XII

Diana dedicó los días previos al sábado a ajustar las tuercas necesarias para lograr el milagro en las pocas horas que duraría la reunión. Lo hacía estimulada por el deseo de ver a su hermana contenta y lo hacía, también, por una necesidad de experimentar en otros lo que a ella le hubiera gustado sentir. Trataba de que Gabriela se distrajera de la oscuridad en que la dejaba sumida la espera del entierro y fue cuando entró en el cuarto de servicio y la vio sentada en la cama con la caja sobre la falda, que cayó en la cuenta de lo absurdo de sus intenciones. Gabriela levantó los ojos con cara de agotamiento.

– No puedo enterrarla por derechas, ni siquiera había pensado en eso -le dijo, pero la voz pareció salir de cualquier parte menos de su cuerpo-. Hay que presentar documentos que no existen; ni siquiera puedo explicar cómo la entré al país.

– ¿Y entonces?

– Plata, con plata todo se soluciona. Pero tengo que esperar quince días hasta que le toque el turno a un tipo que me atendió hoy. De lo más desagradable.

Diana encendió un cigarrillo, acercó un cenicero y se sentó en la cama sin retirar la colcha. Desvió los ojos hasta la cómoda donde Gabriela había puesto la cajita el primer día. Era una caja de acrílico opaco, que había preferido traer en su bolso de mano por miedo a que se extraviara durante el viaje. Se veía más pequeña que una de zapatos y Diana, al principio, había dado por hecho que contenía perfumes y maquillaje.

– ¿Y en el aeropuerto?

– Nada. Pasé como si nada. Tenía miedo de que me hicieran abrirla -se le cortó la voz-. No te conté la otra mitad de la historia. Supuse que no pasaría los controles de rayos, me desesperé, pensé mil cosas hasta que mi amigo, el de las flores amarillas, pobre, me dio la solución. La hicimos cremar. Es de locos, ¿no?

– Es de locos.

Gabriela abrió la boca como para dar una explicación, pero su hermana la detuvo con un gesto rápido de las manos.

– No quiero saber los detalles, Gabriela. No me cuentes más, por favor.

Por un instante quedó flotando entre ambas el hálito funesto de la muerte. Diana buscó cualquier cosa a la que aferrarse para espantar la conciencia aciaga de lo ineludible.

– Hay que ponerle un portarretratos -dijo por decir algo, pero pudo haber sido “tengo hambre” o “acaba de caer una estrella en el jardín”. Daba igual, mientras las rescatara de la melancolía inútil hacia la que se deslizaban.

– ¿Qué?

Diana tomó la foto que estaba bajo el vidrio de la mesita de luz. Tenía los bordes amarillos y una mancha de humedad. Sonrió con ternura. Las dos hermanas hacía treinta años, durante algún domingo en el parque. Sí, había sido un domingo, podía recordarlo bien porque su madre lloró mucho aquella tarde y el padre decidió llevarlas a pasear aunque hacía frío y ellas hubieran preferido quedarse a consolarla. ¡Claro! Todo estaba allí, en algún rincón de la memoria, apisonado por lo nuevo, pero bastaba con rascar apenas la superficie para que empezaran a brotar, como yuyos malqueridos, los instantes crepusculares sobre los que también se construye la vida.

– Fue un día triste -completó Diana como conclusión de un diálogo que sólo existió en su interior.

Gabriela no tuvo que mirar la foto. La había visto apenas llegó y de buena gana la hubiera mandado a la basura, junto con otros recuerdos que pesaban demasiado.

– Las fotos en blanco y negro no tendrían que existir -dijo.

– A mí me gustan.

– Las fotos en blanco y negro mienten.

Diana entendió que la conversación iba más allá de una vieja foto. Conocía la mirada de su hermana cuando revoleaba los ojos hacia un punto cualquiera donde parecían concentrarse las verdades del universo. Entonces se volvía enigmática, pero también triste, y decía incoherencias de sonámbula flotando en una pesadilla.

– Son un asco.

