin encontrar pistas -dijo, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie fuera a oírlo-. Todavía no han encontrado el escenario de los hechos y ha llovido mucho, además. Confiamos en que más temprano que tarde cierren la investigación.
– ¿Seguís aún planeando el gran anuncio?
– Tendrá que ser pronto. Los jefes de otras manadas de la zona se han puesto en contacto conmigo. Nosotros, a diferencia de los vampiros, no celebramos una reunión de todos los líderes. Ellos tienen un rey para cada estado y nosotros tenemos un montón de jefes de manada. Me parece que elegiremos un representante entre los diversos jefes de manada, uno para cada estado, y que esos representantes celebrarán una reunión a nivel nacional.
– Parece un paso en la dirección adecuada.
– Además, tendríamos que preguntar a los demás cambiantes si quieren acompañarnos. Sam, por ejemplo, podría pertenecer a mi manada de un modo auxiliar, aun no siendo hombre lobo. Y estaría bien que los lobos solitarios, como Dawson, asistiesen a las fiestas de la manada…, que viniesen a aullar con nosotros.
– Me da la sensación de que a Dawson ya le gusta su vida tal y como es -dije-. Y tendrás que hablar con Sam, no conmigo, sobre si desea asociarse formalmente con vosotros.
– Claro. Me parece que tienes bastante influencia sobre él. Por eso te lo he mencionado.
Yo no lo veía exactamente así. Sam tenía mucha influencia sobre mí, pero dudaba de que yo la tuviera sobre él. Alcide empezó a cambiar de postura, una actitud que me transmitió con la misma claridad que su cerebro que iba a despedirse para continuar con los asuntos que le habían llevado hasta Bon Temps.
– Alcide -dije de manera impulsiva-. Tengo una pregunta.
– Por supuesto.
– ¿Quién se ocupa de los hijos de los Furnan?
Me miró y enseguida apartó la vista.
– La hermana de Libby. Tiene ya tres, pero dijo que estaría encantada de ocuparse de ellos. Tenemos dinero para sacarlos adelante. Cuando llegue el momento de ir a la universidad, ya veremos lo que se puede hacer por el chico.
– ¿Por el chico?
– Él es de la manada.
De haber tenido un ladrillo en la mano, no me habría importado utilizarlo contra Alcide. Dios mío bendito. Respiré hondo. Lo que importaba no era el sexo de la criatura. Sino su sangre pura.
– Es posible que el dinero del seguro dé también para que pueda ir la chica -dijo Alcide, que no era tonto-. La tía no nos lo ha dejado claro del todo, pero sabe que la ayudaremos.
– ¿Y sabe ella quién le ayudará?
Alcide negó con la cabeza.
– Le dijimos que se trata de una sociedad secreta a la que pertenecía Furnan, algo similar a los masones.
Pensé que ya no había más que decir.
– Buena suerte -dije. Si bien creo que ya había dispuesto de bastante fortuna, aun teniendo en cuenta la muerte de dos mujeres que habían salido con él. Al fin y al cabo, Alcide había sobrevivido y alcanzado la meta de su padre.
– Gracias, y gracias de nuevo por tu contribución a esa buena suerte. Continúa considerándote amiga de la manada -dijo muy serio. Sus preciosos ojos verdes se quedaron mirándome fijamente-. Y recuerda que eres una de mis mujeres favoritas -añadió inesperadamente.
– Un cumplido muy agradable, Alcide -dije, y arranqué el coche. Me gustaba haber podido hablar con él. Alcide había madurado mucho en el transcurso de las últimas semanas. En conjunto, se estaba transformando en un hombre mucho más susceptible de mi admiración que el que era antes.
Jamás olvidaría la sangre y los gritos de aquella horripilante noche en el solitario parque de oficinas de Shreveport, aunque empezaba a tener la sensación de que algo bueno había salido de todo aquello.
Cuando llegué a casa, me encontré con que Octavia y Amelia estaban en el jardín pasando el rastrillo. Una idea estupenda. Pasar el rastrillo era una de las tareas que más odiaba en el mundo, pero si no se hacía un par de veces en otoño, la acumulación de agujas de pino era horrorosa.
