El café tuvo la virtud de sofocar los efectos del vino hasta convertirlos en una resaca molesta. Mientras no intentara discursos pomposos, Mercedes podría, al menos, comer el postre en paz antes de que Lucio la metiera en el auto y la llevara a dormir la mona en su cama.
– Aquí estamos y con esta delicia -dijo Diana con la mayor alegría que pudo imprimir a su voz.
Lucio se levantó para ayudarla. De buena gana hubiera ofrecido el brazo a Mercedes, pero temió un nuevo desplante y prefirió la seguridad de la torta helada. Bruno era el único que parecía rescatar algo positivo de aquella farsa. Dentro de su reserva, algo indefinible lo había mantenido expectante, como si de un momento a otro fuera a desatarse una tormenta o a brillar un improvisado arco iris en la sala. Desde el mismo instante en que vio a Gabriela se disiparon sus dudas y tuvo claro cuál era su papel esa noche. Quizá por eso le produjo un leve rechazo que en otras circunstancias no habría tenido justificación. Gabriela le resultaba atractiva, cómo no, pero lo fastidiaba que hubieran montado esa escena para pescarlo y se resistía a seguirles el juego. Solo por Diana hacía el esfuerzo de no retirarse antes de tiempo. Le daba una pena inexplicable hacerle el desprecio de una despedida fuera de tono, como si aquel intento por conservar un cierto equilibrio de las cosas, ese ir y venir frenético de la sala a la cocina, esa invisibilidad merecieran que alguien le rindiera un mínimo tributo.
Gabriela se lució cortando la torta y depositando las porciones en los platos, erguidas, perfectas, como si se hubiera entrenado toda la vida para eso. Mercedes proclamó que había que brindar y, aunque nadie pudo pensar en una razón que valiera la pena, Nando trajo una botella de champán. Lucio se ofreció para descorcharla, la agitó con ganas y el corcho salió disparado con tan mala suerte que fue a dar justo en el cuadro familiar y atravesó la frágil tela. Hubo un momento de silencio que se hubiera podido cortar a navajazos, un momento de hielo en el que se agitaron las almas y cualquiera hubiera golpeado a cualquiera de buena gana. El corcho había quedado encastrado en el pecho de Andrés y a Diana le corrió por el cuerpo el escalofrío de que aquello fuera una premonición terrible.
– ¡Imbécil! -gritó Mercedes-, ¡mirá lo que hiciste!
Lucio la miró con una severidad nueva que a ella no pareció importarle. Se había puesto de pie y estaba parada en un delicado equilibrio sobre los almohadones, con el pelo enredado como una medusa decadente.
– Ya está, Mercedes, calmate.
– ¡Imbécil! -repitió-. ¡No servís para nada!
– Por favor, Mercedes… Vamos a casa. Estás borracha. -Apoyó la botella en la mesa e hizo un movimiento hacia su esposa; antes de poder tocarla ella le saltó al pecho y comenzó a golpearlo.
Lucio intentaba abrazarla, pero se había transformado en una fiera y no había manos que pudieran contenerla. Descargaba golpes e insultos y la excitación parecía enfurecerla. Hasta que Lucio le dio con la mano en plena cara. El golpe produjo el efecto de romper el círculo de furia, pero dio paso a un desconcierto brutal. Mercedes se tocaba el rostro caliente. Cayó desplomada sobre los almohadones y se enroscó sobre su cuerpo hasta quedar tiritando convertida en un ovillo patético. Lucio se veía destruido, como si el golpe hubiera rebotado y vuelto sobre él. Buscó su saco y salió sin despedirse.
Mercedes tomó un sedante y se durmió. La acostaron en la cama de Gabriela y volvieron a la sala con la sensación de estar acompañándose en un velorio. Eran casi las dos de la mañana y el sopor del agotamiento empezaba a envolverlos en una neblina donde las emociones se mezclaban y no quedaba claro si primaba el cansancio o la amargura. Nando trajo café para todos.
– ¡Chan, chan! -dijo con un tono que quiso ser gracioso, pero que no logró arrancar ni un atisbo de sonrisa.
– Tu amiga es una loca -Gabriela se había estirado en el sillón, con las piernas un poco separadas, en una actitud indolente ya sin pretensiones de seducir a nadie.
