Al día siguiente fui con Bob a Wal-Mart para comprarle un poco de ropa. Amelia había obligado a Bob a aceptar algo de dinero y el chico no había tenido otro remedio que claudicar. Tenía ganas de alejarse de Amelia. Y no lo culpaba por ello.
De camino hacia la ciudad, Bob no paró de parpadear, observándolo todo asombrado. Cuando entramos en la tienda, fue corriendo al pasillo más cercano y se frotó la cabeza contra la esquina. Sonreí a Marcia Albanese, una anciana adinerada que era miembro del comité de dirección de la escuela. No la había visto desde la fiesta de despedida de soltera de Halleigh.
– ¿Quién es tu amigo? -preguntó Marcia. Era una pregunta tanto de sociabilidad natural como de curiosidad. No preguntó por los frotamientos de cabeza, lo que me granjeó su simpatía para siempre.
– Te presento a Bob Jessup, Marcia, que está de visita en la ciudad -dije, deseando haber preparado de antemano alguna historia. Bob saludó a Marcia con un ademán de cabeza y, con los ojos abiertos como platos, le tendió la mano. Al menos no la empujó con la cabeza, ni le pidió que le rascase las orejas. Marcia le estrechó la mano y le dijo a Bob que estaba encantada de conocerle.
– Gracias, encantado -dijo Bob. Estupendo, lo había dicho casi con total normalidad.
– ¿Estarás mucho tiempo en Bon Temps, Bob? -preguntó Marcia.
– Oh, no, Dios mío, no -respondió Bob-. Disculpe, tengo que comprarme unos zapatos. -Y desapareció (con movimientos suaves y sinuosos) hacia los pasillos de calzado de caballero. Llevaba unas chancletas de color verde fluorescente que le había dado Amelia y que le quedaban pequeñas.
Marcia se quedó desconcertada y a mí no se me ocurrió ninguna explicación válida.
– Hasta la próxima -dije, y seguí la estela de Bob. Se compró unas zapatillas deportivas, unos cuantos calcetines, dos pares de pantalones, dos camisetas, una chaqueta y algo de ropa interior. Le pregunté a Bob qué le apetecería para comer y me pidió si podía prepararle croquetas de salmón.
– Por supuesto que puedo -dije, aliviada al ver que me pedía algo muy fácil. Compramos las latas de salmón que necesitaba. Quería también pudin de chocolate, otra receta fácil. Dejó a mi elección el resto del menú.
Aquella noche cenamos pronto, antes de que yo me marchara a trabajar, y Bob se quedó encantado con las croquetas y el pudin. Tenía mucho mejor aspecto, pues se había duchado y vestido con la ropa nueva. Incluso empezó a hablar con Amelia. A partir de su conversación entendí que Amelia le había mostrado las páginas web sobre el Katrina y sus supervivientes y que Bob se había puesto en contacto con la Cruz Roja. La familia con quien se había criado, la de su tía, vivía en la bahía de San Luis, al sur del estado de Misisipi, y sabíamos de sobra lo que había sucedido allí.
– ¿Qué harás ahora? -le pregunté, imaginándome que había dispuesto ya de tiempo para pensar.
– Iré a ver -dijo-. Intentaré averiguar qué ha sido de mi apartamento en Nueva Orleans, pero lo que más me importa es mi familia. Y tengo que pensar en algo que contarles, tengo que explicarles dónde he estado y por qué no me había puesto en contacto con ellos hasta ahora.
Nos quedamos en silencio, pues aquello era un enigma.
– Podrías decirles que has estado bajo los efectos del hechizo de una bruja mala -dijo abatida Amelia.
Bob resopló.
– Es posible que me creyeran -dijo-. Saben que no soy una persona normal. Pero no creo que se traguen que el hechizo durara tanto tiempo. Podría decirles, tal vez, que perdí la memoria. O que fui a Las Vegas y me casé.
– ¿Mantenías contacto regular con ellos antes del Katrina? -le pregunté.
Se encogió de hombros.
– Cada par de semanas -dijo-. No puede decirse que estemos muy unidos. Pero lo que es evidente es que después del Katrina me habría puesto en contacto con ellos. Les quiero. -Apartó un buen rato la vista.
Estuvimos pensando en diversas ideas, pero no encontrábamos una razón creíble que explicara por qué había estado tanto tiempo desconectado. Amelia dijo que iría a comprarle a Bob un billete de autobús para Hattiesburg, para que desde allí encontrara un medio de transporte hasta la zona más afectada y pudiera localizar a su gente.
Amelia estaba limpiando su conciencia gastándose dinero en Bob. Yo no tenía ninguna objeción al respecto. Era lo que tenía que hacer; y esperaba que Bob encontrara a los suyos o que como mínimo averiguara qué había sido de ellos, dónde vivían ahora.
Antes de irme a trabajar, me quedé un par de minutos en el umbral de la puerta de la cocina mirándolos a los tres. Intenté ver en Bob lo que Amelia había visto, el elemento que con tanta fuerza le había atraído. Bob era delgado y no especialmente alto y su pelo negro se le quedaba pegado a la cabeza de forma natural. Amelia había encontrado sus gafas, que eran de montura negra y gruesas. Había visto hasta el último centímetro de Bob y me había percatado de que la Madre Naturaleza había sido generosa con él en el asunto de las partes masculinas, pero aquello no era suficiente para explicar las ardientes escapadas sexuales de Amelia con el chico.
