Diana pensó que nada vendría mejor a la borrachera de Mercedes que un café bien cargado. Encendió la cafetera y se alegró de haber encontrado una excusa válida para prolongar su ausencia. Estaba molesta, incómoda por la mala idea de la reunión. Gabriela y Bruno habían llevado la conversación al límite de la disputa y era evidente que no había indicio de atracción alguna. Ella no disimulaba que se aburría a muerte cuando él explicaba las características de la última botella abierta y apenas pudo controlar un bostezo que fue el signo más evidente de que la química no se había producido. Bruno, por su parte, tampoco le hacía mucha fiesta. Cualquiera de los otros dos hombres se mostraba más impactado que él. Hasta Lucio, que solo se conmovía con alguna monada de los ahijados, el único tema de conversación donde parecía moverse con fluidez, hasta al bueno de Lucio se le iban los ojos cada vez que Gabriela se inclinaba y exhibía la redondez perfecta de su cola.
– ¡Qué pérdida de tiempo! -pensó Diana y de inmediato recordó que en el trajín enloquecedor del día había olvidado consultar su casilla desde hacía horas. Se deslizó hasta su cuarto y encendió la computadora. Aprovechó esos minutos para fumar un cigarrillo y deleitarse con la ilusión de imaginar qué encontraría en la pantalla. Desde la sala llegaban voces entreveradas con la risa cristalina de Gabriela. Diana se estiró en la silla mientras los mensajes comenzaban a bajar. Con qué gusto se hubiera quedado allí y que los otros terminaran de emborracharse sin ella.
La alegría duró poco. Granuja no daba señales de vida. Era lo último que podía pasarle aquella noche. Le vino una súbita tristeza que le consumió las energías por un buen rato y la hizo olvidar que era la anfitriona de una reunión en la sala de su casa. Nada parecía importar ahora. Lo imaginó aprontándose para salir, un buen baño, ropa elegida con cuidado para seducir a la mujer de turno. Luego, habría subido a su auto, un auto nuevo, habría puesto música apropiada, y a buscarla. Ella era joven, un poco vulgar, pero provocadora, sabía mostrar lo que se debe. Se besaron. Pensaba llevarla a cenar primero, pero para qué perder tiempo.
– ¡Diana! -apoyada contra el marco de la puerta, apenas manteniéndose en pie, Mercedes parecía rescatar algo de lucidez como para darse cuenta de que no era el momento de estar sentada frente a una computadora.
Diana se sobresaltó. Apagó la máquina sin haberse tomado el trabajo de cerrarla correctamente, como quien es descubierto robando un bombón y lo tira debajo de la mesa.
– ¿Qué necesitas? Ya voy.
– Me estoy meando.
Diana la tomó del brazo y dejó que descargara su peso en ella. Fueron hasta el baño. La ayudó a sentarse en el inodoro.
– Tomaste mucho, Merce. Estoy preparándote un café.
La otra le agradecía con una media sonrisa y alguna palabra incomprensible mientras se subía la ropa interior con dificultad.
– Lavate un poco. Dale.
Mercedes se empapó la cara y levantó la cabeza. Por un instante, las dos mujeres quedaron mirándose en el espejo.
– Soy un asco.
– No sos un asco, se te corrió el maquillaje, nada más. Ahora volvés allá, te tomás el cafecito y ya está.
– ¿Para qué? ¿Para ver cómo tu hermanita se levanta a mi marido, a tu marido, al otro?
– No digas pavadas, Mercedes. Pasate más agua, ¿querés?
Mercedes no había dejado de mirarla a través del espejo. El exceso de maquillaje era ahora una máscara que le embarraba la tristeza.
– Mirá que estoy vieja, ¿eh?
– Estás bien, Mercedes. ¿Qué decís?
– Estoy vieja, no me mientas, ¡estoy vieja!
– Te digo que no, estás preciosa. Si tenés una piel lindísima -le acarició el cuello, pero la otra hizo un gesto brusco como si el roce de la mano la quemara.
– Vos porque tenés hijos -dijo con aspereza-. Vos podés envejecer tranquila.