Lucio era un hombre sin suerte. O, al menos, esa era la opinión que tenía de sí cuando repasaba su vida y no encontraba más que frustraciones. Alguna vez había intentado reflexionar acerca de su infancia para buscar algún hecho fundamental que pudiera ser la causa de tan mala estrella. Pero, cada vez, sin remedio, llegaba a un pozo donde los recuerdos se disolvían en un par de imágenes molestas: una tarde cualquiera, sentado junto a un ventanal armando un rompecabezas que no parecía difícil y una mano adulta que, apenas él se demoraba, surgía para encontrar la pieza faltante y colocarla con precisión en el hueco exacto. El juego continuaba tanto como la ansiedad por apurarse, terminar con aquello de cualquier manera, que la mano no se diera cuenta. Pero la mano volvía, una y otra vez, y él ya no estaba seguro de quién estaba jugando y se le iban las ganas y dejaba el rompecabezas incompleto.
A los dieciocho pidió dinero para instalar un quiosco con un amigo. Se lo negaron, pero le regalaron un auto nuevo. Lindo auto. Tenía que lavarlo cada domingo y llevar a dar una vuelta a los abuelos. Esas habían sido las condiciones. Y terminar el bachillerato. Pero no había caso, ninguna orientación parecía dar en el punto de su gusto. Había empezado por las ciencias y defendió su vocación de futuro médico hasta que un profesor de secundaria lo llevó a la morgue de la facultad. Fue un paseo de rutina, tan natural como ir al teatro para los que estudiaban literatura; pero él insistía con que había sido un filtro sádico para evitar la competencia. Se desmayó frente a la primera pileta donde flotaba, solitario, un cuerpo verdoso con una única pierna. Después, probó con la química y al año siguiente dijo que estaba harto de andar mezclando porquerías sin el menor sentido, que lo suyo era la ley. Tampoco entre los códigos funcionó. Tenía veinticinco años cuando plantó bandera, prometió que algún día terminaría aquello sólo por darle el gusto a los viejos, vendió el auto y puso el quiosco.
Cuando conoció a Mercedes, el quiosco se había transformado en un salón con venta de diarios, libros, regalos y una pequeña cafetería. Lo amplió con el dinero de la herencia de los viejos, que habían muerto sin la alegría de verlo convertido en profesional. Tenía tres empleados de confianza sin cuya eficiencia aquello no hubiera funcionado por más de una semana. Lucio se daba una vuelta un par de veces al día para controlar que todo estuviera en orden y volvía a la hora de cierre a levantar la recaudación. Con ese dinero y algún depósito de los padres, le sobraba para vivir cómodo y darse un gustito cada tanto. En eso consistía su vida y a nada más aspiraba, como si tuviera la cabeza aplastada contra un techo imaginario.
Lucio pertenecía a ese tipo de ser llamado “hombre bueno”. En una única cosa se destacaba: era excelente padrino. Tenía ahijados a los que hacía regalos costosos y llevaba a pasear a cuanto parque o espectáculo hubiera. Lo adoraban. El tío Lucio no entendía de sacramentos ni de promesas bautismales, pero cumplía con aquella responsabilidad afectiva como si fuera su misión en la Tierra. Su posición no podía ser mejor. Disfrutaba de las horas felices con los niños y después los regresaba con sus padres.
Mercedes, que venía de un matrimonio mal resuelto y del anhelo de un hijo buscado hasta el límite de la dignidad, confundió este cariño cómodo con un instinto paternal, y pensó que Lucio sería el mejor de los padres. ¡Cómo le costó cazar aquella presa! Lucio se le escabullía apenas el ambiente propiciaba cualquier intimidad. Ella forzaba los encuentros, le calculaba los horarios y se le aparecía en los momentos más inesperados con una desfachatez que dejaba en evidencia la torpeza de él para llevar adelante o evitar cualquier relación. Pero una noche, no tuvo más remedio que alcanzarla hasta la casa y, al despedirse, ella le dio un beso devastador. Por esa grieta abierta con la fuerza sísmica de un beso, Mercedes serpenteó hasta acomodársele en la parte más profunda del corazón. Tenía cuarenta años y los plazos de la maternidad venían apremiando. Se casaron en seguida, sin mucho tiempo para andar calculando las verdaderas razones que sustentaban su proyecto de familia.