Diana esperaba que saliera del trance. Nunca tomaba mucho tiempo, apenas unos segundos y era la de siempre, con la chispa encantadora que hacía que todos la adoraran. Regresaba del mal sueño con el espíritu renovado y ni siquiera parecía saber desde qué abismos había vuelto. Pero esta vez el arco de los labios se tensó y las pupilas se diluyeron en una distancia insondable, mucho más allá de las paredes de la habitación.

– Son un asco -repitió-. Todo es un asco. Papá era un asco. Ella también. Ella también era un asco.

Estaba excitada. Apretaba la cajita entre los brazos y se movía en un balanceo cadencioso, adelante y atrás, adelante y atrás. Repetía lo de la foto, el asco, él, ella, todo se había convertido de golpe en una masa asquerosa dentro de la cual Gabriela se mecía con lánguida resignación. Diana le tocó el hombro y la sobresaltó. Se miraron incrédulas, dejaron en evidencia la distancia enorme desde la cual habían transcurrido sus vidas, lo poco que se conocían.

– Tranquila, Gaby, estás conmigo.

– ¿Y vos quién sos? -dijo Gabriela mientras sentía crecer el temblor del llanto.

– ¿Qué decís, Gaby?

– ¿Qué sabrás vos? Vos no sabés nada.

– Gaby…

– Ella estaba muy mal, quiso matarse.

– ¿Qué dijiste?

– Quiso matarse. Yo los oí discutiendo y me acerqué. Él le decía que no entendía, que le daba todo, que vivía como una reina, que nosotras, que la salud, pero ella decía que no era feliz. Discutían por eso y ella quiso cortarse con unas tijeras. Cerré los ojos, no quería mirar. Los oía forcejear y yo rezaba o hablaba sola. No sé más. Pero empecé a meterme debajo de su cama cuando se dormían. Volvía todas las noches… Tenía miedo. Y después sentí culpa, pero de esto me di cuenta hace poco. Iba a la escuela con terror de volver a casa y encontrarla muerta.

– Gaby, ¿cuándo pasó eso?

– La madrugada de ese domingo… Yo me quería morir…

– Pero, nena…

– Mamá se entregó.

– Estaba enferma. No es que se hiciera la loca; era depresión.

– Papá tampoco ayudó. Nadie ayudó.

– Cada uno hizo lo que pudo, Gaby, papá la adoraba, vos sabés. Ella también lo quería.

– Y entonces, ¡mierda!, ¿por qué no fueron felices?

Gabriela tenía la piel erizada y los huecos de la nariz dilatados como un animal alerta. Daba miedo verla. Parecía que en cualquier momento podría saltar hecha una fiera o proferir el más desgarrador de los gritos. Pero no fue así. El llanto histérico, descontrolado, fue lavando la tensión y la sumió en un sopor cansino, tendida en la cama en medio de un mar de pelos revueltos. Sólo entonces Diana se animó a acariciarla y ella se dejó, como pidiendo.

– Ya pasa, Gaby, ya pasa.


* * *

Gabriela durmió toda la tarde y Diana aprovechó para confirmar que Bruno hubiera aceptado. Llamó a Mercedes a la oficina justo cuando acababa una pelotera infernal con su jefa.

– ¡Hola! -le ladró.

– ¿Mercedes?

– ¡¿Quién habla?! -la voz sonaba imperativa y evidenciaba el peor de los humores del otro lado de la línea.

– Merce, soy yo. ¿Querés que te llame en otro momento?

Fue como echar agua fría en una olla hirviendo. De inmediato se apaciguaron los ánimos y Mercedes recuperó los buenos modos, aunque todavía sentía la sangre pulsándole en la sien.

– Disculpame, es esta vieja que me enloquece. ¡Y decían que iba a ser mejor una mujer! ¡Qué va! Mujer contra mujer es una riña de gallos, qué digo, de serpientes, ¡cobras! Al otro, por lo menos podía mostrarle las piernas.

– ¡Shhh! Que te van a oír.

Mercedes levantó la voz a sabiendas de que no había nadie cerca y de que la jefa ya estaría apoltronada en su escritorio dos pisos más arriba.

