Lo primero que hizo Gabriela al entrar a la casa fue buscar el retrato familiar en la pared, detrás del sillón azul. Había sido una experiencia divertida. Diana, Nando y los chicos, disfrazados con ropas típicas de la Revolución Francesa, posando sobre un fondo sepia. El detalle era el marco muy cargado, dorado a la hoja, que transformaba el cuadro en una pieza descomunal. La sesión fotográfica había tomado horas, incluyendo la elección de vestuario y el maquillaje, para el que casi tuvieron que atar a Marcos. Diana estaba preciosa, con un vestido de brocado que le resaltaba la estudiada palidez del rostro. Y Nando, que al principio se resistió y que terminó accediendo para darle el gusto a ella, fue el que más disfrutó eligiendo traje y estropeando una y otra toma con la lengua afuera como un recién guillotinado. Cuando lo trajeron, cinco años atrás, organizaron una cena familiar para celebrarlo y terminaron la noche en una parranda memorable con los chicos en el cine y los padres en la cama. Ahora, casi nadie en la casa reparaba en el cuadro y, cuando lo hacían, pensaban en silencio, con extraordinaria unanimidad, que ya era hora de cambiar la decoración.
Gabriela sonrió al comprobar que estaba torcido. Así lo había visto las últimas veces, antes de partir hacia Lima, y así lo encontró al regreso. El peso era tan grande que se desequilibraba con facilidad y nadie parecía interesado en enderezarlo. Se sentó en el sillón y palmeó el almohadón a su lado, invitando, pero Diana negó con la cabeza y se puso a preparar café. Fue hasta su dormitorio, encendió un cigarrillo y la computadora.
– No podes estar quieta, ¿eh? -gritó Gabriela.
– La costumbre -contestó Diana desde el dormitorio.
– Y hoy, ¿cómo te arreglaste?
– Pedí unos días.
– ¿Por mí?
– ¡Claro! ¿Por quién iba a ser?
La cafetera empezaba a borbotar y el aroma del café vino a entibiar los ánimos. Diana se acomodó en el piso, cerca de las piernas de su hermana.
– Hay mucho para conversar, Gaby. Ni siquiera entiendo esta vuelta, así, de golpe.
Gabriela intentó una sonrisa que se truncó en una mueca triste. Como hacía siempre que quería evitar una respuesta, fue ella quien preguntó.
– Y tú, ¿cómo estás?
– ¿Yo? Bien, acá nunca pasa nada. Los chicos están enormes. Sólo por eso me doy cuenta de cómo se va el tiempo.
– ¿Dónde están?
– De vacaciones.
– ¡¿Solos?!
– Solitos. ¡Bah! Con los padres de Nando, que es casi lo mismo. Hacen lo que quieren.
– No puedo creer. ¿Cómo te convencieron?
– Ya no tienen que convencerme, Gaby. Me sacan una cabeza. Se van y chau.
– A ver… mírame. ¿Un poco tristona?
– No, para nada. Cansada, nomás.
Hubiera querido decir aburrida, pero le habría exigido una explicación que no tenía ganas de dar. Pensó en la sutil diferencia entre cansancio y aburrimiento y calculó que la distancia estaba en el amor que se iba agotando. Se levantó a servir el café, pero antes entró al dormitorio y consultó la casilla de coreos. Nada. Por un instante, olvidó a Gabriela y se ensombreció. Sabía que la dependencia afectiva que la ligaba a esos mensajes no era buena. Y, sin embargo, le gustaba la ilusión de la espera, aunque a veces acabara en frustración. Volvió a la sala y sirvió el café.
– ¿Edulcorante, como siempre?
– No, tres de azúcar.
– ¿Desde cuándo?
– Desde hace seis meses.
– ¡Cuánta precisión! ¿Qué pasó hace seis meses?
– Me lo recomendó el médico.
– Gaby, ¿estuviste enferma?
Gabriela se llevó la taza a la boca. Se pasó la lengua por los labios y dilató la respuesta todo lo que pudo.