Me había pasado el día dándole las gracias a todo el mundo. Aparqué detrás y rodeé la casa hasta llegar delante.
– ¿Lo metes en bolsas de basura o lo quemas? -me gritó Amelia.
– Oh, lo quemo cuando se levanta la prohibición de encender fuego -dije-. Es muy amable por vuestra parte haber pensado en hacer esto. -No pretendía ser efusiva… pero que hagan por ti la tarea que menos te gusta es una delicia.
– Necesito hacer ejercicio -dijo Octavia-. Ayer estuvimos en el centro comercial de Monroe y ya caminé un poco.
Tenía la sensación de que Amelia trataba a Octavia más como una abuela que como una maestra.
– ¿Ha llamado Tray? -pregunté.
– Por supuesto. -Amelia esbozó una amplia sonrisa.
– Le gustas.
Octavia se echó a reír.
– Estás hecha una femme fatale, Amelia.
Se la veía contenta y dijo:
– Me parece un tipo interesante.
– Un poco mayor que tú -dije, simplemente para que lo supiera.
Amelia se encogió de hombros.
– No me importa. Estoy dispuesta a salir un día con él. Pienso que Pam y yo somos más colegas que pareja. Y desde que encontré esa carnada de gatitos, estoy abierta a tratar con chicos.
– ¿Crees de verdad que Bob eligió? ¿Que no fue más bien una cuestión de instinto? -pregunté.
Justo en aquel momento apareció en el jardín el gato en cuestión, curioso por averiguar qué hacíamos allí fuera teniendo en la casa un sofá estupendo y unas cuantas camas.
Octavia soltó un sonoro suspiro.
– Oh, demonios -murmuró. Se enderezó y extendió las manos-. Potestas mea te in formam veram tuam commutabit natura ips reaffirmet Incantationes praeviae deletae sunt -dijo.
El gato parpadeó mirando a Octavia. Emitió a continuación un sonido muy peculiar, una especie de grito que jamás había oído salir de la garganta de un gato. De pronto quedó rodeado por una atmósfera espesa y densa, nublada y llena de chispas. El gato volvió a gritar. Amelia miraba al animal boquiabierta. Me dio la impresión de que Octavia estaba resignada y un poco triste.
Pero el gato se retorció sobre la hierba descolorida y de pronto apareció una pierna humana.
– ¡Por todos los santos! -dije, y me tapé la boca con la mano.
Ahora tenía ya dos piernas, dos piernas peludas, y a continuación apareció el pene, y después, sin dejar de gritar, empezó a convertirse en hombre. Transcurridos dos horribles minutos, el brujo Bob Jessup estaba tendido sobre el césped, tembloroso pero con su forma humana totalmente recuperada. Transcurrido un minuto más, dejó de gritar para sólo retorcerse. No era un gran avance, la verdad, pero nuestros tímpanos lo agradecieron.
Entonces se incorporó, se abalanzó sobre Amelia decidido a estrangularla hasta acabar con ella.
Lo agarré por los hombros para apartarlo de ella.
– ¿No querrás que utilice de nuevo mi magia, verdad? -preguntó Octavia.
Fue una amenaza de lo más efectiva. Bob soltó a Amelia y se quedó jadeando.
– ¡No puedo creer que me hicieras eso! -dijo-. ¡No puedo creer que haya pasado estos últimos meses convertido en gato!
– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté-. ¿Te sientes débil? ¿Necesitas ayuda para entrar en la casa? ¿Quieres algo de ropa?
Se miró por encima. Llevaba un tiempo sin utilizar ropa y de repente se puso colorado, casi por completo.
– Sí-dijo secamente-. Sí, me gustaría ponerme algo de ropa.
– Ven conmigo -dije. Cuando entré con Bob en casa empezaba a anochecer. Bob era un tipo más bien pequeño y pensé que tenía un par de sudaderas que le irían bien. No, Amelia era algo más alta y era justo que fuera ella quien realizara la donación de ropa. Me fijé que Amelia había dejado en la escalera una cesta llena de ropa doblada para subir cuando fuera de nuevo a su habitación. Y mira por dónde, había una sudadera vieja de color azul y unos pantalones de chándal negros. Le entregué las prendas a Bob sin decir palabra y él las cogió con manos temblorosas. Seguí inspeccionando el montón y encontré un par de calcetines sencillos de color blanco. Bob se sentó en el sofá para ponérselos. Y hasta ahí pude llegar en cuanto a vestirle. Tenía los pies más grandes que yo y que Amelia, por lo que los zapatos quedaron descartados.