Hacía de esto siete años. Ya no recordaban cuándo habían dejado de hablar del hijo y empezaban a preguntarse qué hacían durmiendo en la misma cama.
Mercedes retiró la funda y la dobló hasta convertirla en un pequeño rectángulo. La apoyó sobre una banqueta a los pies de la cama. Luego, tomó el acolchado y lo corrió desde la cabecera, cuidando que ningún extremo tocara el piso. Fue hasta su lado y abrió la sábana de modo tal que la punta formara un triángulo equilátero e hizo lo mismo del lado de Lucio. Levantó las almohadas y les dio unos golpes suaves para dejarlas bien mullidas, esperando. Le pareció que la sábana de abajo estaba arrugada, así que controló los cuatro alfileres de gancho con que la ajustaba y tensó los elásticos. Se separó de la cama para medir el efecto. “Bien”, pensó.
Lucio demoraba en subir y ella tomaba melatonina para apurar el sueño. Así evitaban el penoso trámite de decirse buenas noches, girar cada cual hacia su pared y dormir dándose la espalda. Pero esa noche, Mercedes propició el encuentro, y cuando él entró en el cuarto, a una hora en que ya la suponía dormida, la halló sentada en la cama, con un libro de autoayuda abierto en una página que no leía.
– ¿Todavía despierta? -se sorprendió.
– Tendrías que leerlo.
– Ajá…
– Te haría bien un masaje -se arrepintió de inmediato de lo que sonó más a invitación que a sugerencia.
– Y a ti, ¿te sirve? -preguntó Lucio con algo de ironía.
– No sé. Acabo de empezarlo. Hoy no tomé las pastillas. Voy a intentar con un método de relajación. Dice que hay que estirarse boca arriba, aflojar desde la punta del dedo gordo hasta la punta del pelo, de a poquito, sintiendo cada parte del cuerpo, girar la cabeza, flojita, así, que no te pese la piel… -percibió el peligro de la inminente sensualidad que traían sus palabras y se detuvo como si le hubiera sonado una alarma interior-. Hoy estuve con Diana.
– ¿Adonde fueron?
– A Las Horas.
– ¿Qué tal?
– Precioso, buen gusto, chiquito, poca luz. Lo ambientaron con escenas de la película.
– Entonces debe ser deprimente, ni loco voy.
– A mí me encantó.
– ¡Dejate de embromar, Mercedes! Un bajón. No se entendía un pepino. Tres chifladas con cara de culo durante toda la película y, para colmo, te descuidabas y se zampaban un chupón así porque sí.
– La película también me gustó. No sé cómo te animas a opinar si te dormiste.
– !Ja! Me despertaba a los cocazos con el viejo que tenía al lado. ¡Pobre tipo! Encima, roncaba. No, a mí esas películas no me gustan. No pasaba nada, abría los ojos y la tipa seguía ahí dudando si suicidarse o no. ¡Ma’ sí! ¡Morite de una vez!
De buena gana lo hubiera mandado a pasear como tantas veces en que una discusión se volvía esa pulseada sin argumentos. Pero esa noche Mercedes necesitaba hablarle y decidió practicar la relajación mientras él se duchaba. “Después”, pensó resignada, “me tomo la pastillita y a otra cosa”. El rostro de Julianne Moore tirada en la cama del hotel se le instaló en el pensamiento con una persistencia inquietante, hasta que el cese abrupto del repiqueteo en el baño la trajo de vuelta a la realidad de su habitación. Lucio se metió en la cama con la precaución que siempre ponía para no desarmarla.
– Parece que Gabriela está mal. No es que haya tenido problemas con la beca, no, eso marcha sobre rieles. Pero Diana la notó apagada -se interrumpió para decirle que colgara la toalla mojada en la mampara, pero una cuestión estratégica le hizo suavizar el tono-. ¿Me seguís?
– Te sigo -contestó él pensando qué diablos le importaba la vida de las amigas de su mujer y buscando los auriculares a los que se enchufaba cada noche.
– Entonces, se nos ocurrió, con Diana se nos ocurrió, que podríamos juntarnos una de estas noches para charlar un poco. Hace tiempo que no nos reunimos.
– No hay problema.
– Pensé que podía ser aquí, si te parece.
– Te dije que no hay problema, Mercedes, es tu casa -había sido una agresión gratuita y se disculpó-. Y la mía, y la mía, ya sé. Me refiero a que la que se complica sos tú.