Entonces Bob se echó a reír, era la primera vez que reía desde que había vuelto a convertirse en humano, y lo entendí. Bob tenía los dientes blancos y uniformes, los labios gruesos, y cuando sonreía adquiría un matiz sexy, intelectual e irónico.
Misterio resuelto.
Cuando volviera a casa ya se habría marchado, de modo que me despedí de Bob con la idea de que nunca volvería a verlo, a menos que él decidiera regresar a Bon Temps para vengarse de Amelia.
Mientras iba en coche hacia la ciudad, me pregunté si podría tener un gato de verdad. Al fin y al cabo, teníamos ya la cajita de arena y la comida para gatos. Se lo preguntaría a Amelia y Octavia en un par de días. Esto les daría tiempo para dejar de estar inquietas por la ausencia de gato en casa.
Cuando entré en el bar, preparada ya para trabajar, vi a Alcide Herveaux sentado en la barra charlando con Sam. Era extraño que volviera a aparecer por allí. Me detuve un segundo pero enseguida ordené a mis pies que siguieran adelante. Le saludé con un movimiento de cabeza y le hice un gesto con la mano a Holly para indicarle que la relevaba. Ella levantó un dedo para darme a entender que se iría en cuanto se ocupase de la cuenta de un cliente que aún tenía pendiente. Me saludó una mujer, un hombre me preguntó qué tal estaba y al instante me sentí cómoda. Aquél era mi lugar, mi casa lejos de casa.
Jasper Voss quería otro ron con Coca-Cola, Catfish quería una jarra de cerveza para él, su esposa y otra pareja, y a una de nuestras alcohólicas, Jane Bodehouse, le apetecía comer algo. Me dijo que le daba igual lo que fuera, de modo que le serví una cestita de tiras de pollo rebozadas. Conseguir que Jane comiese era todo un problema, y me imaginé que dejaría como mínimo la mitad de la cestita sin tocar. Jane estaba sentada en la barra, en el extremo opuesto a donde estaba sentado Alcide, y Sam movió en aquel momento la cabeza para indicarme que me sumara a ellos.
Serví el pedido de Jane y me acerqué a ellos a regañadientes. Me apoyé en el final de la barra.
– Sookie -dijo Alcide-. He venido a darle las gracias a Sam.
– Muy bien -dije sin rodeos.
Alcide asintió sin mirarme a los ojos.
Pasado un momento, el nuevo líder de la manada dijo:
– Ahora nadie se atreverá a extralimitarse. Si Priscilla no hubiera atacado en el momento que eligió, cuando estábamos todos unidos y conscientes del peligro al que nos enfrentábamos como grupo, podría habernos mantenido divididos y sembrando cizaña hasta que acabáramos matándonos los unos a los otros.
– Ella se volvió loca y vosotros tuvisteis suerte -dije.
– Nos unimos gracias a tu talento -dijo Alcide-. Y siempre serás amiga de la manada. Igual que Sam. Pídenos lo que quieras, en cualquier momento, en cualquier lugar, y allí estaremos. -Saludó con un movimiento de cabeza a Sam, dejó el dinero en la barra y se marchó.
– Eso de tener un favor guardado en la reserva no está nada mal, ¿verdad? -dijo Sam.
Me vi obligada a sonreírle.
– Sí, es una buena sensación. -De hecho, de repente me sentía de lo más animada. Y cuando miré hacia la puerta, descubrí por qué. Eric acababa de entrar, venía acompañado por Pam. Se sentaron en una de mis mesas y hacia allí me dirigí consumida por la curiosidad. Y también por la exasperación. ¿No podían quedarse en su casa?
Ambos pidieron TrueBlood, y cuando hube servido su pollo ajane Bodehouse y Sam hubo calentado las botellas, regresé a su mesa. Su presencia no habría alterado el ambiente si Arlene y sus colegas no hubieran estado aquella noche en el bar.
Sus sonrisas socarronas fueron inequívocas cuando dejé las botellas delante de Eric y Pam, y tuve que esforzarme mucho para mantener mi calma de camarera mientras les preguntaba si querían o no una copa.
– Con la botella es suficiente -dijo Eric-. Puede que la necesite para partirle el cráneo a más de uno.
Y del mismo modo en que yo había sentido antes la alegría de Eric, él sentía ahora mi ansiedad.
– No, no, no -dije casi en un susurro. Sabía que podían oírme-. Tengamos la fiesta en paz. Ya estoy harta de guerras y muerte.
– Sí -reconoció Pam-. Podemos dejar lo de la muerte para más adelante.
– Me alegro de veros, pero tengo una noche muy liada -dije-. ¿Vais de bar en bar en busca de nuevas ideas para Fangtasia o puedo hacer algo por vosotros?