– ¡Que me oigan! Que me echen de una vez, así terminamos con este martirio. ¡Vieja perversa! Que me vengan a hablar de feminismo, de solidaridad de género. ¡Ja! Si nos sacamos los ojos entre nosotras, y si no, probá hacer un trámite cualquiera y que te atienda una mujer. Después me contás cómo te va. Si sos fea, porque sos fea; si sos linda, porque sos linda.

– No exageres.

– Vos porque sos muy tiernita, nena.

– Como si fueras una vieja.

– Vieja, no; vieja, no, pero ya fui y vine varias veces. Y no pienso aguantar a esta víbora. Decime, ni te pregunté cómo estabas.

– Bien.

– Siempre estás bien, ¿eh? -y completó con una ironía afectuosa-, vos sí que tenés la felicidad atada.

Diana hizo como que no había entendido y fue a lo suyo.

– Te llamo por lo del sábado. ¿Arreglaste con Lucio?

– No hay problema. Tiene el cumpleaños de un ahijado…

– Algo me habías comentado, sí.

– No me preguntes de cuál, para mí son todos iguales. Pero dice que va más temprano a llevarle un regalo y después cena con nosotros. Seguro que se siente culpable por la escenita de las otras noches.

– Pero se salió con la de él. Miralo a Lucio, tan mansito que parece.

– Con tal de no verle la cara de culo, a esta altura le digo que sí a todo.

– Decime, mujer complaciente, ¿sabés si habló con Bruno?

– ¡Ay! ¡Cómo no te conté! -volvió al estrés del primer momento-. Es que estoy loca, ¿no ves? Esta vieja va a volverme loca.

– ¿Qué pasó?

– Habló. Y no sabés lo que fue.

– ¿Escuchaste?

– ¡Qué te parece!

– ¡Sos de lo peor!

Mercedes se rió con ganas.

– Pero te morís por saber, ¿no?

– Dale.

– El tipo lo llama a eso de las once…

– ¿Qué tipo?

– ¡Lucio! ¿Quién va a ser? Bueno, la cosa es que hablan de lo de siempre y yo esperando en el teléfono de arriba, sin respirar, a ver si lo invitaba de una vez.

– ¿Y?

– Y qué te cuento que corta y no le dice nada.

– ¿Cómo?

– Y yo sin poder decirle que había estado escuchando. ¡Imagínate! ¡Ay! ¿Por qué me habrá tocado este idiota?

– Vos lo elegiste.

– Si vas a agredirme, corto.

– Dale, contame.

– Y nada, que terminé llamándolo yo con cualquier excusa. Es amigo de Lucio, no mío, debe de haberle sonado raro.

– ¿Y?

– ¿Y? ¿Y? Que ya está, nena. Lo tenés ahí el sábado envuelto para regalo.

– ¿Lo convenciste?

– No menosprecies a tu amiga -fingió una voz empalagosa-. Yo convenzo a cualquier hombre de lo que quiero.

Diana le soltó una carcajada.

– No me dio nada de trabajo, un dulce. Ya vas a ver cuando lo conozcas. Bueno, ¿conforme?

– No sé cómo habrás hecho, ni quiero saber. ¿Me quedo tranquila, entonces?

– Dedícate a los canapés que al bombón lo llevo yo.


De: Diana

Para: Granuja

Enviado: jueves 24 de julio de 2003, 11:05

Asunto: “Sacás una idea de ahí…


un sentimiento del otro estante, los atás con ayuda de palabras, perras negras, y resulta que te quiero. Total parcial: te quiero. Total general: te amo. Así viven muchos amigos míos, sin hablar de un tío y dos primos, convencidos del amor-que-sienten-por-sus-esposas. De la palabra a los actos, che; en general, sin verba no hay res. Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiese elegir el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque-la-aman, yo creo que es al vesre.”

Y no se diga más.

Diana


De: Granuja

Para: Diana

Enviado: jueves, 24 de julio de 2003, 20:41

Asunto: uauuuuu!


Princesa, sin aire me dejaste. Estoy saliendo para una cena de trabajo, pero mas tarde te escribo. Esto merece una respuesta cortazariana. Un beso.

G.

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