II

El aeropuerto parecía un mar humano que se movía al ritmo del altoparlante. Las despedidas no eran aquellos deseos de viajes felices, sino adioses largos cargados de incertidumbre; la cruel imagen de un país que se dispersa desangrándose.

Diana llegó temprano y se sentó en las butacas verdes. El panorama no podía ser más desolador. Los viejos despedían a los hijos que salían despavoridos en el primer avión a pelear un lugar en cualquier horizonte y, en muchos casos, terminaban lavando platos gringos. Una mujer alta, muy arreglada, con un perrito blanco en una caja plástica llamó la atención de Diana. Estuvo mirándola mientras se acomodaba el cabello y bromeaba con un par de adolescentes que mascaban chicle. Después, se acercó hasta el mostrador y despachó dos maletas duras y la caja con el perrito. Apenas oyó el primer llamado para su vuelo, se apresuró a despedirse. Unos golpecitos en la cabeza de cada uno, la llave de algún auto y unos billetes dados al descuido. Eso fue todo. Giró elegantemente, como si hubiera hecho aquello cientos de veces y atravesó la puerta con aires de reina. Salió un par de segundos después, con expresión de haber olvidado algo, pero los muchachos ya estaban cerca de la salida, tintineando las llaves y riendo a carcajadas. Diana lo observó todo como si fuera una pequeña escena de alguna película y no pudo evitar pensar que hay algunos perros con más suerte que otros.

El resto de los pasajeros fue desapareciendo de a poco. Al final, sólo quedaban los más tristes, los que no se decidían a ese penúltimo abrazo. Pero la despedida era impuesta por el despotismo cordial de los altoparlantes y se deshacía en promesas de regresos que nadie creía. Después, llegar allá y ser persona de segunda, deambular bajo tierra por las galerías del metro como topos perdidos, vendiendo chucherías; los espejitos de colores que alguna vez ellos trajeron y cambiaron por el oro que ahora exhiben con impúdico orgullo en sus catedrales. Subir al metro y ver cómo algunos ojos se empañan de melancolía cuando suena una triste Cumparsita, mientras arriba, en la superficie, la vida está llena de colores y hay una brisa de esperanza reservada para otros.

Diana los veía despegarse de los brazos queridos, sacudirse a las madres con empujones cariñosos y pensaba cuándo le tocaría a ella despedir a sus hijos. Pensaba en la vocación decidida de Marcos y en los quince años de Andrés, que acababa de pedir una batería para su cumpleaños. Pensaba que Tomás todavía la besaba antes de ir al colegio. Tomás, tan desconcertado con esa voz áspera que estrenaba y aun así, tan niño. ¿Cómo se le dice a un hijo que no hay lugar para sus sueños? “

Subió hasta la cafetería para apurar los minutos. No entendía este regreso de Gabriela. Dos años sin verse. Y esa nueva relación mantenida con su hermana a través del correo electrónico. El correo electrónico… Sintió las cosquillas conocidas en el estómago. Otra vez aparecía “él” y se le instalaba en el pensamiento. Olvidó por un momento a la hermana que llegaba, para adentrarse en el goce del recuerdo. El último mensaje traía tanta sensualidad que, al evocarlo, instintivamente había apretado las piernas, como si quisiera contener allá abajo una sensación deliciosa. Desde hacía un mes, Diana la tonta, Diana adolescente con su primera carta de amor, no hacía otra cosa que pensar en eso. Sonrió. Sonreía cada vez que se acordaba. Le divertía pensar que tenía un secreto, un amante cibernético, una infidelidad a distancia. Inofensiva.

El avión acababa de aterrizar. Diana respiró con ganas para darse ánimos y salir pronto del divague existencial en el que, a menudo, se perdía. Cuando estaba inmersa en eso, servía para poco y nada. Ahora debía estar atenta para cuidar de Gabriela. Aquel regreso fuera de tiempo no presagiaba nada bueno. Se detuvo antes de bajar las escaleras y pensó que no había sido inteligente elegir tacos altos, aunque le gustaba el efecto que producían en sus piernas y se miraba en cuanto espejo podía o en el reflejo robado al pasar ante cualquier vidriera. Le gustaba más, aún, cuando comprobaba que los hombres quedaban con la mirada prendida de su paso, como si llevara un imán en cada pantorrilla. Pero una escalera encerada no era la mejor pasarela para lucirse. Se tomó del pasamano y comenzó el lento descenso, un poco de costado, como alguna vez había oído que hacen las vedettes.

Gabriela estaba de pie, ante una maleta abierta y discutía con el hombre de Aduanas que movía la cabeza como diciendo que no había la menor posibilidad de algo que Diana procuraba adivinar tras los cristales. “Ropa nueva, seguro que es exceso de ropa”, pensó, y la recordó negándose a usar dos veces el mismo vestido, comprando cuanto trapo encontraba en las liquidaciones de temporada, enloquecida por no poder costear unas botas de caña alta. Pero la discusión comenzó a tomar ribetes exagerados. El hombre llamó a otro y ambos estuvieron un buen rato contemplando la maleta, ante la furia de Gabriela, que hablaba en un tono amenazante. Llevaba un bolso de mano del que no se desprendía y en el que nadie parecía reparar. Se aferraba a él con tal devoción que a Diana le resultó extraño que no lo notaran. Si algo había de clandestino en el equipaje de su hermana, venía sin dudas en ese pequeño bolso.