– Nosotros podemos hacer algo por ti -replicó Pam. Sonrió a los dos tipos que llevaban las camisetas de la Hermandad del Sol mostrándoles los colmillos. Confiaba en que ver aquello sirviera para apaciguarlos, pero siendo como eran un par de brutos sin la mínima pizca de sentido común, lo único que consiguió el gesto fue encender aún más los ánimos. Pam dejó en la mesa la botella de sangre y se relamió.
– Pam -dije entre dientes-. Por el amor de Dios, no empeores la cosa.
Pam me lanzó una sonrisa de complicidad, simplemente para provocar reacciones.
– Pam -dijo Eric, y la provocación desapareció al momento. Pam se quedó un poco frustrada. Se sentó más erguida, posó las manos en su regazo y cruzó las piernas al nivel de los tobillos. Era la imagen de la inocencia y la discreción.
– Gracias -dijo Eric-. Querida…, me refiero a ti, Sookie, dejaste tan impresionado a Felipe de Castro que nos ha dado permiso para ofrecerte nuestra protección formal. Es una decisión que sólo puede tomar el rey, ya me entiendes, y es un contrato vinculante. Le prestaste un servicio tan grande que considera que ésta es la única forma de compensarte.
– ¿Y tan importante es eso?
– Sí, amante, lo es. Significa que cuando nos llames pidiendo ayuda, estaremos obligados a acudir a prestártela y a arriesgar nuestra vida por ti. No es una promesa que los vampiros realicen muy a menudo, pues cuanto más tiempo vivimos, más celosos somos de nuestra propia vida. Por mucho que creas que pudiera ser al contrario.
– De vez en cuando encuentras alguno que desea ver el sol después de una vida tan larga -dijo Pam, como si quisiera dejar las cosas bien claras.
– Sí -dijo Eric frunciendo el entrecejo-. De vez en cuando. Pero es todo un honor para ti, Sookie.
– Os estoy muy agradecida por comunicarme la noticia, Eric, Pam.
– Esperaba, naturalmente, que estuviera por aquí tu preciosa compañera de casa -dijo Pam. Me miró con lascivia. Así que era posible que eso de que Pam anduviera detrás de Amelia no fuera del todo idea de Eric.
Me eché a reír.
– Esta noche tiene mucho en qué pensar -dije.
Estaba tan concentrada pensando en la protección que me brindarían a partir de ahora los vampiros, que no me fijé en que se me había acercado el más bajito de los seguidores de la Hermandad del Sol. Se abrió paso de tal manera que chocó contra mi hombro, empujándome deliberadamente a un lado. Me tambaleé antes de recuperar el equilibrio. No todo el mundo se dio cuenta de lo sucedido, sólo algunos clientes. Sam ya había empezado a caminar hacia el otro lado de la barra y Eric se había puesto en pie cuando me volví y estampé la bandeja en la cabeza de aquel idiota con todas mis fuerzas.
Él se tambaleó también.
Los que se habían percatado de aquella falta de respeto se pusieron a aplaudir.
– Bien hecho, Sookie -gritó Catfish-. Oye, tú, gilipollas, deja tranquila a la camarera.
Arlene estaba ruborizada y rabiosa, y a punto estuvo de explotar allí mismo. Sam se aproximó a ella y le murmuró algo al oído. Se puso más colorada si cabe y le miró de reojo, pero mantuvo la boca cerrada. El tipo más alto de la Hermandad del Sol llegó en ayuda de su colega y ambos salieron del bar. Ninguno de los dos dijo nada (no estaba muy segura de que el pequeño pudiese hablar) pero era como si llevasen tatuado en la frente: «Esto no quedará así».
Comprendí entonces lo útil que podría llegar a ser la protección de los vampiros y mi categoría de «amiga de la manada».
Eric y Pam terminaron sus bebidas y permanecieron sentados el tiempo suficiente como para demostrar que no pensaban salir pitando por no sentirse bien recibidos ni para correr a perseguir a los fieles de la Hermandad. Eric me dejó una propina de veinte dólares y me lanzó un beso al salir de la puerta -lo mismo hizo Pam-, lo que me granjeó una mirada extra especial de mi antigua «mejor amiga para siempre», Arlene.
Trabajé demasiado duro el resto de la noche como para tener tiempo para pensar en cualquiera de las cosas interesantes que habían sucedido a lo largo de la jornada. Cuando se fueron todos los clientes, incluida Jane Bodehouse (su hijo vino a recogerla), nos dedicamos a instalar la decoración de Halloween. Sam había comprado calabazas pequeñas para cada mesa y les había pintado una cara. Me dejó sin palabras, pues las caras estaban muy bien hechas y había algunas que incluso recordaban a clientes del bar. De hecho, había una igualita a mi querido hermano.
– No sabía que pintabas tan bien -le dije, y me miró satisfecho.
– Ha sido divertido -dijo mientras colgaba una guirnalda de hojas de otoño (hechas de tela, naturalmente) rodeando el espejo de la barra y entre las botellas. Clavé con chinchetas un esqueleto de cartón de tamaño natural que tenía remaches en las articulaciones para poder cambiarlo de posición. Lo puse como si estuviera bailando. En el bar no podíamos permitirnos el lujo de tener esqueletos deprimentes. Teníamos que tener esqueletos felices.
Incluso Arlene se relajó un poco porque, aun teniendo que quedarnos más tiempo después de cerrar, era una actividad distinta y divertida.
