Diana se propuso espaciar las consultas a su casilla electrónica. Lo logró durante la primera hora, pero era tan fuerte el empeño en distraerse que no hacía más que avivar el recuerdo y acrecentar la ansiedad hasta límites intolerables. La máquina se tomaba su tiempo para encenderse e ir abriendo programas y ventanas. Diana aprovechó esos minutos para observarse el cuerpo. Estaba más linda o así se sentía. Se acarició una pierna y la descubrió suave, como cuando todavía le importaba estar depilada, aun en invierno. Aquel roce le despertó una sensualidad entumecida a fuerza de cumplir con los deberes prosaicos de la supervivencia diaria. Pensó cómo serían las manos del desconocido amante recorriéndole las piernas en esa instancia maravillosa que supone conocer una intimidad nueva.
Los mensajes comenzaron a aparecer en la pantalla. Los iba desechando mentalmente y buscaba con algo de desesperación el nombre extraño con que él se había dado a conocer: Granuja. A veces, cuando el mensaje no llegaba, pensaba qué era lo que más le dolía y caía en la cuenta de que no era perder a un hombre que, después de todo, jamás había conocido, sino la pena de no poder rescatar a esta nueva mujer de la que ya no quería desprenderse. Granuja apareció en cuarto lugar. No pudo evitar una sonrisa nerviosa, de alivio. Se acomodó en la silla para disfrutar de la lectura y abrió: “He tratado de no pensar en vos, pero es que es tan dificil. Iria hasta tu casa ahora mismo, si supiera donde es, y te daria el beso que nos debemos”.
Diana leyó y dejó pasar unos segundos antes de responder. Lo hacía siempre de inmediato y borraba ambos mensajes con un cierto terror. Tomó agua, sopló varias veces y empezó: “No voy a decirte dónde vivo hasta que no me digas tu nombre. Un día de estos, yo tampoco responderé. Después de todo, no te conozco. Podrías ser cualquier chiflado que anda por ahí”.
Se detuvo a leer y pensó que quizá estaba siendo demasiado agresiva. Quería demostrarle que no había perdido el control de la situación y, a la vez, dejar el hilo de luz de una puerta abierta; pero encontrar ese equilibrio era tan complicado que tenía la sensación de caminar sobre una cuerda floja. Meditó un rato y, al final, escribió: “Te mando ese beso”. Lo envió sin tiempo para arrepentimientos. Volvió a leer los dos mensajes y acabó de eliminarlos justo cuando la llave de Nando se introducía en la cerradura.
Apenas pudo recomponer el ritmo de la respiración y secarse la humedad allí donde era visible. Nando entró en la habitación con la corbata en la mano, le dio un beso imperceptible en los labios y anunció que tomaría un baño de inmersión. Mientras preparaba la bañera, preguntó qué había para cenar, pero Diana ya estaba en el comedor poniendo la mesa y prefirió hacer como que no había oído.
Nando apareció al rato, en calzoncillos, con una camiseta blanca y zapatillas. Diana lo miró con sorpresa.
– ¡Menos mal que Gaby no viene a cenar! ¿No tenés frío?
– Si parece un short. No creo que fuera a asustarse.
Ella se sentó a su lado mientras la comida se calentaba en el horno. Las preguntas eran tan rutinarias que hubieran podido poner una cinta grabada y casi no se habría notado la diferencia.
– ¿Qué tal el día?
– Matador, y estamos a martes -contestó él.
Diana se sumergió en consideraciones personales que le recordaron que todavía tenía una semana antes de reintegrarse al trabajo, pero fue sólo un instante en que se abstrajo de la realidad de la mesa puesta y de su marido, semivestido, esperando para cenar. Y entonces recordó el incidente de los calzoncillos de seda. Fue al regreso de uno de los viajes, una vez que ella se apuró demasiado en abrirle las maletas para ordenar la ropa y los encontró arrollados dentro de un zapato. Siempre le había comprado la ropa a Nando y le gustó que por fin se hubiera decidido a hacerlo por su cuenta. Al principio, lo de la seda le pareció una excentricidad, pero en los segundos que siguieron fue naciéndole un aluvión de preguntas que le apretaron la garganta en una angustia desconocida. Devolvió los calzoncillos a su lugar. A la mañana siguiente fue a buscarlos, pero ya no los encontró. No quiso preguntar por miedo a enterarse y nunca habló del asunto.
– ¿Comemos?
– Ya va a estar. ¿Muchos problemas?
– Lo de siempre. Por acá, ¿cómo estuvo? ¿Salieron?
– Gaby tuvo que hacer unos trámites. Después fuimos a ver ropa.
– ¡Qué raro!
– Se compró de todo. El cambio le es favorable, así que imaginate lo que fue eso. Me hizo caminar como una loca.
– Y ahora, ¿dónde está?
– La invitaron unas amigas.
Nando repasó mentalmente el repertorio de preguntas que disimularan la embarazosa soledad. Pensó que Gabriela era una desconsiderada, una mujer insoportable con la que su matrimonio no hubiera durado ni cinco minutos y, sin embargo, no podía engañarse. Cada vez que la veía, un temblor de excitación le recorría la piel, como un escalofrío. Su cuerpo parecía guardar un calor constante que invitaba. Nando no olvidaba aquella tarde, cuando todavía él y Diana eran novios: había llegado más temprano y encontró a Gabriela sola en la casa, con una bata corta que apenas le tapaba la ropa interior. Y cómo se le había apretado contra el cuerpo cuando le dio el beso de bienvenida y cómo él había olido el deseo en aquel beso. Y cómo le tocó el cuello por debajo del pelo y ella entrecerró los ojos y todo fue un solo movimiento, arrancarse la ropa con una desesperación enfermiza, tumbarla sobre el sillón y hacer el amor como dos bestias. Nada más que eso, la perversión de lo prohibido; y luego prometerse con la mirada que aquello sería un secreto del cual no quedaría más que un recuerdo hirviente que el tiempo se encargaría de borrar.