– A mí me encanta recibir gente. Mientras no traigan niños.
Lucio resopló y dio por terminada la conversación. Varias veces había intentado organizar una reunión para sus ahijados, pero siempre chocaba con la mala cara de su mujer ante la sola idea de aquellos niños que se le antojaban como un ejército de termitas. Ya se calzaba los auriculares cuando Mercedes le tocó el hombro.
– Una cosita más. ¿Qué te parece si le decimos a Bruno?
Lucio recorría el dial con los auriculares puestos. Levantó los hombros en un gesto de no entender. Mercedes dulcificó la voz todo lo que pudo.
– Para presentarlos. Bruno y Gabriela…
– ¡Estás loca! Ahora sí lo confirmo. ¡Estás loca! -gritó y se dio vuelta como una mula empacada. Quedó refunfuñando sobre la menopausia o algo parecido.
Mercedes pateó el libro y se arrodilló en la cama. Le hubiera arrancado los cables, pero se limitó a darlo vuelta y lo dejó mirando el techo con la paciencia al límite de la explosión.
– ¿Loca porque quiero hacer el bien? ¿Por eso soy loca?
– Porque esas cosas no se hacen y punto. La gente no se pega como figuritas. Mira si se van a gustar solamente porque a vos se te metió en la cabeza.
– Si no se gustan es cosa de ellos. A nosotros también nos presentaron. Yo los presento y chau.
– Sí, y chau, y chau -contestó él, molesto-. Como si después no supiera lo que sigue. ¡Por favor!
– Por favor, ¿qué?
– Nada, quiero dormir. Ya está.
– ¡No! Terminá lo que ibas a decir. Por favor, ¡¿qué?!
– Te dije que nada.
– Algo ibas a decir, te conozco, Lucio. Dale, dale de una vez -le acercó la cara en un desafío que más que asustarlo lo hizo temer una noche en vela.
– Que después viene el acoso. ¿Ya está? ¿Contenta? ¿Puedo dormirme?
Ahora ella caminaba por la habitación, abría las puertas del armario, acomodaba cualquier cosa y las volvía a cerrar. Trataba de dominar el impulso de salir corriendo. O mejor, decirle a él que se fuera de una buena vez.
– ¡Acoso! ¡Acoso! ¡Ja! Como si las mujeres no estuviéramos hartas de sufrir acoso y vos me venís con semejante estupidez. No se lo va a comer, ¿no?
Lucio ya se había dado vuelta y tenía las piernas arrolladas casi tocándole el pecho, que era su forma de dormir. Ella lo miró con la duda que la asaltaba cada noche cuando pensaba qué sola habría estado para casarse con aquella mitad de hombre.
– Te falta el osito y estás completo -le dijo con un desprecio que él no oyó porque había puesto la música a todo volumen.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 01:56
Asunto: L.q.m.
Estuve releyendo el poema de Idea y creo que es lo más hermoso que he leído. ¡Hermoso! ¿ Qué le parece este adjetivo? Mi papá me decía “hermosa”, pero creo que ahora no se usa más. Igual que “te amo”. Está fuera de moda, ¿verdad? Sin embargo, a mí me gusta. No es lo mismo que “te quiero”. “Te quiero” se le puede decir a cualquiera, pero “te amo”… Sólo a una persona se le dice eso. Y tampoco es lo mismo decir “te quiero” que “te quiero mucho”. El “mucho” diluye el sentimiento, ¿no le parece? Es menos comprometedor. Dígalo en voz alta y va a ver. “Te quiero “ es más contundente, queda repicando.
Hoy me levanté temprano y había niebla en mi jardín, pero ahora puedo ver los árboles, mis pobres árboles sin hojas. Odio el invierno. Lo quiero mucho.
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 09:15
Asunto: t.q.
Me parece que esa cabecita trabaja demasiado. Nunca me habia puesto a pensar que quiere decir cada cosa, pero en una de esas, tenes razon. Aunque, despues de todo, importa tanto como se diga? Yo tambien odio el invierno. Cuando voy a conocer tu jardín?
T.Q.
G.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: lunes 21 de julio de 2003, 09:22
Asunto: ¡Y mucho!
¡Claro que importa lo que se diga y cómo se diga! Las palabras siempre importan.
Diana