Me despedí de Sam y de Arlene dispuesta a marcharme a casa y acostarme. Aunque Arlene no me respondió, tampoco me lanzó aquella mirada de asco con la que solía obsequiarme.
Pero, naturalmente, mi jornada no había tocado a su fin.
Cuando llegué a casa, encontré a mi bisabuelo sentado en el porche. Me resultó muy curioso verlo en el columpio del porche, bajo la extraña combinación de oscuridad y luz que la lámpara de seguridad y la noche conseguían crear. Por un momento deseé ser tan bella como era él y sonreí para mis adentros.
Aparqué el coche delante de casa y salí. Intenté subir en silencio los peldaños para no despertar a Amelia, cuya habitación daba a la fachada. La casa estaba oscura, por lo que seguro que se habían acostado ya, a menos que se hubiesen retrasado en la terminal de autobuses al despedirse de Bob.
– Bisabuelo -dije-. Me alegro de verte.
– Estás cansada, Sookie.
– Bueno, la verdad es que acabo de salir de trabajar. -Me pregunté si alguna vez se cansaría. No me imaginaba a un príncipe de las hadas cortando leña o intentando encontrar por dónde perdía agua una tubería.
– Quería verte -dijo-. ¿Has pensando ya en algo que pueda hacer por ti? -Lo dijo muy esperanzado.
Era una noche para recibir apoyo positivo de los demás. ¿Por qué no tendría más noches así?
Me lo pensé un minuto. Los hombres lobo habían sellado la paz, a su manera. Había encontrado a Quinn. Los vampiros tenían un nuevo régimen. Los fanáticos de la Hermandad habían abandonado el bar sin causar problemas. Bob volvía a ser un hombre. No imaginaba que Niall quisiese ofrecerle a Octavia una habitación en su casa, dondequiera que ésta estuviese. Por lo que yo sabía, lo normal es que tuviera una junto a algún arroyo cantarín o debajo de un roble en las profundidades del bosque.
– Quiero una cosa -dije sorprendida por no haberlo pensado antes.
– ¿De qué se trata? -preguntó satisfecho.
– Quiero conocer el paradero de un hombre llamado Remy Savoy. Es posible que abandonara Nueva Orleans después del Katrina. Y es posible que lleve con él a un niño pequeño. -Le proporcioné a mi bisabuelo la última dirección conocida de Savoy.
Niall se mostró confiado.
– Lo encontraré para ti, Sookie.
– Te estaría muy agradecida.
– ¿Alguna cosa más? ¿Es eso todo?
– He de decir…, tal vez te parezca descortés, pero no puedo evitar preguntarme por qué tienes tantas ganas de hacer algo por mí.
– ¿Y por qué no habría de tenerlas? Eres la única pariente que tengo con vida.
– Pero me da la impresión de que has estado satisfecho sin mí durante los primeros veintisiete años de mi vida.
– Mi hijo no me dejaba acercarme a ti.
– Sí, ya me lo dijiste, pero no lo entiendo. ¿Por qué? Tampoco es que él se me apareciese nunca para darme a entender que yo le importara. Jamás se manifestó, ni… -Ni jugó al Scrabble conmigo, ni me envió un regalo de graduación, ni me alquiló una limusina para asistir al baile del instituto, ni me compró un vestido bonito, ni me acogió entre sus brazos las muchas veces que había llorado (hacerse mayor no resulta sencillo para una telépata). No había evitado que mi tío abuelo abusase de mí, ni había rescatado a mis padres (siendo mi padre su hijo) cuando se ahogaron debido a aquella riada, ni había evitado que un vampiro prendiera fuego a mi casa mientras yo dormía dentro. Los cuidados y la vigilancia que mi supuesto abuelo Fintan había hecho presuntamente por mí no se habían manifestado de una forma tangible, y si lo habían hecho de forma intangible, no me había dado cuenta de ello.
¿Me habrían sucedido cosas aún más horribles? Me costaba imaginarlo.
Tal vez mi abuelo se hubiera dedicado a ahuyentar cada noche las hordas de demonios babeantes que acechaban en la ventana de mi habitación, pero no podía estarle agradecida si no lo sabía.
Niall estaba molesto, una expresión que hasta el momento no había visto en él.
– Hay cosas que no puedo decirte -replicó finalmente-. Cuando pueda hablar de ellas, lo haré.
– De acuerdo -dije secamente-. Pero tengo que decir que esto no es exactamente el dar y recibir que habría querido tener con mi bisabuelo. Yo te lo cuento todo y tú no me cuentas nada.
– Tal vez no sea lo que tú desearas, pero es lo que puedo darte -dijo Niall con cierta frialdad-. Te quiero, y confiaba en que lo más importante fuera eso.
– Me alegra oírte decir que me quieres -dije muy lentamente, pues no quería correr el riesgo de verle alejarse de «Sookie, la Exigente»-. Pero si te comportaras en consecuencia sería aún mejor.
– ¿No me comporto como si te quisiera?