Bob se rodeó con sus propios brazos como si temiera volver a desaparecer. Tenía el pelo pegado a la cabeza. Pestañeó, y me pregunté qué habría sido de sus gafas. Confiaba en que Amelia las hubiera guardado en algún lado.
– ¿Te apetece beber algo, Bob"? -le pregunté.
– Sí, por favor -dijo. Le costaba que su boca articulara palabras. Se llevó la mano a la boca con un gesto curioso y me di cuenta de que era un movimiento igual al que realizaba mi gata
Tina cuando levantaba la pata para lamérsela antes de utilizarla para peinarse. Bob se dio cuenta entonces de lo que estaba haciendo y bajó de golpe la mano.
Pensé en traerle leche en un cuenco, pero decidí que resultaría insultante. Le serví un poco de té con hielo. Lo bebió, pero puso mala cara.
– Lo siento -dije-. Debería haberte preguntado si te gusta el té.
– Me gusta el té -dijo, y se quedó mirando el vaso como si acabara de relacionar el té con el líquido que acababa de tener en la boca-. Lo que pasa es que ya no estoy acostumbrado.
Sí, ya sé que es horroroso, pero abrí la boca dispuesta a preguntarle si le apetecían unas croquetas para gato. Amelia guardaba una bolsa de 9Lives en una estantería del porche de atrás.
– ¿Qué tal un bocadillo? -le pregunté. No sabía de qué tema podía hablar con Bob. ¿De ratones?
– Claro que sí -respondió. Vi que no sabía qué hacer a continuación.
Le preparé uno de mantequilla de cacahuete y mermelada, y otro de jamón y encurtidos con pan integral y mostaza. Se los comió los dos, masticando muy despacio y con cuidado.
– Perdóname -dijo entonces, levantándose en busca del baño. Cerró la puerta y permaneció allí un buen rato.
Amelia y Octavia ya estaban en casa cuando apareció de nuevo Bob.
– Lo siento mucho -dijo Amelia.
– Yo también -dijo Octavia. Parecía más vieja y más menuda.
– ¿Durante todo este tiempo has sabido cómo transformarle? -Intenté que mi voz fuese equilibrada e imparcial-. ¿Tu intento fracasado no fue más que un fraude, entonces?
Octavia movió afirmativamente la cabeza.
– Temía no poder venir más por aquí si no me necesitabas. Habría tenido que quedarme en casa de mi sobrina. Y esto es mucho más agradable. Pero me remordía la conciencia y sabía que tenía que hacer algo pronto, sobre todo porque estoy viviendo aquí. -Movió su canosa cabeza de un lado a otro-. Soy una mala mujer por haber permitido que Bob siguiera unos días más en forma de gato.
Amelia estaba conmocionada. Era evidente que la caída en desgracia de su maestra era algo asombroso para Amelia, algo que eclipsaba su sentimiento de culpa por lo que en su día le había hecho a Bob. Amelia era, sin lugar a dudas, una persona que vivía el presente.
Bob salió del baño y se acercó a nosotras.
– Quiero regresar a mi casa de Nueva Orleans -dijo-. ¿Dónde demonios estamos? ¿Cómo llegué hasta aquí?
El rostro de Amelia perdió toda su expresividad. Octavia estaba seria. Salí sin hacer ruido de la estancia. Cuando las dos mujeres le contaran a Bob lo del Katrina, la situación sería desagradable. No me apetecía estar presente mientras Bob, además de todo lo que le había caído encima, intentaba procesar aquella terrible noticia.
Me pregunté dónde viviría Bob, si su casa o apartamento seguiría aún en pie, si sus propiedades continuarían intactas. Si su familia estaría viva. Escuché la voz de Octavia subiendo y bajando de volumen, y después un terrible silencio.