Capítulo 12

Desde el interior de la casa pudimos ver bien la escena, pues el salón seguía oscuro y el exterior estaba iluminado por la luz de seguridad. El vampiro, que estaba aparentemente solo, no era un hombre especialmente alto, pero sí singular. Iba vestido de traje. Tenía el pelo corto, rizado y negro, aunque la luz no era lo bastante potente como para poder asegurar el color al cien por cien. Había adoptado la pose típica de un modelo de portada de GQ.

Eric ocupaba casi todo el umbral de la puerta, por lo que poco más podía ver. Me pareció de mal gusto desplazarme hasta la ventana para verlo mejor.

– Eric Northman -dijo Víctor Madden-. Hacía varias décadas que no nos veíamos.

– Sé que has estado trabajando duro en el desierto -dijo Eric con cierto tono de indiferencia.

– Sí, los negocios van viento en popa. Tengo temas que discutir contigo… temas bastante urgentes, me temo. ¿Puedo pasar?

– ¿Con cuántos has venido? -preguntó Eric.

– Diez -le susurré a Eric-. Nueve vampiros y Quinn. -Si los cerebros humanos dejaban un agujero lleno de zumbidos en mi conciencia, los de vampiro dejaban un agujero vacío. Se trataba, simplemente, de contar los agujeros.

– Vengo con cuatro compañeros -dijo Victor, en apariencia completamente sincero y franco.

– Me parece que te has olvidado de contar -dijo Eric-. Creo que ahí fuera hay nueve vampiros y un cambiante.

La silueta de Victor se enderezó mientras se retorcía la mano.

– Veo que es imposible venderte la moto, viejo amigo.

– ¿Viejo amigo?-murmuró Amelia.

– Que salgan del bosque para que pueda verlos -gritó Eric.

Amelia, Bill y yo abandonamos nuestra discreción y nos acercamos a las ventanas para mirar. Uno a uno, los vampiros de Las Vegas fueron saliendo de entre los árboles. Estaban en la zona oscura, por lo que no podía verlos muy bien, pero me llamó la atención una mujer escultural con abundante melena castaña y un hombre, más o menos de mi altura, que llevaba una barba cuidada y un pendiente.

El último en salir del bosque fue el tigre. Estaba segura de que Quinn había adoptado su forma animal porque no quería mirarme a la cara. Me inspiró una lástima terrible. Me imaginé que por muy destrozada que estuviese yo por dentro, las entrañas de él debían de parecer carne de hamburguesa.

– Veo unas cuantas caras conocidas -dijo Eric-. ¿Están todos a tu cargo?

No comprendí el sentido de su pregunta.

– Sí -replicó con firmeza Victor.

La respuesta significó alguna cosa para Eric. Se retiró del umbral de la puerta y los que estábamos dentro nos volvimos para mirarlo.

– Sookie -dijo Eric-, no soy yo quien debe invitarlo a pasar. Es tu casa. -Eric se volvió hacia Amelia-. ¿Son específicas tus defensas? -le preguntó-. ¿Le dejarán pasar sólo a él?

– Sí -respondió Amelia. Me hubiera gustado que su respuesta hubiera sonado más rotunda-. Tiene que ser invitado por alguien aceptado por las defensas, como Sookie.

Bob, el gato, apareció en aquel momento en la puerta. Se sentó en el umbral, con la cola alrededor de las patas, y examinó con decisión al recién llegado. Al principio, cuando llegó Bob, Victor se echó a reír, una risa que se esfumó pasado un segundo.

– Esto no es un simple gato -dijo Victor.

– No -dije, lo bastante fuerte como para que Victor me oyese-. Como tampoco lo es ése que está ahí fuera. -El tigre emitió una especie de bufido, que interpreté como amistoso. Me imaginé que era lo más parecido que podía hacer Quinn a decirme que lamentaba todo lo que estaba pasando. O tal vez no fuera así. Me coloqué junto a Bob. El gato levantó la cabeza para mirarme y se largó con la misma indiferencia con la que había llegado. Gatos.

