XIX

A medianoche, cuando los estómagos pedían tregua, Gabriela se descolgó con lo del amor irracional. Empezó como una forma de lucirse para dejar en claro que además de curvas también tenía cerebro. No siempre le había salido bien esa estrategia. Más de un hombre se asustó ante tanta exhibición cultural y, temeroso de que le recitara a Shakespeare en medio de un orgasmo, salió huyendo antes de la primera cita. Gabriela decía que era preferible así. Tampoco a ella le gustaban los cazadores de carne. No valía la pena gastar ni una gota de perfume en un hombre que no supiera valorar sus dotes intelectuales tanto como su cuerpo.

Hablaba de Florentino Ariza como si se tratara de un compañero de universidad al que tuviera que darle el piadoso consejo de que no valía la pena esperar cincuenta y tres años, siete meses y once días para recibir las migajas del amor de una mujer. Hablaba con una soltura irritante porque partía de la base, que ella misma sabía falsa, de que todo el mundo había leído El amor en los tiempos del cólera. Cuando advertía que alguien no se animaba a preguntar si Fermina Daza era un personaje de ficción o una peruana altanera, pedía disculpas y se metía en el terreno que más le gustaba. Entonces, si los demás lograban franquear el primer rechazo a la sabiondez, surgía algo de admiración hacia aquella mujer que se movía entre libros con un deleite contagioso.

– Ella lo despreció. “Pobre hombre”, eso pensaba de él. Y para colmo, se le casó en las narices con el tipo más codiciado, lleno de dinero, poder; en fin, el mejor partido.

– ¿Y qué pretendías? -increpó Mercedes con el resto de lucidez que le iba quedando.

– ¡Pero él no la quería! En cambio, el otro sí.

– Uno no se enamora de quien quiere, sino de quien puede. -Diana se oyó decir estas palabras y le pareció que había hablado demasiado pronto; semejante reflexión exigía una defensa que la desbordaba. Iba a levantarse con cualquier pretexto, como cada vez que necesitaba huir, pero Bruno, súbitamente interesado en la discusión, le pidió que, por favor, se explicara.

– Quiero decir -se maldecía por haberse metido solita en tamaño berenjenal- que a veces las circunstancias tienen que ver. Me refiero a cómo nos han educado, las posibilidades de comparar, qué sé yo, uno va cambiando, ¿no?

Nando, que rara vez prestaba atención a sus argumentos, sintió que aquella campana doblaba para él.

– Querrás decir que uno elige lo que puede. ¡Mira qué bonito!

– No lo digo por vos, Nando -Diana trató de suavizar el tono-. Algo así como que lo que parece bueno en un momento puede no serlo en otro. Me refiero a que Fermina quizá creyó que el marido… -miró a Gabriela- ¿Cómo se llamaba?

– Urbino, Juvenal Urbino.

– Que Urbino pudo parecerle el hombre más adecuado para el momento en que lo eligió. Pero, con el tiempo, sus necesidades quizá cambiaron, no sé, no leí el libro, estoy diciendo cualquier pavada.

Se levantó sin dar tiempo a que alguien le prolongara la incomodidad con otra pregunta y volvió a la cocina.

– Yo lo leí hace tiempo -dijo Nando- y me acuerdo de que me calenté con el tal Florentino por ser tan cornudo. La tipa lo ignora y él sigue prendido. Y no fue porque no tuviera mujeres, porque las tuvo y del color que pidiera, pero estaba como emperrado en que quería a aquella y dale que va, humillación tras humillación hasta que la consigue. Al final, no me quedó la sensación de un amor poderoso, más bien algo del tipo de “persevera y triunfarás”. Hubiera preferido que la dejara plantada como se merecía. El tipo que espera y espera su turno y cuando la tiene pronta, ¡zas! Me parece que la historia hubiera tenido más sentido.

– La gente quiere finales felices -acotó Lucio.

– Puede ser, viejo, puede ser en la literatura, pero en la vida es poco probable que a una persona le salgan las cosas redondas, sobre todo si tiene casi todo en contra.

– Yo conozco un caso de esos -dijo Lucio como si estuviera evocando otra novela-. ¿Te acordás de Maciel?

– ¿La gorda?

– ¿Gorda? Tendrías que verla ahora. Bajó más de cincuenta kilos, se casó y tiene gemelos -agregó con orgullo-. Soy el padrino de uno de ellos; Mario, como el padre. Y te aseguro que la pobre tocó fondo. Me consta que no fue fácil, que no es fácil.

– Yo creo, volviendo al tema del amor -dijo Gabriela con una seguridad que marcaba la clara diferencia con su hermana-, que es un asunto de irracionalidad. Cuando uno se enamora, la razón tiene poco que hacer. Pasa el primer flash, que es pura calentura, y uno sabe que está a punto de meter la pata, ve los defectos, ve todo. Pero se miente. ¿Por qué? Misterio. Y termina convenciéndose con argumentos flojitos. Es lo que digo, no hay nada más irracional que el amor.

– Brindo por eso -Lucio levantó su copa.

– Y yo brindo por el derecho de toda persona a ser amada irracionalmente, al menos una vez en su vida -con este gesto Gabriela pretendió dar por zanjada la cuestión.

– ¿Aunque dure poco? -preguntó Bruno por fin interesado en algo que valía la pena discutir y decidido a que la última palabra no la tuviera aquella malcriada con desplantes de diva.

– Siempre dura poco, corazón -le respondió Gabriela y le dio a su tono un aire de maestra que enloquecía a más de un hombre-. Lo bueno se termina pronto. No hay quien pueda con eso. Al diablo la sorpresa, la emoción, todo se vuelve costumbre, no hay nada por descubrir…

– ¿Ah, sí? Entonces, ¿cómo hace la gente que está junta por tantos años?

– Se aguantan y se meten cuernos, y se aguantan, y más cuernos para alegrar un poco la vida, y se aguantan, y, con suerte, guardan algo del cariño de los primeros tiempos, y con eso llevan la cosa hasta que uno se muere. Después empieza otra parte de la historia, que es como un segundo enamoramiento; el muerto pasa a ser la mejor persona del mundo y todo ese verso, pero si prestás atención, sobre todo a las viuditas, vas a ver que apenas quedan solas empiezan a rejuvenecer. Lloran un tiempo y un buen día las ves entrar a la peluquería para teñirse las canas.

– Mis viejos se quieren -terció Nando.

– Estoy hablando en general, cuñado.

– Lo que quiero decirte es que no todo tiene que ser como vos lo pintás.

– Papá y mamá también se querían -acotó Diana como una tenue defensa.

Gabriela recuperó aquella dureza de miedo en los labios y le clavó una mirada fiera que la hizo callar.

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