– ¿Tú vas al médico sólo cuando estás enferma? -Hizo un breve silencio, se apretó la nariz con el índice y el pulgar, bajó los párpados.- Estuve embarazada.
Diana se tomó unos segundos para valorar si aquello no era una broma de mal gusto y buscó en el rostro de su hermana algún resto de ironía, alguna mueca que delatara la intención de hacerla quedar como una tonta.
– No es una de tus pavadas, ¿verdad?
– ¿A vos te parece que puedo jugar con eso?
– ¿Y me lo decís así?
– ¿Cómo querés que te lo diga? ¿Preñada? ¿Encinta? ¿Te gusta más?
– Me gusta que hables claro. Ya me imaginaba que algo raro traías; no ibas a volver porque sí, nomás. Pero, ¿me querés decir por qué tanto misterio? Una vez en la vida, una única vez podrías hacer las cosas bien, Gabriela.
– Para eso estás vos.
– Dejate de sarcasmos, ¿querés? ¿Cómo que estuviste embarazada? ¿Estuviste? ¿Cuándo, estuviste? Me vas a enloquecer.
Gabriela resopló con algo de fastidio. Se mordió el labio inferior y miró a su hermana con un brillo de decepción que dejó traslucir en el tono de sus palabras.
– No fue buena idea. Podría ir a un hotel.
– No seas boba. Me ofenderías. Esta es tu casa.
– Sí, pero Nando…
– Nando te quiere y, además -suspiró-, por lo que está… ¿Vas a contarme o no?
– OK, pero antes dejame tomar un poco de aire.
Afuera se descolgó una lluvia intensa. Gabriela saltó del sillón y salió al jardín.
Nando tenía un buen empleo en una empresa del Estado. Ganaba bien y viajaba a menudo. Los viajes eran la mejor parte del trabajo: clase ejecutiva, hoteles de primera y autos de revista. Dinero dulce que caía del cielo con una facilidad sorprendente. Con aquella prosperidad que a nadie parecía costarle el menor sacrificio, también tenía acceso a ciertas mujeres que aparecían en bandada atraídas por la fiesta sin compromiso.
La primera vez fue difícil, sobre todo al regreso, cuando vio a Diana y a Tomás en el aeropuerto. La culpa se le vino encima y lo abatió por varios días. Pero hubo un nuevo viaje, y otro, y otro más, y aquello se le volvió una costumbre deliciosa, un aspecto del disfrute que parecía estúpido rechazar. Nando sabía que eran relaciones furtivas suavizadas por el piadoso velo que tiende la distancia, sin lazos afectivos que pudieran hacer temblar la estructura de su hogar. Terminó convenciéndose de que no había nada de malo en sus infidelidades, mientras Diana no se enterara. Se repetía que aquella no era una actitud cínica, sino inteligente. ¿Para qué hacerla sufrir si él siempre terminaba volviendo?
Con el tiempo, se hizo experto en detectar candidatas que no fueran a complicarle la vida. El anillo de bodas era un ingrediente tan apetecible como unos pechos generosos o unas piernas bien torneadas. Las prefería menudas, con la piel firme y bronceada. El cabello y los ojos daban igual, tanto que alguna vez se sorprendió apoltronado en su asiento en medio del Atlántico, después de algunos vasos de escocés, tratando de recordar infructuosamente si aquella pechugona de la noche anterior era rubia o morena.
Pero Nando no contó con el amor. Hacía un año, había conocido a una ingeniera joven que le mostró las fotos de sus hijos la vez que salieron a tomar el primer café de la obviedad. Era una mujer brillante y requirió un trabajo de orfebre llevársela a la cama. Cuando le confesó que estaba divorciándose, ya era tarde. Nando había quedado atrapado en una red que parecía apretarse cuanto más se esforzaba en escapar y no hubo más remedio que aceptar que cualquier empeño por evitar el amor no hacía más que fortalecerlo. Aquello estaba fuera de sus cálculos. Había sido la ternura la puerta de entrada a un universo que creía irrecuperable; un día se despertó con la cabeza apoyada en el vientre de ella y sintió la encantadora asfixia que produce el exceso de felicidad. “Creo que me estoy enamorando”, le dijo bajito, como un secreto. Victoria entreabrió los ojos, pero no respondió.