Victor Madden se acercó al porche. Evidentemente, las defensas no le permitían pisar los tablones de madera del suelo, de modo que se quedó esperando a los pies de la escalera. Amelia encendió las luces del porche y Victor pestañeó ante la repentina iluminación. Era un hombre muy atractivo, aunque no exactamente guapo. Tenía grandes ojos de color castaño y mandíbula marcada. Una sonrisa torcida dejaba entrever una dentadura perfecta. Me miró con atención.

– Los informes respecto a tu atractivo no eran exagerados -dijo, un comentario que tardé un momento en descifrar. Estaba demasiado asustada para que mi inteligencia estuviese a su máximo nivel. Entre los vampiros del jardín descubrí a Jonathan, el espía.

– Pues muy bien -dije, sin dejarme impresionar-. Puedes entrar tú solo.

– Encantado -dijo, haciendo una reverencia. Ascendió con cautela un peldaño y se mostró aliviado. A continuación, atravesó el porche con tanta ligereza que de repente me lo encontré a mi lado, el pañuelo de su bolsillo, juro por Dios que era blanco como la nieve, casi rozaba mi camiseta blanca. Me costó un gran esfuerzo no encogerme de miedo, pero conseguí permanecer inmóvil.

Le miré a los ojos y sentí la presión que había detrás de ellos. Estaba probando trucos mentales para ver si funcionaban conmigo.

Poco resultaría, lo sabía por experiencia. Después de dejar que le quedase claro, me eché hacia atrás para que pudiera pasar.

Victor se quedó inmóvil nada más cruzar la puerta. Miró a todos los presentes con cautela, sin que su sonrisa se desvaneciera ni un instante. Y cuando vio a Bill, la sonrisa se iluminó.

– ¡Ah, Compton! -dijo, y aunque esperaba que siguiese la exclamación con un comentario más brillante, no fue así. Analizó en profundidad a Amelia-. El origen de la magia -murmuró, y la saludó con una inclinación de cabeza. La evaluación de Frannie fue más rápida. Cuando Victor la reconoció, su expresión momentánea fue de insatisfacción.

Debería haberla escondido. No se me había ocurrido. Ahora, el grupo de Las Vegas sabía que Quinn había enviado a su hermana para alertarnos. Me pregunté si sobreviviríamos a todo aquello.

Si seguíamos con vida al amanecer, las tres humanas podíamos largarnos de allí en coche, y si los coches no funcionaban, teníamos móviles y llamaríamos a quien fuera para que nos recogiera. Pero era imposible saber qué otra ayuda diurna, además de Quinn, podían tener los vampiros de Las Vegas. Y en cuanto a si Eric y Bill serían capaces de abrirse camino entre el conjunto de vampiros que había fuera de la casa…, podían intentarlo. No tenía ni idea de hasta dónde podrían llegar.

– Toma asiento, por favor -dije, aunque mi voz sonó tan acogedora como la de una beata de iglesia obligada a acoger a un ateo. Nos instalamos entre el sofá y las sillas. Dejamos a Frannie donde estaba. Lo mejor era mantener toda la calma posible. La tensión en la estancia era casi palpable.

Encendí algunas luces y les pregunté a los vampiros si les apetecía beber algo. Se quedaron sorprendidos. Sólo Victor aceptó la oferta. Como resultado de un gesto por mi parte, Amelia se dirigió a la cocina para calentar un poco de TrueBlood. Eric y Bill ocuparon el sofá, Victor se había sentado en el sillón y yo me instalé en la punta de la butaca, con las manos cruzadas sobre mi regazo. Se produjo un largo silencio mientras Victor seleccionaba su frase de apertura.

– Tu reina ha muerto, vikingo -dijo.

