Era inevitable: la presencia de un hombre desconocido en la casa puso a Nando en actitud de alerta. Saludó a Bruno con una cortesía medida y le ofreció vino en un gesto que le permitió marcar territorio y dejar en claro quién era el dueño de casa. Lo estudió con la curiosidad que inspira lo nuevo, y apenas consideró que no representaba mayor peligro se entregó a una charla afable, natural para quienes se conocen desde hace mucho. Mientras hablaban, Mercedes se disculpó con la excusa de dar una mano en la cocina. Los hombres no contestaron y ella masculló algo de cerdos y margaritas que nadie se molestó en interpretar. Diana preparaba una tabla de fiambres; los doblaba en triangulitos y los disponía entre cubitos de queso. Cada tanto, levantaba la vista para seguir la conversación a través del pasaplatos.
– Help? -dijo Mercedes en un inglés rudimentario que se empecinaba en usar convencida de que le añadía brillo, aunque solo manejaba una veintena de palabras mal pronunciadas.
– No te ensucies. Si querés, podés ir cortando el pan -volvió a mirar a los hombres que parecían entretenidos con la conversación-. Son geniales. Apenas se conocen y miralos, parecen de toda la vida.
– ¡Ay, nena! -contestó Mercedes con sorna-. Para hablar de fútbol no se necesita intimar demasiado.
En efecto, el fútbol parecía proporcionarles un área de interés donde no era necesario competir. Podían estar cómodos, incluso en la discrepancia, depositando en otros la responsabilidad de ganar o de perder. No había la menor posibilidad de frustración, nadie dudaría de su hombría, ni sería necesario preguntarse por los sueldos o el rendimiento en la cama. Otros once jugaban el partido por ellos. El fútbol era el lugar perfecto de encuentro para iniciar cualquier relación e incluso profundizarla sin quedar demasiado expuestos.
– ¿A qué hora venía Lucio? -preguntó Diana.
– ¿A mí me decís?
– Y si no sabés vos…
– Ni idea. Pero, da igual si viene o no viene, si se queda con sus marranitos o…
– Estás celosa.
– ¡Por favor! ¡Celosa de esos mocosos! Mirá, para lo único que sirven es para sacarle plata, porque vas a ver cuando crezcan. ¿Vos pensás que les va a importar algo del padrino? Y lo peor, que el tipo piensa que lo eligen por bueno. ¡Por imbécil! Por eso lo eligen, porque saben que cuando regala no se anda con chiquitas.
– Te animas a servir esto? -Diana le extendía la tabla y la invitaba a callarse con un gesto amable.
Los hombres ya llevaban unos cuantos goles descritos al detalle, la elección del entrenador de la selección y un inventario prolijo de datos inútiles que iban desde una atajada fenomenal al delirio millonario del último pase. Podía decirse que habían establecido los cimientos para una amistad con buen pronóstico que consolidarían en dos o tres encuentros más si no se interponía, claro, el otro tema fundamental todavía no atacado, pero al que llegarían tarde o temprano: la política. En principio, se sentían cómodos, tanto que Lucio los tomó por sorpresa, como si ya nadie recordara que estaba faltando.
– ¡Viejo! Un poco más y no venías. -Nando le palmeó la espalda e intercambiaron un beso como marca de una amistad antigua.
Lucio sonrió apesadumbrado. Parecía claro que estaba allí por compromiso, pero que sus ganas habían quedado en otro lugar, mezcladas entre cubos de colores y globos de cumpleaños, donde se sentía querido y nadie le recordaba a cada rato su inutilidad. Buscó a Mercedes con la mirada y le hizo un gesto que ella contestó con una mueca nada hospitalaria. Bruno ya se había puesto de pie y volvía a abotonarse el saco, como si se le fuera la vida en ese pequeño gesto que Diana captó desde la cocina. Aprovechó para mirarlo de cuerpo entero y no pudo reprimir una risita cuando vio que la raya del pantalón se abría en tres líneas bien marcadas. La invadió esa ternura irresistible que provoca en una mujer todo hombre solo y que despierta un erotismo casi maternal.
Vistos desde la perspectiva del pasaplatos, los hombres parecían tres viejos compañeros de escuela contándose los pormenores de la última aventura. Hablaban sin parar mientras picaban de uno y otro plato, sin preocuparse por un granito de pimienta que pudiera quedárseles atascado en los dientes o la mayonesa pegada a la comisura de los labios. Vencidos los primeros temores, había sido fácil, facilísimo enfrascarse en temas concretos y defender con lucidez excepcional las soluciones a los problemas más complejos.
Mercedes ya iba por su cuarta copa de vino y la cabeza empezaba a zumbarle. Cortó una rebanada de pan, la untó con una salsa verde y puso encima una feta de jamón. Pensó que apenas comiera algo se le iría ese malestar de los primeros vinos.
– Decime, nena, ¿tu hermana no piensa aparecer?
– ¿Qué hora es?
– Diez y veinte.
– Voy a ver qué está haciendo. Debe de estar probándose esas porquerías que compró hoy. Seguro que no se decide por ninguna y termina con cualquier cosa. No sería la primera vez -se secó las manos en el repasador.
Mercedes le acomodó el pelo y pensó que a su amiga le hacían falta unas clases de sensualidad. Y un poco de alegría, también. Diana agradeció y salió de la cocina mientras la otra descorchaba una botella y se decía en voz baja que la ingrata de Gabriela no merecía el baile que le habían montado ni mucho menos quedarse con el premio mayor.
– Voy a ver qué le pasa a Gaby -dijo Diana cuando pasó por delante de los hombres. Se inclinó para besar a Lucio-. ¿Cómo estás?
– Aquí andamos, tirando. -No quiso contestar más porque se le atropellaban las palabras cuando se ponía nervioso, y terminaba diciendo una tontería.
Nando vio una oportunidad para intercalar uno de esos chistes obligados.
– Ya saben lo que dicen en Venezuela de los rioplatenses. Que somos muy machos porque siempre estamos tirando.
La risa colectiva apagó un ¡ja! que vino desde la cocina y que Lucio, entrenado en esos menesteres, conocedor de su esposa, fue el único que oyó, quizá porque lo estaba esperando. En lo que siguió de la noche, el chiste se volvió una válvula de escape cuando los silencios espesaron el aire, y más de una vez hubo sonrisas forzadas para disimular la incomodidad que produce la estupidez. Parecía una cita ineludible contar un chiste cada diez o veinte minutos, como si fuera necesario mantener a la fuerza el aire festivo que justificara aquella reunión. Más tarde, cuando Gabriela se les unió, rivalizaba con Nando en sus historias; una puja para ver quién lograba hacer reír más, quién resultaba más seductor o decía la obscenidad más provocadora. En el fondo, coqueteaban. Lo hacían con descaro frente a Diana, que percibía que algo no andaba bien en aquella camaradería exagerada, aunque lejos estaba de imaginar que detrás de cada provocación latía el recuerdo todavía caliente de una tarde de locura, tantos años atrás.