– Apareces y desapareces a tu antojo. Tus ofertas de ayuda no son de ayuda práctica, como suele ser el caso con la mayoría de abuelos, o de bisabuelos. Reparan el coche de su nieta con sus propias manos, o le ofrecen ayuda con la matrícula de la universidad, o le pasan el cortacésped para que ella no tenga que hacerlo. O la llevan a cazar. Tú nunca harás nada de todo eso.
– No -dijo-. No lo haré. -La sombra de una sonrisa iluminó su cara-. Ir a cazar conmigo no te gustaría.
De acuerdo, no pensaba darle muchas vueltas al tema.
– De modo que no tengo ni idea de cómo podemos llevarnos. Estás fuera de mi marco de referencia.
– Lo comprendo -dijo muy serio-. Todos los bisabuelos que conoces son humanos, y yo no lo soy. Tampoco tú eres lo que me esperaba.
– Sí, ya lo veo. -¿Acaso conocía a otros bisabuelos? Los abuelos no eran frecuentes entre los amigos de mi edad, y mucho menos los bisabuelos. Pero los que había conocido eran humanos al cien por cien-. Espero que no te hayas llevado un chasco.
– No -dijo-. Más bien una sorpresa. No un chasco. Soy tan malo en cuanto a predecir tus acciones y reacciones como lo eres tú al hacerlo con las mías. Tendremos que ir trabajando poco a poco en ello. -Me descubrí preguntándome de nuevo por qué no mostraba interés por Jason, cuyo nombre activó en mi interior una punzada de dolor. Algún día, pronto, tendría que hablar con mi hermano, pero en aquel momento no podía hacerme a la idea. A punto estuve de pedirle a Niall que mirara qué tal estaba Jason, pero cambié de idea y permanecí en silencio. Niall me observó.
– Hay algo que no quieres decirme, Sookie. Me preocupa cuando haces estas cosas. Pero mi amor es sincero y profundo y te encontraré a Remy Savoy. -Me dio un beso en la mejilla-. Hueles a familia -dijo con aprobación.
Y se esfumó.
De nuevo una conversación misteriosa con mi misterioso bisabuelo había concluido cuando él había querido. Otra vez. Suspiré, busqué las llaves en el bolso y abrí la puerta. La casa estaba en silencio y oscura y avancé por el salón y el pasillo haciendo el mínimo ruido posible. Encendí la lámpara de la mesita y llevé a cabo mi rutina nocturna, cerrando las cortinas para protegerme del sol matutino que intentaría despertarme de aquí a muy pocas horas.
¿Me había comportado como una borde desagradecida con mi bisabuelo? Cuando repasé lo que le había dicho, me pregunté si habría dado muestras de ser una persona exigente y quejica. Pero haciendo una interpretación más optimista del encuentro, pensé que más bien se habría llevado la impresión de que era una mujer firme, de esas con las que la gente no quiere problemas, del tipo de mujer que dice lo que piensa.
Puse la calefacción antes de acostarme. Octavia y Amelia no se habían quejado, pero la verdad era que las últimas mañanas habían sido gélidas. El ambiente se inundó de ese olor a cerrado que siempre desprende la calefacción cuando se enciende por primera vez y arrugué la nariz al acurrucarme bajo la sábana y la manta. El leve zumbido del radiador me acunó en mis sueños.
Llevaba un rato oyendo voces antes de darme cuenta de que provenían del otro lado de la puerta de mi habitación. Pestañeé, vi que era de día y volví a cerrar los ojos. Traté de dormirme de nuevo. El ruido continuaba y me percaté de que alguien discutía. Abrí levemente un ojo para vislumbrar la hora en el despertador digital de la mesita de noche. Las nueve y media. Qué rabia. Viendo que las voces no amainaban ni se largaban, abrí a regañadientes los dos ojos a la vez, comprendí que no hacía buen día, me senté en la cama y bajé la manta. Me acerqué a la ventana de la izquierda de la cama y miré hacia fuera. Gris y lluvioso. Las gotas de lluvia golpeaban el cristal; sería un día de aquéllos.
Fui al baño y, ahora que estaba ya completamente despierta y en movimiento, oí que las voces de fuera se acallaban. Abrí la puerta y me encontré cara a cara con mis compañeras de casa. No fue una gran sorpresa, la verdad.
– No sabíamos si despertarte -dijo Octavia. Estaba ansiosa.
– Pero yo he pensado que debíamos hacerlo, pues un mensaje de origen mágico es importante, evidentemente -dijo Amelia. Por la cara que puso Octavia, Amelia debía de haber repetido esa frase muchas veces.
– ¿Qué mensaje? -pregunté, decidiendo ignorar la parte de la discusión de la conversación.
– Éste -dijo Octavia, entregándome un sobre grande y abultado. Estaba hecho de papel de buena calidad, del tipo que se utiliza para las mejores invitaciones de boda. En el exterior estaba escrito mi nombre. Sin dirección, sólo mi nombre. Más aún, estaba lacrado con cera. El sello grabado representaba una cabeza de unicornio.
– De acuerdo -dije. Estaba segura de que sería una carta de lo más excepcional.