– ¿Novedades de los chicos?
– Un mensaje de Andrés, que están bien, que tu madre manda decir por qué no vamos el otro domingo. ¡Ah! Hablando de reuniones, me gustaría hacer algo el viernes de noche. Una bienvenida para Gaby. No sé qué te parece.
– Por mí, está bien -midió sus palabras con miedo de que dejaran traslucir la mentira-. Pero prefiero el sábado.
– No sé, el sábado Lucio tenía algo. Pero, vemos… -hizo como que contaba y dijo al pasar:- Serían Lucio, Mercedes, Bruno…
– ¡¿Bruno?!
– ¿Te acordás? El amigo de Lucio.
– Ni idea. Pero ¿qué tiene que ver?
– ¿Por qué no?
– Qué sé yo. Me parece como tirado de los pelos.
– Con Mercedes pensamos que a Gaby le vendría bien conocer gente.
Nando acababa de llevarse un pedazo de pan a la boca, pero la indignación no lo dejó terminar de tragar.
– ¿Vas a hacer de celestina ahora? ¿Desde cuándo te necesita tu hermana para conseguir novio?
– No es conseguir novio. Los presentamos a ver qué pasa, nada más.
– Pero, si Gabriela se va en cualquier momento.
– No sabe si se va y, además, qué problema tenés, si no es para que se casen.
– ¡Dios los libre y los guarde! -dijo creyéndose gracioso.
Ella se levantó con un gesto que quiso ser de dignidad y fue a la cocina. Mientras servía los platos pensó que aquella resistencia no había estado en sus cálculos. Cuando Mercedes le contó de la reacción de Lucio, le pareció una ridiculez y, en seguida, ofreció su casa descontando que a Nando no le importaría. Volvió a la mesa con la comida humeante. El probó la carne y elogió su mano de cocinera. Era una gentileza mantenida a través de los años, como un vestigio amoroso de épocas mejores.
– A Gaby le gustó la idea -insistió Diana.
– ¡Lo que faltaba! -rugió Nando cada vez más irritado-. Resulta que la dama sabe y el caballero es el pelotudo. ¡Mira qué bien!
– Si saben los dos, se estropea. Alguien tiene que guiar el asunto.
– Me sorprende tanta profesionalidad, Dianita. ¿Desde cuándo esa cancha?
Le hubiera gustado decirle que desde que le metía los cuernos, pero su aventura cibernética le pareció demasiado pobre para pavonearse.
– No es cancha, es sentido común.
– Y una trampa. ¡Tenía que estar la tilinga de Mercedes detrás de esto!
– ¡Por favor, Nando! No dramatices. Es una reunión, nada más. Si no se gustan, chau.
– A mí me molestaría mucho, pero mucho, ir como un corderito al matadero sin que por lo menos me avisen que es Navidad, ¿estamos? Resulta que el pobre tipo cae como en paracaídas y todos sabemos, menos él. Decime si eso no es pasar por pelotudo.
Diana decidió jugar la última carta.
– Me decías que te queda mejor el sábado.
Nando bajó la guardia y, por un segundo, temió que la intuición de su esposa hubiera ido más allá. La noche de los viernes estaba reservada para Victoria. Una única vez, hacía tiempo, había anunciado que cada viernes se reuniría con amigos y Diana no volvió a preguntar, ni siquiera cuando alguna madrugada, en la duermevela, lo oyó volver mientras afuera empezaba a clarear.
– Y sí, el sábado me parece mejor.
– Bueno, veo cómo arreglo. Claro que si no estás de acuerdo en lo de…
– Hacé lo que quieras, pero a mí no me metas en el asunto -Nando dio por terminada la cuestión, vencido por el miedo de que los nervios que ya sentía crecer le jugaran una mala pasada.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: martes, 22 de julio de 2003, 00:15
Asunto: Me gustaría…
…decirle que está equivocado, pero yo también pienso que no dura para siempre. Al principio hay campanitas, ¿las oyó alguna vez? Y nos sentimos más lindos, más buenos. Pero es un espejismo, nada más, y dura poco. Lo otro, ¡para qué voy a hablarle de lo otro! Es más el miedo a quedarse solo, a no poder pagar las cuentas, al trauma de los hijos, a los dedos que apuntan, siempre apuntan, a quedar señalado con una marca demasiado visible de que “por algo habrá sido”, a no soportar el fracaso. Pero ¿fracaso de qué? ¿Dónde está escrito que esto deba ser para siempre?
No me haga caso. Es de noche y no es bueno andar pensando en estas cosas de noche. Seguro que mañana veo todo de otro color. Me voy a la cama. Que duerma bien (¿duerme solo?)
Diana
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: martes 22 de julio de 2003, 10:18
Asunto: pistas
Muy lindo discurso, pero de vernos, nada. Si no fuera porque hace tiempo que no me sentía asi, no insistiria mas. Al final, estoy siendo un pesado. Y no termino de entenderte, Diana. Dame pistas. Por ejemplo, ¿por que estas tan triste?
G.
P.D.: Duermo solo, ¿y vos?