Nando no podía vivir sin saber que la tenía al alcance de una llamada telefónica y ya no supo mirar a otras mujeres. Una vez, en Innsbruck, encontró en su cama a una vieja conocida y no se resistió porque prefirió cumplir con el trámite antes que ponerse a negociar para sacársela de encima. Pero no quiso que se quedara. Dormir con una mujer era cosa seria. Podía hacer el amor con cualquiera, pero compartir la intimidad del sueño se le hacía compatible sólo con el amor. Ahora, nada más quería dormir con Victoria.
Al principio, se encontraban en la casa de ella, cuando los hijos salían con el padre, pero pronto sintieron la necesidad de tener un espacio propio donde no hubiera que preocuparse por la impuntualidad del ex marido, que tanto se retrasaba para ir a buscarlos como adelantaba el regreso. Nando alquiló un pequeño apartamento en un edificio a medio camino entre las dos casas. No había más que cocina, heladera y cama, pero les pareció el único lugar en el mundo al que querían regresar cada tarde. Victoria tenía el espíritu práctico de las madres profesionales y no se complicó con cuestiones románticas como flores frescas o plantas que regar; colgó cortinas transparentes y un par de láminas de Braque. También se ocupó de que en la heladera tuvieran lo suficiente y en el baño lo indispensable. No había necesidad de transformar aquello en un hogar; de un hogar venían ambos y era preferible que no hubiera nada demasiado evocador de la otra vida paralela. Decidió que allí nadie cocinaría, sólo comida comprada; no iba a jugar a la mujercita perfecta; era poco el tiempo que tenían para verse y no quería perderlo en la cocina. Nando debió admitir una incipiente desilusión ante este ventarrón de practicidad, pero Victoria manejaba bien los hilos de la seducción y no tuvo más que llevarlo hasta la cama abierta, donde sí había cuidado el detalle de unas sábanas de seda, para hacerlo sentir el hombre más importante del universo.
Alguna vez le había preguntado por Diana. Al principio, Nando se había rehusado a hablar de su familia, pero apenas sintió que el peligro se desvanecía, le pareció absurdo preservarlos de Victoria. Ahora, tenía una necesidad casi apremiante de hablar de ellos y pasaban las mejores horas después del amor emocionándose juntos con el recuerdo de los hijos.
– Es una buena mujer -le decía sin miedo a ofender la memoria de la esposa. Al volver a su casa, o cuando hacía el amor con Diana, sentía que en esos momentos y sólo entonces estaba siendo infiel.
Victoria le acariciaba la nuca con la punta de los dedos y masticaba la ansiedad; sabía de sobra que la mejor estrategia era la espera, una activa y paciente espera, mientras en la otra casa la rutina se convertía en su mejor aliada.
De: Granuja
Para: Diana
Enviado: viernes, 11 de julio de 2003, 03:47
Asunto: del buen vino
Princesa, mira a que hora te escribo. Hoy tambien tuve un dia maratonico y recien vuelvo a casa. Me invitaron unos amigos a tomar algo. No tenia ganas porque estaba molido, pero insisten en que no puedo vivir para trabajar y casi me secuestran. Fuimos a un boliche lindísimo, con una vista espectacular. Ya te llevare. Si me dejas, claro. No entiendo por que todavia no nos hemos conocido. Tenes miedo de enamorarte? No me hagas caso, tome demasiado. También el buen vino tiene su medida. Chau, linda. Estoy empezando a extrañarte.
G.
De: Diana
Para: Granuja
Enviado: viernes, 11 de julio de 2003, 7:59
Asunto: (sin asunto)
Me alegra que hayas salido con tus amigos. Qué bueno que te diviertas tanto. Y no tengo miedo de enamorarme. Uno se enamora de quien puede, no de quien quiere. Chau.
Diana