La cabeza de Eric dio una sacudida. Amelia, que entraba en el salón en aquel momento, se detuvo en seco un segundo antes de entregarle la copa de TrueBlood a Victor. El vampiro la aceptó con una pequeña reverencia. Amelia se quedó mirándolo y me di cuenta de que tenía la mano escondida entre los pliegues del batín. Justo cuando cogía aire para decirle que no hiciese una locura, se apartó de él y se acercó a mi lado.

– Me lo imaginaba -dijo Eric-. ¿Y cuántos sheriffs? -Era un tipo duro, había que admitirlo. Su voz no daba a entender cómo se sentía.

Victor hizo un gran despliegue de gestos simulando que consultaba la respuesta en su memoria.

– Veamos. ¡Oh, sí! Todos.

Cerré la boca con fuerza para impedir que se escapase cualquier sonido. Amelia cogió la silla de respaldo recto que teníamos siempre a un lado de la chimenea. La puso a mi lado y se dejó caer en ella como un saco de arena. Ahora que estaba sentada, pude ver que lo que llevaba en la mano era un cuchillo, el cuchillo de la carne de la cocina. Estaba muy afilado.

– ¿Y su gente? -preguntó Bill. Él también imitaba a alguien que quería hacer borrón y cuenta nueva.

– Quedan unos cuantos con vida. Un joven de color llamado Rasul…, unos pocos servidores de Arla Yvonne. La gente de Cleo Babbit murió con ella incluso después de habernos ofrecido su rendición y, al parecer, Sigebert falleció junto con Sophie-Anne.

– ¿Fangtasia? -Eric había reservado esta pregunta para el último lugar porque no soportaba la idea de tener que hablar de ello. Deseaba acercarme a él y abrazarlo, aunque no valorase mi gesto. Le parecería una debilidad.

Se produjo un silencio mientras Victor daba un trago a su TrueBlood.

Dijo entonces:

– Eric, tu gente sigue en el club. No se han rendido. Dicen que no lo harán hasta que tengan noticias tuyas. Estamos listos para prender fuego al local. Uno de tus acólitos ha huido, creemos que es una mujer, y está eliminando a cualquiera de los míos que sea lo bastante estúpido como para separarse de los demás.

¡Pam! Agaché la cabeza para esconder una sonrisa involuntaria. Amelia me sonrió. Incluso Eric pareció satisfecho por una décima de segundo. El rostro de Bill no se alteró en lo más mínimo.

– ¿Por qué de entre todos los sheriffs sólo sigo yo con vida? -preguntó Eric… Era la pregunta del millón de dólares.

– Porque eres el más eficiente, el más productivo y el más práctico. -Victor tenía la respuesta a punto de caramelo-. Y porque en tu área y trabajando para ti tienes a uno de los que da más dinero. -Hizo un ademán en dirección a Bill-. A nuestro rey le gustaría dejarte en tu puesto, siempre y cuando le jures lealtad.

– Me imagino que sé lo que sucederá si me niego.

– La gente que tengo apostada en Shreveport está preparada con antorchas -dijo Victor con una alegre sonrisa-. Con más cosas, de hecho, pero ya tienes tu respuesta. Y, naturalmente, podemos ocuparnos también de este grupito de aquí. Veo que te enorgulleces de la diversidad, Eric. Te he seguido hasta aquí pensando en encontrarte con tus vampiros de élite, y te encuentro en tan extraña compañía.

Ni siquiera se me ocurrió mosquearme. Éramos una compañía extraña, sin duda. Me di cuenta también de que ninguno de nosotros tenía voz ni voto. Que todo dependía de lo orgulloso que llegara a ser Eric.

En silencio, me pregunté cuánto tiempo pasaría Eric reflexionando su decisión. Si no cedía, moriríamos todos. Sería la forma de «ocuparse de nosotros», por mucho que Eric hubiera pensado en voz alta que yo era demasiado valiosa para morir. Me imaginaba que mi «valor» le importaba un pimiento a Victor y mucho menos el de Amelia. Aun en el caso de que superaran a Victor (y entre Bill y Eric creía que podrían conseguirlo), el resto de los vampiros que aguardaban fuera prenderían fuego a la casa igual que amenazaban hacer con Fangtasia y desapareceríamos todos. Tal vez ellos no pudieran entrar en el edificio sin previa invitación, pero lo que era evidente es que nosotros tendríamos que salir de él.