Me dirigí a la cocina para servirme una taza de café y buscar un cuchillo, en ese orden, con las brujas siguiendo mis pasos como un coro griego. Después de servirme el café y coger una silla para sentarme a la mesa, deslicé el cuchillo por debajo del lacre y lo separé con cuidado. Abrí el sobre y extraje una tarjeta. En ella había una dirección escrita a mano: 1245 Bienville, Red Ditch, Luisiana. Eso era todo.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Octavia. Amelia y ella se habían quedado de pie a mis espaldas para verlo todo.
– Es la dirección de una persona a la que he estado buscando -dije, algo que no era del todo verdad pero se le acercaba.
– ¿Dónde está Red Ditch? -preguntó Octavia-. Nunca lo había oído. -Amelia había sacado ya el mapa de Luisiana del cajón de debajo del teléfono. Buscó la ciudad recorriendo con el dedo las columnas de nombres.
– No queda muy lejos -dijo-. ¿Lo veis? -Puso el dedo sobre un puntito diminuto localizado aproximadamente a una hora y media en coche al sudeste de Bon Temps.
Tragué el café lo más rápidamente que pude y me puse unos vaqueros. Me maquillé someramente, me cepillé el pelo, crucé la puerta y corrí hacia el coche, mapa en mano.
Octavia y Amelia me siguieron, muertas de curiosidad por saber qué pensaba hacer y qué importancia tenía para mí aquel mensaje. Pero tendrían que quedarse en ascuas, al menos de momento. Me pregunté a qué venían tantas prisas. No me imaginaba que la persona a la que buscaba fuera a esfumarse, a menos que Remy Savoy fuera también un hada, lo que me parecía altamente improbable.
Tenía que estar de vuelta para trabajar en el turno de noche, pero disponía de tiempo de sobra.
Conduje con la radio puesta y aquella mañana me apetecía música country. Me acompañaron en el viaje Travis Tritt y Carrie Underwood y podría decirse que cuando llegué a Red Ditch, sentía de verdad mis raíces. Red Ditch era mucho más pequeño que Bon Temps, lo que ya es decir.
Me imaginé que me resultaría sencillo encontrar Bienville Street, y estaba en lo cierto. Era el tipo de calle con la que tropiezas en cualquier lugar de Estados Unidos: casitas pequeñas y pulcras, rectangulares, con espacio para un coche en el garaje y un jardincito. En el caso del 1245, el jardín estaba vallado y vi un pequeño perro de color negro correteando alegremente por él. No había caseta, así que el chucho debía de rondar tanto por fuera como por dentro de la casa. Se veía todo limpio, aunque no de forma obsesiva. Los arbustos que rodeaban la casa estaban bien recortados y el jardín rastrillado. Le di un par de vueltas y me pregunté qué hacer. ¿Cómo iba a descubrir lo que quería saber?
En el garaje había una camioneta aparcada, lo que quería decir que probablemente Savoy estaba en casa. Respiré hondo, aparqué delante de la casa y puse en práctica mi habilidad extrasensorial. Pero resultaba complicado en un vecindario lleno de los pensamientos de la gente que allí habitaba. Creí escuchar la señal de dos cerebros en la casa que observaba, pero era difícil estar segura del todo.
– Joder -dije, y salí del coche. Guardé las llaves en el bolsillo de la chaqueta y me dirigí a la puerta de entrada. Llamé.
– Espera, hijo -dijo la voz de un hombre en el interior.
Y oí la voz de un niño que decía:
– ¡Papá, yo! ¡Voy yo!
– No, Hunter -dijo el hombre, y se abrió la puerta. Nos separaba una puerta mosquitera. La abrió en cuanto vio que se trataba de una mujer-. Hola -dijo-. ¿En qué puedo ayudarte?
Bajé la vista hacia el niño que se abría paso entre sus piernas para verme. Tendría unos cuatro años de edad. Era el vivo retrato de Hadley. Entonces volví a mirar al hombre. Algo había cambiado durante mi prolongado silencio.
– ¿Quién eres? -preguntó con una voz completamente distinta.
– Soy Sookie Stackhouse -respondí. No se me ocurría ninguna manera más astuta de explicarme-. Soy la prima de Hadley. Acabo de descubrir dónde vivís.
– No puedes reclamar ningún derecho sobre él -dijo el hombre con voz muy tensa.
– Por supuesto que no -repliqué sorprendida-. Sólo quería conocer al niño. No tengo mucha familia.
Hubo otra pausa importante. El hombre sopesaba mis palabras y mi conducta y estaba decidiendo si cerrarme la puerta en las narices o dejarme pasar.
– Es guapa, papá -dijo el niño, y el comentario inclinó la balanza a mi favor.
– Pasa -dijo el ex marido de Hadley.
Observé la pequeña sala de estar, donde había un sofá y un sillón, un televisor, una estantería llena de DVD y libros infantiles, y juguetes por todas partes.
– Trabajé el sábado, de modo que hoy tengo el día libre -dijo él, por si acaso me había imaginado que estaba en el paro-. Oh, soy Remy Savoy. Supongo que ya lo sabías.
Asentí.
– Y éste es Hunter -dijo, y el niño se hizo el vergonzoso. Se escondió detrás de las piernas de su padre y me miró-. Siéntate, por favor -añadió Remy.