– Está angustiada.
– ¿Y eso le da derecho a tratar así al pobre hombre?
– Tomó demasiado -insistió Diana en su defensa.
– Antes de emborracharse ya estaba tratándolo mal -intervino Nando-. Y no la defiendas, por favor, toda la vida ha sido así, una loca de mierda. No sé cómo es tu amiga.
Diana apoyó la taza en el piso como si necesitara de todo su cuerpo para contestar.
– Yo no te elijo las amigas; no me elijas las mías, Nando. -Había calma en su voz.
La casa dejó por un instante de ser una casa, la sala una sala, ellos ya no fueron ellos sino espectadores de un cuadro en el que los personajes eran otros. Nando abandonó el café a medio tomar, dio las buenas noches y desapareció en la oscuridad de su dormitorio. Gabriela hacía gestos desde el sillón, como quien aplaude sin hacer ruido y levantaba los pulgares. Pero Diana no se sentía vencedora de ninguna batalla. Sabía que aquello recién estaba empezando y que había mucho por conversar. Fue hasta el cuadro y sacó el corcho. Alisó la tela con la mano hasta que la marca no fue más que una cicatriz en el saco aterciopelado de Andrés.
– Ni se nota -dijo Gabriela.
– Sí, se nota. Esta marca es para siempre.
– Se puede zurcir.
– ¿Para qué? Dejala, así me acuerdo. Además, voy a tirar el costurero, sobre todo el dedal. Basta de dedales.
Bruno percibió que sobraba en aquella atmósfera construida sobre la base de relaciones antiguas. Se levantó y anunció que se marchaba. Gabriela ni se molestó en incorporarse. Le hizo un gesto que él correspondió con la mano. Diana lo acompañó hasta la puerta.
– Lamento este desastre.
– No te preocupes -le dijo él-. Tengo entrenamiento en discusiones. Mi divorcio está siendo un horror. Yo tampoco estoy en mi mejor momento. Ando desconfiado, paranoico, nunca sé de dónde viene el puñal. Estoy viviendo un infierno. Saliendo, bah…
– Mercedes me contó -se mordió el labio con una cierta coquetería-. No sé si tendría que decírtelo, pero supongo que ya sabrás por qué viniste.
– Desde que vi a tu hermana.
– ¿No te molestó?
– Algo. -Y añadió:- No se parecen en nada. No me gustan las mujeres así -le dedicó la mejor sonrisa de la noche-. Me refiero a que tu hermana es un poco…
– ¡Terremótica! -completó Diana con la definición más exacta que tenía para Gabriela.
– Eso sí, y después de vivir en el caos, lo que uno quiere es un poco de paz.
– A mí me pasa lo contrario, siento que he tenido demasiada paz. -Pensó antes de seguir.- Estuve mal, hace un rato, con Nando. No tendría que haber dicho lo que dije. Los hice sentir mal a todos.
– Por favor, fue una noche muy tensa. Además, no dijiste nada del otro mundo -se detuvo de golpe, como si hubiera recordado algo importante-. Una pregunta antes de irme: ¿por qué el dedal?
– ¿?
– Ibas a tirar el costurero…
– ¡Ah! Es que mi hermana siempre me dice que vivo en un dedal. Y tiene razón.
– O sea que viene un tiempo de cambios.
– Si me alcanza el valor.
– ¿Y por qué no?
– Porque a veces tira más la comodidad, el miedo…
– También hay un límite para la hipocresía. Uno no puede mentirse todo el tiempo, ¿no?
– ¿Y de dónde salen las fuerzas?
– Del propio cansancio.
– ¿Pero cómo se sabe cuándo es el momento?
– Cuando ya no das más, Diana. Al final, después de aguantar, después de engañarse mil veces y esperar el milagro del cambio, uno termina por aceptar que está siendo un hipócrita, que se miente desde que abre los ojos y sigue mintiéndose hasta que los vuelve a cerrar. Eso no es vida. Uno no puede engañarse para siempre. Y es ahí, Diana -le tomó las manos con suma delicadeza-, es ahí cuando hay que decidir si convertirse en buen vino o ser una simple uva desprendida del racimo, una uvita sin importancia que nadie echa de menos…, ¿me entendés? Pura granuja.