Mi mirada se cruzó con la de Amelia. Aunque estaba realizando un esfuerzo supremo para mantenerse erguida, su cerebro generaba el típico sonido metálico del miedo. Si llamaba a Copley, éste negociaría por su liberación, y el hombre disponía de los medios necesarios para negociar con efectividad. Si tantas ganas tenían los vampiros de Las Vegas de invadir Luisiana, también les apetecería aceptar un soborno a cambio de la vida de la hija de Copley Carmichael. ¿Y cómo iba a sucederle algo a Frannie con su hermano allí fuera? ¿No tendrían que perdonarle la vida a ella para que Quinn siguiera mostrándose sumiso? Victor ya había indicado que Bill, con una base de datos tan lucrativa como la que había producido, poseía las habilidades que ellos necesitaban. De modo que Eric y yo éramos los más prescindibles.

Pensé en Sam y deseé poder llamarlo y hablar con él aunque sólo fuese un minuto. Pero por nada del mundo quería meterlo en aquello, pues significaría su muerte segura. Cerré los ojos y me despedí en silencio de él.

Se oyó un sonido en el exterior, junto a la puerta, y necesité un momento para interpretar que era el sonido de un tigre. Quinn quería entrar.

Eric me miró y yo negué con la cabeza. La situación era ya lo bastante mala como para encima implicar más a Quinn. Amelia me susurró «Sookie» y me acercó la mano. Era la mano en la que guardaba el cuchillo.

– No -dije-. No servirá de nada. -Confiaba en que Victor no se hubiese dado cuenta de sus intenciones.

Eric tenía los ojos abiertos de par en par y fijos en el futuro. Centelleaban de azul, llenando el prolongado silencio.

Entonces sucedió algo inesperado. Frannie salió de su trance, abrió la boca y empezó a chillar. Cuando el primer alarido salió de su boca, empezaron a oírse ruidos sordos en la puerta. En menos de cinco segundos, Quinn hizo astillas la puerta lanzando contra ella sus más de doscientos kilos. Frannie se puso rápidamente de pie y corrió hacia la puerta, agarró el pomo y la abrió antes de que Victor pudiera sujetarla, aunque se quedó a un centímetro de hacerlo.

Quinn irrumpió en la casa a tal velocidad que derribó a su hermana. Se quedó sobre ella y empezó a rugir.

Dicho sea a su favor que Victor no demostró miedo. Tan sólo dijo:

– Quinn, escúchame.

Quinn se calló pasado un segundo. Siempre resulta difícil saber cuánto de humano queda en la forma animal de un cambiante. Tenía pruebas de que los hombres lobo me entendían perfectamente y en anteriores ocasiones me había comunicado con Quinn estando él en forma de tigre; comprendía, eso era evidente. Pero el grito de Frannie había destapado su rabia y ahora no parecía saber muy bien hacia dónde enfocarla. Mientras Victor prestaba atención a Quinn, saqué una tarjeta de mi bolsillo.

Aborrecía la idea de utilizar tan pronto la tarjeta de «Queda libre de la cárcel» de mi bisabuelo («Te quiero, abuelito. ¡Rescátame!»), y aborrecía la idea de traerlo sin previo aviso a una casa llena de vampiros. Pero si existía un momento adecuado para la intervención de un hada, era aquél, y tal vez incluso ya fuera demasiado tarde. Tenía el teléfono móvil en el bolsillo del pijama. Lo extraje de allí con mucho cuidado y lo abrí, deseando haber añadido previamente el número de mi bisabuelo a los números de marcación rápida. Bajé la vista para comprobar el número y empecé a pulsar las teclas. Victor seguía hablando con Quinn, tratando de convencerle de que Frannie no sufriría ningún daño.