Cogí el periódico que había sobre el sofá y lo dejé en un extremo del mismo para sentarme, intentando no mirar fijamente ni al hombre ni al niño. Mi prima Hadley era muy llamativa y se había casado con un hombre atractivo. Aunque resultaba difícil decir qué era lo que le ayudaba a dar esa impresión. Tenía la nariz grande, la mandíbula un pelín prominente y los ojos un poco separados. Pero la suma de todo ello era un hombre al que la mayoría de mujeres miraría dos veces. Tenía el pelo entre rubio y castaño, grueso y cortado a capas, la parte de atrás le cubría el cuello de la camisa. Llevaba una camisa de franela desabrochada encima de una camiseta blanca. Vaqueros. Descalzo. Un hoyuelo en la barbilla.
Hunter llevaba pantalones de pana y una sudadera con un gran balón de fútbol estampado en la parte delantera. Se veía que era ropa nueva, a diferencia de la de su padre.
Acabé de mirarlos antes de que Remy acabara de mirarme a mí. No veía nada en mi cara que le recordara a Hadley. Mi cuerpo era más redondo que el de ella, el color de mi piel más claro y yo no tenía rasgos tan marcados. Pensó que no parecía una mujer de mucho dinero. Pensó que era guapa, igual que pensaba su hijo. Pero no se fiaba de mí.
– ¿Cuánto tiempo hace que no tienes noticias de ella? -le pregunté.
– No tengo noticias de Hadley desde pocos meses después del nacimiento del niño -dijo Remy. Pese a estar acostumbrado, sus pensamientos seguían imbuidos de tristeza.
Hunter estaba sentado en el suelo, jugando con unos camiones. Cargó varias piezas de Duplo en un volquete, que retrocedió muy lentamente, guiado por sus manitas, hacia un camión de bomberos. Ante el asombro del hombrecillo de Duplo sentado en la cabina del camión de bomberos, el volquete soltó toda su carga encima de él. Hunter quedó encantado con el resultado y dijo:
– ¡Mira, papá!
– Ya lo veo, hijo. -Remy me miró fijamente-. ¿Por qué has venido? -preguntó, decidido a ir al grano.
– Sólo hace un par de semanas que descubrí la posible existencia de un niño -dije-. No tenía ningún sentido seguirte la pista hasta que me enteré de eso.
– Nunca conocí a su familia -dijo-. ¿Cómo supiste que se había casado? ¿Te lo contó ella? -Y entonces, aun sin quererlo, dijo-: ¿Se encuentra bien?
– No -respondí. No quería que Hunter tomara interés por la conversación. El pequeño estaba cargando de nuevo todas las piezas de Duplo en el volquete-. Murió antes del Katrina.
Oí que la sorpresa detonaba como una pequeña bomba en su cabeza.
– Oí decir que se había convertido en vampiro -dijo inseguro, con voz temblorosa-. ¿Te refieres a esa clase de muerte?
– No, me refiero a una muerte definitiva.
– ¿Qué sucedió?
– Fue atacada por otro vampiro -dije-. Estaba celoso de la relación que Hadley mantenía con su, con su…
– ¿Novia? -La amargura en la voz y el cerebro de su ex marido era inequívoca.
– Sí.
– Ha sido un bombazo -dijo, pero en su cabeza la explosión se había ya apagado y quedaba tan sólo una sombría resignación, una pérdida de orgullo.
– No supe nada de todo esto hasta después de su muerte.
– ¿Eres su prima? Recuerdo que me había contado que tenía dos… Tienes un hermano, ¿no?
– Sí -respondí.
– ¿Sabías que se había casado conmigo?
– Lo descubrí hace unas semanas, cuando recogí su caja de seguridad. No sabía que había habido un hijo. Pido disculpas por ello. -No sabía muy bien por qué debía hacerlo o de qué modo podría haberme enterado de su existencia, pero sentía no haberme planteado siquiera la posibilidad de que Hadley y su marido hubieran tenido un hijo. Hadley era un poco mayor que yo y me imaginé que Remy tendría unos treinta o treinta y pico.
– Se te ve bien -dijo de pronto, y me sonrojé al comprenderlo al instante.
– Hadley te contó que tenía un problema. -Aparté la vista y miré al niño, que se puso de repente de pie, anunció que tenía que ir al baño y abandonó corriendo la estancia. No pude evitar sonreír.
– Sí, algo me dijo…, que lo habías pasado mal en el colegio -dijo con mucho tacto. Hadley le había contado que yo estaba como una cabra. Y al no ver indicios de ello se preguntaba por qué se lo habría dicho Hadley. Apartó la vista hacia la dirección que había seguido el niño y supe que estaba pensando que tenía que ir con cuidado porque Hunter estaba presente, que tenía que estar alerta por si se presentaban signos de mi inestabilidad…, aunque Hadley nunca le había concretado de qué tipo de locura se trataba.
– Es cierto -dije-. Lo pasé mal. Hadley no fue de gran ayuda. Pero su madre, mi tía Linda… fue una mujer estupenda antes de que el cáncer se la llevara. Siempre se portó muy bien conmigo. Y de vez en cuando, mi prima y yo tuvimos buenos momentos.