Decidieron abrir la segunda maleta. Gabriela parecía más tranquila, ahora. Con un aire de estudiada sensualidad, hurgó en su escote hasta que extrajo una cadena con una llavecita. Apenas destrabó la cerradura, un estallido de papeles dejó un reguero blanco en el piso. Gabriela no se inmutó. Miraba a los hombres y les ganaba la pulseada a fuerza de pura seducción; parecía una domadora con su látigo pronto para tajear el aire. En un gesto rápido, tomó, como al descuido, uno de los libros que había en la maleta y lo extendió hacia los hombres con cara de ingenua mientras les hablaba sin parar. Parecía tener algo entre las páginas, Diana los vio turbarse y devolver el libro que Gabriela conservó bajo el brazo. Diana lamentaba no poder ayudar desde afuera, pero había algo en la actitud de su hermana que indicaba que aquello sería cuestión de segundos. Y no demoró mucho en ver cómo los dos hombres se arrodillaban para juntar el papelerío, mientras Gabriela volvía la llavecita a su lugar y los miraba desde la altura. Por fin, atravesó las puertas con expresión de picardía infantil. Intercambió miradas con su hermana y soltó una carcajada. Se apretaron en un abrazo hasta que alguien les dijo que entorpecían el tránsito de los demás pasajeros.

– ¡La misma loca de siempre! ¿Qué traías? -preguntó Diana.

– Cosas mías.

– Pero, casi te dejan, ¿eh?

Gabriela hizo un gesto irreverente.

– Sí, sí, ahora porque estás de este lado, pero un poquito más y… ¿cuánto les diste?

– Nada.

– Te vi. En el libro.

Gabriela repitió la carcajada y Diana pensó que dos años sin verse eran demasiado tiempo.

– ¿Este libro? -y se lo extendió a la hermana con aquella complicidad de la infancia que ambas entendían.

Diana miró la portada con una foto de una pareja desnuda, entreverada en una posición más propia de un contorsionista que de una sesión amorosa.

– No ves que sos una loca. ¿Y qué les dijiste?

– Les dije que era sexóloga, que venía de un congreso, ¿ves?; también les mostré esta acreditación que siempre tengo, por las dudas. Eso los impresiona mucho.

Diana le dedicó una mirada de admiración que se multiplicó en sorpresa cuando vio que aquello que abultaba en el libro era una toallita femenina puesta entre sus páginas a modo de marcador.


De: Granuja

Para: Diana

Enviado: miércoles 9 de julio de 2003, 00:35

Asunto: MAÑANA


Preciosa, hace un mes que sueño con una cara imaginada. Cuando voy a conocerte? Sabes que no borre ni un mensaje desde que empezamos a escribimos? Hoy los conte y son mas de setenta. Y algunos, larguisimos. Por que no puedo verte? No seras una viejita libidinosa que se aprovecha de este cuarentón en pena, no? Hoy tuve un dia imbancable. Puros problemas. Todo se complico y estoy molido. Me voy a la cama apenas termine de escribirte. Muerto de frió. Esta casa es demasiado grande para mi, pero no quiero mudarme. Estaba en pedazos cuando la compre y la hice a mi gusto. Claro que tenia otra vida en mente, pero, viste como son las cosas, a veces cambia todo en un segundo. Decime que me aceptas un cafecito. Dale, linda, un cafecito, nada mas. Que te parece mañana? Mira, cambie de idea, voy a quedarme aqui sentado hasta que me contestes. Si ves en el diario que apareció un tipo congelado frente a una computadora, sera tu culpa. Te mando un beso, dos besos, tres, todos los besos.

G.

De: Diana

Para: Granuja

Enviado: miércoles 9 de julio de 2003, 01:45

Asunto: Me tengo fe, caballero


¿Viejita libidinosa? Pero, ¿quién se cree usted que es? Para que sepa, todavía no piso los cuarenta y lo que llevo, lo llevo muy bien. No seré una diosa, pero me tengo fe, caballero. Y si no he querido verlo es porque usted es más misterioso que yo. ¿Más de setenta mails, dice? Y sigue sin decirme su nombre. ¿Qué puedo pensar? Algo grande habrá que lo quiere esconder tanto. Me temo lo peor.

Mañana tampoco podrá ser. Llega mi hermana de Lima. Tengo que ir a buscarla al aeropuerto. ¡Uy! No me diga que se quedó toda la noche esperando mi respuesta, ¡pobrecito! Es que ayer me acosté temprano y recién hoy lo encuentro por aquí. Espero que no se haya enfriado. Yo también le mando unos cuantos besos.

Diana


P.D.: El otro día le mandé un mail con una falta de ortografía horrible. Creo que fue “precencia” o algo así. Le pasé el corrector después y ahí saltó, aunque vio que uno no puede confiar mucho en estos correctores. Uno no puede confiar en nada.

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