¿Acaso no lo había hecho todo correctamente? ¿Acaso no había esperado hasta estar segura de que lo necesitaba antes de llamarle? ¿Acaso no había sido lo bastante inteligente como para llevar la tarjeta y el teléfono encima?

A veces, cuando lo haces todo correctamente, es precisamente cuando todo sale mal.

Justo cuando se iba a establecer la llamada, vi una mano que se acercaba rápidamente, me arrancaba el teléfono y lo lanzaba contra la pared.

– No podemos hacerle venir -me dijo Eric al oído-. Se iniciaría una guerra en la que moriríamos todos.

Pensé que se refería a todos los que eran como él, pues estaba segura de que yo estaría bien si mi bisabuelo iniciaba una guerra con ese fin. La posibilidad de ayuda se había esfumado. Le lancé a Eric una mirada muy cercana al odio.

– Nadie a quien puedas llamar te ayudaría en esta situación -dijo con complacencia Victor Madden. Parecía, de todos modos, algo menos satisfecho consigo mismo, como si estuviera repensándose la situación-. A menos que haya algo que yo no sepa de ti.

– Hay muchas cosas que no sabes de Sookie -dijo Bill. Era la primera vez que abría la boca desde que Madden había entrado en la casa-. Para empezar, entérate de lo siguiente: moriré por ella. Si le haces algún daño, te mato. -Bill volvió su mirada oscura hacia Eric-. ¿Podrías decir tú lo mismo?

Era evidente que Eric no lo diría, lo que lo ponía en segundo lugar en las apuestas sobre «¿Quién ama más a Sookie?». Un tema, de todos modos, que no tenía importancia en aquel momento.

– Y que sepas también lo siguiente -le dijo Eric a Victor-. Más relevante aún, si le pasa algo, se pondrán en movimiento fuerzas que ni te imaginas.

Victor se quedó pensativo.

– Podría tratarse de una amenaza infundada, por supuesto -dijo-. Pero me da la sensación de que hablas en serio. Aunque si te refieres al tigre, no creo que nos mate por ella, ya que tenemos a su madre y a su hermana en nuestro poder. El tigre puede responder por sí mismo, pues tenemos a su hermana aquí.

Amelia se había desplazado para abrazar a Frannie, con la intención tanto de consolarla como de incluirse dentro del círculo de protección del tigre. Me miró, pensando muy claramente: «¿Pruebo con algo de magia? ¿Tal vez con un conjuro estático?».

Muy inteligente por parte de Amelia lo de ocurrírsele comunicar conmigo de esa manera y reflexioné concienzudamente sobre su oferta. El conjuro estático lo paralizaría todo tal y como estaba exactamente en este momento. Pero no sabía si su hechizo abarcaría también a los vampiros de fuera de la casa, y tampoco creía que la situación fuera a mejorar mucho si nos paralizaba a todos los presentes excepto a sí misma. ¿Podría ser más concreta en cuanto a quién afectaría el conjuro? Ojalá Amelia fuese también telépata, un deseo que nunca antes había tenido para nadie. Tal y como estaban las cosas, había demasiados detalles que desconocía. A regañadientes, negué con la cabeza.

– Esto es ridículo -dijo Victor. Su impaciencia era calculada-. Eric, esto es lo que hay y se trata de mi última oferta. ¿Aceptas que mi rey se haga con Luisiana y Arkansas, o quieres una lucha a muerte?

Hubo otra pausa, más breve esta vez.

– Acepto la soberanía de tu rey -dijo Eric, en un tono de voz inalterable.

– ¿Bill Compton? -preguntó Victor.

Bill me miró, deslizando sus oscuros ojos por mi rostro.

– Acepto -dijo.

Y así fue como Luisiana tuvo a partir de entonces un nuevo rey y el antiguo régimen pasó a mejor vida.

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