– Podría decir lo mismo. Tuvimos buenos momentos -dijo Remy. Tenía los antebrazos reposando sobre sus rodillas y sus manazas, llenas de cicatrices y rasguños, colgando en medio. Era un hombre que conocía bien el trabajo duro.
Se oyó un ruido en la puerta y, sin molestarse a llamar, entró una mujer.
– Hola, pequeño -le dijo sonriente a Remy. Cuando se percató de mi presencia, la sonrisa vaciló hasta desaparecer.
– Kristen, te presento a una pariente de mi ex mujer -dijo Remy, sin precipitación ni excusas en su tono de voz.
Kristen tenía una melena castaña, grandes ojos marrones y unos veinticinco años de edad. Iba vestida con pantalones de algodón y un polo con un logotipo en el pecho, un pato sonriente. Encima del pato se leía: «Jerry's Detailing».
– Encantada de conocerte -dijo con poca sinceridad Kristen-. Soy Kristen Duchesne, la novia de Remy.
– Encantada -dije, más sinceramente-. Sookie Stackhouse.
– ¡No le has ofrecido nada de beber, Remy! ¿Te apetece una Coca-Cola o un Sprite, Sookie?
Sabía lo que había en la nevera. Me pregunté si viviría allí. La verdad es que no era asunto mío, siempre y cuando se portara debidamente con el hijo de Hadley.
– No, gracias -dije-. En un minuto me marcho. -Hice un poco la escenita de mirar el reloj-. Tengo que trabajar esta noche.
– Oh, ¿dónde trabajas? -preguntó Kristen. Estaba un poco más relajada.
– En el Merlotte's. Es un bar de Bon Temps -respondí-. A unos ciento treinta kilómetros de aquí.
– Sí, es la ciudad de tu esposa -dijo Kristen, mirando a Remy de reojo.
– Me temo que Sookie ha traído noticias. -Pese a que su tono de voz era firme, sus manos se retorcían-. Hadley ha muerto.
Kristen respiró hondo pero tuvo que callarse el comentario al ver que Hunter entraba corriendo en la estancia.
– ¡Papá, me he lavado las manos! -gritó, y su padre le sonrió.
– Muy bien hecho, hijo -dijo Remy, y alborotó el pelo oscuro del chiquillo-. Dile hola a Kristen.
– Hola, Kristen -dijo Hunter sin mucho interés.
Me levanté. Me habría gustado tener una tarjeta de visita que dejarles. Me parecía extraño e incorrecto lo de simplemente levantarme e irme. Pero la presencia de Kristen me resultaba raramente inhibidora. Cogió a Hunter y se lo colgó a la cadera. El niño pesaba ya mucho para ella y, aun no siendo un gesto fácil, Kristen hizo que pareciera una cosa sencilla y habitual. Le gustaba el pequeño, lo leía en su cabeza.
– A Kristen le gusto -dijo Hunter, y me quedé mirándolo.
– Claro que sí -dijo Kristen, y se echó a reír.
Remy nos observaba a Hunter y a mí con inquietud, con una expresión que empezaba a denotar preocupación.
Me pregunté cómo explicarle a Hunter nuestro parentesco. Pensándolo bien, podría decirse que era para él algo parecido a una tía. A los niños les trae sin cuidado lo de los primos segundos.
– Tía Sookie -dijo Hunter, poniendo a prueba esas palabras-. ¿Tengo una tía?
Respiré hondo. «Sí, la tienes, Hunter», pensé.
– Nunca había tenido una tía.
– Pues ahora ya tienes una -le dije, y miré a Remy a los ojos. Expresaban miedo. No había conseguido aún sacudírselo de encima.
Aun estando Kristen presente, había algo que tenía que decirle. Sentía la confusión de la chica y su sensación de que allí ocurría algo que se le escapaba. Pero no tenía espacio en mi vida para preocuparme encima de Kristen. La persona más importante en la escena era Hunter.
– Me necesitarás -le dije a Remy-. Cuando crezca un poco, tendrás que hablar con él. Mi número está en el listín y no pienso marcharme a ninguna parte. ¿Entendido?
– ¿Qué sucede? -dijo Kristen-. ¿Por qué nos ponemos tan serios?
– No te preocupes, Kris -dijo amablemente Remy-. Son simplemente asuntos de familia.
Kristen dejó al terremoto Hunter en el suelo.
– Ya -dijo, con el tono de voz que emplea quien sabe perfectamente bien que no le van a dar gato por liebre.
– Stackhouse -le recordé a Remy-. No lo pospongas hasta muy tarde, cuando la tristeza sea ya insuperable.
– Entendido -dijo. El que se veía realmente triste era él, y no lo culpaba por ello.
– Tengo que irme -volví a decir para tranquilizar a Kristen.
– ¿Te marchas, tía Sookie? -preguntó Hunter. No estaba aún muy dispuesto a abrazarme, pero se lo planteó. Le gustaba-. ¿Volverás?
– Algún día, Hunter -dije-. A lo mejor tu papá te trae un día a mi casa.
Le estreché la mano a Kristen, y a Remy, un gesto que ambos consideraron extraño, y abrí la puerta. Y cuando posé el pie en el primer peldaño, Hunter me dijo en silencio: «Adiós, tía Sookie». «Adiós, Hunter», le respondí.